Escritor del mes Cronopio

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LA VIDA SE CIERRA A DIARIO

Por Carlos Uribe De los Ríos*

LA FOTO DE CADA DÍA

Cuando el toro entró repentinamente al café eran las cuatro y quince de la tarde. Todo el mundo se quedó pasmado, pegado con tornillos a los asientos, a las paredes, al bar, y en unos segundos aquello fue la debacle. Unos corrían para dentro, se subían al mostrador, se paraban encima de las mesas o se metían debajo, y otros trataban de salir por la puerta de al lado aprovechando que el animal, parado en la mitad del pequeño espacio, por momentos no sabía qué hacer. Yo me convertí en una estatua, no sé si de sal o de hielo. Me fui poniendo de pie despacio, muy lentamente, haciéndome el valiente y aprovechando el despiste del toro, sin quitarle el ojo a su ojo. El tango de Juan Carlos Godoy proseguía en su queja sin importar el caos que aquella presencia contundente desataba en un café del centro, a esa hora atestado de hombres mayores y desocupados que leían el periódico, se hacían embetunar los zapatos o se tomaban un tinto para combatir la modorra y la depresión.

Aquel lugar parecía el escenario de una guerra repentina. El administrador gritaba desesperado detrás del mostrador, la mesera lloraba sin control a la entrada del baño, los parroquianos habían desaparecido y yo, de pie al lado de una silla, petrificado, pendiente de la cara del toro, de su resoplo furioso, del casco que raspaba el piso de baldosas coloradas, de las orejas como alas batientes que parecían indicar el rumbo inmediato del ataque.

No era muy grande. Debía pesar alrededor de 400 kilos, era de color crema sucio y parecía listo para el matadero. Más tarde dijeron que había saltado de un camión que pasaba despacio, al ritmo tedioso de la tarde, por la carrera Carabobo repleta de buses. El novillo, que no era un toro hablando en plata franca, estaba más asustado que nosotros. Mantenía la cabeza de frente y la giraba muy despacio al ritmo de sus orejas alertas. De un momento a otro saltó por encima de una silla, arrastró una mesa, miró la luz de la tarde que se abría como un boquete desde la puerta y emprendió carrera hacia la calle. Las gentes gritaban en medio de aquella conmoción inesperada, saltaban como liebres entre los carros, chillaban de horror y se escondían en los portones, se subían a los buses, se entraban a los comercios vecinos, pero nada parecía servir de burladero. El animal entró como un rayo al café de enseguida y embistió la primera mesa que se encontró de frente. Las botellas volaron por el aire, los vasos dejaron caer a chorros la cerveza, los clientes se apeñuscaron uno detrás del otro formando una barrera humana resignada y frágil y esperaron con paciencia lo inevitable.

Esta vez no se demoró medio minuto. Arrasó con todo a su paso. Derribó las mesas, aplastó los asientos, arremetió contra la señora que vendía cigarrillos sin engancharla más allá de la ropa y salió por la misma puerta batiendo la cola y mugiendo, con la sensación de estar perdido en un espacio irreconocible. Siguió su carrera por la acera, entró a una ferretería por la puerta de la izquierda y salió por la derecha, se devolvió por el mismo costado de la calle hasta que las personas menos asustadas hicieron un corrillo a su alrededor y se detuvo un segundo. Entonces sintió que algo lanzado desde atrás lo enlazaba, lo frenaba con brusquedad, y apenas le quedó un gesto de cabeza por hacer ante la tensión de la soga. El vaquero se había bajado del camión, soga en mano, y buscaba el novillo entre la multitud alterada mientras el vehículo con las demás reses daba la vuelta a la manzana. Paró al frente y entre dos hombres obligaron al animal a subir de nuevo por una rampa de madera.

Después del susto, era obvio que no podía volver al periódico sin los datos necesarios para escribir esa historia. Ya veía al jefe de redacción, acelerado y con cierta emoción escondida, diciéndome «mijito, esta es la crónica del día, dedíquese a eso el resto de la tarde. La necesito para las ocho de la noche. Eso sí, que no se le quede por fuera ningún detalle y que los que vivieron esa historia, mañana cuando la lean, piensen que más intenso fue leerla que vivirla». Recogí nombre por nombre. Del administrador de la cantina El Faro, de la mesera, de los parroquianos temblorosos que aún seguían allí, del dueño y el mensajero de la ferretería, de la señora de los cigarrillos, de la empresa transportadora, del calor sofocante de Carabobo a las cuatro de la tarde, de los que lloraron y gritaron y pensaron que había llegado su hora. Cuando entré al periódico golpeé el vidrio rectangular de la puerta de Muñoz y le conté lo que había sucedido. Difícilmente un periodista podía ser testigo espontáneo de una tan breve pero intensa historia de miedo, protagonizada por un novillo asustado que buscaba volver al corral antes de que fuera demasiado tarde. Como pensé, el jefe se puso contento y me dio vía libre para escribir aquel relato, pero en lo que me equivoqué fue en el asunto del espacio disponible.

—No más de tres cuartillas —me dijo, y recordó a Gay Talese—. ¿Sabe por qué? Porque falta la foto. Y esa historia sin foto es como Sinatra con gripa. Esa historia sin foto es apenas la mitad. De todas maneras, dígale a Vélez que le haga una ilustración.

Y siguió leyendo las noticias de la sección internacional.

No me costó mucho trabajo comenzar a escribir aquel relato que debía ser tan apretado como breve fue la aparición del toro.

Entregué la crónica a las siete y media, tres cuartillas de treinta y dos líneas justas cada una, después de escribir despacio y de releer en voz alta, para darme cuenta de repeticiones inoficiosas y de frases que no tenían nada que hacer en el texto. La puse sobre el escritorio del jefe aprovechando que no estaba en ese momento, y esperé a que me llamara por teléfono y me dijera cualquier cosa, lo que fuera, porque lo único que no quería era que se quedara callado.

Mientras tanto traté de organizar el viaje a Itagüí para averiguar por las denuncias de vecinos sobre un chorro de humo contaminante, oloroso y pesado, que brotaba de una chimenea que se veía desde la carretera. Parecía ser la de Coltejer, pero resultaba indispensable asegurarme. Y como el artículo era para la edición del domingo, tenía que ponerle el máximo cuidado, averiguar de qué se trataba aquello y tener en cuenta a las personas afectadas. Lo sabía bien. Tomé unas cuantas notas en la libreta de forro negro, calculé el tiempo y terminé una lista de fotografías que necesitaría para la historia. Así podría atender las observaciones del jefe y antes de las ocho, si no se complicaba el cierre, salir para mi casa. Muñoz me llamó, efectivamente, y me dijo «buena crónica, Vásquez. Breve y buena, lástima que no haya una foto. Hubiera sido perfecto». Lo que no me imaginé era que en ese mismo instante llegaba a la portería del diario un señor con un rollo de fotografías que había tomado desde una ventana del edificio Aguinaga. En más de una se veía perfectamente al toro suelto en la calle, entre un círculo impreciso de personas en pánico. El jefe las vio tan pronto las copiaron, me llamó y, en medio de la sorpresa por aquel favor providencial, gritó:

—¡La tenemos, mijo, la tenemos!

—La reunión es a las diez, Vásquez. Como siempre.

—Sí, señor.

—Entonces venga ya —agregó Muñoz de inmediato y colgó el teléfono.

Yo estaba ocupado desde temprano atendiendo a dos personas que habían llegado de Bogotá para promocionar una película colombiana que decían era la mejor en la historia del país. Y esa afirmación, tan escasa, había concentrado toda mi atención. Me provocó decirle que yo no estaba mamando gallo sino atendiendo un asunto que en rigor le correspondía a Rodríguez, redactor de culturales, pero Muñoz lo debía tener claro. Yo asumía cualquier tema siempre y cuando se saliera de lo corriente y diera pie a una crónica o a una historia que se pudiera contar más allá del rigor de la pirámide invertida que nos había armado tan bien en la cabeza el profesor Lopera en la escuela de periodismo de la Universidad de Antioquia, y ese cuento de la mejor película en la breve e inconsistente historia del cine colombiano era todo un motivo. Tanto, que yo esperaba atenderlos para comentarle a Ramírez antes de que llegara con su artículo de cine para el suplemento de los domingos, aunque no esperaba que se fuera a interesar sin ver la película. Era un riesgo desmedido.

Tan pronto pude, despaché diplomáticamente a los dos personajes bogotanos y convine una cita con ellos en el Hotel Nutibara, al medio día, para conversar con tranquilidad y hablar del rodaje sin la presión de la reunión de la mañana ni la cara de Muñoz tensa y rolliza, dispuesta a la impaciencia y proclive al regaño en esos casos.

—Aquí estoy, aunque veo que falta gente. ¿Quiénes vienen hoy?

—Todos —me respondió—. No falta sino Córdoba, que está en esas vainas en que vive, entre homicidios y otros delitos…

—Pero harto que nos gustan…

—A mí no —dijo el jefe con postura de dignidad, mientras se enderezaba en el asiento—. Es un tema que se exige en el periodismo de hoy, que vende, pero que está lejos de mis afectos. Usted sabe. ¿Por qué no llama a Pérez? Siempre es la misma cosa, pegado del teléfono.

—Ya mismo —y marqué la extensión mientras decía que muchos relatos periodísticos valiosos estaban emparentados con la crónica roja.

—Sí, pero Córdoba no tiene cuándo hacer un relato memorable…

—Lo hemos hablado antes, muchas veces. Cumple a cabalidad con su compromiso… Es un reportero excelente.

Apenas éramos cinco alrededor de la enorme mesa de madera rayada que soportaba nuestras discusiones eternas y los agarrones eventuales en que nos sumíamos sin compasión cuando se enfrentaban los criterios por temas candentes.

—Pérez, que si venís rápido a la reunión.

—Ya voy. Tengo en la línea al presidente de Unibán… Otra vez está prendida la cosa en Turbo.

—Nos contás aquí.

—Me parece que el tema del día es la supuesta separación de Urabá, es decir, ese movimiento independentista que brota allá de cuándo en cuándo a ver si les hacen caso en Medellín —sentenció Muñoz con la clara intención de comenzar.

Nadie pareció hacerle caso. La sala estaba caliente y húmeda a esa hora, soporífera. Por la ventana entraba apelmazado el ruido de la calle. La luz blanca resaltaba los pliegues de las caras y nos hacía ver demacrados, a punto de atención de emergencia, alrededor de una montaña de papeles. Entraron Pérez y González al tiempo, conversando cada uno de un tema distinto.

—Dos cosas de Urabá —dijo Pérez—. Los intentos de separación que crecen de pueblo en pueblo y la represión a la huelga bananera. Es lo gordo del día…

—Depende. Cuatro muchachos muertos a bala en esquinas de barrio, en la Comuna Nororiental, nos afectan más. La independencia es una pendejada, un pretexto de algunos que quieren notoriedad, y la represión de las huelgas es lo corriente. Noticia sería lo contrario… —anoté.

—Pero no podemos convertir una noticia local en la noticia del departamento… —Es más grave para el departamento que esas matanzas ocurran en Medellín y las autoridades se queden calladas, como complacidas…

—Eso es una especulación. La policía no tiene ni idea del asunto…

—La policía cohonesta…

—Tampoco tenemos seguridad de eso. ¿Alguien tiene una fuente confiable en cualquier sentido? —gritó Muñoz.

Silencio inmediato. La única fuente es el boletín de la policía y había que esperar a Córdoba para verificar la información…

—Te están llamando con urgencia —me susurró alguien desde la puerta. —Pero estoy en plena reunión. ¿Quién es?

—Un señor Gaitán que tiene cita contigo al medio día para hablar de una película…

—¿Y qué dice?

—Que no puede a las doce y media sino a la una y media.

—Dile que está bien. Gracias.

—¿Y Córdoba por qué no llega nunca a tiempo?

—Seguramente nos trae cosas… Tranquilos.

—Yo tengo una fuente que podría conseguirnos algo —dijo Pérez alzando la voz. —¿Quién?

—Al presidente de la Andi [1] la policía no le niega ninguna información…

—¿Entonces por qué no lo llamás ya? —enfatizó Muñoz.

—Listo. Pero desde mi oficina.

Pérez dejó la puerta sin cerrar y el resorte la ajustó de un golpe. Nos miramos y maldijimos al tiempo. La sala comenzaba a llenarse de una pesada nube gris que olía a cigarrillo quemado y aspirado: a infierno con demonio y todo. Colocaban cerca del cenicero sus paquetes junto a los fósforos El Rey: unos Pielroja y otros Marlboro. La conversación arreciaba por momentos y Muñoz trataba de poner orden, gesticulaba, daba tímidos golpes sobre la mesa con el dedo índice de la mano derecha y levantaba la voz con cierta vergüenza. —¡Uno solo a la vez, por favor!

—La noticia del día no nos la tiene que explicar el presidente de la Andi. No le podemos dar la oportunidad de seguir tomando todas las decisiones. —Dejate de esas obsesiones. Echeverri sabe por dónde va el agua al molino…

—Lo sabrá, pero le estamos ofreciendo la oportunidad de decirnos cuál es la noticia del día y él dirá que son los conflictos de los bananeros en Urabá. —Tendrá razón …

—Pero no dirá ni una palabra sobre la represión contra los trabajadores de las bananeras. Siempre habla desde los intereses de los empresarios. —¡Suficiente!

Muñoz atajó aquella discusión repetida e inútil. Casi tiene que ponerse de pie para que detuviéramos la disputa. Se le veía un tanto alterado aunque nunca lo habíamos visto fuera de casillas. Siempre medido entre la paciencia más entrenada y la rabia un milímetro antes del estallido.

—¿No podríamos tener una discusión civilizada y fuera de lo usual? ¿Quién tiene una fuente confiable y distinta sobre la muerte de los muchachos?

—Yo tengo una —dije con cierta timidez porque revelarla allí quizás no resultaba conveniente.

Todos voltearon, atentos. Parecían elefantes con las orejas tendidas hacia adelante, boquiabiertos. Ahora sí se hizo silencio y las discusiones secundarias terminaron en seco, cortadas a la espera de la revelación.

—Es el párroco del barrio El Corazón, el padre Calderón, amigo del padre Carrasquilla, otro de los perseguidos por monseñor López Trujillo. Se las sabe todas. Además, merece credibilidad. Las mejores fuentes en estos temas son los párrocos —terminé con solemnidad.

—Buena fuente —asintió Muñoz—. ¿Qué dice?

—En resumen, sostiene que fue la policía, más precisamente grupos conformados por policías que actúan por cuenta propia y algunos civiles pagados por la extrema derecha… Bandas de limpieza social.

—¿Y está dispuesto a sostenerlo, a aparecer como fuente?

—Claro que no. El padre sabe que lo matarían. Hartos riesgos corre ya en un barrio de invasión. Nos asegura la versión y algunos detalles. Pero no puede aparecer su nombre.

—¿Y él cómo sabe si vive al otro extremo de la ciudad?

—Pues porque los sacerdotes de esos barrios se comunican y disponen de personas de confianza que les dan cuenta de estas cosas.

—¿Y los crímenes están relacionados de alguna manera, es decir, fueron cometidos por la misma gente a pesar de que sucedieron en distintos barrios?

—¡Claro!

—Les cuento que va a ser difícil cuando llame el comandante de la policía a reclamar por esa noticia. Por eso les pido el favor de que nadie vaya a revelar la fuente. ¿Entendido?

—Sí señor —contestamos al tiempo, como congresistas en sesiones de afán. —¿Y la noticia sobre Urabá?

—Queda en segundo lugar, pero no podemos caer en la trampa de los supuestos separatistas. Y en tercer lugar va la nota sobre el asesinato en Santa Bárbara, a no ser que Córdoba traiga mejores temas. Y de cuarto, lo del directorio conservador. —¿Así de simple? Insisto en que la huelga unida a la intención separatista es noticia de mayor peso y trascendencia…

—Mire Pérez, ya queda todo claro y ya tomé la decisión.

Muñoz se había levantado de la mesa con afanes y apretaba entre sus manotas morenas los papeles que antes había colocado con cuidado sobre la mesa. No le gustaba ni cinco que pusieran en jaque su autoridad, y menos su criterio periodístico, así que nos fuimos poniendo de pie despacio, en silencio, y en fila casi ordenada salimos de su oficina. La tarea estaba asignada.

El edificio estaba en penumbra a pesar de que apenas comenzaba la tarde. Yo bajaba las escaleras adelante, despacio, y ella venía un escalón detrás con sus manos sobre mis hombros. Podía sentir la presión individual de sus dedos sobre mi piel, el ritmo que seguían las yemas de sus dedos inquietos. El cosquilleo se descolgaba por mi espalda y aceleraba mi respiración.

Había llegado a la hora del almuerzo y le sugerí que fuéramos a la cafetería del periódico, pues ese día habían anunciado el plato especial de la semana: mondongo, arroz blanco y ensalada de aguacate, tomate y lechuga romana. Los de las mesas alrededor la miraban de reojo, casi sin vergüenza. Mientras yo estaba atento a los de la izquierda, era el turno de los de la derecha, y viceversa. No había nada qué hacer. A ella, sensual y dulce, le daba lo mismo, y yo guardaba la esperanza de que estuviera allí para verme, para sentirme cerca, conversando conmigo para hacer saltar mis palabras.

Me dijo que no bajara tan rápido porque las escalas eran grises y estaban oscuras. «Tranquila, le contesté, conozco bien estas escaleras. Bajo y subo por ellas varias veces cada día. De la redacción al salón de linotipos y armada, y de allí al taller, en el sótano, donde está anclada la rotativa. No tengo qué hacerlo pero me gusta ver cómo avanza el trabajo, como se va definiendo cada página de plomo, cómo la entintan para sacar una copia de corrección y cómo se convierte en teja, esa especie de tubo rajado que meten luego a los rodillos de la rotativa para iniciar la impresión». Ella apenas suspiraba y tecleaba sobre mi espalda con astucia y tino. En el primer descanso frené un poco para poner mis manos sobre las de ella, para sentir su piel y su respiración. «Sigamos antes de que venga alguien». Pasamos por la sala de armada, que a esa hora estaba iluminada pero casi vacía. Al fondo, lejos, desde donde no podían vernos, se escuchaba el golpe metálico del teclado de un linotipo y la secuencia de sonidos en serie que indicaban que un lingote había caído a la caja de madera, en la que se iba convirtiendo en una galera, en una columna de texto corrido, pero en metal.

Continué bajando sin prender las luces de la escalera, que se hundía ahora en el sótano de la rotativa, oscuro y un poco escalofriante a esa hora de la tarde. La familiaridad con el lugar me daba confianza.

Ella me frenó, rodeó mi cuello con sus brazos, acercó su cabeza a la mía y sentí sus labios sobre mi nuca. Quedé de una pieza, soldado de plomo. Quise voltearme para devolverle el beso en los labios pero no tuve fuerzas, como si fuera incapaz de aceptar ese reto. Lo pensé más tarde, al final del trabajo, mientras esperábamos el auto que nos repartía por media ciudad, y me sentí estúpido por haberle dicho que era mejor salir de allí antes de que llegara alguien, nos viera y pusiera la queja en la oficina de personal. Fue una disculpa tonta e infantil que ella aceptó de mala gana. Subimos las escaleras un poco más rápido, callados. Puse mi mano derecha sobre su hombro izquierdo, pues avanzábamos por el mismo escalón. «Me tengo que ir porque ya casi llegan mis hijos del colegio y debo calentarles el almuerzo. Te llamo después».

Ella caminó por el pasillo entre las oficinas de la redacción, como siempre, impávida y erguida. Yo sentía que la observaban a través de los vidrios con deseos atrancados en la mitad de las tripas.

—Vaya mañana a Santa Bárbara a averiguar sobre un crimen. El director se comprometió a cubrir esa historia porque resulta ejemplarizante. El conductor lo va a recoger a las siete. Pregunte todo lo que pueda y haga algo bueno —dijo el jefe de pasada para el taller, como a media voz para no interrumpir del todo—. ¡Ah!, y lleve cámaras.

—Pero debo hablar primero con la policía…

—Tranquilo que ya todo está conversado. El conductor lo recoge a usted y en la vereda ya lo esperan.

El auto de Salamanca, un Zastava grande y cuadrado como una nevera, era lento y ruidoso, pero amplio y confortable. Yo iba adelante conversando con él, pendiente de cualquier cosa que justificara detenerse para tomar una foto. La carretera pasaba bajo las llantas sin ganas, demostrando que la pendiente, Caldas arriba, hacia Minas, era tremenda.

—Vásquez, el jefe me dijo que lo llevara a la escuela de la vereda Los Vientos, que allá nos está esperando el inspector de policía para ir a la casa donde ocurrió el crimen, pues apenas estarán haciendo el levantamiento. —¿Apenas? Pero si el asesinato sucedió anoche…

—No sé. También me parece raro, aunque me imagino que un inspector no se iba a ir solo con un policía a hacer un levantamiento de noche. No tendría más personal. —¿Y quién era el muerto? —pregunté.

—No se. Me contaron que era un señor de edad.

—¿Y por qué te dan a vos esos datos y no a mí? Yo soy el periodista.

—No tengo la menor idea, hermano. Es asunto de Muñoz porque él estaba organizando el viaje. Mientras me daba a instrucciones se le fueron saliendo esos datos.

—¿Y por qué a este muerto le hacemos viaje? ¿Era importante?

—No sé. ¿No le preguntó al jefe?

—Ni me dio tiempo. Me despachó con tres palabras. Y me dijo que usted ya estaba al tanto…

El enorme motor del vehículo no se dejaba amedrentar por la cuesta. Subíamos con lentitud pero sin desmayo, haciendo fuerza con el auto. Cuando llegamos a la escuela se nos sumaron el inspector Castaño y un agente que parecía saber cada detalle de antemano.

—Vamos por la carretera veredal hasta donde termina, y de ahí seguimos a pie unos dos kilómetros —dijo el inspector.

—Como usted diga —contestó Salamanca.

Yo le pregunté si apenas iban a hacer el levantamiento y ni me dejó terminar.

—Los esperábamos a ustedes para poder llegar.

La marcha por fin se hizo tranquila y silenciosa. Decidí entonces hablar del muerto porque no podía llegar sin información a la escena.

El camino estrecho y seco no ofrecía problemas. Era temprano y el sol de tierra templada apenas empezaba a calentar aquel paisaje brumoso y delicado. Un kilómetro después sudábamos copiosamente, pues Salamanca cargaba dos cámaras de fotografía, un estuche con rollos a color y a blanco y negro y un maletín que yo siempre llevaba para los imprevistos; y yo, un bolso en el que guardaba una toalla, un par de zapatillas deportivas, una libreta de apuntes, una grabadora de periodista, cuatro pilas de reserva y media docena de casetes, por si acaso. El policía jadeaba más que nosotros aunque creíamos que su estado físico nos daría envidia, y sólo cargaba sobre el hombro la carabina punto treinta, que tampoco debía pesar tanto. Luego de un ascenso leve, vimos una pequeña casa de campo rodeada de curiosos y dedujimos que se trataba del escenario del crimen, como lo comentó enseguida el inspector. —Nosotros entramos primero, despejamos el área y les indicamos cuándo podían seguir a tomar las fotos y a hacerles preguntas a los familiares y otros presentes. Yo les contaré lo de rigor durante el levantamiento y podemos hacer conjeturas al regreso.

La gente nos vio, en especial al policía que marchaba al frente, y nos dio acceso directo al cadáver, que estaba al fondo de la sala, en el primer piso, medio recostado contra una pared blanca. Eso era lo que lográbamos ver desde la puerta cada que se movían un poco los vecinos. El inspector conversó con quienes estaban más cerca y tomó algunos apuntes, mientras asentía con la cabeza coronada por un sombrero aguadeño amarillento. Cinco minutos después nos hizo señas para que Salamanca y yo nos acercáramos hasta donde yacía el muerto. Era un hombre flaco, de más de sesenta y cinco años, blanco por el manto de hielo que parecía cubrirlo, y tenía cierta rigidez angustiosa. El inspector comenzó a desabrocharle la camisa manchada de sangre y a examinar las heridas, que parecían superficiales, despacio y con cuidado, mientras el agente escribía con tres dedos en una máquina Royal portátil lo que le dictaba el otro.

—Ninguna de estas heridas parece mortal —dijo el inspector—. Todas son superficiales.

El cadáver presentaba dos chuzones en la mano derecha, al parecer por tratar de defenderse, y una puñalada a la altura del diafragma que, según el inspector, entró de lado y en su recorrido debió rallar una de las costillas. Así que no quedaba claro qué le había causado la muerte, aunque parecía que lo habían torturado. —Se pudo desnucar contra la pared en la caída —comentó el policía, pero el inspector anotó que era de bahareque y no le podía causar un trauma tan severo. —Ayúdenme a acostarlo sobre el piso para examinar su espalda —pidió el inspector.

Tres personas se acercaron a hacerlo mientras Salamanca me iba pasando las cámaras y yo tomaba algunas fotos, primeros planos de detalles del cuerpo y algunos planos generales que parecían pensados para un periódico de crónica roja, como Sucesos Sensacionales, pero mi diario no se las iba a vender a don Octavio porque lo consideraba competencia. Cuando movieron al muerto se corrió un pañuelo oscuro que tenía medio anudado al cuello y quedó al descubierto una herida blancuzca que dejaba ver los pliegues de los tejidos, sin manchas de sangre, y se abría más por la posición de la cabeza. —Esta fue la que lo mató —dijo el inspector mientras el policía describía la escena en el acta y le añadía detalles que el inspector no acataba a señalarle.

Por lo que fuimos averiguando, podía tratarse de una venganza familiar de vieja data, pues la víctima había matado de un escopetazo, hacía quince años, al hijo mayor de una mujer de la que había estado enamorado y con la que nunca pudo tener un romance. Sin embargo, los vecinos, miedosos, tímidos y escondidos, decían que la familia del muerto odiaba al papá de la mujer porque había mandado matar a un pariente del muerto que se declaraba comunista.

—El asunto queda claro en lo fundamental. Se trata de una muerte por viejas venganzas o por razones políticas, pues para muchos de por aquí alguien que se diga comunista es el demonio en carne viva. Lo vamos a averiguar con calma pues nadie se va a ir de esta vereda. Esta gente es muy conservadora, ama a su región y se quiere quedar aquí toda la vida —dijo el inspector.

—Pero necesito unos datos para completar mi historia —dije.

—Sí, cuando lleguemos a la inspección se los facilito. Pero no se vaya a poner a especular. Venganza o asuntos políticos. No hay nada más de qué pegarse ni este caso merece más atención. Desde que en tiempos del doctor Belisario cuando era Ministro de Trabajo, y del Gobernador Gómez Martínez, los soldados mataron a tantos trabajadores de la cementera que quedaron por acá muchos odios pendientes, a la espera de su desquite… Estoy especulando solo para que usted entienda, pero no vaya a mencionar eso en lo que escriba. La investigación quedará en manos de otros. Acuérdese de mostrarme los testimonios que recogió entre los vecinos cuando yo me ocupaba del levantamiento. Y no se le vaya a olvidar mencionar mi nombre en la noticia…

—Con gusto, inspector. Lo tendré en cuenta, claro. Pero no le puedo mostrar mis apuntes. Eso no.

—Recuerde, yo soy el inspector Castaño.

—Y yo el agente Tangarife —habló por fin el otro.

—Listo, agente.

Cuando llegué al periódico, como a las seis de la tarde, el jefe me saludó con una especie de reproche.

—Todo el día detrás de un muerto por venganzas. En esta ciudad hay asesinatos tremendos todos los días…

—Era un encargo del director. Eso me dijo usted. Y además, el muerto no es por venganzas comunes. Se trata de un crimen político.

—Si es político, ni escriba nada. Aquí no se van a aguantar eso. Dele al asunto el otro enfoque, y punto, concluyó sin mirarme siquiera.

A la una y media en punto estaban Gaitán y Plata en una de las mesas de la terraza del Hotel Nutibara, bajo una sombrilla de hule colorado para protegerse de un sol que, como a buenos bogotanos, los tostaría en minutos. Plata, más blanco, casi transparente, se tomaba una cerveza, mientras Gaitán, más moreno y mayor, responsable del viaje de promoción del rodaje, saboreaba una limonada repleta de hielo.

La sombrilla parecía doblarse por el calor y despedía un aroma dulce que lo impregnaba todo. Por lo que se veía, conversaban con parsimonia, a mi espera. Saludé de inmediato para no darle tiempo a protocolos, me senté en la primera silla disponible y pregunté por la película de vaqueros que el director colombiano, vinculado a la Empresa de Radio y Televisión, se atrevía a filmar en un desierto de Boyacá, a la manera de los wéstern gringos pero con pistoleros criollos que usaban viejos revólveres 38 largo y balas de salva.

—Pero antes, ¿qué vas a tomar?

—Cerveza fría. Gracias.

—Va a ser la mejor película colombiana —dijo Plata con su reconocida voz de locutor de radio.

—¿Y cómo sabe uno eso si apenas van a comenzar el rodaje?

—Pues tenemos un libreto estupendo, un director graduado en Estados Unidos; el único graduado en Estados Unidos, —recalcó— y un elenco de primera línea.

—¿Y por qué de vaqueros?

Gaitán seguía callado. Entendí que Plata era el encargado de las relaciones públicas y diría todo lo que fuera necesario sobre la película con tal de promocionarla, para garantizar que los distribuidores la compraran y el público de Medellín acudiera en tropel a su exhibición dentro de ocho o diez meses.

—Porque es un tema universal, contestó Plata…

—Y porque en Boyacá, sobre todo en la provincia esmeraldífera, se dio una especie de imperio del más fuerte, parecido en ciertas cosas al Oeste norteamericano: tierra de nadie y dominio de los que tenían la fuerza —explicó Gaitán sin moverse —Bueno, pero el cine colombiano es casi todo sobre la violencia. Pareciera que no puede salir de ese espacio. ¿Será que en esas condiciones se puede pensar en un éxito?

—¡Claro! —saltó Plata—. Será la mejor hecha, con la mejor música, la historia más trabajada y los artistas más apreciados por el público. Eso es lo que nos va a garantizar la aceptación de los colombianos. Gaitán quiere hacer una primera película memorable.

* * *

El presente texto hace parte del primer capítulo de la novela inédita «La vida se cierra a diario». Esta novela trata sobre el cotidiano de un periodista de esos que los medios se engullen y en el oficio se les evaporan los días. Lejos de ser héroe y más aún de ser bandido, el protagonista vive y sobrevive entre el compromiso y el desencanto.

NOTAS:

[1] Asociación Nacional de Industriales. Es la asociación nacional de empresarios de Colombia (N. del E.).

___________

* Carlos Uribe De los Ríos. Escritor y periodista colombiano nacido en el municipio de Belén de Umbría, Risaralda, en 1946. Estudió filosofía y letras en la Universidad Pontificia Bolivariana de Medellín. Trabajó durante cinco años en el periódico El Colombiano como redactor de asuntos culturales. Hizo parte del equipo fundador de El Mundo, en 1979, donde se desempeñó como coordinador de información cultural y luego, durante dos años, como jefe de redacción. También fue columnista de este diario durante unos ocho años.

Se fue a Bogotá. Trabajó en El Tiempo como redactor económico; en la revista Hoy X Hoy, como editor; como profesor en la Universidad Externado y como funcionario del Centro Regional para el Fomento del Libro en América Latina y el Caribe. Estuvo un año como jefe de extensión cultural de la Universidad de Antioquia y volvió a El Tiempo, en la capital, como editor de la sección Bogotá, y fue durante seis años editor de la Revista Credencial. Antes de regresar a Medellín fue coordinador de la especialización en periodismo de la Universidad de Los Andes.

Fue profesor de periodismo en la Universidad de Antioquia (donde dirigió el periódico De la Urbe) y en la Universidad Pontificia Bolivariana.

Actualmente reside en West Palm Beach, Florida.

Correo-e: caruri@gmail.com

Tweeter: @caruri20

 

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