Invitado Cronopio

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Con las herramientas y los materiales que Modesto Wilca, de treinta y cinco años, pelo corto, tez morena y manos habilidosas, guarda ahora en su celda se podría estrangular a un hombre, destripar a otro o reventarle la cabeza a un mal vecino de habitación. Son tiras de cuero con las que alguien con un poco de creatividad podría suicidarse, punzones con los que un asesino en serie disfrutaría de lo lindo, un martillo grueso capaz de reventar un tímpano y hasta un pequeño cuchillo. Wilca dice que, de momento, permiten estas armas porque desde la gran evasión ya no hay casi presos conflictivos. Y porque, desde entonces, «no desaparece ni siquiera una pastilla de jabón en los cuartos de baño». Wilca, como muchos aquí, hace sandalias de goma y las vende luego a un mayorista fuera del penal para hacer unos pesitos. Está encerrado por la Ley 1008, que castiga el narcotráfico sin diferenciar entre los menudistas y los peces gordos que manejan los hilos del negocio y que mantiene bajo arresto a cientos de personas a veces por una simple sospecha.

En Bolivia, más del setenta por ciento de los reclusos no tiene sentencia. Esto quiere decir que entre todos llenarían fácilmente un lugar como el Royal Albert Hall de Londres, un teatro capaz de albergar a cinco mil personas sin que uno se sienta sardina en lata. Todo lo contrario que San Roque, donde cada metro cuadrado es un lujo al alcance solo de los que tienen dinero para pagar el alquiler de una buena celda. La guarida de Wilca ha ganado espacio gracias a que, tras la fuga, los problemas de hacinamiento se han minimizado. Él presume de varios estantes de madera en los que reparte las abarcas terminadas lo mejor que puede. «Hacer esto me ayuda, además, a reducir la condena —señala—. Yo no escapé para evitar el hecho de tener que esconderme luego para siempre, pero sí estoy con ganas de salir de aquí y juntarme con los míos». Wilca, como otros en San Roque, espera que se apruebe un proyecto de ley [3] que solicita el indulto para catorce reclusos y la reducción de penas para veintinueve. Piensa que es justo porque se portaron como héroes. «Porque pusimos nuestra vida en riesgo», aclara.

Hoy en San Roque, como en cualquier otra prisión de un país del tercer mundo, el peor enemigo de los internos es la rutina. Cada nueva jornada es un calco perfecto de la anterior. Por la mañana: conteo, desayuno, almuerzo. Por la tarde, la inversa: tecito, cena y vuelta al catre. Las visitas son los martes, jueves, sábados y domingos. De vez en cuando se organiza un campeonato de fútbol, una partida de cartas o un juego de dados, pero esos momentos son escasos y demasiado efímeros. Incluso el último divertimento de los reclusos —adivinar quién será el siguiente en caer de los huidos— cansa. Y si existiera un récord Guinness del aburrimiento, el penal sería seguramente un candidato serio para disputarlo, pues los días se consumen por aquí sin que casi nunca pase nada.

Para sobrevivir, entretenerse y no caer en el sopor de ver pasar las horas, Willy Iván Guzmán, de treinta y cuatro años, gorra roja y dedos gruesos como chorizos, ha montado un pequeño negocio de ultramarinos en su pieza. Allí, enclaustrado en una silla, masca coca, ata los oídos a una radio, vende chocolatinas, caramelos, galletas. Y dice que lo que pasó en noviembre ha sido una de las experiencias más duras para él desde que está encerrado.

«¿Me voy? ¿Me escapo?», me preguntaba entonces. Y al final, sin pensarlo mucho más, no di un solo paso. Porque yo quiero salir de aquí con la frente bien alta.

»Aquí somos todos pobres y por eso estamos como estamos: mal. Los que verdaderamente le han robado millones al país, los exministros, están fuera porque tienen plata. Y eso no me gusta nada. Pero ojo, porque en este mundo el que no cae, resbala. Y al que no resbala, otros lo empujan. Todos pueden terminar algún día entre barrotes. Por eso, las autoridades deberían tomar en cuenta lo que hicimos, nuestro valor civil. Si no lo hacen, a lo mejor vuelve a ocurrir lo mismo y nadie se queda».

Y todos se marchan.

NOTAS.

[1] Los Ponchos Rojos son los miembros de una milicia indígena de la región andina que apoya al presidente Evo Morales. La mención en el penal de San Roque era únicamente para causar temor entre las internas.

[2] El 25 de noviembre de 2007 los policías fueron uno de los principales blancos de los manifestantes que protestaban contra la Asamblea Constituyente. Sobre todo, porque un día antes habían sido reprimidos por los uniformados con balines de goma y gases lacrimógenos en las inmediaciones del Palacio de La Glorieta.

[3] A pesar de que hubo muchos apoyos para que se aprobara, el proyecto de ley no salió adelante.

Este es un fragmento de su libro “Los mercaderes del Che”, publicado por www.librosdelko.com

El libro se encuentra en Amazon:
https://www.amazon.com/Los-mercaderes-Spanish-Edition-ebook/dp/B009DQGM4U/ref=sr_1_1?s=digital-text&ie=UTF8&qid=1348421446&sr=1-1&keywords=los+mercaderes+del+che

“Los mercaderes del Che” de Alex Ayala Ugarte. Pulse para ver el video:
[youtube]https://www.youtube.com/watch?v=un3yzJOEuYk[/youtube]
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* Álex Ayala Ugarte es español de nacimiento, boliviano de corazón y tartamudo de vocación. Fue director del dominical del diario La Razón de Bolivia, editor de periodismo narrativo del semanario Pulso y fundador de Pie Izquierdo, primera revista boliviana de no ficción. Colabora con medios como Etiqueta Negra, Paula, Virginia Quaterly Review, Séptimo Sentido, Frontera D, Internazionale, Ecos, Emeequis y otros. Ha participado en talleres de crónica con periodistas como Alberto Salcedo, Francisco Goldman, Jon Lee Anderson y Alma Guillermoprieto. Fue Premio Nacional de Periodismo de Bolivia en 2008.

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