LA CRIATURA POESÍA: LA HISTORIA DEL AUTOR DEVENIDO COMO FANTASMAGORÍA DE SU PROPIA OBRA
Por Enrique Bruce Marticorena*
Hace un par de años, el editor de la prestigiosa revista Hueso Húmero e incansable promotor literario, Abelardo Oquendo, me confió un intercambio que había tenido con Blanca Varela, en su momento, la mayor poeta viva del Perú. Él le preguntó a su amiga a boca de jarro: «Dime, Blanca, ¿tú eres como la persona que se refleja en tus poemas?». Ella viró los ojos hacia el cielo raso y replicó: «¡No! ¡Dios me libre!»
Esta anécdota, como muchas otras, podría ejemplificar el pertinente cuestionamiento a la asociación automática entre la obra y el autor, asociación tan ingenua (o no tan ingenua) como común. Pero también echa luz sobre otro fenómeno: Oquendo dijo «persona» (y presumo que usó ese mismo término con Varela). De esta suerte, el crítico y gran promotor literario peruano planteó la posibilidad de la obra literaria como una entidad con vida propia, con objetivos y registros con algún grado de jurisdicción autónoma. La respuesta tan categórica de la poeta, de otro lado, apunta a lo mismo.
La «persona» poética, de otro lado, puede ser parte de una fuerza que vaya más allá de sus señas de autonomía. Puede también influir sobre la entidad biológica que escribe, sobre el poeta mismo. El proceso de creación poética es doble: el poeta hace la obra pero el poeta también se va haciendo con la obra. El poeta cobra identidad mediante la realización de sus visiones.
Todo producto poético retrotrae un sentido a la visión. Ella se manifiesta en el escritor en lo íntimo de su psiquis, fuera de los ámbitos del logos, de lo estrictamente social y comunicable. Sin embargo, la visión destinada a lo manifiesto (no toda visión llega serlo) se concretará en el producto creativo y solo entonces servirá de testimonio ante la comunidad de su realidad como entidad vislumbrada. El producto textual con capacidad de prodigio y reverberación será testimonio vivo de una visión y de una persona atravesada por esta.
Aquel producto no hace más que delinear esa visión, decirle lo que el o la poeta es o puede ser mientras trabaja la materia signficante de una línea o acomete una imagen verbal. La obra hace a su creador, le da sentido a lo que este va siendo. (Tal vez por ello algunos escritores de versos se resistieron a usar una máquina de escribir en los veintes; no estaba su pulso a la hora de escribir. No había roce con el papel sobre el cual se redactaba. Al escritor no le sobreviviría el rastro de una caligrafía única. No existiría un cuerpo en esa persona–poesía que se iría haciendo en el proceso. El poeta habría prefigurado en los primeros años de la mecanografía y décadas más adelante, los procesadores de texto y la revolución informática masiva, a una criatura mutante sin un cuerpo que la señalara. Sin embargo, sabemos, ese cuerpo será transfigurado en el producto que niega al autor pero no a su cuerpo, a la larga.
Su producto textual es las posibilidades [sic] de ser. Su producto es, de modo resuelto, una criatura. Lo que digamos de esa criatura tiene posibilidades múltiples de expresión interpretativa. Puede ser «una extensión del poeta» como se afirmaba en el romanticismo. Puede ser «la anulación del autor» como anunciaría un estructuralismo más radical un siglo después. (La criatura estructural existe, sin embargo, vive de la ausencia y la obstinada negación conceptual del autor). La criatura es el compendio de una tekné como se ha afirmado en el fondo, ahora y siempre. Esa criatura va a dialogar inevitablemente con la comunidad que la juzgue, la censure, la encomie, la bien o mal entienda.
La criatura, ya formada, circulará en antologías, en recitales o en los currículos universitarios. Será la interlocutora de todo aquel que la evalúe, que la analice, que la vilipendie o la elogie. Siguiendo a Pierre Bourdieu, buscará también un lugar en el circuito capitalista del mercado y afirmará la legitimidad real o aparente de una clase social o académica prestigiada que la acoja y difunda. No es en lo absoluto original la experiencia de un autor topándose con comentarios y exégesis de una obra que haya escrito tiempo atrás, y ver que ella y lo que se dice de ella ya nada tiene que ver con la persona que el autor es en su presente.
Ella tiene vida propia, y no raras veces, reformulará ante los ojos de todos, el pasado sentimental o existencial de su autor, enajenando a este.
La criatura autor se verá confrontado así, a la criatura poesía.
En el juicio institucional que se suele tener como protagonista a la obra, juicio que puede durar un tiempo breve o si no, como con ciertas obras, una o varias generaciones, estará sentada una sombra entre el público, sombra que es la del poeta. Esta suerte de espectro será aludida de cuando en cuando, o ignorada del todo. Pero su no estar, su no ser aludido, estará comprendido en la propia criatura que testifica y quien recibe la mayor atención.
Vamos a proceder de la siguiente manera: Partiremos de la sombra no siempre aludida para luego llegar a la criatura poesía. Veamos la historia de esa sombra que es a la larga, la de todos nosotros: la del que escribe este texto y la de los que lo leen. (La criatura poesía no hace más que hacer explícitas las grietas de esa historia, los mecanismos entrópicos que anquilosarán a la criatura autor. Ella es la responsable, a la larga, de la catalogación de nuestro mundo como uno alternativo al suyo. Ella será responsable de nuestra fantasmagoría, de nuestra prognosis desalentada).
La criatura humana siempre fue criatura simbólica, criatura dotada de un lenguaje articulado. Debido a ello, sabemos, ella misma se ha tornado en un concepto convocado por la urgencia de formar comunidades de supervivencias y jerarquías desde tiempos inmemoriales. La criatura humana, en tanto concepto, ha sido, o bien el enemigo para un otro, o ha sido la compañera de caza de destrezas particulares o una de complacencia sexual. Ha sido de igual manera, un hijo, un mercader, una sacerdotisa de palabras imperiosas o un verdugo. Un yo. Un tú. Deícticos de varios grados de amabilidad o letalidad. Nos hemos sintetizado en conceptos concretos y abstractos, en nombres particulares y genéricos. La retórica de todos nos ha convertido en lo que hemos dado en llamar «personas». Somos lo que se dice de nosotros; no somos otra cosa.
Precisamos de la ficción de un nosotros y de un cúmulo de personas individualizadas y codependientes a la vez, para cohesionar el clan y sobrevivir en él. Requerimos compartir hábitos y conocimiento. Pero en no menor grado precisábamos de un «ellos», de quien recelar o contra el cual guerrear abiertamente. El odio en común une tanto como el amor a las cosas que nos son familiares.
La inteligibilidad del logos como herramienta de nuestra ficción, el más preclaro invento del clan, conformó y ordenó nuestros cuerpos de leyes, las ciencias catalogadoras, los edictos, la acuñación y el intercambio de conceptos (en ello iba el mundo del que nos apropiaríamos).
Hubo una serie de procedimientos lógicos y sintácticos que aprendimos a manejar. Nuestra convivencia y el consecuente intercambio de conceptos entre nosotros incrementaron nuestra capacidad cognitiva y afinaron nuestra capacidad inferencial. No solo debíamos actuar de manera inmediata ante un estímulo físico del entorno, sino que debíamos prever también qué intenciones ocultaba la persona que se nos acercaba. Debíamos prever qué había detrás de un saludo o una ofrenda. La suspicacia humana fue el fruto más sofisticado de nuestro poder inferencial.
Dicha suspicacia nos proveyó de un perfeccionamiento logístico de supervivencia. Teníamos que conjeturar a las personas y sus gestos como conjeturábamos en los bosques, qué es lo que podía implicar una rama que se quebraba o una simple huella en la arena.
Nuestra ficción nos proveería no solo de certidumbres sino, de modo más interesante, de sospechas. Versiones deterministas de la religión (versiones que conforman otra pequeña ficción elocuente) asocian la capacidad de inferencia del homo sapiens con el inicio de nuestro sentimiento religioso [1]. Por exceso de suspicacia, nos dicen, es que le otorgamos agencia a aquello que por naturaleza, no tenía. Un viento que sacudía la maleza tornábase en un animal invisible. La caída de un rayo en un árbol y la destrucción de este por el fuego, investía al primero de volición iracunda (¿No hacíamos nosotros, criaturas volitivas, lo mismo al hacer brotar el fuego de un hato de maleza seca? ¿No hay en nosotros siempre, una intención oculta?). No hubo, de hecho, comunidades pre–agrícolas que no deificaran las fuerzas de la naturaleza: huracanes, rayos, erupciones volcánicas, inundaciones periódicas devastadoras inspiraban un nombre y un estremecimiento.
El concepto harto elaborado y complejo del tiempo engendró también dioses. Las entidades estáticas como la de las grandes rocas y las montañas, estaban investidas de eternidad (divinidad) al contrastarlas con nuestra propia mortandad. Los ciclos de espera, siembra y cosecha en sociedades sedentarias, también fueron productos de deidades (así lo asumíamos) que establecían cronogramas sobre la asociación entre la tierra y los fenómenos meteorológicos y fluviales. Las manifestaciones genésicas de la tierra fértil, o las de la lluvia o el río que la fecundaba, se repetían en patrones regulares que duraban generaciones. La información acumulada de esos brotes generosos naturales fue el espacio narrativo que sostuvo la versión de la inmortalidad de los dioses.
La religión fue el producto más sofisticado de nuestro poder inferencial y ficcional. Nada se ha comparado con su sintaxis y su arrojo semántico. Ningún sentido (ficción) de nación o de afiliación política se ha podido comparar a ella, y las últimas décadas del siglo XX de masacres y pugnas violentas étnico–religiosas, en todos los continentes, dan prueba de ello, sofocando la proclama triunfalista del fin de la historia de un Francis Fukuyama en los noventa (como había hecho Marx siglo y medio antes con mayor prudencia).
Sin embargo, fue la propia religión la que dejaría en nuestras ficciones articuladas y ordenadas ciertas fisuras. Dentro del discurso legislativo de cada comunidad, se entremetía el ritual y el sacrificio a veces violento que parecía contravenir ese discurso prolijo. El tabú que nos disuadía de matar fuera del escenario de la guerra o de la vindicación colectiva, se desvanecía frente a la del guerrero vencido con el pecho abierto sobre el ara de piedra. Las llamas avivaron el grito de horror de la joven elegida y sofocaron el mandamiento del «no matarás». La obediencia al rey y el acatamiento a sus veleidades a veces crueles, solo tenían un sentido si incorporábamos a ese rey a una genealogía divina y a un tiempo de mayor escala que la del rey mortal. Era la religión la que descartaba para el sacerdote del cuchillo sangrante, la versión inepta que lo calificaría de un psicópata inmisericorde.
Nuestras ficciones, dije, conforman el yo como un concepto más del discurso del nosotros. La omnipotencia de mi subjetividad es ilusoria, ella concibe y es capaz de reflexionar sobre sí dentro de los parámetros que mi cultura permita, con las herramientas sintácticas y conceptuales que le fueron concedidas, no con otra cosa. Pero la religión (también dije) abre una fisura mediante el ritual. Lo mismo hace el sexo, la energía bio–psíquica de mayor poder de disolvencia. El sexo sagrado o recreativo se ejerce en el gerundio de la experiencia viva, discurre siempre por atajos que nos alejan del yo establecido por mi comunidad. Tampoco el «tú» emerge vencedor, puesto que en tanto concepto forjado en mi subjetividad también será sumergido en el agua que se yergue sobre nuestros discursos consensuados y será arrastrado por la tromba del cuerpo y el deseo. El yo y el tú desaparecen y no alcanzarán a ser un nosotros delimitado. El caleidoscopio de sensaciones internas y externas se acompasará al pulso de una bestia innombrable, una bestia que no es producto de nuestra conjetura como pasó en nuestros bosques, sino una vivencia pura que nos sobrepasa, un gerundio puro que reniega de la experiencia perfectiva. Un puro ser siendo que reniega del ser sido, dicho, nombrado, concebido. El sexo buscará cualquier fisura en el muro del logos.
De esto da cuenta la criatura poesía en el juicio. Da cuenta de las fisuras. Ella se gestó en el ritual, en la danza y los estadios del ex–stasis (del no–yo). No estuvo ajena en los rituales dionisíacos dentro de la península ática, de las proclamas del vino, el alucinógeno y el sexo. Pervivió en el ditirambo, en las palabras que se cruzaban dioses y mortales. Nunca se alejó del cuerpo y sus posibilidades, solo los recuperaría de manera incierta en el tapiz del discurso racional.
En las madrugadas de muchas culturas, a lo largo de bosques, desiertos y tundras, todo en un inicio, fue ritmo alrededor de innumerables fogatas. Fue a veces, el golpe acompasado de nuestras palmas cuando no usábamos el sonido de dos varillas al hacerlas chocar de manera sincrónica. Cuando el ritmo adquirió realce ritual, fue convocado, siempre como un abstracto irresistible, con diferentes instrumentos de percusión. El ritmo fue danza y fue canto. El inicio de nuestra extraordinaria ficción del cuerpo y de nuestra comunicación con los dioses emuló a la larga, el inicio de todo: el corazón de nuestra madre, el primer sonido que afirmara nuestra existencia fetal. (En el mundo amniótico del que nos desprendimos al nacer, el ritmo era yo).
El patrón tomó nuevas formas alternas a lo que llamamos «ritmo». Nos sobrevinieron las notas y las escalas. En la poesía escrita (una excentricidad debida a Guttemberg y a las propuestas retóricas del latín), los recursos retóricos primordiales del ritmo, la métrica y la rima dieron paso, poco después, a otros secundarios como los de la aliteración, la eufonía, los hemistiquios y las pausas interversales. Todos en conjunto hablan de la matriz ancestral de la música ante la intromisión espuria de la palabra. El texto escrito de efecto estético nunca se alejó del todo del cuerpo en danza y la vocalización acompasada, del grito ululante en los umbrales de un templo, del canto de un colectivo sincronizado que no pudo olvidar el imperativo de un corazón en las aguas primigenias del útero.
No podemos situar a la criatura poesía como anterior a la criatura humana puesto que la convención dicta que somos nosotros, las criaturas humanas, sus creadoras. Sin embargo, su sola manifestación altera nuestra concepción (y ficción) del tiempo. Al echar luz sobre ella, anunciaremos una suerte de preteridad que explaya a la criatura humana. La criatura poesía no nos antecede pero tiene la investidura de lo antiguo, de lo intemporal que nos abarca y nos gesta de modo aberrante. Ella transgrede la ficción del tiempo construido a través de los discursos y vanidades de nuestra cultura, de nuestro logos ordenador. Ella emerge en un discurso (¿grito? ¿gemido? ¿balbuceo?) de linaje pre–lingüístico para expresar de sí y formarnos a nosotros en el proceso.
La física cuántica nos presenta una ficción análoga a lo que ha hecho la poesía de nosotros. El experimento matemático–empírico de John Wheeler de 1934 aducía, mediante el estudio del comportamiento de fotones, que había áreas amplias del universo en espera de la mirada de alguien para empezar a existir. Un fotón proveniente de un quasar distante de la Tierra, llegaría al observador por una doble vía simultánea, y no sólo eso, sería la lente del observador la que determinaría cuándo habría sido emitido ese fotón, aun a expensas de que el mismo haya sido emitido, según los cálculos del observador asombrado, millones de años antes de la aparición del homo sapiens. El observador determinaría así el pasado de la materia observada, según el modus operandi de su observación. Esta aberración causal se resuelve (a medias) con ciertos paradigmas de las matemáticas probabilísticas. La poesía siempre dio pie para esas aberraciones causales, para los escándalos antitéticos y para la irreverencia al decoro sintáctico.
César Vallejo transfiguraría a su madre en su poemario Trilce (Lima 1922) no solo en un referente nostálgico, sino en una entidad que impregnaría sus versos en varios niveles de significación en términos de juegos fonemáticos, de contenidos y distorsiones morfológicas y sintácticas [2]. Cuando el vate norperuano escribió en su Trilce VI: «el traje que vestí mañana», expresaría un anhelo radical: el de la madre que perdió pero también (o más) el de la madre que lo precederá siempre en el recuerdo y lo sucederá siempre en el espacio de anhelo de su propia identidad como ser humano solidario («y si supiera que mañana entrará a entregarme las ropas lavadas, mi aquella lavandera del alma» dice el poeta en su «Trilce VI). La madre es la que acoge, lava y viste. Es la persona cobijadora y auxiliadora que dará marco ético a los poemarios de la España en la guerra civil de los treinta. Será ella la «Madre España» de su poema de mayor conmoción de entre los últimos que escriba. Asociará a la madre España en «España, aparta de mí este cáliz» (poema que da nombre al libro) con la imagen de unos niños que acudirán, en el imaginario versal, a recogerla con las armas del alfabeto, letra por letra. Ella también acogerá, en otros poemas, a los republicanos proletarios y a un soldado caído de cuyo cuerpo brotará un libro de un lenguaje futuro [3]. La madre in–corpora, casi en un sentido literal del término, a los hambrientos, a los soldados derrotados, a los huérfanos, a los mendigos que «pelean por España mendigando en París, en Roma, en Praga», a los destituidos de la tierra, en otros poemas de la misma colección. Ella encarna en el presente del enunciado versal, el futuro vislumbrado por el poeta. Ella y los muertos anuncian / enuncian el lenguaje futuro que se asomaría por las fisuras del lenguaje racional que la programática del poeta peruano se abocó a derruir.
Vallejo hace explícita esa aberración temporal («Moriré en París con aguacero, un día del que ya tengo el recuerdo» [4]) a lo largo de su obra. Nos hace ver que es por la poesía que parimos un pasado (en su caso, el de la madre primordial). Es la acción de creación o lectura la que gesta a nuestros ancestros.
Desde el banquillo, la criatura poesía nos refiere la historia que nos forma y nos proyecta a un futuro que seremos nosotros, si hay suerte. Escudriñamos desde las bancas del público a la criatura que es interpelada y quien (se supone) fue la enunciadora primera. Contemplamos las cicatrices que han dejado en ella nuestros versos. Tratamos de adivinar lo que esas cicatrices dicen. Procuramos vislumbrar con no menor desesperación, el cuerpo que nos fue arrebatado. En ello se nos va la única vida que nos provee de aliento y nos da legitimidad, frente a las palabras irrevocables de la criatura del banquillo, cada vez más parecida a un dios.
NOTAS:
[1] Wright, R. (2010). The evolution of God: The origins of our beliefs. Hachette UK.
[2] Ver mi estudio sobre Vallejo: Madre y muerta inmortal: Género, poética y política desde los textos de César Vallejo. Lima: Fondo editorial de la Universidad San Ignacio de Loyola, 2014
[3] España, aparta de mí este cáliz sería publicado en 1939, tres años después de la muerte del poeta, en la imprenta de la abadía de Montserrat, Cataluña.
[4] De sus poemas póstumos publicados en 1939 con la edición de su viuda Georgette de Vallejo, en París.
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* Enrique Bruce Marticorena (Lima, 1963) se doctoró en Literaturas Hispano y Luso Brasileras en el Centro de Graduados de CUNY en 2005. Ha publicado el poemario Puerto (Lima, 1992), el libro de cuentos Ángeles en las puertas de Brandenburgo (Lima, 1996), la colección de poemas en prosa Jardines de la Editorial Intermezzo Tropical (Lima, 2013) y un estudio sobre César Vallejo; Madre y muerta inmortal: Género, poética y política desde los textos de Cesar Vallejo con el Fondo Editorial de la Universidad San Ignacio de Loyola (Lima 2014). Ganó dos menciones honrosas en el concurso «El Cuento de las Mil Palabras» de la revista Caretas de Lima en los años de 1986 y 1992. Se le otorgó el premio Lane Cooper de las Humanidades en el 2004 por su propuesta de tesis doctoral. Sus poemas, artículos, ensayos y textos de ficción han aparecido en diversas revistas literarias y periódicos de Lima y Nueva York. Actualmente enseña en la Pontificia Universidad Católica del Perú, la UPC y la Universidad San Ignacio de Loyola.