Invitado Cronopio

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Paxton bajó del Jaguar y se encaminó al maletero. Eddie lo abrió. Paxton apartó a un lado una chaqueta de piel de borrego raída y dejó al descubierto una bolsa de nailon. Abrió la cremallera, miró hacia atrás para comprobar que nadie estuviera mirando, y sacó una escopeta recortada. La entregó a Clarke, quien la escondió debajo de la chaqueta.

—¿Están armados? —preguntó Hickey.
—Hoy estás espabilado, ¿eh? —gruñó Paxton. Sacó un revólver de la bolsa y se lo dio—. Ningún problema, ¿verdad?

Hickey echó un vistazo al cañón del arma y examinó el tambor. Estaba cargado por completo.

—Ningún problema, jefe. Es que me siento más cómodo con automáticas.
—Las automáticas se encasquillan y escupen casquillos por todas partes —rezongó despectivo Paxton. Cerró la cremallera de la bolsa y el maletero. Hickey guardó el arma en el bolsillo de la chaqueta.
—¿Tú no vas armado, jefe?
—Es absurdo tener dos perros y que yo tenga que ladrar, ¿no? —respondió Paxton—. Bien, seguidme. Yo hablaré, vosotros pondréis cara de malos, y sólo sacaréis los hierros si lo digo yo. Empezó a andar por la acera. Hickey y Clarke le siguieron.

Los argelinos vivían en una hilera de casas adosadas, varias de las cuales exhibían carteles de «Se vende» en la puerta delantera. Estaba anocheciendo y las farolas de la calle se encendieron mientras caminaban. Tres chicos asiáticos de pelo engominado y pendientes se dirigieron hacia ellos, pero bajaron a la calzada para pasar.

—Malditos terroristas —masculló Paxton—. Deberían enviarlos a todos a Pakilandia.
—Es probable que hayan nacido aquí, jefe —indicó Clarke.
—De acuerdo, bien, el que un perro nazca en un establo no lo convierte en caballo —replicó Paxton. Movió la cabeza en dirección a la puerta a la que se estaban acercando. La pintura negra se estaba desconchando y la madera de la parte inferior estaba podrida.

Los marcos de las ventanas también se encontraban en mal estado, y uno de los cristales del piso de arriba estaba roto y el hueco tapado con una hoja de aglomerado—. Es aquí —dijo. Tocó el timbre y mantuvo el dedo enguantado apoyado hasta que la puerta se abrió. Vislumbraron a un hombre de veintipocos años con perilla, y después la puerta empezó a cerrarse. Paxton la abrió por la fuerza y el hombre de dentro blasfemó —¿Me quieres cerrar la puerta en las narices, hijo de puta? —chilló. Utilizó ambas manos para abrirla de par en par, y después Clarke y Hickey le siguieron hasta el vestíbulo. El argelino quiso huir a la cocina, pero Paxton le agarró del pescuezo —¿Adónde coño crees que vas, Ben?

Arrojó al hombre contra la pared. Hickey cerró la puerta y apoyó la espalda contra ella.

—¿Dónde están mis putas drogas, Ben? —preguntó Paxton. Sujetó al hombre por el cuello.
—¡Déjale en paz! —gritó una voz desde arriba.

Un segundo argelino había aparecido en lo alto de la escalera, un hombretón de antebrazos que abultaban en su sudadera. Llevaba una gruesa cadena de oro alrededor del cuello y un reloj voluminoso. Paxton conservó los dedos engarfiados alrededor de la garganta de Ben.

—Baja cagando leches, Ali, y entrégame mis drogas, o le romperé el cuello a este pedazo de mierda.
—No tenemos tus drogas —dijo Ali—. No llegaron.
—Vaya, pues a mí me han contado algo diferente —replicó Paxton. Apartó a Ben de la pared, y después le empujó en dirección a la cocina—. Así que baja y solucionemos el asunto. —Los pies de Ben se arrastraron sobre la alfombra raída, porque Paxton no le permitía conservar el equilibrio. Intentó hablar, pero sólo pudo gruñir pues Paxton le atenazaba el cuello mientras le obligaba a entrar en la cocina—. Registrad el resto de la casa, muchachos. Aseguraos de que no haya sorpresas.

—A la orden, jefe —dijo Clarke. Mantuvo la recortada apoyada contra su costado mientras abría la puerta de la sala de estar.

Hickey miró a Ali.

—Será mejor que obedezcas y bajes —dijo. El argelino le fulminó con la mirada—. No me obligues a subir a buscarte —advirtió Hickey.

Cuando Clarke entró en la sala de estar, un tercer argelino surgió detrás de la puerta y le apuñaló con una navaja de muelle.

Clarke chilló y volvió dando tumbos al pasillo, aferrándose el brazo izquierdo. La escopeta cayó al suelo.

—Me ha apuñalado —dijo incrédulo—. Este hijo de puta me ha apuñalado.

Hickey corrió por el pasillo. El argelino de la navaja se agachó y cogió la escopeta con la mano libre. Hickey le propinó una patada en el pecho y el hombre aulló cuando cayó hacia atrás agitando los brazos. Clarke se desplomó contra la pared con el rostro ceniciento.

—Me ha apuñalado —susurró, con la mano apretada sobre la herida—. Noto la sangre —lloriqueó—. La noto resbalando por mi brazo.

El argelino de la sala de estar se puso en pie y se acuclilló, mientras blandía la navaja de un lado a otro. Hickey oyó que Ali bajaba corriendo la escalera a su espalda.

—¿Qué coño está pasando? —gritó Paxton.

El argelino de la navaja se lanzó contra Hickey, que retrocedió con las manos en alto. Ali llegó al pie de la escalera y cargó. Hickey intentó sacar el revólver del bolsillo, pero Ali se abalanzó contra él con el hombro por delante. Hickey tropezó con las piernas de Clarke y rebotó contra la pared, mientras intentaba recuperar el equilibrio.

Ali levantó la escopeta. Hickey se abalanzó hacia él y aplastó su mano encima del percutor del arma. Él argelino intentó introducir el dedo índice en el guardamonte, pero Hickey giró el arma hacia abajo.

Una vez más, el argelino de la navaja atacó a Hickey, quien torció la escopeta para que Ali se interpusiera entre él y el hombre de la navaja. Ali intentó arrebatarle la escopeta, pero él aumentó su presa alrededor del percutor. Mientras mantuviera la mano encima, el arma no podría dispararse.

Paxton soltó a Ben y corrió hacia la puerta de la cocina.

—¿Qué coño está pasando? —bramó.

Hickey empujó a Ali hacia el argelino de la navaja, y después liberó la escopeta.

Un crujido llamó la atención de Paxton, quien se volvió a tiempo de ver que Ben cogía un cuchillo de cortar pan de una tabla de madera. Antes de que pudiera reaccionar, el argelino lo apoyó contra su cuello. Paxton permaneció inmóvil, con la hoja dentada apretada contra su carne.

—No cometas ninguna estupidez, Ben —le espetó.

En el pasillo, Hickey apuntó la escopeta al estómago de Ali.

—Quédate donde estás o te abriré un agujero en las tripas.

Ali le miró con desdén.

—No me asustas.
—Entonces, eres tan estúpido como pareces —dijo Hickey—.

Pon las manos encima de la cabeza.

—Me estoy desangrando —lloriqueó Clarke en el suelo.
—Estás bien —gruñó Hickey, con los ojos clavados en los de Ali—. Si te hubiera alcanzado en una arteria, ya estarías muerto. Sigue presionando la herida y no te pasará nada.
—Para ti es fácil decirlo —protestó Clarke—. A ti no te han apuñalado.
—Las manos sobre la cabeza, Ali —ordenó Hickey.

Su dedo se cerró sobre el gatillo. Ali empezó a levantar las manos, pero cuando llegaron a la altura del hombro, el otro argelino que tenía detrás le dio un empujón en la región lumbar y Ali se tambaleó hacia delante.

Sus ojos se abrieron de par en par horrorizados cuando Hickey alzó la escopeta. Abrió la boca, pero antes de que pudiera decir nada, Hickey dio un paso atrás, giró la escopeta y le golpeó en la cabeza con la culata. Ali se derrumbó en el suelo. Hickey volvió a girar la escopeta y apuntó el cañón de la escopeta a la ingle del argelino.

—Tira la navaja o te vuelo las pelotas. —La navaja cayó al suelo con un ruido metálico y el argelino levantó las manos—. Date la vuelta poco a poco.

El hombre obedeció. Cuando se volvió, Hickey le golpeó en la nuca con la escopeta e hizo que se desplomara sin emitir el menor sonido.

—Necesito una ambulancia —gimió Clarke.
—Si no dejas de lloriquear, yo mismo te mataré —dijo Hickey, mientras se encaminaba hacia la puerta de la cocina.

Ben había arrastrado a Paxton hasta el fregadero, con el cuchillo de cortar pan apretado contra su cuello.

—¿Por qué no te cargas a este puerco? —preguntó Paxton.
—Bien, en primer lugar, si aprieto el gatillo todos los vecinos van a empezar a marcar el novecientos noventa y nueve, y aparecerá ante la casa un vehículo de la policía antes de que puedas decir «cadena perpetua». Y en segundo, si disparo os haré fosfatina a los dos.

Hickey dejó la escopeta encima de la nevera y sacó el revólver del bolsillo.

—¡Quítame de encima a este puerco! —gritó Paxton.
—Ése es el plan —dijo Hickey. Sopesó el arma en la mano mientras miraba a Ben. El rostro del argelino estaba bañado en sudor, y una vena latía en su frente.
—Le mataré —dijo, pero su voz tembló.
—La cuestión es, Peter, que si le disparo y no muere al instante, te rebanará el pescuezo. —Hickey apuntó el arma a Ben—. Tira el cuchillo —ordenó.
—Aunque me dispares, aún podré apuñalarle —dijo el argelino—. Le degollaré.
—¿En qué me afecta a mí, exactamente? —preguntó Hickey.
—¿Cómo?
—Piensa en lo que has dicho —repuso Hickey—. Yo te disparo y tú le apuñalas. ¿Dónde quedo yo? Ben frunció el ceño.
—Yo te lo diré —continuó Hickey—. Me quedaré parado aquí, con una gran sonrisa en la cara, mientras tú te desangras hasta morir en el suelo. De modo que deja de hacer el capullo y tira el cuchillo.
—Le rajaré —repitió el argelino, pero con menos convicción.
—Eso ni me va ni me viene.
—Es tu jefe.
—Conseguiré otro —replicó Hickey—. Es fácil encontrar jefes.
—Hickey, estás empezando a cabrearme a base de bien —rezongó Paxton—. Dispárale en la pierna.
—Peter, lo mejor que puedes hacer ahora es mantener la boca cerrada. Si le disparo en la pierna, te rajará. Si disparo, tendré que tirar a matar, lo cual significa volarle la tapa de los sesos.

El argelino apretó el cuchillo con más fuerza contra el cuello de Paxton.

—Va a rajarme —dijo éste.
—No —contestó Hickey—. Es estúpido, pero no tanto. Cruzó con parsimonia la cocina, con los ojos clavados en los de Ben. El argelino había retrocedido hasta el fregadero, de modo que ya no podía ir a ningún sitio más.
—¡Aléjate! —gritó.
—Cálmate, Ben —dijo Hickey—. Sólo quiero hablar.
—¡Deja de moverte! Hickey alzó el arma y apuntó el cañón a la cara del hombre. —Sólo estoy hablando, Ben. Dándole a la sinhueso.
—Si vas a dispararle, dispárale —dijo Paxton.

Hickey no le hizo caso. Continuó sosteniendo la mirada de Ben, mientras atravesaba poco a poco la cocina.

—Escúchame, Ben. Escúchame con atención. Podemos poner fin a esto sin que nadie salga perjudicado. Vince necesitará un par de puntos, pero se pondrá bien. Tus dos amigos despertarán con dolor de cabeza, pero nada más. Pero si rajas a mi jefe, todo cambia.
—Quiero que salgáis de la casa ya.
—Me parece bien —repuso Hickey—. Eso es justo lo que quiero. —Dio dos pasos hacia él y apoyó el cañón del arma contra su frente. Ben intentó apartar la cabeza, pero Hickey mantuvo el revólver apoyado—. Cálmate, amigo —dijo en voz baja—. Relájate y escúchame.
—Joder, ¿a qué estás jugando? —susurró Paxton.
—Existen tres formas de dirimir esto, Ben —dijo Hickey—. Puedo apretar el gatillo, volarte los sesos sobre el fregadero, y todos viviremos felices para siempre después. Salvo tú, por supuesto, porque estarás muerto. O puedes degollar a mi jefe con esa navaja, hacer que se desangre y que yo apriete el gatillo y te vuele los sesos sobre el fregadero.
—Hickey… —advirtió Paxton.
—Pero hay una tercera posibilidad, Ben. Tiras la navaja, yo retrocedo un paso y hacemos lo que hemos venido a hacer, o sea, charlar.
—Habéis venido armados —dijo el argelino.
—Tu colega nos atacó con un cuchillo —dijo Hickey—. Apuñaló a Vince. Sólo hemos venido a hablar.
—Habéis venido armados —repitió Ben, y apretó el cuchillo con más fuerza contra la garganta de Paxton.
—De no haberlo hecho, ahora estaríamos todos tirados en el pasillo y desangrándonos —replicó Hickey—. Tira el cuchillo. No quiero hacer nada melodramático como contar hasta tres, pero créeme, amigo, te meteré una bala en la jeta.

El sudor resbalaba sobre el rostro de Ben, y se humedeció los labios.

—¿Y si le suelto y me disparas?
—¿Por qué? —dijo Hickey—. No tengo nada contra ti. Mi jefe todavía quiere hablar de su cargamento de drogas. Así que suelta el cuchillo y todos nos iremos a casa. Ben respiraba suavemente, y su pecho subía y bajaba mientras repasaba sus posibilidades. Hickey esperaba, sin que su vista se apartara un momento del rostro del argelino. Por fin, el hombre apartó el cuchillo de la garganta de Paxton. Lo dejó caer sobre la encimera. Paxton se alejó trastabillando y blasfemando.

Hickey golpeó con el revólver la cabeza de Ben y sonrió cuando se desplomó.

—Gilipollas —dijo.

Charlotte Button bajó su taza de té.

—¿Le golpeaste? —preguntó—. ¿Hizo lo que tú querías, y encima le golpeaste?
Dan Shepherd se encogió de hombros.
—Soy David Hickey, gorila reciclado en matón. Me dedico a eso. Si no le hubiera golpeado, habría traicionado a mi personaje.

Button suspiró.

—Spider, hasta un agente secreto de la SOCA ha de seguir algunas normas. No puedes ir por ahí pegando a la gente de cualquier manera.

Shepherd sonrió.

—¿De cualquier manera?
—Ya sabes a qué me refiero. Soy tu jefa, ¿te acuerdas? En teoría, debo velar para que te ciñas, o al menos lo intentes, al procedimiento aprobado.
—Sólo le di una hostia —dijo Shepherd—. Sé lo que hago.

Se reclinó en la silla y estiró los miembros. Estaban sentados en un despacho de la tercera planta, en Soho, uno de los muchos despachos que Button utilizaba para reunirse con los agentes secretos que trabajaban para la Agencia Antidelincuencia Grave Organizada.

El sol primaveral entraba a raudales por las dos claraboyas. Una pared, a la izquierda de la puerta, estaba cubierta por fotografías de vigilancia de Peter Paxton y su banda. Shepherd aparecía en varias, nunca lejos de Paxton.

—¿Qué pasó?

Shepherd se pasó una mano por su pelo cortado al cero. No le gustaba llevar el pelo tan corto, pero era parte del personaje de Hickey. También se alegraba de haberse librado de las joyas horteras.
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* Stephen Leather estudió bioquímica en la Universidad de Barth, pero luego se decantó por el periodismo. Ha trabajado para el Dialy Mirror, el South China Morning Post de Hong Kong y The Times, y es autor de más de veinte ‘thrillers’ entre los que se encuentran El infiltrado, El terrorista y Furia en la sangre (todos publicados por Umbriel Editores),  tres de las siete aventuras protagonizadas hasta la fecha por Dan «Spider» Sheperd. Vive a caballo entre Dublin y Bangkok. www.stephenleather.blogspot.

El presente relato hace parte de su libro «Víctimas colaterales», publicado por la editorial Umbriel Editores.

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