DE QUÉ HABLO CUANDO HABLO DE CORRER
Por Haruki Murakami*
El sol continúa su ascenso. Correr por las calles del centro de Atenas resulta tremendamente duro. Desde el estadio hasta la avenida que conduce a Maratón —llamada también avenida de Maratón— hay unos cinco kilómetros, pero decenas de semáforos alteran mi ritmo de carrera. Para colmo, muchas zonas de la acera están bloqueadas por obras y por coches mal aparcados, de modo que, cada vez que uno se topa con una de esas zonas, tiene que salir a la calzada, y, como los coches que circulan de madrugada por la ciudad lo hacen a una velocidad endiablada, siente que su integridad física está seriamente amenazada.
A la altura de la entrada de la avenida de Maratón, el sol empieza a mostrarse y las farolas de la ciudad se apagan al unísono. Se aproxima, ganando terreno poco a poco, la hora en la que el sol estival se adueñará de la superficie. También empiezan a verse personas en las paradas de autobús. Como los griegos tienen por costumbre echarse la siesta, a cambio, madrugan para ir al trabajo. Todos me miran con ojos de extrañeza. Supongo que no debe ser frecuente para ellos encontrarse a un oriental corriendo por las calles de Atenas antes del amanecer. Máxime teniendo en cuenta que en Atenas no hay mucha gente que haga ‘footing’.
Hasta el kilómetro doce se prolonga una larga y suave cuesta. Apenas sopla viento. Al cabo de seis kilómetros me quito la camiseta y me quedo desnudo de cintura para arriba. Como siempre corro sin camiseta, en cuanto me la quito me encuentro muy a gusto (aunque luego lo pasaré mal por las terribles quemaduras del sol). Superada la cuesta, siento por fin que dejo la ciudad atrás. Es un respiro, pero, al mismo tiempo, desaparecen por completo las aceras y, en su lugar, aparece un estrecho arcén, separado de la calzada tan sólo por una simple línea blanca.
Llega la hora punta para ir al trabajo y el tráfico empieza a aumentar. Camiones y autobuses de gran tamaño me pasan rozando a una velocidad de unos ochenta kilómetros por hora. Puede que lo de «avenida de Maratón» evoque una vía con cierto encanto, pero la verdad es que se trata de una carretera como de polígono industrial, hecha para ir al trabajo. En este punto me encuentro con el primer perro muerto. Es un perro grande de pelo castaño. No aparenta tener ninguna herida externa, ni nada así. Sólo está tirado, sin más, en medio de la carretera. Tal vez sea un perro abandonado al que ha atropellado durante la noche algún coche que circulaba a toda velocidad. Se diría que todavía está caliente. Ni siquiera parece muerto. Más bien, profundamente dormido. Y los conductores de los camiones que van pasando a su lado ni siquiera le dirigen una mirada.
Un poco más adelante me topo con un gato aplastado por los neumáticos de algún vehículo. Éste está completamente chafado, como si fuera una pizza deforme, y reseco por el sol. Parece que lo han atropellado hace mucho tiempo. Así es esta carretera. Empiezo a plantearme seriamente qué necesidad tenía yo de venir tan lejos, desde Tokio hasta este bello país, para correr por esta peligrosísima carretera industrial que atraviesa este desolado paisaje. ¿Acaso no tenía nada mejor que hacer? En resumen: tres perros y once gatos. Ése ha sido el número total de animales que han perdido irremisiblemente la vida en el día de hoy a lo largo de la carretera de Maratón. Me deprimo al sacar la cuenta.
Sigo corriendo sin parar. El sol se muestra ya completo ante mí y continúa su ascenso en el cielo a una velocidad vertiginosa. Me entra una sed terrible. No tengo tiempo ni de sudar. El aire está tan extremadamente seco que el sudor se evapora al instante de la piel, dejando sólo tras sí una blanca capa de sal. Aquí lo de sudar la gota gorda no existe, pues el sudor desaparece mucho antes de que le dé tiempo a formar una gota. Me escuece todo el cuerpo por culpa de la sal. Cuando me paso la lengua por los labios, me saben como a salsa de anchoas. Me apetece beberme una cerveza tan helada como un carámbano. Pero eso es imposible, así que bebo lo que, más o menos cada cinco kilómetros, me da el redactor desde el coche en el que me acompaña. Es la primera vez que bebo tanta agua mientras corro.
Pero no me encuentro mal. Todavía me quedan bastantes energías. Corriendo al setenta por ciento de mi capacidad, y a este buen ritmo, seguro que aguanto. Ahora llegan las pendientes, subidas y bajadas que se suceden alternativamente. Como me dirijo desde el interior hacia la costa, hay más bajadas. He dejado atrás el centro de la ciudad, también la periferia, y el paisaje va volviéndose cada vez más rural a mi paso. En el pequeño pueblo de Nea Makri, que está en la ruta, los ancianos beben su café matinal en sus tacitas, sentados a las mesas de la entrada de la cafetería, mientras me miran fijamente y en silencio cuando paso corriendo. Semejan testigos presenciales de una intrascendente escena histórica.
En el kilómetro veintisiete hay un puerto de montaña y, tras superarlo, se empiezan a vislumbrar ya las montañas de Maratón. Según mis cuentas, ya he superado dos tercios del recorrido. Calculo mentalmente los tiempos intermedios y tengo la impresión de que, si sigo así, haré un tiempo de tres horas y treinta minutos aproximadamente. Pero las cosas no van tan bien.
Al superar el kilómetro treinta, comienza a soplar un viento en contra desde el mar, que arrecia más y más a medida que me aproximo a Maratón. Es un viento tan fuerte que te escuece en la piel. Tengo la impresión de que, si aflojo un poco, me va a empujar hacia atrás y me hará retroceder. Se percibe levemente el olor a mar. Y comienza una suave cuesta en ascenso. La carretera es una vía directa hasta Maratón, y es tan recta que parece haber sido trazada con una larguísima regla. A partir de aquí es cuando te acomete la verdadera fatiga. Por mucho que te hidrates, al momento vuelves a tener sed. Quiero beberme una cerveza helada. No, es mejor quitarse de la cabeza lo de la cerveza. Hay que intentar no pensar en el sol. Y olvidémonos también del viento. Y del artículo. Tengo que concentrarme sólo en impulsar alternativamente mis pies hacia delante. Lo demás, por ahora, no son problemas acuciantes.
Supero el kilómetro treinta y cinco. De aquí en adelante ya es para mí ‘terra incognita’. Y es que nunca he corrido más de treinta y cinco kilómetros. A mi izquierda se alza una hilera de montañas pedregosas y desoladas. Nada más verlas se sabe que son montañas estériles, de las que nada puede sacarse. Pero ¿quién se habrá tomado la molestia de crear algo así? ¿Qué clase de dioses? A mi derecha, los olivares se extienden hasta donde alcanza la vista. Absolutamente todo lo que se ve está cubierto de un polvo blanquecino. Y el viento continúa soplando desde el mar y dañándome la piel. Maldita sea, ¿por qué tiene que soplar un viento tan fuerte?
Al llegar al kilómetro treinta y siete, cualquier cosa me resulta tremendamente desagradable. Ya estoy harto de todo. No quiero correr más. Lo mire como lo mire, mis energías están tocando fondo. Me siento como un coche que sigue corriendo con el depósito vacío. Quiero beber agua, pero temo que, si me detenga a beber, ya no podré continuar. Tengo sed. Pero ya no me queda siquiera la energía para beber agua. Al pensar en ello, comienzo a enfadarme. Me empiezan a molestar las ovejas que pastan felices, esparcidas por el descampado que hay a un lado de la carretera, y me empieza a molestar el fotógrafo, que no cesa de disparar su cámara desde el coche. El ruido del obturador de la cámara es demasiado fuerte. Hay demasiadas ovejas. Apretar el obturador es la labor del fotógrafo y pacer es la de las ovejas. No tengo derecho a quejarme. Aun así, no puedo evitar encolerizarme. Me empiezan a aparecer bultitos blancos por toda la piel. Son ampollas causadas por el sol. Esto se está poniendo muy feo. Maldito calor. Supero el kilómetro cuarenta.
—Faltan sólo dos kilómetros. ¡Ánimo! —me grita con voz nítida el redactor desde el coche. Tengo ganas de responderle: «Claro, qué fácil es decirlo», pero sólo lo pienso, no me sale la voz. El sol directo en la piel resulta insufrible. Aunque sólo son poco más de las nueve de la mañana, hace un calor horroroso. El sudor se me mete en los ojos. Me pican a causa de la sal y, durante un rato, no veo nada. Me apetece frotármelos con la mano, pero, como tanto las manos como la cara las tengo completamente cubiertas de sal, seguro que, si lo hiciera, me escocerían mucho más.
Más allá de los altos herbazales que crecen en verano se vislumbra, diminuta, la meta. Es una lápida conmemorativa del acontecimiento de Maratón situada a la entrada del pueblo. Al principio no consigo discernir si se trata realmente de la meta o no. Me da la impresión de que, para ser la meta, ha aparecido demasiado de repente. Por supuesto, me alegra que ya se vea el final, pero, sin saber por qué, lo de la aparición repentina me ha enojado. Se trata ya del final, así que exprimo al máximo mis fuerzas para intentar acelerar en la llegada; sin embargo, por más que lo intento, las piernas no me responden. No consigo recordar bien cómo funciona mi cuerpo. Tengo la sensación de que me están pasando un cepillo de carpintero oxidado por todos los músculos de mi cuerpo.
Meta. Por fin llego a la meta. No siento de ningún modo la satisfacción de haber logrado nada. Lo único que hay en mi cabeza es la sensación de alivio por no tener que correr más. Me refresco con agua de una gasolinera el cuerpo abrasado y me lavo la blanca sal que llevo adherida a él. Con tanta sal, parezco una salina humana. El hombre de la gasolinera, que ya se ha enterado de qué va todo aquello, corta unas flores de los maceteros, improvisa un pequeño ramo y me lo entrega.
«¡Muy bien, enhorabuena!» Estos pequeños detalles por parte de la gente de un país que no es el mío me calan muy hondo. Maratón es un pueblo pequeño y cordial. Un pueblo tranquilo y pacífico. Se me antoja imposible que, en un lugar como éste, hace unos cuantos miles de años, el ejército griego derrotara al invasor persa a orillas del mar, tras una brutal batalla. En un café del pueblo de Maratón, me tomo una cerveza Amstel todo lo fría que quiero. Por supuesto, está buenísima. Pero la cerveza real no está tan buena como la que yo imaginaba y ansiaba fervientemente mientras corría. No existe en ninguna parte del mundo real nada tan bello como las fantasías que alberga quien ha perdido la cordura.
Tiempo empleado para ir desde Atenas a Maratón: tres horas y cincuenta y un minutos. No puede decirse que sea un buen tiempo, pero al menos he conseguido recorrer la ruta de Maratón completa yo solo. Llevando únicamente como rivales a un tráfico infernal, un calor inimaginable y una sed indescriptible. Tal vez debería sentirme orgulloso. Pero ahora eso me da igual. De momento, ya no hace falta que corra ni una zancada más, y eso es lo que de veras me alegra. ¡Menos mal! Ya no tengo que correr más.
*
Ésta fue mi primera carrera de (casi) cuarenta y dos kilómetros. Y, afortunadamente, también fue la última en que tuve que correr cuarenta y dos kilómetros en condiciones tan extremas. En diciembre de ese mismo año acabé el Maratón de Honolulú con un tiempo pasable. En Hawai también hacía calor, pero, comparado con el de Atenas, era como un juego de niños. De modo que mi verdadero debut en un maratón oficial completo tuvo lugar en Honolulú. Y, desde entonces, lo de correr un maratón completo una vez al año se convirtió en una costumbre.
Pero lo cierto —y esto lo he descubierto al releer esas líneas que escribí entonces— es que ahora, pasados ya veintitantos años, a lo largo de los cuales he venido corriendo prácticamente un maratón por año, se diría que nada ha cambiado. También ahora, cada vez que voy a participar en un maratón, paso más o menos por el mismo proceso mental que he descrito aquí: hasta el kilómetro treinta pienso «puede que esta vez haga un buen tiempo», pero, al superar el kilómetro treinta y cinco, se me va agotando el combustible y empiezo a enfadarme con todo lo que me circunda. Y, al final, me siento exactamente como un coche que sigue corriendo con el depósito vacío.
Sin embargo, poco después de dejar de correr, todo lo que he sufrido y todo lo miserable que me he sentido se me olvidan, como si jamás hubieran sucedido, y ya vuelvo a estar decidido a hacerlo mejor la próxima vez. Por más experiencia que adquiera, por más años de edad que acumule, al final siempre se repite lo mismo. Eso es. Hay algunos procesos que, hagas lo que hagas, no toleran los cambios. Eso creo yo. Y, si no tenemos más remedio que coexistir con ese tipo de procesos, lo único que podemos hacer es transformarnos (o deformarnos) nosotros mismos mediante perseverantes repeticiones e ir incorporando esos procesos hasta que formen parte de nuestra personalidad. ¡Qué alivio! ¡Ya no tengo que correr más!
Copy © Iván Giménez / Tusquets Editores.
Texto cedido por Tusquets Editores
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* Haruki Murakami es escritor y traductor japonés. Sus obras de ficción y no ficción se han ganado la aclamación de la crítica, al punto que se le considera una de las más importantes figuras de la literatura postmoderna. Este artículo es un adelanto de su libro «De qué hablo cuando hablo de Correr». En 1982, tras dejar el local de jazz que regentaba y decidir que, en adelante, se dedicaría exclusivamente a escribir, Haruki Murakami comenzó también a correr. Al año siguiente correría en solitario el trayecto que separa Atenas de Maratón, su bautizo en esta carrera clásica. Ahora, ya con numerosos libros publicados con gran éxito en todo el mundo, y después de participar en muchas carreras de larga distancia en diferentes ciudades y parajes, Murakami reflexiona sobre la influencia que este deporte ha ejercido en su vida y en su obra. Mientras habla de sus duros entrenamientos diarios y su afán de superación, de su pasión por la música o de los lugares a los que viaja, va dibujándose la idea de que, para Murakami, escribir y correr se han convertido en una actitud vital. Reflexivo y divertido, filosófico y lleno de anécdotas, este volumen nos adentra plenamente en el universo de un autor que ha deslumbrado a la crítica más exigente y hechizado a miles de lectores.