UNA DIRECCIÓN EN PARIS
Por: Memo Ánjel*.
Nota: Los sefardíes, a quienes nos confunden con piezas de museo del siglo XII-XIV-XV y XVI, seguimos vivos. Y como la vida corre, seguimos escribiendo y dando fe de nuestra historia, nuestros quehaceres y nuestras ilusiones. Somos pocos, es cierto, pero tenemos un lugar en el mundo. Y desde ese lugar (pequeños espacios en Grecia, Turquía, América, etc.), damos cuenta de nuestras vidas. Este cuento es un ejemplo de ello.
Mi madre, entre sus pertenencias íntimas, tenía un pequeño frasco de perfume que le había regalado un hombre llamado Baruj Farine. Y en esa botella, de color azul y con la forma de una mujer sentada al borde de un pozo, siempre hubo una onza del perfume original. O sea que mi madre nunca se gastó el perfume del todo ni olvidó a Farine, un hombre pequeño y flaco que en sus buenos tiempos vendió telas finas, objetos de plata con incrustaciones y todo lo que se le quisiera pedir del otro lado del mar. Tenía una gran facilidad para conseguir lo que fuera, desde un pañuelo bordado en Viena hasta una alfombra persa, de esas que dejan ciego a su tejedor.
Y digo que en sus buenos tiempos porque con los días, cuando ya nosotros éramos una familia y mi padre era reconocido en la ciudad, Farine se empobreció, se volvió poco cumplidor de los deberes religiosos y dicen que sufrió desvaríos. Sólo supimos de él por lo que contaban sus amigos en la sinagoga y por algunos familiares que se contradecían porque unas veces aseguraban que estaba en Barcelona y otras veces en Istanbul, yendo de hijo en hijo o habitando hoteles sórdidos. Nunca estuvieron de acuerdo.
De Farine, cuando en los últimos años se lo nombraba en las reuniones o en las grandes fiestas, no se decían cosas buenas. Pero mi madre, sin dar más razones ni discutir, decía que todos estaban mintiendo. Y como ya no estaba en edad de darle explicaciones a nadie ni de pensar por lo que otros dijeran, sus palabras parecían grabadas en piedra. Así que si para ella lo que se decía de Farine era falso, era falso, y ahí terminaba el asunto.
Entonces, a Farine no le podía estar yendo tan mal: ésta era la certidumbre que teníamos en casa. Por esos días mi madre dormía mucho, hablaba poco y leía libros de grandes viajeros y de plantas medicinales. Y había engordado casi al punto de no poderse mover por su propia cuenta. Sin embargo, cuando escuchaba hablar de Farine se convertía en una muchacha y aseguraba que estaba en París, la única ciudad donde podría estar. Si no estuviera allí, ya se habría muerto y entonces ya no haría parte de los recuerdos sino de los rezos, decía.
-¿Y por qué sabes que está en París?-, preguntó mi hermana Marta.
-Porque él dijo que allí sería el final-, respondió mi madre, pidiéndole a mi hermana que le echara más loción en el pelo y que le acomodara mejor los cojines sobre los que estaba sentada. A mí me dijo que abriera las ventanas porque una casa sin luz del sol podría criar cosas peores que maldiciones. Entonces abrí las ventanas e imaginé a Farine caminando por los muelles del Sena, bebiendo de su termo de té y conversando o jugando ajedrez con los vendedores de libros viejos. O quizás sentado en una banca de la Plaza de la République mirando a las ventanas de cualquier edificio. Lo del termo con té lo sabía porque mi padre definió siempre a Farine diciendo que era más uruguayo que judío: “Carga el termo igual que la chaqueta, le hace más falta que el aire”. Por esos días de la definición, Farine seguía próspero y mi padre sufría ya de la dolencia que lo iba a matar. Lo de la Plaza de la République lo tuvimos claro. La última foto que nos había enviado Farine lo mostraba en esa plaza, sentado como alguien que es dueño del lugar. Detrás de la foto había puesto: “Miro las ventanas, las flores y las muchachas”.
Antes de venir a América, mi padre supo de Farine porque un amigo de mi abuelo lo relacionó con él a través de una carta de recomendación. A partir de ahí, corría el año 1950, las cartas se multiplicaron. Y sea porque las letras de ambos en esas cartas eran parecidas o por la simpleza de las frases o porque eran cortas y concisas, el caso es que se hicieron buenos amigos, y ya, cuando mi padre llegó a Barranquilla (donde lo esperaba Farine para recibirlo y ubicarlo), parecían dos viejos conocidos, uno más grande que el otro, porque mi padre era alto y gordo y Farine bajo y fino. Y muy perfumado, diría mi madre, que recordaba cómo el hombre se había acercado a ellos caminando con cuidado entre la multitud que se movía por el puerto sin estar muy seguro de si eran o no las personas que buscaba a pesar de que en la última carta se habían dado las señales necesarias para no irse a confundir, entre las que se decía que mi madre estaba embarazada y llevaría un traje azul celeste. Farine, de traje y sombrero blancos, olería a lavanda fuerte. En ese primer encuentro, Baruj Farine le dio a mi madre el perfume que después ella guardó como un regalo muy especial y del que usó sólo una parte.
Farine siempre fue parte imprescindible en nuestra historia familiar ya que con él comenzaba la vida de mis padres en el trópico. Y si bien pasaba poco por casa porque iba por el país de un lado al otro, por las ciudades de las montañas, los valles y la costa, sus negocios lo exigían o él así lo quería porque le gustaba estar con sus clientes para intimar más con ellos y quién sabe si conocer pecados terribles, como dijo una hermana suya, fue el primero que estuvo al lado de mi madre cuando me parió y también el que le cerró los ojos a mi padre y le rezó un Shemá Israel al momento de su muerte. Y extrañamente, después de morir mi padre, Farine desapareció y sólo volvimos a saber de él por cartas y por fotos o por lo que iban diciendo de él. Quizás fue una coincidencia. Supongo que a Farine ya le quedaba chico el país y necesitaba espacios más amplios, nuevas lenguas, gente distinta, un proyecto nuevo. Si D-s da la oportunidad, entre los judíos sefardíes el mundo comienza cada tanto. Y comenzamos de nuevo de cero. Es para no morirnos antes de los 120 años, como todos deseamos.
Cuando murió mi madre, mi hermana Martha dijo que ella se había querido morir y lo hizo sin alertar a nadie (muy propio de ella), yo estaba lejos de casa, en Berlín, y no pude asistir a su entierro. Además me informaron un día después, o sea que ya estaba enterrada. Y no sé si por la soledad que me produjo el hecho o porque el espíritu de mi madre se me metió en la sangre, cuatro días después, a medio duelo, tomé un tren y me fui a París a buscar a Farine. Necesitaba informarle que mi madre había muerto. Pero no sabía dónde estaba ni si vivía en esa ciudad. También estaba en lo posible que hubiera fallecido.
O sea que el viaje a París, a los ojos de mi mujer y mis hijas, fue una locura, algo sin sentido. Pero era el único honor que podía hacerle a la memoria de mi madre, como expliqué sin que me entendieran, ya que si daba con Farine ella habría tenido razón al decir que él vivía allí y que no le iba tan mal como decían. Y además vería ese recuerdo de ella: ese Farine que en casa estaba representado en un frasco de perfume. Yo mismo me asombré de lo que dije. Sin embargo, hice una pequeña maleta y terminé en París. Mis hijas y mi mujer no fueron a despedirme a la estación.
París era una ciudad que recordaba poco y que no conocía bien en los lugares donde pensaba iniciar mi búsqueda. Por allí había pasado un par de veces, parando en algún hotel por cuestiones de negocios. Luego había seguido mi camino, siempre al sur, a Marsella, donde mi tío Lázaro. Esto implicaba que había conocido la ciudad más como un viajero furtivo que como alguien que para y se interesa en ella. En verdad, nunca me había interesado. Odio los sitios en los que para conocer muertos ilustres hay que pagar. No era como Marsella, donde paraba hasta tres semanas yendo por cada calle y hundiéndome entre la gente del puerto. Me gustaban sus cafés, los almacenes, las putas, los restaurantes populares, la gente fea que traficaba con cosas prohibidas.
Cuando mi tío Lázaro murió, caminé por esa ciudad una semana completa y dormí en el puerto, en un hotel barato donde lo conocían y me hablaron mucho de él. Ahí me repitieron sus pecados, que ya conocía por su boca, que tenían que ver con mujeres y algunos contrabandos o salidas y entradas de gente en pequeños barcos. Marsella, como mi tío Lázaro, era para mí como una mujer vestida de manera que parecía sin ropa: se podía entrar en ella y gritar con el consentimiento de los vecinos. París no, era sólo un resplandor, un espacio monumental y algunos bares y restaurantes, oficinas de venta de papel e imprentas. A esos sitios me llevaron cada vez en taxi o en metro, sin que yo lograra situarme bien. Pero en esta oportunidad, al llegar a la estación de Austerlitz, como nadie esperaba por mí, me di cuenta que no sabía para dónde iba. Y si bien durante el viaje había planeado ir a algunos sitios, mi madre me había mencionado algunos de cuando ella paraba donde unas tías, la memoria que tenía de calles y lugares era más imaginaria que real. Además, las tías ya no existían y las personas que pudieran ser de su familia, como primos o hijos de los primos, nunca fueron nombradas en mi casa. París sólo llegaba a nuestra mesa cuando se hablaba de Farine o de los días en que mi padre estudió allí en el Instituto técnico textil, del resto no había más datos.
De mi padre había heredado la costumbre de cargar una libreta con direcciones. Así que en la estación, mientras bebía un café, comencé a buscar en la libreta alguien que viviera o tuviera familia en París. No encontré a nadie. Busqué entonces en un directorio telefónico alguno con mi apellido. Sabía que éramos pocos en la tierra, así que si encontraba a uno que se apellidara como nosotros, existía la posibilidad de que fuera familiar lejano, alguien que me ayudara. Encontré tres personas. En el primer teléfono no contestaron. Sin embargo, anoté la dirección. En el segundo teléfono contestó una mujer. Le hablé en francés y no entendió, luego en hebreo y tampoco. Colgué rápidamente porque empezó a gritar. También anoté la dirección. En el tercer teléfono me dijeron que esperara. Nadie regresó. De éste también copié la dirección. Luego abrí en la página del directorio en el apellido Farine. Había una buena cantidad. Tomé dos números al azar y llamé. En ambos me contestaron no saber nada de alguien que se llamara Baruj Farine. Decidí entonces llamar a mi hermana Marta para preguntarle si conocía a alguien que viviera en París. Fui a un locutorio cercano y llamé. Contestó mi hermana Clara. Ella vivía en Buenos Aires, pero había viajado para asistir al entierro de mi madre y en esos momentos acompañaba a mi hermana Marta en la shivá. Supuse que también estaban mis demás hermanas y hermanos, así que el único que faltaba era yo.
-Soy Gabriel, llamo desde París-. Escuché que del otro lado se ponían a llorar. Clara tenía mucha facilidad para llorar. No contestó a mis palabras. La supuse con un pequeño pañuelo atrapándose las lágrimas. Luego pasó mi hermano Moshé.
-¿Qué haces allí? ¡Tu deber es estar con nosotros!
-Busco a Baruj Farine, Ya sabes que mamá…
-¡Pero estás loco!-. Además de a mi hermano escuché a Marta que quería hablar conmigo.
-Marta, estoy aquí, en París.
-Ya hemos escuchado. ¿Sabes que mamá ha muerto?
-Claro que lo sé.
-¿Entonces qué haces allá, tan lejos de casa?
-Busco a Baruj Farine, el hombre del que hablábamos en casa.
-Ya debe haber muerto, era más viejo que ella.
-Necesito encontrarlo-. Escuché que mi hermana comenzaba a gemir. O sea que mi llamada había puesto a llorar a las mujeres de mi casa. A mi hermano Moshé me pareció verlo buscando alguna cosa para golpear. Cuando se ponía de mal humor golpeaba la pared o una silla o su cabeza.
-Llámanos mañana-, dijo Marta un poco más calmada. –Un momento, paso a Moshé.
-Siempre nos desacreditas. No pareces de esta familia-, dijo mi hermano y colgó. Lo imaginé maldiciendo y preguntando a todos qué cosa podría estar haciendo yo en París sino huir y estar borracho. Ese argumento de la huida y la borrachera siempre estaba en boca de mi hermano cuando alguno de casa estaba lejos y no cumplía con un deber. De mi hermana Miriam había dicho, en una fiesta de cumpleaños de mi madre, que no había venido porque estaba borracha y huía. “¿De qué?”, preguntó mi madre.
-De todo. En esta casa todos huyen-, había contestado mi hermano.
-Entonces tú también huyes-, le dije y mi hermana Marta, para que la discusión no continuara, hizo sonar una campanilla de cristal y anunció la llegada del pastel. Ya, cuando terminábamos de comer, llegó Miriam. Se notaba que había discutido con su marido. Sin embargo, comió de lo que había en la mesa y se rió de los chistes que contaba mi hermano menor. Moshé golpeó un lado del taburete en el que estaba sentado.
Cerré los ojos y quise dormir. Afuera de la estación lloviznaba. En el tren camino a París había logrado dar algunas cabeceadas y, cuando dormí un poco, soñé con gente maldiciendo. Creí entonces que eran los demonios que querían entrar por mis orejas. Mi madre contaba historias de gente con los diablos en el interior de la cabeza y de la sangre. Cuando ella era pequeña y vivía en Barcelona, en el barrio se hablaba de hombres endemoniados. Unos que se daban contra las paredes, otros que salían a sentarse en la calle y allí pasaban días enteros al sol y al agua. Nosotros nos divertíamos y nos asustábamos mucho con esas historias porque mi madre las interpretaba muy bien y entonces oírla era como ver una película. En más de una ocasión le hicimos repetir la historia.
Llamar a casa de mi madre muerta me puso mal. Realmente no debí hacerlo. Abrí los ojos y salí a la calle. Tomé un taxi y le pedí al chofer que me llevara a cualquier hotel del centro, a uno pequeño y barato. Me llevó a uno del Boulevard de Sebastopol. Ya en el pequeño cuarto, me senté frente a la ventana y revisé de nuevo las direcciones que había anotado cuando hice las primeras llamadas. Por la ventana se veía una tarde gris y un kiosco. Un París aburrido, me dije, y pensé en mis hermanas llorando. Ya antes de que anocheciera, bajé hasta el kiosco y compré un mapa y un periódico. Luego entré en un restaurante y comí. Quise emborracharme para que mi hermano Moshé tuviera razón. Me sentí huyendo. Y ciertamente huía. No estaba en Berlín con mi mujer y mis hijas, no estaba al otro lado del mar con mis hermanas/hermanos. Estaba en París en un restaurante sin ninguna poesía, entre un kiosco atendido por una mujer que parecía un buey blanco, era enorme y ancha, y un hotel barato. Y completamente inhabilitado para hacer algo. No conocía a nadie, las calles me eran extrañas, el periódico me decía poco, las direcciones que había anotado me conducían a ninguna parte. Lo único que tenía algún valor era el mapa, pero me costaba leerlo porque tenía las letras muy pequeñas. Pedí entonces una botella de vino para emborracharme, pero después de beberla sólo sentí un cansancio inmenso y un gran miedo. Pasé la noche sentado en la cama del hotel, temblando. A veces, en el marco de la ventana, aparecía algo como la cara de mi madre. Cantaba.
En esa primera noche en París, en la que temblé como si me hubiera perdido en invierno y estuviera desnudo en alguna estación de trenes en Berlín, me di a la tarea de imaginar a mi madre muriendo. La vi gorda, con un pijama azul de seda, ordenando a los camilleros de la ambulancia cómo debían subirla a la camilla, no fuera y la dejaran caer. Luego la vi dando órdenes en el hospital, a las enfermeras y a los médicos, para que todo estuviera en su lugar debido en la habitación, incluidos los asientos para quienes fueran a visitarla. Finalmente la presumí acostada de lado, entrando en un barco, su mano anillada indicando esto y lo otro y pidiéndoles a mis hermanas que la perfumaran. Cuando el barco partió, ella se hizo pequeña y el mar muy azul. No se veía nada en el horizonte. Cuando mi padre murió, ella nos dijo que la muerte era un viaje en un barco. Creo que toda la vida de mi madre fue un ir y venir en barcos. Mares, puertos, climas diversos, gente variada, historias que comenzaban y terminaban en el barco. Mi madre siempre fue y vino, creo que nunca estuvo en tierra. Amó los ríos, los esteros, el bullicio de los muelles, la plenitud marina, las barandas donde lucía sus sombreros, las mesas del comedor del barco, los espejos de los camarotes donde se embellecía para ir a la sala de lectura o caminar por los pasillos. Sus ojos brillaban cuando miraba las fotografías de sus viajes en barco. Y si bien nunca se quejó de estar en casa, cuando estaba triste abría el álbum de fotografías y perdía la tristeza. Recordando estas fotografías, me dormí sentado. No soñé nada.
En la mañana salí a caminar. La lluvia del día anterior se había convertido en un sol intenso y París se veía más amplio. O sea más grande para mi búsqueda, que iba sin dirección. Sin embargo, me sentía con ánimos y estaba lúcido como nunca, lo que puso en orden la memoria del poco París que conocía. Decidí tomar un metro y viajar allí hasta que se me ocurriera un sitio donde bajarme. Al fin me bajé en la estación Hotel de Ville. Las estaciones y el metro me estaban ahogando. Afuera París se había vuelto amarillo. Bebí un café en un bar y me situé mirando el mapa. Pero en lugar de buscar un sitio adonde ir, decidí llamar a casa. Por allá debía estar apenas amaneciendo. Y si bien no era hora para llamar, pues en casa de mi madre todos debían estar durmiendo, lo hice. Afortunadamente contestó mi hermana Marta.
-Tengo una dirección-, me dijo antes de que yo pudiera decir algo. -Número 40, Sainte Croix de la Bretonnerie. En el Marais. Allí te esperan. Es el piso de una amiga-. Mi hermana hablaba como si me estuviera enviando un mensaje telegráfico. Luego anotó que su amiga se llamaba Charlotte Grandjouan.
-¿Es alguien de la familia?-, pregunté. Me sentí estúpido.
-Debías estar con nosotros-, dijo Marta.
-Si encuentro a Farine estaré con ustedes.
-Está loco-, me pareció oír. Supuse a mi hermano Moshé fumando al lado de Marta.
-Estamos muy tristes.
-Yo también estoy muy triste.
El mapa que había comprado era claro. Todos los mapas son claros, pero éste era más claro porque sabía finalmente adónde iba. Subí entonces por la Rue des Archives y di con la calle a la que iba, que era bastante estrecha y olía extraño. Claro que debí preguntar un par de veces porque vi todos los números menos el 40. El punto exacto me lo indicó un hombre que comía un sándwich y atendía una oficina de un negocio inmobiliaria. Me llamó la atención la cantidad de hombres que me miraron. Del Marais recordé algo que había leído en una novela, que era un ghetto y en un tiempo un barrio peligroso. Pero no había por allí negros abandonados ni casas en mal estado. Tampoco clochards que durmieran su borrachera. O sea que la imagen que tenía era equivocada. Incluso dudé que estuviera en la dirección correcta. Pero ya estaba frente al número cuarenta y toqué el timbre. Sonó la chicharra de la puerta y empujé. Era una puerta negra y pesada. Cuando estuve en el interior, busqué en el casillero de correos el piso de madame Grandjouan. Era el último y no vi por allí ningún ascensor. Subí entonces 128 escalones. Creo que ése era el número, aunque bien pude equivocarme. Aclaro que cuento escalones cada vez que subo por una escalera. Esto lo hago porque me duelen las rodillas y me canso bastante debido a que soy gordo, grande y fumo mucho. O sea que subir escalones me alucina y, para no perderme (cosa que también me sucede cuando los edificios son viejos), cuento cada escalón o lo nombro con alguno de los nombres de D-s. Esto es una herejía, pero ayuda. Como digo, subí 128 escalones, más o menos, y en el camino hacia ese último piso vi algunas mezuzot en las puertas. Esto quería decir que en ese edificio vivían judíos. De alguna forma me sentí seguro y la imagen que me había hecho de madame Grandjouan, que era la de una mujer seca y con el pelo cogido con pinzas, se me hizo amable. La pensé así porque todavía no era mediodía. Y si era amiga de Marta, debía ser flaca, todas sus amigas lo son. Claro que me equivoqué, porque la mujer resultó ser una joven de cara muy bella que me dio dos besos. Me sentí como si yo fuera un tío lejano.
-Lo estaba esperando, Marta me llamó anoche. ¿Dónde está su equipaje?
-Estoy en un hotel.
-Entonces vamos ya por sus maletas.
-No es necesario, mademoiselle.
-Es necesario, Marta me ha pedido que lo reciba. Le he preparado una habitación.
-Pero es posible que hoy me vaya a Berlín.
-No se irá, debe buscar a alguien. Yo le ayudaré-. La muchacha hablaba rápido y casi dándome órdenes.
Fue loco lo que sucedió. Charlotte Grandjouan bajó conmigo hasta el primer piso y allí, luego de ponerse un casco y ofrecerme otro, me obligó a subir a una pequeña moto. Fuimos hasta el hotel y de allí regresamos a su piso, yo bien aferrado a mi bolso de viaje. Todo en poco tiempo. Ella daba órdenes y yo obedecía. Recuerdo mucha gente de traje negro, autos parqueados a cada lado de las vías, ventas de discos, panaderías y cafés. El centro Pompidou me pareció una colcha vieja de colores. Nunca supe por dónde fuimos. Las calles se ampliaban y se estrechaban, los turistas aparecían y desaparecían. Pensé en los celos de mi mujer y en la alegría de mis hijas si ellas fueran en mi lugar. Y en mi hermano Moshé, que hubiera maldecido al verme en la parte trasera de una moto, yendo por París como si fuera un muchacho. “Ya no falta sino que ese se mate”, hubiera dicho.
Luego de acomodarme, Charlotte me enseñó cada parte de su piso, puso unas frutas en la mesa del comedor, anotó en una hoja el número de su teléfono celular y me dio una llave. Por la ventana de la habitación del cuarto se veían muchas chimeneas.
-Me voy. Trabajo haciendo páginas de publicidad. Volveré tarde. Puede ir donde quiera. Ah, el vecino es un tunecino y discute mucho. No le haga caso, discute por teléfono-. Hablaba como Marta. Me sentí entonces vigilado. Quise preguntarle qué debía decir si alguien llamaba, pero no tuve tiempo. La mujer salió rápido. Me asomé al pequeño balcón del piso y no la vi salir. Supuse que el edificio tenía otra salida. También pensé que me podría estar vigilando desde algún sitio y que cada uno de mis movimientos le serían comunicados a mi hermana Marta. Lo que ahora me sucedía permitía toda clase de posibilidades. Opté entonces por mirar el mapa y situarme, ahora sí, en un espacio real. Señalé un par de calles y decidí ir a comprar algo para traer como regalo. Unos dulces, algunos embutidos, un par de baguettes. Cuando estuve en la calle, vi pasar a un negro vestido de traje naranja. Llevaba en los brazos un pequeño perro de aguas. En la acera tropecé con un oriental muy pálido.
La versión que mi madre tenía de París ya no existía, como especulé en la caminata de esa tarde. Caminé por las orillas del río, atravesé puentes, entré en cafés familiares, me senté en parques y fumé unos cigarrillos negros que me supieron mal. Ese día no hice nada ni busqué a nadie. Es decir, traicioné descaradamente mis intenciones y hasta olvidé que mi madre había muerto y que debía llamar a mi casa en Berlín. Sólo me dio por caminar París y descubrir que en el Barrio Latino, que mi madre había ensalzado tanto, ya no había sino restaurantes vietnamitas y negocios de coreanos y de chinos. Y que los viajeros que pasaban por allí ya no eran intelectuales sino turistas con la cara roja de tanto ir de un museo a otro. Una de las turistas me pareció a punto de estallar. Tenía los dedos gordos como salchichas, la cara llena de granos y una gran angustia en los ojos. Miraba desesperada un teléfono celular. Quise chuzarla con un alfiler para que saliera volando como un globo al que se le sale el aire. Con esta acción quizás le hubiera salvado la tarde.
Esto que vi y quise hacer le hubiera parecido extraño a mi madre, pero no imposible. Ella nos había dicho que los viajeros sufren de males imprevistos y desconocidos. Mi padre, por ejemplo, tosía cada vez que entraba en un museo o asistía a una ópera. Y que mi tío Jaim comía cerdo. Cuando mi madre nos hablaba de París, decía: “Esto fue lo que yo vi y ahora les cuento”, presintiendo que eso de que hablaba no lo veríamos nosotros. Cada tiempo es distinto, cada viajero diferente, cada hecho algo que sólo se ve una vez. Así que el París de mi madre no existía, se había ido con ella. Sus bulevares con gente elegante, los grandes restaurantes, los porteros bien vestidos, los autos de donde descendían mujeres y hombres vestidos de gala, no estaban por ahí. Tampoco los que tocaban el acordeón con trajes de marinero y los pintores que se extasiaban con cada esquina. O quizás sí, pero estaban escondidos. Igual que Farine, al que recordé cuando regresaba al piso. La imagen se me vino de repente, mirando la vitrina de una panadería. ¿Por qué uní la imagen de Farine con los panes exhibidos? No lo sé. Sin embargo, me hice a la idea de que se debía a que estaba en alguna parte y tenía hambre. O a que yo tenía hambre y me lo estaba negando. Igual que trataba de negarme que había perdido un día entero y que, si Charlotte me estaba vigilando, se habría llevado una gran decepción. Subiendo la escalera, ordené todos los elementos para decirle una mentira creíble. Me sentí mal y cansado.
Charlotte llegó antes de la medianoche. Me hice el que dormía y la sentí organizar lo que le había traído. Luego esperé que viniera hasta mí para preguntarme algo o decirme que en la mesa quedaba una fuente con frutas y una jarra de agua, pero esto no pasó. Me sentí miserable y atrapado. De Charlotte sabía poco, sólo que conocía a mi hermana por una tía suya. O sea que Marta no había visto nunca a la muchacha y toda su relación era de palabras por teléfono. Esto me creó un vacío, pero cuando me hice la pregunta de qué habría sucedido si en lugar de estar en el piso de Charlotte la hubiera pasado en el hotel, me aterroricé. Aquí al menos estaba en un sitio del que sabía mi hermana Marta y quizás ya supiera mi mujer, a la que no había llamado porque me preguntaría en qué hotel estaba. No le diría que estaba en el piso de una mujer que vivía sola, eso causaría un problema doméstico. Busqué resolver la situación y decidí que la llamaría, cosa que al fin no hice, y le diría que estaba en casa de Farine, que lo había encontrado. Sería una mentira ética. Ella se sentiría bien. Pero todo esto fue una caricatura llena de contradicciones y finalmente logré dormir como un afiebrado. Y entre esos sueños sobresaltados, decidí (o creí decidir/haber decidido) que iría a la Rue des Rosiers. Allí algún judío me daría razón de Baruj Farine. Todos los judíos son reconocidos por alguno. Es como si naciéramos mellizos y uno estuviera siempre listo a decir dónde está el otro, qué hace, con quién vive. Es imposible pasar desapercibido. Esto se lo decía a mi madre y ella cerraba los ojos y movía las manos como si dirigiera una orquesta. Seguro se veía bailando en un gran salón de barco, entrando a New York o saliendo de Buenos Aires. Tenía una gran capacidad de evadir preguntas a las que les sabía las respuestas que no quería dar.
Me levanté cuando escuché al vecino. Alegaba con alguien sobre el abastecimiento de unos restaurantes. Su francés era lo suficientemente malo como para que yo lo lograra entender. Tomé un baño y ya, cuando me aprestaba a salir, Charlotte me llamó para que desayunara con ella. Lucía un vestido amplio y tenía un sombrero rojo casi hasta las cejas. Me sonrió.
-Habla fuerte nuestro vecino, ¿no le parece?
-Debe madrugar. Está hablando desde temprano.
-En verano habla desde temprano. En invierno lo hace en la noche.
-Entonces no deja dormir.
-Ya estoy acostumbrada. Me hago a la idea de que es el viento-. Con ese sombrero rojo, Charlotte parecía una muñeca de porcelana.
-Espero que le guste lo que traje. No sabía qué traer.
-Me gusta, pero no debió hacerlo. Como ve, tengo suficiente en casa. Tendrá que comer mucho antes de irse.
-Me iré mañana en la noche. Hoy iré a comprar el tiquete de tren.
-Puede quedarse los días que quiera-. Mirando a Charlotte con su sombrero rojo y su vestido amplio, me hice a la idea de que ella era mi madre y yo mi padre. Algo absurdo, pero se me ocurrió. A mi madre le gustaban los sombreros y cuando se los ponía parecía muy coqueta.
-Quisiera regalarle un sombrero.
-Debe tener un mal gusto para los sombreros-, me dijo y me sentí burlado.
-Usted lo escogería.
-Debe ir a encontrar al hombre que busca. Olvídese de sombreros. Ah, esta noche no vengo. Así que coma todo lo que pueda. Y hágase un par de emparedados y no vaya a ningún restaurante. Hay demasiada comida-, dijo y se levantó. Me dio dos besos y la vi salir con un bolso grande. Supuse que tenía un amante. Olía a perfume de maderas.
Caminé por la rue de Sainte Croix de la Bretonnerie y los maricas se multiplicaron. Ya el Marais no era un ghetto de negros y árabes desprotegidos sino un exclusivo sector de homosexuales que lindaba con el barrio judío de París. Uno de esos platos deliciosos para la intolerancia de la derecha. Imaginé el barrio ardiendo y explotando, los edificios cayendo y los judíos, entre ellos yo, corriendo al lado de los maricas. Me dio risa imaginar al negro vestido de naranja con su perrito de aguas tratando de correr sin caer. Ese vestido le quedaba demasiado estrecho. Creo que mi madre se hubiera reído también si le hubiera contado esta historia, que realmente no sucedía pero podría suceder. Basta pensar en algo para que eso que se piensa sea posible. Y si bien caminaba y encontraba a mi paso muchachos de camisas abiertas y cabeza rapada, algunas mujeres gordas que llevaban paquetes con ellas y algún hombre envuelto en un abrigo negro cerrado hasta el cuello a pesar del calor, sabía que nada estaba ardiendo aunque presentía que muchos quisieran hacer desaparecer este lugar. No es necesario estar mal de la cabeza para pensar en esto. Basta leer sobre las nuevas políticas o ir a las librerías para encontrar libros sobre todas las formas posibles de desaparecer gente de manera masiva.
Al final de la calle, entré en la rue des Rosiers, la del viejo barrio judío. Y ahí cambié de pensamiento. Ya el barrio no ardía sino que se me había hecho un espacio amplio y fresco, aunque en realidad seguía siendo estrecho y algo sucio debido a la cantidad de cajas que permanecían en las aceras, a la oscuridad de algunos locales y a los hombres gordos y sudorosos que abundaban por allí. Claro que también vi flacos que fumaban. Supuse que trabajaban en las oficinas y salían a fumar a la calle. Uno de ellos, un judío ortodoxo, me llamó la atención: fumaba un cigarrillo tras de otro. Me acerqué a él y le pregunté por Farine. Me miró con cara de estar leyendo el Talmud y no haber encontrado una respuesta. O de haberla encontrado y ser terrible. Los talmudistas se encuentran con respuestas que los hacen delirar. Le repetí la pregunta y de su boca salió una frase en arameo. Seguí entonces de largo y unos metros más adentro de la calle entré en una librería. La muchacha que la atendía me miró con curiosidad. Allí compré un par de libros y una quipá. Mientras pagaba, le pregunté por Baruj Farine. La muchacha, delgada y muy blanca, se encogió de hombros.
-Es un hombre que vende de todo-, le dije. Sonrió. -¿Cuál es su nombre?-, le pregunté. Volvió a sonreír, tomó un papel y lo anotó. Rachel. Una pequeña mujer que estaba detrás de mí, dijo: “Es muda”. Luego anotó: “Conozco un hombre de apellido Farine. Tiene un bar, unas calles más adelante, en la rue du Bourg”. La muchacha de la librería me seguía mirando.
En la rue du Bourg no encontré ningún bar regentado por alguno de apellido Farine. Quizás la pequeña mujer se había equivocado o, estaba en lo posible, se habría burlado de mí. Ese día hacía un calor terrible y todo podría suceder. Terminé entrando en una Yeshivá. Allí, en un ambiente de paredes ocres de las que colgaban retratos de grandes rabinos y páginas en hebreo y arameo, vi algunos judíos leyendo los rollos de la Torá, otros que se agachaban hasta casi besar el Talmud y dos que fumaban pipas. Ninguno pareció interesarse por mi presencia, aunque algunos miraron por encima de sus anteojos. Leían y parecía que rezaran cantando. Un muchacho muy pálido y con las venas del cuello muy azules, miraba hacia el techo y recitaba un párrafo de memoria. Supuse que estaba estorbando. Sin embargo, fui hasta el más anciano y le dije que buscaba a Baruj Farine. Pareció no entenderme. Lo intenté de nuevo, esta vez en mi mal alemán, que seguro sonaría como yidisch, agregando que Farine antes vivía en América. El hombre me mandó sentar a su lado. “América, oy, oy, oy”, murmuró. Por lo que logré entenderle hubo un Farine, pero hacía siete días que había muerto. No tenía familia, hablaba de América y de Istanbul. Lo habían enterrado después de muchas discusiones, D-s los perdone.
Ese día estuve vagando por el barrio en distintas direcciones, pasando varias veces por la librería para mirar a la muchacha muda, que me veía y sonreía. Y mientras caminaba me parecía estar y no estar en París, estar buscando o no a Farine, preguntándome si en verdad mi madre había muerto o no. La noticia de que Baruj Farine había muerto el mismo día que mi madre, me impresionó. O sea que ya no era necesario hablar sobre si Farine estaba bien o no. Es decir, ya no se necesitaba a mi madre para defenderlo. Los dos habían muerto un mismo día y váyase a saber qué sucede después de la muerte. Intenté rezar un kadisch, pero se necesitan 10 hombres para hacerlo. Así que levanté las manos y pedí a todos los que pasaban por allí que rezáramos un kadisch. Me miraron como si el calor me hubiera enloquecido. Clavé mi cabeza sobre el pecho y luego caminé mirando la acera hasta ir a parar a la rue du Roi de Sicile. Allí levanté la cara y el nombre de la calle me gustó. Comencé a danzar en honor a Farine. Él era el rey de Sicilia, el hombre de los frascos, el único de nosotros que no había cabido en el país y por eso se había venido a morir a París y a resistir vivo hasta que mi madre muriera. Alguna historia le sabía mi madre y por ello ni ella ni él podían cargar solos con ella. Una historia que yo no sabría, que nadie sabría. Una historia que los llevó a morir el mismo día, la hora no importa.
Cuando llegué al piso de Charlotte, las puertas que tenían mezuzot en las gambas estaban abiertas. Y arriba, en la mesa del comedor, vi a los vecinos judíos. La muchacha les servía té.
-Me dijiste que no vendrías esta noche-, le dije.
-Supe que finalizaste tu búsqueda-. Tenía el pelo bajo un pañolón de flores estampadas.
-Es posible-, dije por crearle dudas.
-Es mejor que te sientes y comas-. Los demás comensales tendieron la mano para indicarme el taburete. Eran cinco hombres viejos y tres mujeres, una de ellas la muchacha muda de la librería. En la noche parecía más bella.
-Todavía tengo direcciones a las que debo ir-, dije mostrando la libreta. Uno de los hombres la tomó y estuvo mirando mis anotaciones.
-Nadie te dará razón ahí.
-¿Por qué?
-Ya no son judíos-. Charlotte sirvió platos con fruta picada. La muchacha muda me miraba y sonreía.
Regresé a Berlín sin haber llamado a mi mujer y mis hijas. Ya en casa, llamé a mi hermana Marta.
-Baruj Farine murió el mismo día que nuestra madre-, le dije.
-Descanse en paz.
-Quizás vaya la semana entrante a casa, debo descansar-, le dije.
-No es necesario, ya la vida ha vuelto a comenzar.
-Pero estás llorando-, le dije.
-En la vida se llora-, dijo de lejos mi hermana. A mi lado, mi mujer y mis hijas miraban con los ojos muy abiertos. Y yo no podía moverme de la silla. La última noche en París había comido hasta reventar. Hasta que ya no tuvimos palabras sino migas entre los dientes. De Charlotte recuerdo dos besos al despedirme en la estación. También a la muchacha muda que iba con ella, que me dio dos direcciones. Una en Quai des Celestins y otra en Allée des Justes de France. Allí había vivido Farine vendiendo frascos, no muy bien pero tampoco mal. Esto lo anotó con una letra pequeña y torcida, como las estelas de los barcos que van por el Sena. En alguno de ellos se fue Baruj Farine, luciendo un sombrero blanco.
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* Memo Ánjel (José Guillermo Ánjel R.), Ph.D. en Filosofía, Comunicador social-periodista y profesor de la Universidad Pontificia Bolivariana (Medellín-Colombia). Libros traducidos al alemán: Das meschuggene Jahr, Das Fenster zum Meer, Geschichten vom Fenstersims. En la actualidad se traduce Mindeles Liebe.
para los que cansados, buscamos algo sabiendo que encontraremos lo que ya sabemos… recreando el paisaje… me gusta la soledad del caminar en Francia.
Relato encantador de un dolor que viaja para no encontrarse solo consigo mismo, pero que nos revela que lamentabemente nuestra individualidad necesita la compañía de nuestros seres más queridos y, que hacemos lo que sea necesario por ellos, aún solo en su memoria…