Invitado Cronopio

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La pistola tronó de nuevo y la rodilla derecha de Carter cedió, mientras la sangre empapaba la pernera del pantalón. Se inclinó hacia delante y cayó sobre el suelo embaldosado. Su mujer volvió a chillar, un aullido animal surgido de lo más profundo de su ser. Lynn le apuntó la pistola a la cara.

—Cierra el pico o también acabaré contigo, puta.
—¡No, Elaine! —gritó Carter. Intentó levantarse, mientras la sangre resbalaba por sus piernas.
—¡Robbie! —exclamó la mujer.
—Tranquila —dijo Carter—. Deja que hagan lo que quieran.
—Cayó de bruces, jadeante—. No le hagáis nada, tíos. Esto es algo entre vosotros y yo.

Dunne avanzó y apoyó la pistola contra su cabeza.

—Cierra tu puta boca —chilló.
—¡Dejadle en paz! —insistió su esposa—. Él no ha hecho nada.
—Elaine, por favor, no hables con ellos —suplicó Carter—. No les concedas esa satisfacción.

La sangre estaba formando un charco alrededor de sus rodillas destrozadas.

Dunne se irguió y miró a Lynn. Éste dio una palmada en el hombro de Kinsella.

—Adelante, muchacho.

El chico estaba temblando. Apuntó la pistola a la nuca de Carter. Respiraba con dificultad. La pistola osciló, y utilizó la mano izquierda para inmovilizarla.

—Adelante, joder —dijo Dunne.
—No puedo —replicó Kinsella.
—Has de hacerlo —susurró Lynn.
—Jesús lloró —terció Dunne—. Acaba de una vez.
—De acuerdo —dijo Kinsella con voz temblorosa. Su dedo se curvó sobre el gatillo.
—Respira hondo —aconsejó Lynn.

Kinsella inhaló. Sus piernas temblaban.

—Hazlo de una vez —ordenó.

El muchacho apretó el gatillo. La pistola saltó en su mano y la bala golpeó el suelo, junto al hombro de Carter, y después rebotó y se hundió en el armarito que había debajo del fregadero. La mujer chilló.

—Otra vez. Dispara otra vez —dijo Lynn—. Venga, aprieta el puto gatillo.

Kinsella apuntó a la cabeza de Carter, pero su pecho palpitó y vomitó sobre las baldosas. Se apoyó tambaleante contra la nevera y volvió a vomitar. Cayó de rodillas mientras el vómito resbalaba por la pechera de su chaqueta.

—Jesús lloró —dijo Dunne. Avanzó hacia Carter y disparó.

Su nuca explotó.

Lynn agarró a Kinsella por las solapas de la chaqueta y le obligó a ponerse en pie. Dunne apuntó su pistola a la mujer de Carter. Estaba llorando contra el cuello de su hijo.

—Di algo a quien sea y volveremos para liquidarte a ti y al crío.

McFee se encaminó hacia la puerta principal, sujetando todavía el mazo. Lynn empujó a Kinsella hacia delante.

—Vamos —instó a Dunne, que estaba contemplando el cadáver de Carter—. Acabemos también con esa zorra —propuso Dunne. Apuntó a la cara de la mujer, pero ésta ni se movió.

—Ya hemos hecho lo que vinimos a hacer —contestó Lynn.
—Nos ha llamado cobardes —protestó Dunne—. Yo no soy un puto cobarde.
—A palabras necias oídos sordos —dijo Lynn—. Has matado a su hombre. Ya has hecho bastante.

Los labios de Dunne se tensaron, pero siguió a McFee y Kinsella por el pasillo. El niño estaba llorando, mientras la mujer le masajeaba la nuca y acariciaba su oreja con la nariz. Lynn devolvió la pistola a su funda. Un espeso y pegajoso halo de sangre se había formado alrededor de la cabeza de Carter. No sentía la menor compasión por el muerto, ningún remordimiento por lo que había hecho. Estaban en guerra, y Carter había sido el enemigo.

—Juro por Dios Todopoderoso que os encontraré —dijo la mujer con los dientes apretados—. Os encontraré y os mataré.

Lynn se volvió hacia ella. Le estaba mirando con feroz intensidad, el niño apretado contra su cuello. Las lágrimas rodaban por su cara, y vio que una vena latía en su sien. Lynn abrió la boca para hablar, pero después salió a toda prisa de la cocina.

Salieron por la puerta principal y regresaron al coche.

—¿Cómo ha ido? —preguntó McEvoy, al tiempo que ponía en marcha el coche y se alejaba del bordillo.
—Como siempre —contestó Lynn—. Bang, bang, muerto. Salgamos cagando leches.

McEvoy pisó el acelerador y el Saab se puso en movimiento. Lynn se quitó el pasamontañas mientras McEvoy bajaba la colina en dirección a la carretera de calzada doble que conducía a la seguridad de la zona de Republican Falls Road, en Belfast Oeste.

—Buen trabajo, chicos —dijo—. Me siento orgulloso de vosotros.

Kinsella tenía la cabeza gacha y se estaba secando la boca con el dorso de la mano.

—Lo siento —murmuró.
—No pasa nada, Noel. La primera vez siempre es difícil, digan lo que digan.
—La cagué, lo siento.
—Apretaste el gatillo, muchacho, y muchos ni siquiera son capaces de eso.

El chico estaba temblando y sepultó la cabeza entre las manos. McFee abrió la guantera y pasó una botella de Bushmills a Dunne.

—Dale un trago al chico —dijo. Dunne desenroscó el tapón y palmeó el hombro de Kinsella.
—Toma, muchacho, esto te ayudará.
—Lo siento, Adrian. Te he decepcionado.

Dunne rodeó su espalda con un brazo.

—Como dice Gerry, la primera vez es la peor. Ya has recibido tu baustismo de sangre, eso es lo único que cuenta. La próxima vez será más fácil, créeme.

Kinsella asintió agradecido y agarró la botella de whisky. Dio un largo sorbo, y después tosió cuando el alcohol quemó su estómago.

—La próxima vez lo haré mejor, chicos, lo prometo —dijo.
—No me cabe duda —rió Lynn.

EN LA ACTUALIDAD

La camarera dejó una pinta de John Smith’s y una tónica con vodka delante de los dos hombres, a quienes dedicó una sonrisa profesional.

—¿Desean algo más, caballeros? —preguntó. Era australiana, de unos veinticinco años, con un reguero de pecas sobre su nariz respingona y pechos que tensaban su camiseta negra. El más joven de los dos hombres levantó la cerveza y le guiñó un ojo.

—¿Tu número de teléfono?

Los ojos de la camarera se endurecieron, pero la sonrisa siguió en su sitio.

—Mi novio no me deja darlo —contestó.

El hombre de más edad rió y dio una palmada en la espalda al otro.

—Te ha pillado, Vince.

Vince Clarke tomó un largo sorbo de la pinta y miró ceñudo a su compañero de copas, mientras la camarera se alejaba.

—Lesbiana, probablemente —dijo. Clarke llevaba la cabeza rasurada, con unas Ray-Ban sobre el cráneo. Vestía un abrigo largo de cuero negro sobre un traje negro, y alrededor de su cuello de toro colgaba una gruesa cadena de oro.

—Sí, el novio te ha dado la pista. —Dave Hickey sorbió su tónica con vodka y lanzó una risita—. Nunca dejas de intentarlo, ¿eh?

Llevaba el pelo muy corto y, al igual que su compañero, exhibía unas gafas de sol caras sobre la cabeza. Un anillo con un soberano de oro adornaba su mano izquierda, y en la derecha brillaba un abultado anillo de sello.

—Hay que aprovechar todas las oportunidades —dijo Clarke—. Si insistes con frecuencia, la suerte te sonríe.
—¿Sí? ¿Con cuánta frecuencia te sonríe la suerte?
—Una vez de cada cinco —contestó Clarke. Se secó la boca con la manga.
—¿En serio?
—Más o menos. ¿Y tú? No estás casado, ¿verdad?
—¿Quién me aguantaría?
—¿Alguna novia?
—Nadie especial. —El hombre consultó su reloj, un Breitling de oro con varias esferas—. ¿Dónde está?
—Llegará cuando llegue —dijo Clarke.
—¿Desde cuándo trabajas con él?
—El tiempo suficiente para saber que llegará cuando llegue —replicó Clarke. Vació el vaso e indicó a la camarera con un ademán que volviera a llenarlo—. Bebes despacio, ¿verdad, Dave?
—Estoy bebiendo un licor fuerte —explicó Hickey—. Si siguiera tu ritmo, me caería de espaldas y no serviría para nada.
—Vale, tíos —dijo una voz detrás de ellos.

Los dos hombres se volvieron en sus taburetes y vieron a un hombre de espalda ancha de unos treinta y pico años. Tenía la cara larga, nariz ganchuda y pelo que empezaba a clarear delante, pero largo detrás y ceñido con una coleta. Peter Paxton vestía una chaqueta de cuero gris, polo negro y tejanos azules.

—¿Preparados?
—¿Adónde vamos, jefe? —preguntó Hickey.
—No hace falta que lo sepas, Dave —dijo Paxton. Indicó la puerta—. Vamos, el motor está en marcha.
—¿Y esto? —preguntó la camarera, levantando la pinta de Clarke.
—Devuélvela al surtidor, cariño —respondió Paxton.

Hickey y Clarke bajaron de sus taburetes y siguieron a Paxton hasta la calle. Clarke tiró a la camarera un billete de veinte libras y le guiñó el ojo.

—Luego nos vemos, cielo —dijo.

Un Jaguar estaba esperando en el bordillo. Paxton subió al asiento de delante, mientras Hickey y Clarke se montaban detrás. Paxton hizo una señal con la cabeza al conductor, un hombretón con nariz de boxeador.

—Despacito, Eddie —dijo.

Eddie Jarvis rezongó y el Jaguar avanzó. Paxton le decía «Despacito, Eddie» al menos una docena de veces al día, y lo había hecho cada día durante los dos años que Jarvis llevaba trabajando para él. Por lo visto, lo consideraba tan divertido ahora como la primera vez que lo había dicho.

—¿De qué va el rollo, jefe? —preguntó Hickey.
Paxton se volvió en su asiento.
—¿Estás escribiendo un libro, Dave?
—No me gusta ir a oscuras, eso es todo.
—Vamos a ver si una inversión mía está rindiendo dividendos.
¿Por qué? No llegarás tarde a una cita, ¿verdad?
—No tengo prisa —dijo Hickey, mientras se acomodaba en el asiento de cuero.
—Me alegro —contestó Paxton.

Atravesaron la ciudad, y al cabo de media hora Hickey vio el letrero de Stratford, la sede de los Juegos Olímpicos de 2012. Había grúas por todas partes, y camiones llenos de material de construcción atestaban las carreteras. Se estaban invirtiendo miles de millones de libras en la zona para preparar el acontecimiento deportivo.

Nuevos edificios se estaban erigiendo, casas ya existentes se remozaban y abrían restaurantes.

—Todos tendríais que comprar casas aquí —dijo Paxton—. Los precios se están poniendo por las nubes. Compré seis pisos en cuanto anunciaron que los Juegos Olímpicos se iban a celebrar aquí.
—¿De dónde voy a sacar tanto dinero? —preguntó Clarke.
—Deja de apostar a los caballos, para empezar —replicó Paxton—. Jugar es una estupidez.
—Gano más que pierdo.
—Eso dicen todos. La única gente que gana dinero con el juego son los corredores de apuestas. Invierte tu dinero en propiedades.
—Señaló un semáforo—. Gira a la izquierda, Eddie, y después frena, ¿vale? —Eddie efectuó el giro, aparcó el Jaguar a un lado de la calle y apagó el motor—. Bien, tíos, oído al parche. Los tipos a los que vamos a ver son argelinos, dos hermanos, Ben y Ali. Son fundamentales para la entrada de heroína en Londres. El problema es que la entrega de la que iban a encargarse no ha llegado, y quiero saber por qué.
—¿Qué son, jefe? ¿Mafia argelina? —preguntó Clarke.
—Trabajan en la estación del Eurostar de Temple Mills, en la periferia del parque olímpico.
—¿Entran heroína a bordo del Eurostar? —preguntó Hickey.
—Son encargados de la limpieza —explicó Paxton—, y parte de su trabajo consiste en vaciar los depósitos de almacenamiento temporal de los retretes. Tienen familia en la terminal francesa, donde la seguridad es poco estricta. Sus parientes de Francia meten el material en los depósitos, y se supone que Ben y Ali lo sacan en Temple Mills. Pero de momento no han hecho lo que deberían hacer.
—¿Quieres que nos pongamos duros con ellos? —preguntó Hickey.
—Lo has pillado, Einstein —replicó Paxton—. Tuve controlado el Polo Norte durante años, de modo que quiero asegurarme de que nadie me la está jugando en Temple Mills.
—Pensaba que era Papá Noel quien tenía controlado el Polo Norte —comentó Hickey. Paxton le fulminó con la mirada.
—El Polo Norte es la antigua estación del Eurostar, cerca de Paddington. Entrábamos docenas de kilos al mes, y después decidieron trasladarla a Stratford. Mis chicos del Polo Norte no fueron trasladados a la nueva estación, pero me presentaron a Ben y Ali. Tenemos entre manos problemas de dentadura, y nosotros somos los dentistas.

(Continua página 3 – link más abajo)

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