Invitado Cronopio

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EL AHORCADO DEL RÍO LUYANÓ

Por Alexis Díaz-Pimienta*

Para Lola Morales, Andrés Durán y Paquita Armas, que saben de estas cosas.

«Son los pies del ahorcado,
grandes y sucios, súbitamente tristes,
lo primero que ve quien lo descubre…
Son los pies del ahorcado
pisoteando la curiosidad de todos, burlándose (…)
danzando y aplastándonos.
Son los pies del ahorcado,
ya para siempre, colgando en la memoria».

Todos estábamos mirando hacia el cuerpo que pendía del árbol, y preguntándonos cómo aquel hombre había podido llegar a la otra orilla del río, subirse al pino, ahorcarse.

La lluvia había comenzado hacía varias horas y ya era imposible moverse sin hundir los pies en el agua hasta más allá de las rodillas. El río crecido parecía querer romper el puente, recuperar todo el espacio que el hombre le había arrebatado con sus proyectos de urbanismo. El agua sucia y arremolinada atravesaba la Calzada de Luyanó y bajaba aceleradamente hacia la rotonda de la Virgen del Camino, arrastrando papeles, latas, palos, piedras, disímiles objetos que giraban sobre sí mismos en infinitos embudos de agua, chocaban contra los contenes y golpeaban tobillos, se estrellaban contra las columnatas de cemento y contra el muro que protege la magnífica obra de Rita Longa, agua grasienta y sucia que lo salpica todo, los escalones, las columnas, la metálica falda de la Virgen, sirviendo de macabro escenario para el divertimento de la muchachada, enfriando motores y dejando varados, desordenadamente, Ikarus, Girones, Ladas, Moskvichs, Chevrolets, Polskis, Plymouths, obligando a los choferes a mojarse, zapatos encharcados, camisas remangadas hasta el codo, pantalones hasta las rodillas, para empujar los autos hacia la acera más próxima y dejarlos allí, contra el contén, a salvo de la turbia corriente.

Sólo los ciclistas y los motociclistas se aventuraban a pasar por aquel torbellino de agua sucia, desistiendo algunos y subiéndose a la acera con bicicleta y moto, otros continuando airosos ante la expectación de los transeúntes que escampábamos bajo los portales, la mayoría quedándose a medias en el primer impulso: un fuerte ronroneo de la moto, tres o cuatro pedalazos agónicos, y caen de lado ciclista y bicicleta, motociclista y moto, arrancando comentarios y risas.

Al principio, todos estábamos agolpados entre el portal de la panadería, la tienda El Cañonazo, la Agencia de Viajes y la cafetería Alcor. Agua, fango, carteras, nailons, blusas pegadas a los pezones, pechos velludos transparentados bajo las camisas, espaldas femeninas en las que resaltan los tirantes de los ajustadores, cabelleras como empastadas, achicando rostros, delatando calvicies y orejas y perfiles, desmintiendo con alguna subrepticia deformidad la imagen casi perfecta del conjunto.

Al principio, el viento azotaba en todas direcciones y nos hacía recular contra la pared, unos encima de otros, huyéndole al agua, en una incomodidad y hacinamiento sólo justificables allí, en un sucio portal de la Virgen del Camino, en uno de sus días de lluvia y de inundaciones. Esto, al principio. Pero ahora apenas quedábamos dos o tres señoras con las carteras bajo el brazo o sobre el pecho, con periódicos extendidos sobre las cabezas, sin tener en cuenta la presencia del techo ni la levedad del chubasco que estaba cayendo.

Se nos sumó, de pronto, una joven con dos niños pequeños, tapándolos con una capa improvisada, abrigándolos con sus propios brazos. Todos los demás (adolescentes descalzos y descamisados para el disfrute directo de la lluvia; estudiantes de secundaria, uniformados, aprovechando su perfecta coartada para esta ausencia a clases; hombres maduros y bisoños, mujeres adultas y adolescentes, y tres o cuatro ancianos canosos, esmirriados, mojados como pollos), todos los demás, insisto —incluso la muchacha embarazada que se había apeado de la ruta 7 y a la que hubo que ayudar entre dos a cruzar el torbellino de agua, recogida su bata materna hasta vérsele las várices muslares— todos los demás estaban ahora bajo la llovizna, hacinados sobre el puente, de espaldas a la Virgen y de frente al río, contemplando cómo se bamboleaba el cuerpo del ahorcado, mirando con cierto horror y gran curiosidad el baile del cadáver, distinguiendo, desde lejos, su camisa a cuadros, rota y empapada, el viejo pantalón verde y flecoso, los pies descalzos, la enorme lengua que colgaba más allá de la barbilla, balanceándose ella también y goteando algunos decían que agua y otros que saliva.

Todos nos preguntábamos cómo habría podido aquel hombre llegar hasta allí, cruzar el río, treparse al pino, ahorcarse. Hacía más de cuatro horas que no escampaba, el río estaba más crecido que nunca, el viento apenas dejaba abrir los ojos. Ahora, cada uno aseguraba (porque ahora todos decíamos haber venido a pie, en guagua, en carro, en moto, en bicicleta, pero precisamente por ese lado de la carretera) que al pasar por allí, minutos antes, el ahorcado del río Luyanó no estaba.

El cuerpo pendía del pino y el viento los movía grotescamente, al cadáver y al árbol. Los adolescentes comenzaban a burlarse por encima de los comentarios. Los viejos se persignaban, se descubrían la cabeza a pesar de la lluvia, o volteaban el rostro con escalofríos. Bajo el portal, nos informábamos con los que comenzaban a regresar del puente, empapados. Ná, un ahorcado, decía uno, y la madre tenía que sujetar fuertemente a los niños que se desesperaban por mirarlo, sí, mamá, tú me tapas, mamá, anda, mami, un ratico.

La madre los sujetaba y los obligaba a quedarse quietos, para poder escuchar el resto de los comentarios: que si una vez allá en Cuatro Caminos un muchacho de once años se fue por la cloaca; que si aquí mismo, en la Virgen del Camino, hace dos años un ciclón derrumbó la pared de una casa y a la familia el gobierno le dio otra; que si aquel niño de Cuatro Caminos se fue con la corriente y el padre se tiró tras él y ambos se ahogaron; que si un año después otro vecino de aquí mismo derribó a mandarriazos el techo de su casa, culpó al ciclón para conseguir otra, pero lo descubrieron y salió perdiendo…

Todas eran historias tétricas de otras inundaciones, unas reales y otras producto de la macabra imaginería habanera. Los niños alargaban el cuello para mirar hacia el puente, mientras los adultos continuaban su cháchara dantesca como si tal cosa: que si en Regla también, hace unos años, se ahorcó un hombre en el puente que da entrada al pueblo, y por eso lo llaman El Puente del Ahorcado; que si ellos nunca pensaron que un ser humano tuviera tanta lengua.

Ahora todos hablábamos sobre la lengua. Era una lengua larga y negra, que goteaba saliva, o sangre, o lluvia, algo turbio que no se distinguía desde lejos, una lengua que se balanceaba como el cuerpo, pero en sentido contrario, como si fueran dos péndulos opuestos, uno encima del otro.

—Tiene la cabeza tumbada hacia delante.
—Es un hombre joven… era, quise decir.
—Yo nunca había visto una lengua tan larga.
—Un pobre loco.
—Pero, ¿cómo llegó hasta ahí?
—…ni tan negra…
—¿Nadando?
—No está negra, está sucia.
—Se hubiera ahogado, ¿no?
—A mí me parece que se está burlando, que nos saca la lengua descaradamente.
—Mamá, ¿está muerto?
—Ay, qué asco.
—Cuando yo llegué no estaba, porque yo sí miré para el río.
—Cállate, niño.
—Oye, está feo.
—¡Pobrecito!
—Uff.
—Tan joven.
—¡Y cómo está el río!
—Mamá, ¿está muerto?
—El año pasado se ahogó uno.
—¡Santo Dios!
—Mamá…
—¡Que te calles, coño!

El niño comenzó a llorar y la madre escondió la mano con que lo había golpeado, avergonzada, y cambió la vista hacia donde no hubiera testigos del absurdo golpe, de lo tensa y exasperada que estaba por la lluvia, la hora, la inundación, el muerto.

Había arreciado la lluvia otra vez, pero la multitud sobre el puente era doble. Incluso los portadores de los últimos chismes ya habían regresado al puente, bajo el agua, a continuar la contemplación del espectáculo. Las mujeres tenían los zapatos en las manos, las carteras en la cabeza, la ropa encharcada, pegada a los cuerpos y delineando formas; los hombres, todos, los pantalones remangados. Algunos muchachos correteaban de aquí para allá tirándose agua entre sí y salpicando a otros, haciendo chistes negros sobre el ahorcado del río.

Los estudiantes de secundaria seguían con su risita pueril y miedosa, dándose ánimos unos a otros para poder seguir mirando el espectáculo. Todos contemplábamos cómo el cadáver parecía bailar movido por el viento, la gran cabeza sobre el pecho, la enorme lengua goteando sabrá Dios qué cosa. Todos seguíamos hablando de la maldita lengua. No podíamos evitar mirarla, no podíamos evitar mentarla, y la lengua parecía estirarse, crecer con el tiempo y el empuje de los comentarios. ¿Sería ilusión óptica, resonancia visual de un temor inconfeso? Todos veíamos cómo la lengua del ahorcado del río Luyanó crecía y se balanceaba sobre el pecho del muerto, nefasto péndulo, badajo salivoso, oscuro, enorme. Sentíamos repulsión, pero a la vez no queríamos irnos (o tal vez no podíamos, varados allí, bajo la lluvia, con la vista clavada en el ahorcado).

Cada uno de nosotros sentía —hasta los niños cuando detenían sus irreverentes correrías; hasta los estudiantes cuando el miedo los dejaba mirarlo fijamente— una rara sensación; era como si el cadáver, de veras, nos estuviera sacando la lengua, como si nos lamiera el rostro, babeándonos, haciéndonos gotear un agua espesa, dura, sólida, un agua muerta.

—¡Pero mamá, si está lloviendo! —se quejaba uno de los niños, mientras la madre lo arrastraba calle abajo, huyendo y tropezando, empujada por un horror inexplicable.

Por todas las aceras de la Virgen del Camino ya se había extendido el rumor y ahora llegaba gente de otros portales, de las más lejanas paradas de ómnibus. Cruzó la voz al otro lado de la rotonda y venían nuevos curiosos atravesando ríos de lluvia turbulenta, chapoteando y tropezando en su carrera desesperada, para ver al muerto. De la parada de la ruta 5, de la parada de la 130, de la parada de la 12, del viejo matadero y sus casas aledañas, del estanquillo de la prensa bajo cuyo alero se amontonaba siempre un número increíble de personas; de la misma glorieta en la que está la Virgen del Camino, quieta en su bronce, recibiendo todavía óbolos anacrónicos, flores, quilos, medios y pesetas que luego recogerá, en la noche, algún anciano sin hogar ni familia, o los locos del barrio. También se acercaron las pocas personas que quedaban dentro de las guaguas, convencidas, al fin, de lo infructuoso de intentar ver al muerto desde las ventanillas.

Hasta nosotras dejamos el portal, nos olvidamos de los huesos frágiles, de la gripe, de todo. Caos total. Aquelarre lluvioso. Nos empujábamos para ver al ahorcado. Éramos ahora una multitud sonambulesca y torpe, que empujaba, gritaba, salpicaba, y se alzaba en puntillas o se escabullía para acercarse más y comprobar lo que decían sobre aquella lengua. Pero luego todos volvíamos el rostro, asqueados, con una fuerte sensación de lamido terrible, con un enorme peso de agua sucia en la cara, sobre los ojos, la nariz, la boca, un lento lametazo, la ubicua y larga lengua empapándonos.

Al cabo de media hora de embebecimiento e inmersión forzosa, comenzó a escampar. Ahora sólo el viento batía fuerte y alborotaba nuestras cabelleras, aventaba camisas, levantaba capas, sayas, vestidos y no dejaba de zarandear al muerto. Ahora todos estábamos quietos, sobre el puente o en sus alrededores, hasta los muchachos mataperros del barrio, que ya no chapoteaban ni reían: sólo miraban al ahorcado; hasta los estudiantes con su miedo ordenado e inocente. A nuestros pies el agua iba perdiendo altura, se escurría, ruidosa, por las alcantarillas a una velocidad increíble.

Primero, fueron llegando policías, apurados, pidiendo permiso a viva voz, inútilmente, porque nadie se movía; después, llegaron los bomberos y trataron también de abrirse paso entre los autos detenidos en medio de las calles, atravesados, sin choferes dentro (los choferes también estaban en el puente, sobre el río, dejándose lamer por el ahorcado). Los bomberos descendieron de sus camiones con habilidad peliculera, y junto a los policías avanzaron poco a poco entre los espectadores, fríos e inmóviles.

El agua seguía descendiendo, bajaba de las aceras, de los portales, hacía ruido de gárgara en los tupidos tragantes, pero ya sin fuerza, sin estorbar al avance de las fuerzas del orden, salpicando, sí, pero con docilidad; enfangando, sí, pero sin tanta furia. Sólo el viento chocaba contra el pecho de los jóvenes uniformados y levantaba sus capas hacia atrás y amenazaba con volarles las gorras y los cascos. Fue muy difícil, pero llegaron hasta el puente. Vieron la multitud, zarandearon a algunos, preguntaron a otros. Pero nadie dijo nada, nadie se movió, todos mirábamos fijamente al ahorcado.

Los policías se detuvieron y comenzaron a hablar todos a la vez, a dar órdenes, a proponer estrategias para solucionar el caso. Era imposible llegar hasta el cadáver. Parecía, en fin, inaccesible. Y sólo entonces, al oír esta frase, policías y bomberos se miraron entre sí, giraron hacia él, depositaron toda la fuerza de su vista en el ahorcado, y sintieron que algo frío les lamía el rostro. Se sacudieron. Decidieron, entonces, traer un bote de salvamento, lanzarse al río y alcanzar de una vez el jodido cadáver.

Tuvimos media hora de espera, en la que la lluvia no desapareció, amainaba y crecía con una intermitencia que parecía calculada, pero nadie se movió, ni siquiera los que quedaban bajo el portal, viéndolo todo desde lejos.

Entre cuatro policías amarraron el bote a la balaustrada de cemento y dos bomberos se sentaron dentro. El viento hizo zozobrar la embarcación y en ese mismo instante arreció la lluvia. Visto desde lejos, el cuadro ahora era mucho más dantesco, más indescriptible: los bomberos reman, los policías gritan órdenes; los bomberos repiten, como un eco miedoso, los gritos policiales; la multitud continúa estática, como un conjunto escultórico de bronce y lluvia. Todos tenemos ahora una expresión atroz: los rostros alargados y curvos, los dedos sinuosos y los cuerpos cóncavos, los ojos huecos y las bocas oblicuas, como si fuéramos de un momento a otro a proferir el grito de Munich, a coro y sin palabras, largo y sordo. Qué podíamos hacer, entonces, sino disfrutar ese último lamido, mirar crecer la lengua del ahorcado y sentir como nuestro ese ungüento de muerte, silencio y miedo.

Segundo a segundo, el cuadro se torna  cada vez más horrible. La lluvia arrecia y el viento enloquece capas, gorras, pelos, sayas, camisas que se vuelan y se arremolinan goteando un agua espesa, dura. El viento empuja más y el bote salta, gira, se mueve a la deriva entre la transparencia y la humedad, entre el aguántense y el remen y el avancen. Éste es el clímax, el supremo temor, la mayor impotencia.

La lluvia cae.
El muerto danza.
La lengua gotea.
La multitud, estática, contempla el espectáculo.
Los bomberos reman.
La lluvia arrecia más.
El viento empuja.
El cuerpo pende, baila, lame.
El gajo cruje.
El gajo, al fin, se parte.
El cuerpo del ahorcado cae al agua.
El bote zozobra.
El cuerpo del ahorcado se hunde.
Los bomberos reman.
Los policías gritan.
Los remos saltan.
Los remos caen al agua.
El cuerpo del ahorcado sube a flote.
Los policías gritan.
Los bomberos se asustan.
El cuerpo del ahorcado vuelve a hundirse.
La multitud comienza a despertarse.
Las órdenes se apagan.
Los gritos se ahogan.
El bronce se deshace en gotas de agua.
Silencio.
Mucho silencio.
La lluvia, al fin, nos va secando el rostro.
__________________
* Alexis Diaz-Pimienta (La Habana, 1966). Escritor y repentista. Director de la Cátedra Experimetal de Poesía Improvisada y Subdirector de Desarrollo del Centro Iberoamericano de la Décima y el Verso Improvisado (CIDVI), ambos con sede en La Habana, Cuba. Miembro de la Unión Nacional de Escritores y Artistas de Cuba (UNEAC). Poemas y cuentos suyos han sido traducidos al italiano, francés, inglés, japonés, árabe, farsi (lengua autóctona iraní) y alemán. Ha publicado hasta la fecha 20 libros, en diferentes géneros, por los que ha obtenido numerosos premios nacionales e internacionales (en Cuba y España) Este texto está tomado del libro «Yo también pude ser Jacques Daguerre», por el que obtuvo el Premio Internacional de Poesía «Emilio Prados» 2000, en Málaga, España.

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