Sociedad Cronopio

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¿QUIÉN DIJO CRISIS?

Por Jorge Manrique Grisales*

Mientras los expertos se esculcan las neuronas tratando de interpretar las inquietantes cifras del desempeño de la economía,  en Cali un mago callejero alista su improvisado escenario en las antiguas bodegas de la Industria de Licores del Valle, un sitio como para rodar una película de pandilleros al estilo Martin Scorsese.
Son las 7:30 de la mañana y la fila de ciudadanos para reclamar la cédula ya es larga. La economía del mago, y la de cerca de 20 personas más que laboran allí vendiendo tintos, estuches plásticos para las cédulas, minutos a celular o puestos privilegiados en la interminable cola, no depende de si el dólar subió o bajó, o de si Obama finalmente ayudó a las multinacionales gringas para que sigan inundando de carros el planeta.

Lo de allí es concreto. Es el peso que se consigue todos los días madrugando y ofreciendo algo al que tiene que hacer la odiosa cola para figurar como ciudadano colombiano. El presupuesto para la diligencia se incrementa de manera asombrosa.

El transporte cuesta $1.500 en el sofisticado MIO o en el «cebollero» de siempre, ese que sigue llevando la gente hasta donde necesita llegar. Si va en carro particular el parqueadero, situado a unos 100 metros del lugar, puede costar entre $2.000 y $4.000 dependiendo de lo que demore la diligencia.

Una vez instalado en el último vagón de la cola, es fácil advertir que es muy temprano y que el desayuno puede estar lejos. Aparece la señora de los tintos en un carrito repleto de termos y bolsas plásticas. Ofrece café oscuro o con leche, acompañado de pandebono o buñuelo. Después de pensarlo un poco, viene bien un café con un pandebono.

—¿Cuánto le debo madre?
—$900 no más

…Y pensar que hay partes donde por un pandebono te piden hasta $1.800 y sabe a lo mismo. En fin. Vuelve a pasar el señor del estuche para la cédula: «Mire que se le puede dañar la cédula nueva porque las hacen de un material que no dura mucho y no se puede plastificar como las de antes». El argumento no convence, pero cuando viene el invidente ofreciendo el mismo producto y sin argumentos de utilidad, las monedas saltan del bolsillo a la cartera de cuero que abre el cieguito.

Hagamos cuentas: $1.500 del bus, por dos recorridos, allí van $3.000, mas $900 del «desayuno» y $500 para el cieguito. Hasta aquí van $4.400.

Aparece el mago en escena. Prueba un micrófono inalámbrico mientras su perro blanco y lanudo, llamado «Chayanne», espera expectante a que su amo termine de cuadrar el escenario». Aló, aló…Probando, probando… Buenos  días». Se va por un momento la señal, pero un rápido ajuste a las pilas del transmisor en la cintura hace que vuelva la voz cargada de optimismo. «Ustedes se preguntarán por qué le puse Chayanne al perrito, pues porque es un artista».

El perro salta tres obstáculos de distinto tamaño. Luego, su amo lo viste con chaleco y pantalones de terciopelo azul oscuro. Baila reggaetón y la mañana entera gira en torno a la bola de pelos que hace reir a los asistentes. Su amo lo carga, lo acaricia y va alistando el sombrero de fieltro para recoger el fruto de su espectáculo. «Recibo monedas y billetes. A quienes den $1.000 les encimo este librito en el que aparece la foto de Chayanne. Se trata de una guía para cuidar a los perritos». Van $500, pues no tengo perro.

Después de una hora, un funcionario de la Registraduría pregunta a los de la fila si ya todos tienen el código. ¿El «código»?, nos interrogamos unos a otros tratando de descubrir el número mágico en el papel verde que nos dieron hace un año cuando hicimos otra inmensa cola para renovar la cédula.

Es entonces cuando aparece el señor de los minutos de celular con su chaleco fosforescente y la sonrisa de quien sabe que uno se encuentra en problemas. «Tienen que hacer esa otra cola y allá les dan su código», nos dice. ¿Y esta cola?, preguntamos varios con cara de angustia. Inmediatamente el hombre nos da la solución: «Para que no pierdan esta cola ustedes me pagan $500, cada uno, y yo por celular les consigo el código». Bendita tecnología, pienso mientras busco los $500 en mi bolsillo. El hombre llama. «Vé, necesito unos códigos. Rápido» —le dice a su interlocutor, seguramente una persona conectada a la página de Internet de la Registraduría—. Después de dar el número de la cédula, escribe por detrás del papel verde un número de cinco cifras. Con cara de agradecimiento pago el servicio. No perdí la cola y tengo el escurridizo código. El funcionario de la Registraduría pasa recogiendo los papeles con el código.

Llevo hora y media haciendo cola, pero si hubiera querido, por $5.000, me hubieran vendido un puesto entre los primeros de la fila. Eso me lo ofrecieron desde el mismo momento cuando llegué. Me llevé un libro para matar el tiempo, pero entre el desayuno, el show de «Chayanne», y las múltiples conversaciones con los vecinos de la fila se fueron pasando los minutos.

Volvamos a las cuentas. Ya había gastado $4.400 mas $500 del código, son $4.900. Bueno pero ya pasó más del tiempo previsto para la diligencia. Hay que llamar a la oficina a decir que me demoro otro poco. Recuerdo que los minutos del celular expiraron hace varios días. Nuevamente le hago señas al hombre de los minutos. «¿Qué operador?» Marca rápidamente. «Un momento…», me pasa el teléfono. Hablo y pregunto cómo va todo. Me hacen una larga lista de cosas pendientes para ese día. Pregunto por otros asuntos, hago que me pasen a un asistente. En fin cuando termino y entrego el teléfono, el hombre consulta. «Son ocho minutos; a $300, son $2.400». Hasta aquí la vuelta para reclamar la cédula va en $7.300.

Por fin me hacen pasar al interior de una de las derruidas oficinas. Otra cola, aunque más corta. Pasan los minutos. Por fin el funcionario del escritorio, me pregunta el nombre. Busca en una baraja de cédulas la mía y me la entrega. «Verifique bien los datos». Todo ha terminado.

Al salir vuelvo a hacer cuentas. Me gasté $7.300 ¿Cuántos como yo gastaron tinto, estuche plástico, espectáculo, código y minutos a celular? Ese día había unas cuatrocientas personas haciendo fila en el lapso de dos horas. En síntesis, la economía también se mueve al ritmo de la necesidad y la creatividad para levantar el pan diario. ¿Quién dijo crisis?
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* Jorge Manrique Grisales. Comunicador Social Periodista de la Universidad de la Sabana. Magister en Tecnologías de la Información aplicadas a la Educación de la Universidad Pedagógica Nacional. Especialista en Informática para la docencia de la Universidad Central. Reportero y editor de El Espectador entre 1984 y 1995. Autor del libro «Caja Negra, la inseguridad aérea en Colombia» (Planeta, 1996). Docente de la Universidades Central y Javeriana de Cali, donde he sido director de los programas de Comunicación. Su blog es https://cronicayopinion.blogspot.com. jorgeperiodista@gmail.com

2 COMENTARIOS

  1. Así como me enseñó en el INPAHU.Lo que ocurre, cuando ocurre,como ocurre, donde ocurre, por qué ocurre, para todos aquellos que desean transformar al mundo. Así se escribe mi querido profesor. One love. Un abrazo!

  2. e artículo un buen análisis de la realidad Colombiana de la cruda realidad económica, la creatividad de los Colombianos, y de la lentitud de los procesos administrativos de la ciudad debida a la excesiva burocracia, escrito de forma sencilla y divertida.

    Definitivamente Jorge Manrique una persona de admirar como profesor, periodista y como persona misma
    ¡bravo!

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