EL RAPTO DEL CISNE
Por Elizabeth Kostova*
Recibí la llamada acerca de Robert Oliver en abril de 1999, menos de una semana después de que éste hubiera blandido un cuchillo en la sala que contenía la colección del siglo XIX de la Galería Nacional de Arte. Era martes, una de esas mañanas con un tiempo espantoso que se dan a veces en la zona de Washington en mitad de una primavera florida e incluso calurosa; una mañana de granizo destructivo y cielos encapotados, de truenos que retumbaban en el aire repentinamente gélido.
También se cumplía, por casualidad, una semana exacta después de la matanza del instituto de Columbine, en Littleton (Colorado). Yo seguía obsesionado con este suceso, como me imagino que habría hecho cualquier psiquiatra del país. Mi consulta se me antojaba repleta de adolescentes que escondían escopetas recortadas y un diabólico resentimiento. ¿Cómo habíamos podido fallarles a ellos y, sobre todo, a sus víctimas inocentes?
Aquella mañana tenía la sensación de que el riguroso clima y la melancolía del país se mezclaban. Cuando sonó mi teléfono, la voz que oí al otro extremo de la línea era la de un amigo y colega, el doctor John García. John es una persona magnífica (y un magnífico psiquiatra) con el que fui a la escuela tiempo atrás y que de vez en cuando me lleva a comer a un restaurante de su elección, donde casi nunca me deja pagar.
Tramita admisiones en urgencias y atiende a los pacientes ingresados en uno de los hospitales más grandes de Washington y, al igual que yo, también tiene una consulta privada. John me estaba contando que quería pasarme a un paciente, ponerlo a mi cuidado, y percibí la impaciencia en su voz:
—Este tipo podría ser un caso difícil. No sé qué te parecerá, pero preferiría que estuviera a tu cuidado en Goldengrove. Por lo visto es un artista de éxito. La semana pasada lo detuvieron y luego nos lo trajeron. No habla mucho y por aquí no le caemos muy bien. Se llama Robert Oliver.
—He oído hablar de él, pero la verdad es que no conozco su obra —confesé—.
—Pinta paisajes y retratos; creo que salió en la portada de la revista ARTnews hará un par de años.
—¿Qué hizo para que lo detuvieran? —Me volví hacia la ventana y me quedé contemplando el granizo que, como gravilla blanca de la más cara, caía sobre el césped del jardín cerrado de la parte de atrás y sobre una magnolia maltrecha. La hierba ya estaba muy verde y durante un segundo lo cubrió todo un sol tenue, al que siguió una fuerte granizada.
—Intentó atacar un cuadro de la Galería Nacional. Con un cuchillo.
—¿Un cuadro? ¿No a una persona?
—Bueno, por lo visto en ese momento no había nadie más en la sala, pero apareció un vigilante y lo vio abalanzarse sobre un cuadro.
—¿Opuso resistencia? —Observé el granizo sembrado sobre la incipiente hierba.
—Sí. Al final tiró el cuchillo al suelo, pero entonces agarró al vigilante y lo zarandeó con enorme violencia. Es un hombre corpulento. De pronto se detuvo y, por alguna razón, dejó que lo sacaran de allí, sin más. El museo está intentando decidir si presenta o no cargos por agresión. Creo que lo dejarán correr, pero el tipo se la jugó.
Volví a contemplar el jardín de atrás.
—Los cuadros de la Galería Nacional son de propiedad federal, ¿verdad?
—Sí.
—¿Qué clase de cuchillo era?
—Una simple navaja. Nada del otro mundo, pero podría haber hecho mucho daño. Estaba muy excitado, creía cumplir una misión heroica, y luego en comisaría se derrumbó, dijo que llevaba días sin dormir, incluso lloró un poco. Lo trajeron a urgencias psiquiátricas y lo ingresé. Podía oír a John esperando mi respuesta.
—¿Cuántos años tiene el tipo éste?
—Es joven, bueno, tiene 43 años, pero ahora mismo me parece que eso es ser joven, ¿sabes? Lo sabía, y me reí. A ambos nos había impresionado cumplir los cincuenta tan sólo dos años antes, y lo disimulamos celebrándolo con varios amigos que estaban en nuestra misma situación.
—También llevaba encima un par de cosas más: un bloc de dibujo y un fajo de cartas antiguas. No ha querido dejar que nadie las toque.
—¿Y qué quieres que haga por él? —Me sorprendí a mí mismo apoyado en la mesa de despacho para descansar; la larga mañana tocaba a su fin, y yo tenía hambre.
—Que te lo quedes, nada más —dijo John.
Pero en nuestra profesión la cautela es un hábito muy arraigado.
—¿Por qué? ¿Intentas darme quebraderos de cabeza?
—¡Venga, vamos! —Podía oír a John sonriendo—. Nunca te he visto rechazar a un paciente, doctor Dedicación, y éste seguro que merecerá la pena.
—¿Me lo pasas porque pinto? John titubeó sólo un momento.
—Francamente, sí. No pretendo entender a los artistas, pero creo que con este tipo conectarás. Ya te he dicho que no habla mucho, y cuando digo que no habla mucho me refiero a que quizá le habré sacado tres frases. Creo que, a pesar de los medicamentos que hemos empezado a administrarle, está entrando en depresión. Además, manifiesta ira y tiene períodos de agitación. Me preocupa.
Contemplé el árbol, el césped verde esmeralda, el granizo esparcido por encima que empezaba a derretirse, otra vez el árbol. Quedaba algo a la izquierda de la ventana, y la oscuridad del día prestaba a sus brotes malva y blanco una luminosidad que no tenían cuando brillaba el sol.
—¿Qué le estáis dando?
John enumeró la lista: un estabilizador anímico, un ansiolítico y un antidepresivo, todos ellos en dosis considerables. Cogí un boli y un bloc de mi mesa.
—¿Diagnóstico?
John me lo dijo, y no me sorprendió.
—Afortunadamente para nosotros, en urgencias, cuando aún hablaba, firmó una autorización para la divulgación de información. Además, acabamos de conseguir copias de su historia clínica que tenía un psiquiatra de Carolina del Norte al que visitó hace un par de años. Al parecer, fue la última vez que lo vio un médico.
—¿Tiene una ansiedad considerable?
—Bueno, se ha negado a hablar sobre eso, pero creo que la exterioriza. Y, según el historial, ésta no es la primera vez que tiene que medicarse. De hecho, aquí llegó con klonopin en un frasco que llevaba dos años metido en su chaqueta. Es muy probable que no le hiciera mucho efecto sin combinarlo con un estabilizador anímico. Al final conseguimos localizar en Carolina del Norte a su esposa, ex esposa en realidad, y ésta nos habló un poco más de sus anteriores tratamientos.
—¿Intentos de suicidio?
—Es posible. Como no habla, es difícil hacer una evaluación adecuada.
Aquí no ha intentado nada. Está más bien furioso. Es como tener a un oso enjaulado… un oso mudo. Pero con esta clase de cuadro, no quiero soltarlo. Es preciso que pase una temporada en algún sitio, que alguien averigüe lo que realmente le ocurre, y habrá que ajustarle la medicación. Ingresó voluntariamente, y apuesto a que ahora mismo se iría con mucho gusto. No está cómodo aquí.
—Entonces ¿crees que puedo conseguir que hable?
Era nuestra broma de siempre y John reaccionó como de costumbre:
—Marlow, tú podrías hacer hablar a una piedra.
—Gracias por el cumplido. Y gracias especialmente por estropearme mi descanso de mediodía. Por cierto, ¿tiene seguro?
—Algo tiene. El asistente social está en ello.
—De acuerdo, haz que lo lleven a Goldengrove. Mañana a las dos, con la historia clínica. Yo me ocuparé de su ingreso.
Colgamos, y me quedé preguntándome si podría sacar cinco minutos para dibujar mientras comía, cosa que me gusta hacer cuando tengo la agenda apretada; todavía tenía visitas a la una y media, a las dos, a las tres, a las cuatro y luego una reunión a las cinco. Y al día siguiente me esperaba una jornada de diez horas en Goldengrove, el centro residencial privado donde llevaba trabajando desde hacía doce años.
Ahora necesitaba mi sopa, mi ensalada y el lápiz entre mis dedos durante unos cuantos minutos. Pensé también en algo sobre lo que no reflexionaba desde hacía mucho tiempo, aunque antes solía recordarlo a menudo: a los 21 años, recién diplomado** en la Universidad de Columbia (donde había estudiado Historia, Inglés y Ciencias) y con la mirada puesta ya en la Facultad de Medicina de la Universidad de Virginia, mis padres me prestaron dinero para mi viaje de un mes por Italia y Grecia con mi compañero de habitación. Era la primera vez que salía de los Estados Unidos. Me entusiasmaron las obras de arte de las iglesias y los monasterios italianos, la arquitectura de Florencia y Siena. En la isla griega de Paros, de donde procede el mármol más perfecto y translúcido del mundo, me encontré solo en un museo de arqueología local.
El museo tenía una sola estatua de valor, que presidía una sala. Era una efigie femenina: la diosa Niké de la victoria, de tamaño natural, desmembrada, sin cabeza ni brazos, con muñones en la espalda donde en su día le habían brotado alas y manchas rojas en el mármol tras su larga sepultura bajo la tierra de la isla. Aún podía apreciarse la perfección de la escultura, su túnica como un remolino de agua sobre el cuerpo. Le habían vuelto a pegar uno de sus piececillos. Yo estaba solo en la sala, dibujándola, cuando el vigilante entró un segundo y gritó: «¡Vamos a cerrar!» Cuando se hubo marchado, recogí mi material de dibujo y entonces (sin pararme a pensar en las consecuencias) me acerqué a la diosa Niké por última vez y me incliné para besarle el pie. El vigilante apareció al instante, rugiendo, y me agarró por el cuello. Jamás me han echado de un bar, pero aquel día me expulsaron de un museo que tenía un solo vigilante.
Descolgué el teléfono y volví a llamar a John, al que pillé todavía en su consulta.
—¿Qué cuadro era?
—¿Cómo?
—El cuadro que atacó tu paciente, el señor Oliver.
John se rió.
—La verdad es que no se me habría ocurrido preguntar eso, pero estaba incluido en el informe policial. Se titula Leda. Es un mito griego, creo. En el informe ponía que es un cuadro de una mujer desnuda.
—Una de las conquistas de Zeus —dije yo—. Se le apareció transformado en cisne. ¿Quién lo pintó?
—¡Anda ya! Haces que esto parezca una clase de historia del arte, que no suspendí por los pelos, dicho sea de paso. No sé quién lo pintó y dudo que el agente que lo detuvo lo sepa.
—Vale. Vuelve al trabajo. Que tengas un buen día, John —dije, intentando aliviar la contractura de mi cuello sin dejar de sujetar el auricular al mismo tiempo.
—Tú también, amigo mío.
_________________
*Este es un adelanto del primer capitulo de la novela “El rapto del cisne”. Cortesía de Umbriel Editores. Elizabeth Kostova nació en New London, Connecticut, en 1964. Se graduó en la Universidad de Yale y realizó un máster en bellas artes en la Universidad de Michigan, donde obtuvo el premio Hopwood de novela. La Historiadora, su primera novela, se tradujo a decenas de idiomas y se convirtió en un best-seller mundial, además de obtener los premios Book Sense de ficción adulta y Quill de debut. En 2007 creó la Elizabeth Kostova Foundation de fomento de la literatura búlgara.
** En los Estados Unidos, antes de ingresar en la facultad de Medicina, los alumnos deben completar una diplomatura de cuatro años y pasar el Medical College Admission Test. (N. de la T.)