Invitado Cronopio

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Bolivar

LA CARROZA DE BOLÍVAR

Por Evelio Rosero*

Ayúdame a desenterrar la sombra del doctor Justo Pastor Proceso López, a descubrir la memoria de sus hijas, desde el día que la menor cumplía siete años y la mayor era desflorada en el establo de la finca, hasta el día de la muerte del doctor, pateado por un asno en plena avenida, pero háblame también del extravío de su mujer, Primavera Pinzón, canta su amor insospechado, dame fuerzas para buscar el exacto día nefasto en que el doctor se disfrazó de simio, a manera de broma inaugural, resuelto a sorprender a su mujer con un primer susto de carnaval de Blancos y Negros, ¿qué día fue?, 28 de diciembre, día de Inocentes, día de bromas, día de agua y baño purificador, año de 1966, 6 de la mañana, todavía una delgada niebla se negaba a abandonar las puertas y ventanas de las casas, se enredaba como dedos blancos a los sauces que delimitaban las esquinas, las almas dormían, menos la del doctor —girando en su amplio consultorio, probándose un disfraz de simio al natural que había mandado traer en secreto de una famosa tienda del Canadá: ya se había ajustado la parte del simio correspondiente a piernas y tronco, sus brazos se inflaron de músculos y pelos, un pelo hirsuto, de auténtico orangután, y le faltaba por ceñir la enorme cabeza peluda que sostenía indeciso contra su corazón.

Con la cabeza de simio en las manos fue a mirarse al espejo del baño de visitas, en el primer piso de su casa de tres pisos, pero antes de enfrentar otra vez ante el espejo su cara amarilla de cincuenta años, prefirió embutirla de un tirón en el felpudo interior de la otra cabeza negra de simio y lo que encontró lo dejó casi feliz, al descubrir un simio perfecto, los enrojecidos ojos —un velo rojizo cubría los hoyos de los ojos, de manera que los ojos del doctor parecían enrojecidos de furia y veían todo como entre nubes rojas—, y lo sedujo más la dentadura de simio que asomaba excesiva y peligrosamente puntuda, y de nuevo el pelaje, que se podía decir de genuino pelo de gorila, incluso le pareció que se alcanzaban a respirar las emanaciones de un recalcitrante olor a simio, y esa certidumbre pestífera, de macho simiesco, lo hizo transpirar con el abatimiento de un macho humano, dijo «Hola» y de inmediato un dispositivo en la garganta del simio transformó el saludo, lo tergiversó, hizo sonar gutural una queja o amenaza simiesca, algo así como un hom-hom que asustó por un segundo al doctor, al creer que a lo mejor un legítimo simio se hallaba dentro de su casa, o dentro de él, «podría ser», pensó, avergonzado.

Pues no acostumbraba bromear de esa manera. En realidad no bromeaba con nadie ni con nada en esa ciudad suya que era una sola broma perpetua, donde vivieron y murieron riéndose de sí mismos sus ancestros, en ese país suyo, que también era otra broma atroz pero broma al fin, su ciudad repartida entre cientos de bromas pequeñas y grandes que a diario, sin quererlo o queriéndolo padecían entre sí los habitantes, los ingenuos y los procaces, los lúbricos y los áridos, los ahora acostados habitantes que acaso en este mismo momento despertaban consternados en sus lechos a encarar no solamente la broma de la vida sino las otras bromas del día de Inocentes, en especial las mojadas, cuando todos en Pasto tenían la libertad de lavar al vecino, amigo y enemigo, ya con un baldado de agua fría, con manguera o a bombazos —los duros globos lanzados de frente o por las espaldas, con o sin el beneplácito del afectado—, y aceptar además resignados las otras bromas, las trampas y las gracias de tremendo calibre a que estarían expuestos desde el más sabio hasta el más cándido, niños y viejos, como preámbulo del carnaval de Blancos y Negros.

Algún 28 de diciembre, Alcira Sarasti, esposa de su vecino Arcángel de los Ríos, lo invitó a un festejo de Inocentes en su casa, y ofreció unas empanaditas sorpresa, rellenas de algodón, que él comió golosamente incauto, a diferencia de los demás convidados, único inocente, para después sufrir de un atroz dolor de estómago la noche entera, ¿de qué veneno estaría empapado ese algodón?, ¿un revulsivo?, ¿un astringente?, cianuro casero, la devota Alcira Sarasti había ideado esa burla a la medida de él y para él —que era un hombre alto y digno, pero gordo y rozagante como un lechón: su panza prominente defraudaba lo que muy bien podía ser la agraciada figura de un cincuentón: con seguridad la devota me odia desde que dije que Dios era otro mal invento de los hombres, pensó.

Más bien aborrecía las bromas, la gente bromista, ¿o les tenía miedo?, los consideraba seres raros que venían a interrumpir el sosiego, eran por lo general hombres y mujeres con algún rasgo pérfido en la cara, el entrecerrar de un ojo, por ejemplo, en el instante preciso de la broma —o la burla, que es lo mismo—, no existe broma sin burla para este pueblo sin imaginación, pensó, eran hombres y mujeres que debieron padecer alguna desolación en la infancia, los identificaba cierto fruncimiento salvaje en las cejas, ese achicamiento en los ojos, la lengua mojando los labios sibilinos, la voz adecuadamente maligna, porque la broma vuela cerca de la maledicencia, es el viento con su mentira cargada de acusación, una broma —o su burla— podía resultar más despiadada que un susto de muerte; era preferible un susto cualquiera a una broma cualquiera, pensó. Y, sin embargo, meses antes también él había empezado a fraguar su broma, la broma del simio, igual que todos en Pasto, pues cada uno planeaba su broma durante el año para empezar a aplicarla el 28 de diciembre, celebrarla con sus variantes durante los días carnavalescos, 4, 5 y 6 de enero, sufrirla, exhibirla, recrearla en el paroxismo del juego, del talco y las serpentinas, de las carrozas monumentales, del aguardiente a mares y los amores tan conocidos como desconocidos del carnaval de Blancos y Negros.

La broma simple del simple simio lo enaltecía hasta la liberación de figurarse un auténtico simio aterrador, la madrugada de ese 28 de diciembre, despertando con su negra presencia y sus ojos enfierecidos y sus saltos simiescos a su mujer y sus dos hijas, espantándolas de la cama una por una, al final correteándolas por toda la casa, pateando muebles y tumbando porcelanas y desbarajustando el orden de las cosas como sólo un simio puede hacerlo, justamente lo que él jamás habría hecho de no encontrarse disfrazado de simio, asustando a las dos niñas, acaso hasta las lágrimas —sin poderlo evitar, Floridita y Luz de Luna perdónenme—, y luego, en la intimidad del aposento, cuando todo indicara el final de la broma y él aparentara despojarse de su disfraz de simio, violentando a su mujer, pero violentándola a la fuerza, la más dulce fuerza, algo que no repetía desde hacía años: el doctor Proceso volvió a sobresaltarse de sí mismo ante el espejo, ante la idea, el espectáculo de representarse echado encima de su propia mujer, disfrazado de simio, pugnando por rendirla, a la dulce fuerza, ¿cuál dulce fuerza?, esa dulce fuerza ya había desaparecido, y se preguntó si no habría sido mejor beber con la debida anticipación un vaso doble de aguardiente para acometer esa broma ridícula, realmente estúpida, pensó, que incluía además violación conyugal, se trastornó, ¿qué sucedía con él?, él y su mujer no tenían que ver ni en la cama ni en la tierra ni en el aire: el más penoso aburrimiento, el que soporta cargas de odio se cernía sobre ellos, hacía tiempos. Pensando en eso, frente al espejo, se había manoteado el pecho como suelen hacer los simios en plan de contienda, pero lo hizo de manera tan lenta y como apenada que el simio en el espejo le dio risa y después tristeza, un simio, pensó, cagado del susto.

Pero se reanimó el simio al suponerse ahora saliendo de su casa a congraciarse con el mundo —a través del susto de su broma—, abrazarse con las gentes que solía no determinar, no por tonto orgullo sino porque no se acordaba del mundo desde que resolvió —recién graduado de médico, a los veinticinco años— escribir en sus horas libres la demostrada y auténtica biografía del nunca tan mal llamado Libertador Simón Bolívar.

Ya tenía cumplidos cincuenta años y no terminaba la biografía, ¿moriría en el intento?, era imprescindible esa broma ingeniosa que lo amigara con el mundo —y, de paso, lo entusiasmara a culminar La Gran Mentira de Bolívar o el mal llamado Libertador—, yendo por ejemplo disfrazado de simio a saludar al mismo Arcángel de los Ríos, su vecino y rival del ajedrez, fructífero lechero, uno de los más ricos de Pasto, «don Furibundo Pita» lo apodaban, borracho pendenciero pero un buen hombre cuando estaba en sus cabales —¿no fueron muy amigos cuando jóvenes?—, metiéndose en las casas de puertas abiertas y golpeando a las puertas cerradas y asomando su cara de simio por las ventanas, persiguiendo señoras y niñas y ancianas, erizando gatos, desafiando perros, fraguando en definitiva la historia de una broma impecable en Pasto, ciudad cuya historia se forjaba de bromas, ya militares o políticas o sociales, de cama o de calle, ligeras como plumas, pesadas como elefantes, transitaría intimidando mártires por sólo un instante efímero, pero un instante de preciso escalofrío: ¿será de verdad un simio que se fugó de algún circo y puede matarme?, pensarían, ¿acaso no se volcó un camión repleto de toros un día y el más colérico se abalanzó cuerno en ristre contra la puerta de una notaría que se abría justo en ese momento con Jesús Vaca en medio, el viejo secretario que usaba sombrero y se jubilaría al tercer día y del que no quedó ni el sombrero?, sí, también como el toro furioso un gorila era posible en esta vida a la vuelta de la esquina, se aterraría más de uno, se compungiría como un niño ante un final cruento a manos de un hermano antepasado.

Y así, espeluznando ciudadanos por las calles, trazaría su camino famoso hasta el centro álgido de Pasto: las altas puertas de la catedral, y ante ellas se arrodillaría y rezaría como sólo un simio entrenado suele hacerlo, convencido de la palabra de Dios, arrepentido, maravillando fieles, escandalizando curas, porque ni siquiera el obispo de Pasto —monseñor Pedro Nel Montúfar, más conocido como «el Avispo», amigo y condiscípulo desde niños— se vería excluido de la broma, lo visitaría en su palacete, lo asediaría, lo embestiría, y, si lo dejaran, vestido de simio, meterse al palacio de la gobernación, también fastidiaría al gobernador Nino Cántaro, otro condiscípulo de la primaria, pero nunca un amigo, el primero del colegio, «el Sapo», sería soberbio corretearlo por los predios del poder, pero no se lo permitirían los soldados que custodian la gobernación, a lo mejor uno de esos mentecatos consideraría seriamente la realidad de un simio enloquecido por las calles de Pasto y dispararía no una sino tres y cinco veces para asegurarse de no dejar vivo al simio feligrés —que se atrevió a arrodillarse.

No: resultaba inseguro un simio rebelde, era un peligro asaltar disfrazado la gobernación.

Evelio Rosero. Cortesía de Juan David Correa. Pulse para ver el video:
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* Evelio Rosero es escritor, poeta y periodista. Pertenece a las últimas generaciones de novelistas y cuentistas posteriores al llamado Boom latinoamericano. Sus cuentos y novelas han sido traducidos al inglés, danés, alemán y otros idiomas. Autor de libros ganadores de premios internacionales: Los ejércitos, El hombre que quería escribir una carta y Cuchilla.

El presente relato hace parte de su libro La Carroza de Bolívar, de  Tusquets Editores.

Otros libros de Evelio Rosero en Tusquets Editores: Aandanzas, Los ejércitos, Los almuerzos, La carroza de Bolívar, Fábula, Los ejércitos.

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