LA CONTIENDA ANTIRREALISTA DE LA POSMODERNIDAD
Por Jorge Machín Lucas*
Entre los siglos XIX y XX, sobre todo entre el realismo, el naturalismo y el costumbrismo y las vanguardias y la literatura (pseudo) esotérica, se produce un cambio significativo que atañe a la dialéctica, más que dicotomía, entre materia y espíritu. Esa transformación o metamorfosis ideológica está relacionada con una diferente percepción acerca de los límites que separan esas dos categorías o conceptos. Con él se pasa de aspirar a representar —o a simular hacerlo— lo pretendidamente real con lo «fotorreal», hiperreal, megarreal o macrorreal —aspiraciones vanas de los hijos literarios del positivismo filosófico— a intentar mostrar artísticamente lo «archirreal» o «ultrarreal». Estos dos últimos conceptos se pueden entender mayoritariamente de las dos siguientes maneras: por ejemplo, pueden referirse a aquello que es muy real o que engloba sus diferentes caras con superioridad y preeminencia. O también pueden remitirse a lo que está más allá de, o al otro lado de, lo que nos han enseñado que es lo real, desde negociaciones y pactos basados en lo que los sentidos y los intereses clasistas nos han permitido, exigido o dictado percibir.
En este (des)orden de cosas —la caprichosa naturaleza cíclica de la historia muchas veces lo impone— cabe decir que en ciertos movimientos artísticos del siglo XX de tipo más autorreferencial o ficticio que referencial o realista lo real es lo percibido tanto como lo que está más allá de ello. En su conjunto hay que tener esto en cuenta y hay que tratar de intuir y de representar lo que se escapa a nuestra limitada percepción. Se busca así pues una realidad en grado extremo. Siguiendo a Michael Riffaterre en su célebre ensayo Semiotics of Poetry de 1978, esta mudanza obedece a las leyes naturales que llevan del hartazgo de la mímesis o imitación presuntamente racional a la exploración en la semiosis o recreación pararracional, algo que posteriormente sucederá a la inversa en un eterno movimiento pendular, debido al cansancio y al deseo de novedad en las formas del común de los mortales. Se trata de un intento de expandir lo real, toda una ampliación epistemológica o gnoseológica, a saber, de conocimiento. En arte esto se produce mediante el paso de lo representativo, figurativo o formal a lo esquemático, abstracto y simbólico. De este modo, los contenidos y lo temático acaban estando por encima de los continentes, de lo argumental y de lo anecdótico.
Al hilo de estos razonamientos, conviene aclarar que el intento decimonónico de separar nítidamente lo referencial (la materia representada tal y como se percibe por los sentidos) de lo autorreferencial (el espíritu mostrado tal y como se intuye íntimamente con la imaginación) era producto de estereotipos y de convenciones arbitrarias. Estas procedían no solo de los límites de nuestra percepción sino también de nuestro aprendizaje y muy posiblemente de nuestra herencia genética, tanto como de la de una escasamente cuestionada tradición reduccionista, pragmática y llena de errores. Reduccionista y errónea porque a duras penas se había preguntado dónde acaban las fronteras perceptibles de la materia. Pragmática porque cacareaba que iba hacia el fin de la historia y hacia la perfección en la modernidad científica e industrial llena de desigualdades, de límites, de injusticias y de sinsentidos. Ese era sin duda un pragmatismo utópico, quimérico o ingenuo, o manipulador de conciencias para utilizar a las clases obreras en beneficio de las explotadoras. Se vivía —y se vive— en suma de intereses económicos y para ello se generó y utilizó torticeramente la dicotomía entre materia y espíritu, anteponiendo y favoreciendo siempre a la primera. Todo en aras del progreso, un boomerang que podía generar una involución o retroceso mediante el desarrollo militar de la materia y el ninguneo del espíritu.
El positivismo decimonónico, aplicado en arte, era un intento antientrópico de orden y de control mental y social. Se debía a una razón pactada y prostituida en favor de un sistema o estado de cosas al que decía criticar pero al que nunca se propuso alterar o sustituir de verdad. Aunque simulara ponerse de parte de los débiles al explicar las razones de sus tragedias cotidianas de manera pseudocientífica (Zola o Pardo Bazán, verbigracia), estaba de hecho manteniendo el mismo sistema de creencias en lo supuestamente real. Eso era así por su inactividad e inoperatividad real ante los errores del Dios Progreso y por limitarse a ser prácticamente una conciencia meramente literaria. En ese movimiento filosófico, lo real como sinónimo de materia percibida era una ficción, una ética de mínimos mostrada muchas veces pretenciosamente como una de máximos por Zola, Stendhal, Balzac, Flaubert, Dostoievski, Tolstoi, Dickens, Galdós, «Clarín», Valera, Pardo Bazán, Blasco Ibáñez, Palacio Valdés o de Alarcón, entre otros.
Por su parte, a partir de las vanguardias, sobre todo y en toda literatura de tendencias esotéricas del siglo XX y en adelante, lo «archirreal» y lo «ultrarreal» penetran intuitivamente en el alma de las cosas, en aquello que se escapa a nuestra limitada percepción aunque existe. De hecho, esa realidad ulterior es la que día a día la ciencia va convirtiendo en interior para la sociedad a medida que progresa y evoluciona. Es una ciencia todavía joven que debe aspirar a revelar lo que por ahora llamamos antimateria, espíritu o irracional. Por esta razón, lo espiritual ha de ser objeto de estudio no solo de ignorantes, de irreflexivos, de impulsivos, de ilusos o de chiflados que distorsionan o disocian entre lo real y lo irreal sino también de hombres cultos, instruidos e ilustrados.
En la literatura autorreferencial del siglo XX, el autor se adentra en la materia escondida que es el alma y origen de los seres y de las cosas. Esto nos recuerda la película Blue Velvet de David Lynch de 1986 en cuya escena inicial se nos muestra un mundo que en su aparente tranquilidad y monotonía esconde debajo de sí el imperio vegetal y animal de lo anormal y de lo anómalo o de la teratología o monstruosidad. Este es uno de tantos ejemplos que nos demuestran ese cambio parcial de perspectiva y de objetivo que va de un sector del siglo XIX, el realista, a otro de los siglos XX y XXI, el antirrealista. Estas serían unas de las más importantes evoluciones en cuanto a la dialéctica ente materia y espíritu durante ese largo periodo de nuestra historia:
- De la aceptación al cuestionamiento y experimentación o especulación con respecto a unos excesivamente marcados y denotados límites de dicha dialéctica. Estos se van difuminando y relativizando, llegando a convertir al espíritu en materia inmaterial o imperceptible pero existente y a la materia en espíritu camuflado. Si no, véase las poéticas recientes en España de José Ángel Valente, de Antonio Gamoneda o de Clara Janés, entre tantos otros. En ellos, así pues, materia y espíritu son casi imposibles de diferenciar entre sí al devolver al segundo tras cierto ostracismo la misma relevancia ontológica que la tradición racionalista y lógica ha dado al primero.
- Del intento de imitación de lo natural perceptible por los sentidos mediante el realismo al de penetración intuitiva en su misterio o de la hiperdenotación consensuada socialmente a la hiperconnotación metafórica individual. Se pasa también de los absolutismos objetivistas o exotéricos a los relativismos subjetivistas o esotéricos. Resultado de esto puede ser la obra postmoderna del escultor barcelonés Josep Maria Subirachs, que sintetizó de manera muy subjetiva y esquemática lo referencial en la fachada de la pasión en el Templo Expiatorio de la Sagrada Familia de Barcelona para convocar el misterio de lo espiritual, del sublime postmoderno o de lo inefable para Jean–François Lyotard en su obra de 1979 titulada The Postmodern Condition (University of Minnesota Press: págs. 78–81). Ello está opuesto en el mismo edificio a la idealización figurativa del escultor japonés Etsuro Sotoo, nostálgica del espíritu moderno de la época del arquitecto de Reus (Cataluña) Antoni Gaudí.
- De la creencia en la lógica máxima y en los dictámenes inapelables de los sentidos y de la percepción convencional a su cuestionamiento mediante el uso de la intuición y de la imaginación artísticas. Pasamos de un discurso más trascendente en cuanto al intento de objetivación y de divinización universal del concepto de lo real por parte del positivismo decimonónico a otro más indeterminado e inmanente a partir de las vanguardias del siglo XX en cuanto al reconocimiento de lo escaso, volátil y subjetivo que es el conocimiento de lo existente. Ihab Hassan, en The Postmodern Turn: Essays in Postmodern Theory and Culture, de 1987, acuñó el término «indetermanencia» para definir este resultado en un momento de atomización de los sistemas lógicos en busca de verdades absolutas en la postmodernidad tanto en el interior del ser como en el del texto (Ohio State University Press: pág. 91).
- De la creencia en las verdades demostrables desde la percepción común a la que hay en las falacias de esta última. Tal verdad es fraudulenta ya que se limita a los datos que le suministran nuestros imperfectos seres. Por ello, en el arte de los siglos XX y XXI más que en el del XIX se cuestiona la validez semántica de los términos verdad y mentira, sobre todo en la vanguardia, en la abstracción y en las tendencias (pseudo)místicas. La pregunta es la siguiente: ¿Era verdadera la supuesta mímesis del realismo y de sus derivados y era falsa la exploración intuitiva de la abstracción? La respuesta es no, porque los seres que han formado y forjado esos conceptos son fenotipos (o genotipos influidos por sus ambientes) limitados y falibles. Y también son esto último sus culturas, producto del consenso de subjetividades infinitas que no pueden producir objetividades sino hipersubjetividades.
Toda hipersubjetividad es por ende revisable. No hay «ortopercepciones» ni «ortosignificados» o percepciones y significados correctos, ni individual ni colectivamente. Así pues, la mímesis realista es tan falaz y mendaz como se pretende que es la exploración intuitiva y artística en lo irreal, antirreal o ultrarreal, entendiendo este último término como la pretensión de adentrarse imaginativamente en la realidad que está más allá de la percepción común. Mientras la ciencia no pueda llegar a ese examen de lo ultrarreal, les corresponderá principalmente al arte, a las religiones y a la mística recordarnos que puede existir esa vía de conocimiento ulterior e imperceptible todavía para la gente en general y para la razón y la lógica.
- De la cronología convencional y material al tan bergsoniano tiempo subjetivo de la conciencia, a saber, el de la durée o duración. Y de la misma manera, se fue de este último, tan surreal, al de la conciencia mística. La sucesión e influencia mutua de estos tipos de tiempos es perceptible, en diversos grados y proporciones, en los ya citados poetas de la «poesía del silencio»: Valente, Gamoneda o Janés tanto como en Juan Ramón Jiménez, en Octavio Paz, en Emilio Adolfo Westphalen, en Carlos Bousoño o en Ernesto Cardenal, entre otros.
- De la fe en el progreso material en la modernidad postindustrial del XIX a la búsqueda del espíritu esencial y originario en la postmodernidad, sobre todo después de la decepción causada por el desarrollo científico que aumentó exponencialmente la catástrofe de la Segunda Guerra Mundial (de 1939 a 1945). Se tiende en arte a una falsamente renaturalizada expresión de un mundo y de un tiempo desnaturalizados por la doble cara, positiva y negativa, de la inteligencia humana, partiendo de la desnaturalización de nuestro mundo que advierte Fredric Jameson en su clásico de 1991 titulado Postmodernism, or, The Cultural Logic of Late Capitalism (Duke University Press: págs. 1 y 309). Pruebas de ello son esas tendencias místicas en poesía anteriormente aludidas o la filosofía similar de María Zambrano.
- Del afán utópico de comunicación básica y universal del positivismo moderno al de conocimiento ulterior postmoderno. Se evolucionó del signo que quería ser cosa y así ayudar a abarcar toda la realidad al que se conformó en dividirse en fragmentos para explicar porciones ínfimas tanto de lo perceptible como de lo imperceptible.
- De la creencia en la codificación «monológica» y en la intentio auctoris de un autor a la poli o plurivalente de todos los lectores posibles que lo complementan a él y a todos los códigos de significación que le influyeron, siguiendo las ideas de Roland Barthes en S/Z de 1970. Por consiguiente, se evolucionó de una perspectiva homogénea y tan globalizante como sintética a un pluriperspectivismo analítico de significados.
- De la antientropía teleológica, en busca de un orden y de causas finales por parte de los filopositivistas artísticos y literarios, a la penetración superficial en una entropía o caos controlados que se remiten al origen del mundo y de sus cosas. Así se reconoce que todo intento de articular una antientropía perfecta es una quimera, una ilusión o una fantasía hasta de la mente humana más desarrollada.
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* Jorge Machín Lucas es catedrático de estudios hispánicos de la University of Winnipeg. Se licenció en filología hispánica en la Universitat de Barcelona, en donde cursó también estudios graduados y escribió un trabajo sobre la obra novelística de Juan Benet. Se doctoró en la Ohio State University en literatura española sobre la obra poética de José Ángel Valente. Trabaja temas de postmodernidad, de intertextualidad, de irracionalismo y de comparativismo en la novela, poesía y ensayo contemporáneo español. Fue profesor también cuatro años en la University of South Dakota. Es autor de libros sobre José Ángel Valente y sobre Juan Benet, aparte de numerosos artículos sobre estos dos autores y sobre Antonio Gamoneda, además de un par sobre Juan Goytisolo y Miguel de Unamuno, entre otros.