Invitado Cronopio

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LOS ALMUERZOS

Por Evelio Rosero*

Tiene un miedo horrible de ser un animal, sobre todo los jueves, a la hora del almuerzo. «Tengo ese miedo», dice, y descubre su joroba reflejada en la ventana. Sus ojos merodean por sus ojos: se desconoce: «Qué otro», piensa, «qué otro», y escruta su rostro. «Los jueves», se repite, «este jueves, sobre todo, que es el día de viejos». Martes de ciegos, lunes de putas, viernes de familia, miércoles de gamines, y sábado y domingo días de Dios, según el padre: «A descansar los espíritus», le pide, o, lo que es igual, a rezar y batir incienso: misa, misa, misa. Misa hay todos los días, Palabra de Dios, pero cada mediodía entre semana la parroquia es el infierno.

Con semejantes almuerzos no queda paz para almorzar. Almuerzan ellos. Él debe vigilar, hacerse cargo de las cosas, desde el principio. Los jueves, sobre todo, cuando tiene un miedo horrible de ser un animal. A las diez de la mañana empiezan a brotar viejos y más viejos de los cuatro puntos cardinales, Bogotá los escupe por docenas; y hacen cola impacientes, recostados a la orilla de la iglesia, ante la puerta lateral que conduce al comedor, y que sólo se abre a las doce en punto, se desplome el granizo o arda el sol, puntas de cuchillo. Los viejos no soportan ningún clima, y tampoco toleran que la puerta de metal sólo se abra al mediodía: su cola es de lamentos y gruñidos, de imprecaciones.

Son los únicos que olvidan que su almuerzo es otra caridad del padre Almida. Protestan, como ante un restaurante, como si fuesen a pagar. Se pretenden clientes de respeto, y él su mesero, el acomodador. «Me quejaré con su dueño», le gritan, «Hemos venido de lejos», «Quiero mi sopa, se hace tarde», «Estoy enfermo », «Tengo hambre», «Abran, abran, me voy a morir», «Abran ya, que ya estoy muerto», y se mueren, en efecto: ya murieron once viejos en los tres años que se llevan ofreciendo los Almuerzos de Piedad del padre Almida: se han muerto en la fila, o mientras almuerzan, y su miedo terrible de ser un animal se reduplica.

Debe llamar por teléfono a sitios donde nunca contestan, médicos, policía, los institutos y fundaciones que ya están de acuerdo con el padre para colaborar en estos casos, beneméritos y benéficos personajes que si contestan se hacen los olvidadizos cuando más se los necesita: dicen: «Estamos en camino», «Nos haremos presentes de inmediato», «Un minuto», pero él debe esperar con el cadáver durante horas, en el mismo salón donde se sirven los almuerzos, el muerto y él igual de quietos, cada uno en su silla, los únicos comensales ante la mesa sucia de desperdicios, la fúnebre mesa donde los demás viejos, a pesar de que murió uno de ellos, no dudaron en seguir comiendo y todavía se chancearon a costa del difunto, se apoderaron de los restos de su comida, «A ti ya no te sirve», lo despojaron de un sombrero, una bufanda, un pañuelo, o los zapatos.

Afortunadamente para él, no todos los jueves se muere un viejo. Y eso no quiere decir que no tema convertirse en animal. Lo teme siempre, tiene ese miedo horrible, y sobre todo los jueves, cuando termina el almuerzo y debe desalojar: «El padre Almida los espera la próxima semana», les dice, y empieza la batalla. Un fragor de voces de desconsuelo sacude la mesa, los platos, los cubiertos. Son como niños estupefactos. Lo invocan como si él fuese un pariente, un recuerdo: lo llaman por nombres insólitos, nombres que luego él sueña y no puede creer que sean realmente esos nombres: Ehich, Schekinah, Ajin, Haytfadik. «Tú no serías capaz de echarme», dicen.

Después las protestas. Lloriqueos. Clamores que ruegan, «No quiero irme de aquí, dónde me puedo esconder». Debe levantarlos de las sillas, todos remolones, la mayoría dormidos, sus estómagos repletos de sopa y carne de puerco desmenuzada: su comida se les prepara en papilla, no tienen dientes y mucho menos dentadura postiza y además comen lentísimo, adrede, como si no desearan acabar nunca. Sus almuerzos son eternos. Pero acaban, a su pesar, acaban, y él debe despertarlos a gritos, arrearlos como a ganado terco, incluso cargarlos en brazos y sacarlos en vilo del salón, espantarlos a palmadas y empellones de la iglesia. «Llamaremos al padre Almida», replican los más despiertos, «Nos quejaremos».

Él los empuja, uno tras otro, tiene que ser un verdugo a la fuerza, las ancianas pretenden morderlo, se abrazan a su cuello, engarfian sus dedos en su pelo, piden que el padre Almida se haga presente, que son sus abuelas, dicen, sus tías, sus mamás, sus conocidas, y se ofrecen como criadas para la iglesia, o cocineras o jardineras o modistas, algunas se meten debajo de la mesa y se agazapan y encrespan como fieras, amenazan con sus uñas, debe ponerse a gatas, buscarlas, perseguirlas, atraparlas, retirarlas, y no termina todavía su jornada porque si bien los más de los viejos aceptan que deben irse hasta el próximo jueves.

Siempre quedan diseminados por el salón dos o tres que se fingen muertos, agonizantes, y algunos lo han engañado, logran confundirlo a veces, lo convencen de su muerte, «Que ya nos morimos » dicen los más incautos, descubriéndose, «Yo ya estoy muerto, a mí no me molestes», pero otros siguen de piedra, extendidos en el frío lecho de ladrillo –que es un charco de sopa y arroz desparramados–, los ojos blancos, los miembros tiesos; él pone su oreja en sus pechos: no se les escucha el corazón, eso parece, por instantes, y se reviste de mañas para descubrirlos, invoca la paciencia de Job, les hace cosquillas, en las orejas sucias, en las pestañas, en las axilas que hieden y en la planta de los pies mil veces más malolientes, metiendo sus dedos por entre los viejos zapatos que rebosan de hormigas, húmedos de sudor, de cuero resquebrajado, de suelas perforadas por los años, zapatos de los que nunca se despojan, al igual que de las medias –si las tienen–, y cuando logra llegar a la piel siente que es resbalosa, un frío de hielo que eriza, y los rasca en la planta con fuerza, con prisa, y sólo si no hay respuesta los pellizca, y los pellizca más, y sigue pellizcándolos.

Es la prueba final, de modo que ellos se quejan, sonríen, se ríen, suave al principio, con angustia, con grititos, con gritos, y después: «Déjame tranquilo, yo ya me morí», y luego insisten: «No me toques, soy un muerto, ya estoy muerto, ¿es que no lo ves?», y por último, iracundos: «Me mataste», y lo insultan: «Maldito jorobado comemierda», y es cuando la rabia espumajea en lo más hondo de su pecho y teme convertirse en animal y acabar a dentelladas con todos estos esqueletos de hombre y mujer que no se sabe si son niños o viejos, que no se sabe si son buenos o pérfidos, que no se sabe qué son, que almacenan por sí solos los más espantosos males del mundo.

El padre Almida se lo repite: «Resígnate, Tancredo», y le dice que nada es peor que la vejez, nada más deplorable y digno de compasión, «es la última gran prueba de Dios», dice, y es cierto, pero tampoco nada más horrible que descubrir si sí o si no están muertos, y nada más terrible que su miedo de ser un animal, porque le toca a él descubrirlos, porque debe hacerse cargo él solo de sus almuerzos, de todos los almuerzos, pero sobre todo del almuerzo de los viejos, los cada vez más numerosos viejos, los insolentes viejos que se fingen muertos para ganar el cielo de la parroquia, y lo impacientan, lo trastornan, lo desalientan y pulverizan, porque lo peor ocurre cuando realmente un viejo ha muerto y ha debido someterlo –someterse, mejor– a esa loca prueba, absurda, ineludible, de cosquillas y pellizcos. «Es tu cruz», le dice el padre, «y también tu redención. Resígnate, Tancredo».

Al fin los ve marchar por las calles en distintas direcciones, un ejército diezmado, cada uno con su carga, el talego en donde guardan las sobras, precavidos, y no sabe adónde irán, dónde dormirán esta noche y la otra, y dónde almorzarán mañana: «Acaso en otra iglesia », piensa, y se convence de eso para ignorar el remordimiento: los gritos y empujones con que los alejó de la parroquia, «otras manos los ayudarán», piensa, y cierra la puerta, pero en eso, en la otra puerta, opuesta, diminuta, que conduce al interior de la parroquia, y como si una mano invisible los hubiese acomodado allí, intempestivos, lo esperan los cepillos y la escoba, los tres baldes con agua, las toallas, el jabón desinfectante, el trabajo sin fin: deben resultar pulcros el piso y las paredes; espléndidos los vidrios de la única ventana; fulgir los crucifijos que ornan las paredes; tiene que deslumbrar, absolutamente despercudida, la vasta mesa de cedro, rectangular, humilde, como de Última Cena; y deben quedar, convenientemente inmaculadas y dispuestas, las sillas para el día siguiente, las noventa y nueve sillas exactas en formación precisa, porque mañana es Viernes de Familia, el único almuerzo al que asiste el padre, y que preside en compañía de quienes con él viven: las tres Lilias, el sacristán Machado, su ahijada Sabina Cruz, y él, acólito, él, Tancredo, él, el jorobado.

Qué otro, qué otro. Tancredo aparta de la ventana su mirada examinándose: un desamparo.

Por lo general son las cinco de la tarde cuando da fin al aseo, y sólo entonces aparece una de las Lilias en la puerta diminuta; lleva la bandeja de plomo, con su almuerzo. Y almuerza solo, revuelto del sudor de la limpieza, oliendo a trapo, a desinfectante, doblada la cabeza sobre el plato, a veces casi que con miedo. Miedo, porque tarde o temprano levanta la cabeza y le parece que sigue acompañado de todos esos rostros con sus bocas desdentadas y babeantes que se abren cada vez más grandes y lo tragan, brazo por brazo, pierna por pierna, se sorben de un golpe su cabeza, y no sólo lo engullen con las bocas: lo engullen con los ojos, esos ojos, ojos muertos. Da un puñetazo a la mesa, y tampoco desaparecen.

«Yo soy los almuerzos», piensa con un grito, «yo soy el almuerzo, yo sigo siendo su almuerzo», y en un clamoreo como de viejos huyendo por las calles Tancredo da un último estertor, es tu cruz, le dice el padre, es tu cruz. Cierra los ojos, y ve más ojos, esos ojos. Entonces tiene un miedo terrible de ser un animal, pero un animal a solas, un animal consigo mismo, devorándose.
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* Evelio Rosero es escritor, poeta y periodista. Pertenece a las últimas generaciones de novelistas y cuentistas posteriores al llamado Boom latinoamericano. Sus cuentos y novelas han sido traducidos al inglés, danés, alemán y otros idiomas. Autor de libros ganadores de premios internacionales: Los ejércitos, El hombre que quería escribir una carta y Cuchilla. El presente relato es el primer capítulo de su novela «Los Almuerzos» publicada por la editorial Busquets.

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