METRÓPOLIS, MELANCOLÍA, MUSICA
Por José Gallardo A.*
«El espacio es todo él un solo espacio y el pensamiento es todo él un solo pensamiento, pero mi mente divide sus espacios en espacios de espacios y sus pensamientos en pensamientos de pensamientos. Como un gran apartamento.»
(Andy Warhol)
La configuración de la ciudad ha sido y será una constante presente en la raza humana, tomemos como punto de partida la Polis griega. La construcción de la Polis está emparentada a la creación de un centro, el cual se dispone para controlar las fuerzas caóticas de la misma, este centro es llamado ágora. El ágora es el centro de intercambio, es el lugar donde la democracia confluye, ésta a su vez aparece como reacción del pueblo a los abusos de la oligarquía. Tenemos entonces la siguiente definición de democracia «régimen anárquico, movido por el egoísmo e individualismo a ultranza, pues los dirigentes del pueblo que lo implantan no conciben la justicia como un orden que asigne a cada cual una función específica en bien de todos (y, por ende, en bien propio), sino como una total libertad para que cada uno persiga sus fines, sin importar la armonía del conjunto» (Candel, Miguel. Introducción en la república. p. 44).
Este modelo de Polis es el que le preocupa a Platón pues es allí donde no hay conductas fijas, no hay nada arreglado, es allí donde hay movilidad e intercambio, es allí donde se satisface el deseo inmediatamente. El modelo de Polis ideal para Platón es uno donde no exista movilidad, donde rigen los límites impuestos por la autocracia, donde el dirigente es un filósofo. Este primer ciudadano «vive al día. El primer deseo que se presenta es el primero que se satisface. Hoy tiene deseo de embriagarse entre canciones báquicas y mañana ayunará y no beberá más que agua» (La República, 561c-d).
Esta idea de movilidad la encontramos, por otro lado, apegada al errar por el mundo, al primer transeúnte: Caín. Este debió vagar sin rumbo hasta fundar la primera ciudad: Enoc. «Caín se alejó de la presencia de Javé y se estableció en la región de Nod […], donde conoció a su mujer […]. Después construyó una ciudad» (Gen. 4 16-17).
Una ciudad donde el hombre no se entrega por completo a Dios, donde surge la violencia, donde los habitantes son peregrinos en la angustia y el miedo, donde se vive para la trashumancia. Pero por más que los influjos de algunos seres humanos se definan en ese eterno viajar sin rumbo, es inevitable que algunas ciudades establezcan grupos, comunidades y ritmos. Pues al fin y al cabo somos seres sociales, donde lo uno como lo múltiple siempre será visible.
Tenemos entonces dos modelos, uno modelo donde el centro es el lugar de intercambio visible, y otro donde la ciudad es un lugar para transitar, un lugar sin un centro visible. Una donde se forma comunidades, otra donde se forman individuos.
«Todas las relaciones emocionales íntimas entre las personas están fundadas en la individualidad, mientras que en las relaciones racionales el hombre es equiparable con lo números, como un elemento, indiferente en sí mismo» (George Simmel).
MELANCOLÍA
Melancolía, «tristeza vaga, profunda, sosegada y permanente nacida de causas físicas o morales, que hace que no encuentre quien la padece, gusto ni diversión en nada». Hasta el momento nos hemos referido a la metrópolis como el lugar de intercambio, movilidad y creación, un lugar donde la producción de mercado es «para compradores desconocidos por completo, que nunca entran en el campo visual». Un lugar donde el anonimato y el carácter casual pertenecen al diario vivir, donde «la angustia propia del hombre de encontrarse a sí mismo ya sólo como ciudad, y como nada más que esta ciudad, no sólo “grande” sino, total: crea la ciudad planetaria».
En una ciudad tal el teatro cobra gran importancia, porque es mejor teatralizar la vida que verse al espejo, porque es mejor ver un paisaje creado por autómatas que las olas del mar, un lugar donde ya no cabe la contemplación detenida, pues es el advenimiento del mundo de las máquinas, del hombre con prisa. «La metrópoli moderna debe ser funcional, racional, poderosa, perfecta máquina —de habitar, de comerciar, de intercambiar, puede que de vivir— de la que somos herederos, tanto en lo bueno como en lo malo» (Jean Clair).
Es el lugar donde habitamos en un eterno presente, donde se relativizan el espacio y el tiempo, donde aparece el aparato psíquico, donde se da la estetización de la existencia. Es el lugar donde nace la melancolía, fruto de una indiferencia o el ‘blasée’ que ilustra Simmel, la insensibilidad ante la diferencia de las cosas, concepto ligado a la economía monetaria, y al advenimiento de principios como: «el dinero es el momento para mí. El dinero es mi estado de ánimo».
La metrópoli se extiende más allá de sus fronteras físicas, allí el hombre no termina donde llegan los límites de su cuerpo o del área que comprende su actividad inmediata; sino más bien, él es su propio rango constituido por la suma de efectos que emanan de sí en el tiempo y espacio. Es el momento donde se debe reafirmar la personalidad propia dentro de las dimensiones de la vida metropolitana.
Aquí en este espacio–tiempo surge la necesidad de especializarse y a su vez, de ser un «polytechnes»; nace el ‘flâneur’ en Baudelaire y Benjamin; aquí, confluyen los pensamientos de la «mathesis universal», orden y caos en un mismo lugar, donde el transeúnte «después de oponer el pathos de lo vivido, que experimenta íntimamente y “siente” el devenir en su dirección más profunda y absoluta, frente a la impotencia del conocimiento causal y matemático, que no sabe nada de la vida, sino que sólo se afirma sobre lo “devenido”, sobre lo que ya no tiene más tiempo nuevo, o sea vida, sino sólo espacio, extensión, cantidad». Esto sumado a la relación con el tiempo, es el rasgo más relevante del «typus melancholicus».
MÚSICA
«If this word “music” is sacred and reserved for eighteenth —and nineteenth— century instruments, we can substitute a more meaningful term: organization of sound» (John Cage).
Si esta palabra música es sagrada y reservada para los instrumentos del siglo dieciocho y diecinueve, nosotros podemos substituirla por un termino mejor y más significativo: organización del sonido.
A finales del siglo XIX y principios del siglo XX encontramos el surgimiento de las llamadas vanguardias artísticas, en el caso que nos compete, el de la música, suceden varios fenómenos. Si bien una gran facción está influenciado por el pensamiento Wagneriano (donde la búsqueda de la obra de arte total es plasmada en el Anillo de los Nibelungos), encontramos otros casos particulares como el de Claude Debussy (1862-1918).
Debussy es un compositor en el que logramos dilucidar varios aspectos de lo que definimos como melancolía. Para empezar su música tiene un interés por el desarrollo tímbrico y estructural que se deriva del profundo efecto que encontró en la música de Java (la orquesta del gamelan), la cual conoce en la exposición universal de París de 1889, un sentimiento de cercanía y reconocimiento por una música de una esfera del planeta totalmente diferente a la suya. «El desarrollo musical, que le distinguió de una forma cada vez mayor, no sólo de sus contemporáneos alemanes sino también de los compositores de la ‘Société nationale’, fue su interés por extender los recursos composicionales tradicionales desde “fuera” (en oposición a la expansión «interna» del cromatismo), por medio de importación de ideas y técnicas pertenecientes a tradiciones distantes, tanto temporal (como en el caso de los modos medievales) como geográficamente (como la música gamelan de la isla de Java)» (Robert Morgan).
Debussy propone una estetización de la vida, y sus temas toman como punto de partida muchas situaciones, lugares, y figuras de profunda introspección. Es el caso de ‘La mer’ (La mar), compuesta en 1905, en el que lo superficial de la música (su textura, color, matices dinámicos, etc) asume un importancia desconocida hasta entonces. Un aspecto relacionado con el sonido en sí mismo. En el movimiento titulado ‘Jeux de vagues’ (juegos de las olas) encontramos una sonoridad estática que es variada por delicadas gradaciones dinámicas, emparejadas con arpegios intermitentes. Es aquí donde el término música programática, o música de programa, toma fuerza, ya no es la búsqueda de retratar literalmente (como en las cuatro estaciones de Vivaldi), se trata de una impresión sonora, de una atmósfera, de un paleta de color. Es la superposición de la verticalidad (la armonía, el acompañamiento) con la horizontalidad (el contrapunto, la o las melodías) de la música, es pensar que la música más que una expresión es una materia maleable y en constante construcción y deconstrucción.
A la par encontramos otra preocupación por el timbre y este es el caso del movimiento futurista italiano: «El timbre nos permite distinguir una nota interpretada por instrumentos distintos. Esto demuestra que el timbre es independiente de las causas físicas que modifican la intensidad y la altura del sonido, o sea, independiente de la amplitud y de la duración de las vibraciones» (Luigi Russolo, El arte de los ruidos). Y es aquí donde surgen los ‘entona–rumori’ o «entonarruidos», instrumentos musicales que pretendían cambiar el futuro de la música, apegados al movimiento que proponen las máquinas, al corazón de la metrópoli, a la expresión de las formas sonoras (ya no musicales) a ese sentir el sonido como exteriorización de la ciudad, del transeúnte, de la maquina. De ese nuevo panorama sonoro que involucra la escucha acusmática, una escucha separada de los hechos causales, de su contextura primigenia y mecánica, de su propia temporalidad y de su ámbito espacial original, que se reinstala entonces en un nuevo, diferente y diferido ámbito espacial, temporal y material.
Anteriormente mencionábamos la democracia como eje esencial del desarrollo del ciudadano, el cual terminaría siendo un transeúnte. Aquí es donde fundamental hablar uno de los personajes más extraños y polémicos de esta primera etapa del siglo XX, Erik Satie (1866-1925). Aunque considerado como un compositor cuyos logros técnicos fueron más bien modestos, sin embargo fue una de las figuras claves de la edad moderna, un excéntrico visionario cuya concepción de la música se basó en una forma de arte simple, menos pretenciosa y más popular y sobre todo democrática. Satie se apoya en un efecto estático donde la música esta reducida a su núcleo más puro, desabastecida de toda ambición emocional y expresiva. Su obra siempre estuvo permeada por su manera de vivir, es allí donde encontramos una gran relación en sus años como pianista de cabaret y sus canciones de ‘music–hall’, donde incorporaba melodías de carácter popular en un contexto de concierto. Es de notar que fue el primero en incluir indicaciones verbales humorísticas en sus partituras, algunas de ellas pueden ser vistas como irónicas y traviesas instrucciones para los intérpretes (retarda educadamente, silencios muy serios) pero los significados de otras como «abre la cabeza» resultan más enigmáticos; claro ejemplo lo encontramos en sus Trois Gnossienes (tres gnósticas) de 1890.
Para Satie la música es, o al menos debería ser, un acontecimiento diario, una actividad más que ninguno otra cosa. Si bien Satie pensaba en la música como ente democrático, no es sino hasta Arnold Schöenberg (1871-1951) que la música (o por lo menos uno de sus elementos, las alturas) se torna democrática. En Schöenberg encontramos la búsqueda de un compositor plenamente académico heredero de una tradición germana, fiel estudiante de sus maestros pero con una constante: hacer de la música alemana la más importante de su época, tratando de emular lo que lograron las tres «Bes»: Bach, Beethoven, Bruckner.
Su manera de hacerlo es a partir de la experimentación sonora, donde ya no es el caso del timbre y la forma, es el caso de las alturas, la organización, disposición y relación de una nota con otra, es el caso de la expresividad en los 12 sonidos. Su primera etapa como compositor estuvo influenciada por una fuerte tradición romántica de la que Brahms y Mahler hacen parte notable de su orientación. Pero al comenzar el siglo Schöenberg se aproxima a los limites de la tonalidad tradicional, un claro ejemplo es ‘Pelleas und Melisande’ (Peleas y Melisande) la cual es una serie de canciones. El cromatismo utilizado allí es comparable al utilizado por Richard Strauss en aquella misma época, pero al escuchar la canción ‘Verslanssen’ (Abandonado) se puede observar cómo la voz principal, totalmente cromática, borra y oscurece cualquier sentido de tonalidad y control.
Esta oscuridad melancólica es la misma que notamos en la ‘Sprechtimme’ (literalmente voz que hable) utilizado en su obra ‘Pierrot Lunaire’ (1912), un conjunto de veintiún poemas del poeta francés Albert Giraud, traducidos al alemán, utilizando solo siete clase de instrumentos, los cuales reflejan un mundo de locura y decadencia descrito en la poesía de Giraud. Cada una de las veintiún canciones (escritas para voz femenina) tiene su propia organización instrumental (sólo la última utiliza los siete instrumentos) y recrea una atmósfera única e inolvidable que está íntimamente ligada al texto. Pierrot es una obra donde vemos consolidados uno a uno los elementos mencionados anteriormente, donde títulos como Ebrio de luna, Colombiana, el Dandy, Una pálida lavandera, La luna enferma, Noche, Robo, Nostalgia, Parodia, Mancha lunar, De vuelta a casa; sugieren la emergencia melancólica de una metrópoli incrustada en el ambiente, ya no del teatro sino del cabaret, de la violencia, el crimen, el sexo y el amor.
NOCHE
Los experimentos realizados por Arnold Schöenberg dieron como fruto (luego de un periodo de 8 años de silencio y reflexión del cual no se conoce obra alguna) el sistema que lo haría uno de los compositores más importantes y relevantes del siglo XX, el dodecafonismo (1923); el cual sencillamente consiste en serializar los doce sonidos de la escala cromática disponiéndolos de manera tal que ninguno tenga una relevancia mayor sobre otro, es decir acabando con el concepto de tónica, dándole la misma importancia cada una de la alturas, estableciendo un rumbo donde la expresividad era previamente condicionada por la serie.
Oscuras, gigantescas mariposas negras mataron el brillo del sol.
Como el libro sellado de un hechicero,
el horizonte duerme en silencio.
Desde la profundidad perdida, los vapores
traen consigo su aroma matando los recuerdos.
Oscuras, gigantescas mariposas negras mataron el brillo del sol.
Y del cielo hacia la tierra,
bajan oscilando pesadamente,
invisibles monstruos
al corazón de los hombres.
Oscuras, gigantescas mariposas negras. (Kareol).
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* La Columna Interludio es auspiciada por el Departamento de Música de la Universidad Eafit. José Gallardo A. es egresado en composición musical de la Universidad EAFIT. Actualmente es estudiante de la Maestría en Estética de la Universidad Nacional de Colombia, sede Medellín. Docente en la Fundación Universitaria Bellas Artes, investigador y docente para el ITM y la Universidad EAFIT sede Medellín. Compositor interesado en la integración de la música con otras disciplinas, particularmente el arte, la ciencia y la tecnología.