Invitado Cronopio

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Penal

LOS HÉROES DEL PENAL DE SAN ROQUE

Por Álex Ayala Ugarte*

La extraña mañana del 25 de noviembre de 2007, puntual, como de costumbre, José Luis Aranda, un tipo chato, de cincuenta y cuatro años, ojos achinados, el pelo a lo cepillo y condenado a treinta años de reclusión por homicidio, se levantó a las cuatro y media. Realizó sin mucho apuro sus ejercicios físicos. Se dio una ducha rápida, arregló su celda, puso un disco de música clásica —su preferida— y comenzó a escribir en su ordenador, ajeno a todo lo que sucedía fuera. Hasta que a las doce tocaron a su puerta con insistencia.

«Pensé que era un amigo que venía con el almuerzo, pero no. Se trataba de otro interno, que dijo que querían hacer reventar unas bombonas de gas en medio de la cancha, detrás de mi habitación. Entonces salí, me quedé en el patio y vi cómo varios de mis compañeros iban de un lado a otro con los pocos objetos personales que tenían. Todo estaba destrozado: la dirección, los equipos, los libros. Permanecí ahí quieto sin saber qué hacer ni adónde ir durante bastante tiempo. Algunas personas que no eran del penal, con el rostro semitapado y pañuelos untados con bicarbonato (para evitar el efecto del humo que provenía de las vías aledañas), habían conseguido entrar y querían asustarnos. “Váyanse, porque si no les prenderemos fuego”, nos decían. El desconcierto generó un motín que arrancó la reja principal e hizo huir a los guardias», recuerda ahora, cinco meses después de estos sucesos.

Como muchos otros internos, Aranda atravesó la puerta de salida en un suspiro con sus pertenencias más preciadas sin que nadie se lo impidiera. Luego bajó los escalones que conducían a la calle casi en cámara lenta, pero fue incapaz de cruzar enfrente: dio media vuelta y retornó a la cárcel que le sirve de refugio desde hace ya más de veinticinco años. Aquella jornada de domingo, Sucre, la ciudad blanca —conocida así por la tonalidad lechosa de sus casas— lucía gris, cubierta por una fina lámina de ceniza. Las humaredas provocadas por la quema de neumáticos se habían adueñado completamente del casco antiguo. Olía a goma derretida y a gases lacrimógenos. La temperatura bordeaba los veinticinco grados. Cientos de civiles vigilaban las bocacalles de la ciudad con piedras y palos. Algunas mujeres llevaban agua en botellas de plástico a los que se habían movilizado. Todos los accesos a la localidad estaban bloqueados, y decenas de universitarios con sus mochilas, llenos de furia, organizaron grupos de choque para tratar de quemar los cuarteles de la Policía y de los Bomberos. Era una misión casi suicida, pero la cumplieron con éxito. Un día antes, en las afueras de la población, se había celebrado una larga sesión de la Asamblea Constituyente. Allí, a las ocho y media de la noche y sin la presencia de los delegados de los partidos opositores al presidente Evo Morales, se aprobó el primer esbozo de la nueva Carta Magna sin tener en cuenta el principal pedido de los manifestantes: el traslado de los Poderes Ejecutivo y Legislativo a Sucre. Poco después la ciudad entró en caos: se llenó de gente que corría por las avenidas principales y de barricadas armadas con llantas viejas y explotó como si fuera un cóctel molotov. El saldo: tres muertos, ciento cincuenta heridos y sesenta detenidos. Según los informes de la oficina de Régimen Penitenciario del departamento de Chuquisaca, más de la mitad de los ciento treinta y tres reclusos de la cárcel de San Roque se fugaron en aquellos momentos de tanto desconcierto, y fueron sesenta entre los que no escaparon y los que después volvieron: algunos de ellos, presos con penas elevadas por homicidio, violación y narcotráfico que tomaron la valiente determinación de continuar en el presidio, que seguirán midiendo sus vidas a golpe de calendario, en días, meses y años. «¿Yo adónde hubiera ido?», se pregunta Aranda. En La Paz, Aranda era empleado de un hotel de lujo, pero a finales de los 70. Y en Sucre no conoce a casi nadie.

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«¡Visitaaaa! ¡Filemón Roooque! ¡Visitaaa!». Filemón Roque, el delegado de los internos, no ha escuchado el grito desganado que acaba de lanzar hace un minuto uno de los guardias, y le sorprendo en su celda mientras ajusta las cuerdas de un charango que le ayuda a matar el tiempo. Luce bigote, calza un gorro de lana sobre la cabeza y dice tener cincuenta y siete años. Su sentencia, por tráfico de drogas, es de doce, pero apenas ha cumplido uno y pocos meses. «Yo era chófer y me engañaron. No sabía que llevaba cocaína», comenta con el tono monocorde de quien ha repetido su historia miles de veces. Los enseres de Filemón son pocos: un catre, algunos compactos y un puñado de adornos que se reparten por su habitación y que tuvo que resguardar el día de la revuelta. Aquel 25 de noviembre, Roque dice que formaron a las ocho de la mañana para pasar lista, y que comenzaron a escuchar petardos en el exterior dos horas más tarde. «Luego —explica—, los presos que se amotinaron provocaron un incendio con la ayuda de papeles y de algunos pedazos de madera. En pocos minutos, los vigilantes fueron rebasados por esos reos, que destrozaron la puerta principal. Además, varios manifestantes entraron a la fuerza en el penal para saquearlo. Los que no nos escapamos estábamos muy angustiados, y tomamos la decisión de proteger el recinto penitenciario». Según Filemón, a media tarde ya no había ni un policía en el presidio, y él y otros reclusos se acercaron a un mercado que quedaba a pocas manzanas para blindar el penal: para comprar algunos metros de alambre y un candado. Después, subieron a los tejados para controlar mejor los dos mil metros cuadrados del recinto, y por la noche se organizaron para hacer turnos de vigilancia. Paradójicamente, para que nadie entrara.

En 1996 cuatro frentistas le dijeron adiós a una cárcel de Santiago de Chile desde una cesta que colgaba de un helicóptero. En 1998, Alfredo Cervantes escapó de un reclusorio mexicano escondido en una maleta. En 2001, ochenta y nueve reos de la prisión brasileña de Bauru se marcharon a punta de pistola. Y las huidas similares, astutas o espectaculares, se cuentan por docenas a lo largo y ancho del planeta. La cabeza de un preso siempre está fantaseando con una posible fuga. Por eso, lo que nadie espera —y lo que muy pocos entienden— es que alguien permanezca en una cárcel donde no hay guardias. «Yo odiaba la idea de convertirme en prófugo y por eso me quedé —dice ahora Filemón con voz pausada—. Irme habría causado aun más sufrimiento a mi familia».

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Cerca de la celda de Filemón Roque queda el corazón de la cárcel de Sucre, donde tiene su despacho Deysi Aguilar, quien a sus veintiocho años es la jovencísima directora de Régimen Penitenciario de Chuquisaca. Aguilar es una mujer menuda de labios gruesos, con el pelo recogido en una coleta, lentes de alambre y una mirada dulce difícil de hallar entre las paredes de un presidio. Pero lo que más resalta en su oficina no son sus ojos, sino un cartel que avisa sobre el estatus de prófugo de uno de los antiguos internos. «Son muchos más en esa situación, pero él es uno de los más peligrosos —aclara Deisy. Y dice a continuación que la sala donde estamos fue rehabilitada tras los disturbios—: Era un desastre: los amotinados habían robado los expedientes del archivo, material de la enfermería y armamento reglamentario. Menos mal que no dispararon». Deysi vivió los primeros momentos de ese espectáculo dantesco desde su casa, donde se sintió como un boxeador al que le hubiesen atado las manos antes de una gran pelea. Sin poder hacer nada, vio estallar Sucre en su televisión como quien mira una telenovela. Luego recibió una llamada inquietante del penal y, por un instante, deseó que lo que estaba pasando fuera una mentira de los informativos, pero no lo era. «El que llamó era uno de los internos, Landívar —relata ahora—. Estaba muy nervioso, muy agitado. Gritaba mucho, pero apenas se le escuchaba. Decía que gente extraña, encapuchada, acababa de entrar a empujones a San Roque, que no sabía bien qué haría». Deysi tampoco tenía claro lo que haría cuando cogió su móvil y salió como un disparo hacia el penal.

Aquel día no había ni taxis ni autobuses en su barrio, Alto Delicias, y tardó más de cuarenta y cinco minutos en llegar a pie a la penitenciaría. «En las inmediaciones, escuché lo que parecía un tiroteo y apuré el paso todo lo que pude. Dentro, había botellas y piedras esparcidas por el suelo. Los vigilantes se marcharon poco después de mi llegada. Ya no se podía hacer nada y ellos tenían miedo».

Cayó la noche y Deysi se quedó a pernoctar en San Roque sin pensárselo dos veces, en el pabellón de las internas, el más pequeño. No pegó ojo, como seguramente tampoco lo habría pegado cualquier otro mortal rodeado de ladrones, estafadores y asesinos. Era además una situación inédita: por primera vez en la historia, la seguridad del máximo responsable de una cárcel boliviana estaba encabezada por los propios reos.

* * *

A Miriam, una de las mujeres que se mantuvo entonces al lado de Deysi Aguilar, le cuesta hablar hoy de aquellas horas, mientras cose con lanas de colores junto al resto de sus compañeras y a una de las policías, que también cose y que, entre puntada y puntada, las vigila. «Lo que vivimos fue un infierno. No tiene otro nombre», dice sin levantar la vista del cemento, con un gesto de fingida indiferencia. Su rostro es delgado. Sus manos están frías. «Cuando ocurrió todo —prosigue—, estábamos en la cocina. Primero, vimos humo fuera y luego entraron unos hombres con violencia. No sé cuántos, eran muchos. “¡Váyanse, rápido, que van a venir los Ponchos Rojos[1]!”, nos decían. Después, con la ayuda de una manta, tuvimos que apagar una bombona de gas que habían hecho arder para que nos escapáramos. Pero no nos movimos de ahí. Sacamos nuestras ollas y algunas otras cositas de las piezas y salimos del penal solo por unos minutos para proteger a nuestros hijos. Ellos han quedado mal, están traumados. Y hasta ahora, cuando retumba algún petardo cerca, se asustan, lloran y corren a las celdas para esconderse debajo de las camas».

* * *

A pesar de que se trata de una cárcel, San Roque siempre ha sido un lugar bastante tranquilo. Entre los reportes de los pasados años, únicamente se hallan registrados una fuga exitosa y un intento frustrado, la construcción de un túnel, un motín y agresiones esporádicas entre los reclusos. Antes, a ratos, más que un penal parecía un convento. Quizá por eso, el mayor Grover Barea, de cuarenta años y encargado de proteger este recinto, dice que ni de casualidad intuía lo que se les venía encima aquel 25 de noviembre. Desde su escritorio, que consta de una mesa de madera y un mapamundi en la pared para ocultar algunas grietas, Barea —que tiene el peinado con la raya al medio, una corbata negra y una chaqueta verde oliva con la solapa cruzada—, hace memoria y dice que aquel día él estaba acuartelado en el Comando Departamental de la Policía porque Sucre se encontraba ya en «estado de emergencia»; que la tensión comenzó a las nueve en punto de la mañana, cuando un grupo de personas arrojó objetos contundentes contra el frontis de San Roque, tras amenazar de muerte a algunos de los policías; y que después vinieron la revuelta y la fuga, una fuga que no tardó mucho en ser reflejada por la radio y televisión.

En las fotos que se tomaron luego, llama la atención ver los cerrojos de la puerta principal intactos. Sin embargo, aquel escape fue todo lo contrario a un crimen perfecto. Al menos, para Barea, quien tras mostrar varias tomas extra con un ángulo más abierto, descubre enseguida que el modus operandi, aunque efectivo, fue bastante chapucero. «Lo que hicieron los reclusos fue arrancar la reja entera de un costado. Sin taparse la cara siquiera, sin ningún cuidado —explica—. Como algunos de ellos robaron además pistolas, una metralleta y uniformes, en ese mismo instante di la orden a mis hombres de que se pusieran ropa de calle y se ocultaran. No quería que les pasara nada». A la una menos cuarto del mediodía, cruzó frente al penal la guarnición policial de Chuquisaca, que horas antes había recibido la orden de retirarse a Potosí hasta que su seguridad estuviera garantizada, y los vigilantes de San Roque, acosados tanto por los presos como por los civiles que protestaban fuera, le dieron alcance minutos más tarde. «Era día de visita, y, mientras nos replegábamos, ayudamos a salir a alguna gente. Pero no a los criminales, como afirmaron algunos periodistas mentirosos —dice Barea—, sino a los amigos y familiares de los reos, que chillaban desesperados, que quedaron atrapados en medio de las llamas que se adueñaban de la cárcel poco a poco».

Milagrosamente, ninguno de los efectivos, por aquel entonces a cargo de Barea, fue herido de gravedad aquella jornada tan surrealista. No se puede decir lo mismo, sin embargo, de uno de los internos: Marco Fernández, que huyó disfrazado con un chaleco antidisturbios, fue golpeado con saña por una turba que lo confundió con uno de los policías [2] y acabó en coma en un hospital de Sucre en el que casi muere.

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Un día después, el 26, San Roque amaneció en calma y Deysi Aguilar pasó lista muy temprano para tener mayor certeza de quiénes se habían quedado y quiénes se habían ido. Pero fue un repaso circunstancial que no sirvió de mucho, ya que un rato después empezaron a volver algunos de los fugados. «Félix Ocampo, condenado por violación, me llamó esa misma mañana para preguntar si podía regresar porque fuera los alquileres eran demasiado caros», dice ahora Aguilar con el deje notarial de quien conoce a la perfección cada prontuario. Y tras él fueron muchos más los que volvieron o llamaron.

Luego, los reos se organizaron en grupos: unos vigilaban, otros se hacían cargo de la limpieza y los arreglos —no había luz—, y el resto salió a las calles a comprar algunos víveres. La monotonía parecía hacerse otra vez con el control en el penal. Hasta que un par de timbradas al único teléfono público que comparten los internos en el patio, interrumpió como lo hace una mala resaca. «Eran algunos de los fugados para lanzar amenazas de muerte a los que no escaparon —recuerda Deysi—. Y tuve que dar permiso a los que querían irse a otro lado hasta que todo se normalizara». Las mujeres, al ser pocas, fueron acogidas durante ese y los siguientes días por evangelistas. Era como si adorar a Dios se hubiera convertido en la única ancla a tierra firme en una ciudad en la que la anarquía era la pauta. Muchos hombres continuaron en San Roque. Los que se buscaron la vida tenían la obligación de ir a San Roque mañana y tarde a firmar en un libro de actas. «Y aunque sea difícil de creer —señala Deysi—, eran más puntuales que la mayor parte de mis amigos. Los taxistas me contaban que les decían: “al penal, tengo que estar a las ocho y media en punto, por favor. No se retrase”». También hubo excepciones: uno de los reclusos, por ejemplo, telefoneó desde Cochabamba, a cuatrocientos kilómetros de Sucre, para decir que se quedaría con su mujer allá hasta que todo se arreglara. Eso significa, si pusiéramos una detrás de otra, que se hallaba realmente lejos: a más de doscientas cárceles de distancia. Y Julio César Hervarey, con una sentencia de cinco años por violación y uno de los custodios del penal en los momentos de mayor zozobra, desapareció sin dejar rastro el 28 de noviembre de madrugada, unas horas antes, nada más, de que la policía retornara. «A él, lo encontraron poco después trabajando como vigilante en una discoteca —aclara Deysi—. Y cuando me lo trajeron no le dije nada. ¿Qué le iba a decir? A veces, también hay que ponerse la mano en el corazón: él tiene un hijito y necesitaba dinero».

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(Continua página 2 – link más abajo)

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