Escritor del mes Cronopio

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HACIA LA CARTOGRAFÍA DE LOS ROSTROS : GILLES DELEUZE E INGMAR BERGMAN

Por José Fernando Saldarriaga Montoya*

«A través del cine, se perfila un rostro de la modernidad que no es el de la muerte de Dios, sino de la pérdida del mundo»
(Paola Marrati)[1].

En 1991, el presbítero Luis Alberto Álvarez —crítico de cine del periódico El Colombiano de Medellín, Colombia— convocó a un seminario de cine relacionado con las primeras películas del director sueco Ingmar Bergman (1918–2007)[2]*. Se trató, en mi caso, de un inicio, en condición de dummy, dentro del mundo del cine y, al mismo tiempo, un avistamiento de lo que representó Bergman para el séptimo arte en el siglo XX. En el trascurrir del tiempo cronológico de finales del siglo XX y en los albores de los primeros años del siglo XXI, temía que —en los tiempos de la rapidez, el consumo audiovisual y las imposturas neo-intelectuales—, quedase su obra en los anaqueles de la historia o en las grafías de los críticos. Y así, en un trasegar lento en los escenarios académicos y de la vida privada, comprendí la afectación y el diálogo con el mundo de la vida y el reflexionar filosófico, cimentado en imágenes en movimiento. Cuadro por cuadro se condensa la multiplicidad de artes, que constituyen, sin darle aún denominación cartográfica, disímiles escenarios de pensamiento. El cine proporcionaría nuevas preguntas filosóficas, pero, además, articularía problemas, preguntas y perspectivas, que, interaccionadas con el arte y la literatura, generan recorridos gramaticales para nuevos planos del pensamiento. Diría Deleuze, al respecto:

Hacer filosofía es otra cosa. Hacer filosofía es construir conceptos, y no quiere decir más que eso. A mi modo de ver es un camino de creación. Los conceptos no existen ya hechos, no son pequeñas estrellas en el cielo que tratamos de descubrir, los conceptos son objetos de creación[3].

          Desde entonces, el cine así no será sólo aparato técnico e ideológico, sino la cartografía en donde flotarán nuevas preguntas en el planómeno[4], del pensar a través de la imagen-movimiento[5]. Comprendí, desde esta perspectiva experimental, que el cine podría ser el cimiento de preconceptos; nacen preguntas y nuevos sentidos que, en esta relación dual, —me refiero a Deleuze—, Bergman ocuparía otro capítulo más para la filosofía y la historia de las ideas. Para este caso, espacio imagen[6] será aquella subjetividad no dicha, pero en el vaivén de imágenes, posiblemente, se encontraría la revivificación de un nuevo paisaje de la condición humana.

       Bergman nos dejaría muchas cajas de resonancia para la interpretación y búsqueda de sentido para este siglo XXI y Gilles Deleuze caminos bifurcados y lodazales para la producción de conceptos. Desde Crisis, el primer filme cuyo nombre original fue Kris 1946, a Saraband 2003, se enraízan el panorama de la existencia, como posible acontecimiento deleuzano, y la fusión en el siempre presente; acaece, en el ocaso de sus días, como la fenomenología[7] y cine, declarado por Merleau Ponty, llamándola como conjunción entre el cine y filosofía, como ondulación presencial de la filosofía de Husserl, en la literatura de Sartre y Camus. De esta manera, la pantalla cinematográfica hacía parte de las dudas del ser y la catarsis, encaminando la interpretación de los acontecimientos, que sólo pueden comprometer el tiempo bajo el influjo existencial en la herencia de esa filosofía de la crisis, para que luego, en un bautizo diferencial, con otras lecturas filosóficas, Deleuze y Guattari desplegaran el tríptico de afecto, percepto y concepto[8]* sobre la extensión semiológica del lenguaje en la imagen.

         El evento aquel tuvo lugar en la sede del Instituto Cultural Colombo Alemán —Instituto Goethe—. Las películas que serían presentadas eran aquellas que revelarían el inicio de su carrera como director de cine. Pero, más allá de una simple calenda del movimiento cultural que la ciudad de Medellín ofrecía para hacerse positiva en la historia local, aquel espacio creado desde una semiótica de las revelaciones del sentido en la infinitud de la luz acercó el prisma plurisemántico del concepto a una generación imbuida en la complejidad urbana del conflicto que empezaba a ser variopinto en diversos matices: el narcotráfico y las organizaciones grupales de extracción barrial, y la colonización territorial de las células insurgentes: Farc-Ep[9]** y ELN[10]***, la disputa de control territorial de estas organizaciones frente a otras cuya ideología se opuso radicalmente a la izquierda, como fueron las AUC[11]****, y desde todas estas, su definición paraestatal, en términos de presencia y subordinación. Medellín, por esos tiempos, asiste a un punto de giro de magnitudes siniestras para la protección y conservación de sus instituciones, que impuso formas propias de supervivencia y control.

     Sin duda, aquello fue toda una novedad para mí porque en las salas de cine y cinematecas de Medellín, apenas se conocían las producciones realizadas por Bergman en los años setenta y ochenta. El formato sería en beta video y representaba innovación respecto de la imagen-tiempo[12], como factor de mediatización tecnológica. En consecuencia, entendemos que la imagen tiempo es abducción para una materialización dialéctica de eso que siendo representación —antecedido por la historia— se manifiesta en la gravitación existencial de los objetos dispuestos para la comprensión en mímesis de la condición humana. Para el caso que ocupa, el concepto sitúa la mutación medio-lógica del cine silente al cine sonoro como revolución de la imagen en el siglo XX.

       Por cuanto las películas no se encontraban rotuladas con subtítulos convertidos al español, la traducción de los diálogos y monólogos estuvo a cargo del presbítero, razón por la cual, la pregunta por la interculturalidad de la imagen en el cine, tanto como las inquietudes ante la idea de la universalidad del conflicto, del ser y sus crisis, determinó para algunos epígonos del padre Luis Alberto la idea de una gramática inmanente que contiene a la imagen en un concepto, todavía, superior a la palabra. Producir un nuevo enunciado y construir concepto en un entramado de crisis de ciudad que alude —como Bergman en el contexto de la Segunda Guerra Mundial—, a la vida y a la muerte, era tal vez ir en la búsqueda de un espejo.

       Lo anterior sirve para precisar que hay un instante de ruptura de la imagen con el concepto y la convención que da paso a la inclusión total por las sendas de una metalingüística inmanente a la palabra, sobre la expresión del gesto que se manifiesta en la pantalla. Esto es lo que luego se comprenderá en la idea de cine afecto, definido en el Diccionario teórico y crítico del cine de Aumont y Marie (2006), como una variable de análisis de los planos cinematográficos, que para nuestro caso será Primer Plano y «por lo demás», se le ingresa dos categorías subyacentes, a saber: «Una entre las modalidades de las que se ocupa la imagen movimiento correspondiente a la figuración… vinculada con el rostro en primer plano que puede ser ‘intensivo’ o ‘reflexivo’»[13]. Se trataba de conceptos a los cuales nos acercábamos por la vía de la factualidad, con la consciencia sí del rostro, Y dos; desde la condición neófita, ante una reflexión filosófica, se traza parámetros desde una ligera abstracción conceptual. El reto fue, entre muchos aspectos, el elemento fundacional para ir en búsqueda de ese otro sentido, no avizorado en la historia de la filosofía.

         Recuerdo que se rodaron: «Los comulgantes» (1962), «Como un espejo» (1960), «El manantial de la doncella» (1959), «El Umbral de la vida» (1957), «El rostro» (1958), «Sueños de mujeres» (1955), «Juegos de Verano» (1950), «Sonrisas de una noche de verano» (1955), «A la alegría (1949), «Tormento» (1944); esta vez, no como intentando responder a una seriación sistémica, sino apuntándole —y ahora lo comprendo— al universo abductivo de expresiones perceptuales, en el breve intervalo que nos ha sido dado para la interpretación de una realidad urbana en continua transformación social.

         Ahora, con Ingmar Bergman, emergía un mundo de silencio, donde la eternidad se hace contener en la aporía finita de la luz breve sobre el rostro, simbiosis dilecta para pensar la vida como acontecimiento filosófico. Desprovistos de semióticas convencionales, el mundo estaba para ser inventado y ser; requería un tiempo de siete días y un universo. Lo breve y lo largo bastaba para saber que no era captar significados sino construirlos, con historias trémulas, trashumantes empujadas hacia el territorio verosímil del concepto.

 

          La palabra, ese fruto que la cultura da para llenar con ruido la inanición de sentido, prontamente se alejó con el eco de las raudas traducciones de un cura que también intentaba ver. Además, la mirada agudizó el iris en la expresión, insufló el color y la ficción del movimiento como una composición efímera de teatralización y luz, evanescencia del cine. Ahí, la música y la fotografía, que ya alcanzaban el no ser —el or not to be, de Shakespeare (Shakespeare, 1994)— se bastaban a sí mismas, como composición virtual y externalizada de un concepto, como en una metáfora de la medialización en Regis Debray (2001) o un acontecimiento no arquitectónico del ser o sus formas de la exterioridad que con José Luis Pardo se dirá: ese afuera que el interior descifra (Pardo, 1992).

         Entonces, ¿qué voces a sombra-luz, en la oscuridad de un pequeño auditorio rodeado de libros, salpicaría esa existencia que somos en la imagen-tiempo? Posiblemente, seríamos la imaginación narrativa que, como espectadores con buenas intenciones, tratamos de entender. Lo que sí era claro para todos los participantes del seminario (unos pocos) que, sin duda, estábamos en un bello proceso de identificación de uno de los directores de cine que serían determinantes en la historia del séptimo arte en el siglo que terminaba. Y nos retornamos a ese impacto que luego llamaría, con Raymond Bellour, «El entre imágenes»: «Una fuerza. Un cuadro. Una mirada (…) volver la mirada hacia ese agujero de luz donde ese rostro está demasiado presente y ausente al mismo tiempo. (…) Estar atrapados así en el círculo sin borde de ese primer plano fantasma, sin origen, ni destino»[14].

        El cine de Ingmar Bergman, de nuevo, será visto desde un lente mediado por la tecnología en formato DVD[15]*, y es preciso ese cruce generacional del siglo XX al XXI, en el que emergen respuestas a las cuestiones simbólicas entre la palabra y el silencio, entre la rostredad y la ontología de los acontecimientos. Se sabía que en todo aquello subyació una misteriosa cuestión contenida en la esfera de un cristal siniestro que se abría: el cine no era solo cine, sino continuidad de Heráclito integrando la nada de un ser en la conífera estrechez del ethos[16]* occidental. Era un intricado biombo de respuestas por buscar, cuyos planos sincopados en los filmes se ampliaron mucho más de la forma en un croma complejo del tiempo cifrado por el gesto y los objetos, por los decires con los cuales se conforma en cada instante la sensibilidad emergente del percepto[17] como acontecimiento interior.

          El cine de Bergman estuvo ahí, como el leopardo que duerme, como Thauros que rumia y empezaba el tiempo propio para pensar: la lúdica trascendida de las cosas a la filosofía del cogito, que, como en Ricoeur, abduce de la acción la materialidad del concepto; eso que antes estuvo en el plano de las sensaciones. Y fui (fuimos) a las palabras de Jean Luc Godard: «El cine es un arte, no es un trabajo en equipo. Uno está siempre solo en el escenario y ante la página por escribir. Y para Bergman, estar solo es hacerse preguntas. Y hacer películas es contestar a esas preguntas. Imposible ser más tradicionalmente romántico»[18]. Como en un encadenamiento deleuzeano, Bergman nos afecta —no casual— en la falange de lo bello, la frescura elemental de la tragedia, ese encuentro que al contemplar el ser en sí mismo, Bergman intenta dar respuesta con la muerte, el rostro, la soledad y el silencio mismo.

            En esa permanente búsqueda, como en la residencia en la vida, el colorario del cine imbrica los objetos y, esta vez, las ciencias sociales. Surge la inquietud: ¿Sí existe posibilidad para explorar filosofía desde el cine? Y, de ser posible: ¿Cómo afecta el pluriverso conceptual del cine los cánones de la reflexión filosófica?

            Los filmes de Bergman se bastan a sí mismos en continentes de preguntas: ¿El hombre y sus angustias? ¿La existencia? ¿Dios?, ¿Coincidencia simbiótica de lo sagrado y lo profano? ¿La razón y la magia? Cuestiones metafísicas que Bergman sugiere en planos del lente y, a la vez, basamento para una filosofía distinta en la brevedad de Hobsbawm y su siglo XX corto. El contexto hipertextuado de inquietudes académicas —o sencillamente de inquietudes— suscribe a la duotomía cine-filosofía. Planos por descubrir y, como en Martin Heidegger, habrá que espacear el bosque, para ver los claros del universo; precisamente por el biombo de sus propias sombras.

         Para Dominique Chateau, a lo largo de los años ochenta se registra en la semiótica occidental un «giro lingüístico», que no es el giro de Heidegger en Ser y tiempo controvirtiendo la hermenéutica de Hursserl, sino el giro que propulsan las contribuciones de la semiología clásica francesa y el paso al análisis narrativo en lo que será luego las estéticas del cine, donde la categoría de personaje espectador hace de este último «una suerte de asociado no de las historias sino de los afectos que estas cubren, engendran, inventan»[19]. Aparecen nombres que como André Bazin[20]* y Christian Metz, en textos, para este caso, como Ensayos sobre la significación en el cine, Vol. I y II[21], fundamentales en la incursión a las teorías de cine para acometer, con un acercamiento estético y filosófico, la narrativa de la imagen. Entonces, Jean Epstein (1897-1953) no quedaría solo, como si fuera un grito, cuyo eco acariciarían las futuras voces, con el clamor de un nuevo pasajero en la filosofía del crítico siglo XX; se aclamaría en 1921: «Toda filosofía del cine está por hacerse» y como si fuera una sentencia a la tradición filosófica, en el contexto de un nuevo lenguaje de sombras clara-oscuras, el cine es un «caligrama en donde el sentido se aferra a la forma». En los años setenta y ochenta, los ecos de esos vientos de años anteriores cuyos primeros pasajes de cine y filosofía eran casi sospechosos, resaltan teóricos como Stanley Cavell (1926), Virgilio Melchiore (1931), Jean Louis Schefer (1938) y Domique Chateau (1948). Este último pronunciaría en una nota aclaratoria:

El ‘giro estético’ no podía contentarse solamente con ornamentar, ni siquiera inspirar, el comentario de las obras. Debía implicar también a la teoría en su dinamismo y convertirla más o menos radicalmente en la problemática estética (…) Lo que uno está en todo su derecho de llamar ‘estética del cine’ reagrupa el conjunto de textos concebidos casi desde los comienzos de la historia del cine, por otra parte, la idea de estética es interpretada de múltiples maneras; apenas pueden discernirse ‘grados de conciencia epistemológica’[22].

         El universo interpretativo aportado por el cine, dirá Chateau, genera nuevos interrogantes y futuras posibilidades en el abordaje de las problemáticas, porque es en la categoría elemental del arte; también es una construcción semántica que avanza al paso de la gramática con que se describe la realidad, sin que esta sea la realidad per sé: «en efecto, se trata de ir de la interrogación general en estética, al cuestionamiento particular sobre el cine; de estética filosófica o emparentada, a la forma particular que sus problemáticas pueden adoptar en el marco de los estudios cinematográficos»[23].

       La pregunta y la premisa, como puntos de partida para el abordaje de la realidad, constituyen en Chateau una ambivalencia de significado, por cuanto el tiempo crítico de la posguerra ha abandonado su presente, para adquirir forma en la ficción narrativa del cine y lograr así lo que será evocación del acontecimiento actualizado en los planos seriados, que la fotografía permite.

       A la manera de Susan Sontag, se trata de un efecto de conservación ante la crisis, con dosis de anti-interpretación, como posibilidad de fuga; a lo que ella dice:

Tenían, si acaso, sobrada comprensión de lo que estaban viendo, edificio tras edificio, calle tras calle: los incendios, los escombros, el temor, el agotamiento, la aflicción. Pero algún día harán falta los pies, por supuesto. Y las atribuciones y los recuerdos equivocados y los nuevos usos ideológicos de las imágenes serán los que distinga estas fotografías[24].

          En este caso, se refiere a los acontecimientos ya ocurridos en el marco de los ataques del 11 de septiembre (11-S), una analogía con el tiempo en pretérito con que el cine, en Bergman, traza la semblanza del horror como otra manera del rostro. Sobre esta base, cabe puntualizar que es en la sublevación ante la imagen, donde Bergman, más allá de Chateau y el mismo Deleuze, abre las grietas por donde se asoman los párpados, para el encuentro con el concepto emancipado en el arresto de autorizarse a pensar al borde del abismo donde se pone el existencialismo propio.

          Los elementos esbozados hasta aquí constituyen una materia que, para el lenguaje del cine, prevalece formada de memoria de la cultura en la historia del siglo XX (factor pretérito para la definición de un objeto en búsqueda: la duotomía cine–filosofía. Partiendo de la premisa que la filosofía es per sé, el pensamiento de la vida, la vida es gloca-lidad e historia. Al lado de ello, conviene llegar a determinar, para esta cartografía de pensamiento, una opción sobre plano y rostredad. Aquí he de referirme, también, al divisar como el cine y, con este, la imagen–universo tiene antecedentes vinculantes en la impresión del filósofo, para quien la dialéctica es reflexión sobre la realidad vivida y, por lo tanto, re–significada en la vivencia propia.

           Algo emerge y se vuelve a hacer, cada vez que volver con Bergman por los surcos de los rostros y realizar desde allí la analogía para una apuesta filosófica es esencialmente encuentro y arkhé[25]*, de ser siendo en continuada transformación. Los cuadros de adolescencia son ahora metáforas de un tiempo quieto que rompe su potencialidad y se realiza en la expresión hermenéutica de una filosofía crítica del acontecimiento, en el lugar cuya distopía fue Medellín y pudiera serlo desde allí, todas las ciudades del mundo hasta la sinuosidad del tiempo en la Ámsterdam de 1945[26]*. Quiero aclarar que se trata de lo posible como tesis de micromundo, donde todo puede suceder en cualquier lugar del todo.

DELEUZE Y EL CINE – SIGLO XX

         Como un concepto traído de Gilles Deleuze, el cine se cruza con otras arenas conceptuales y es él [Deleuze], quien, en la segunda mitad del siglo XX, sugiere el precepto de estas relaciones discontinuas entre cine y filosofía. ¿Qué es el cine? Es una cuestión que, para entonces, plantea la determinación fundamental de forma y estética. Pero, ¿Qué entendemos por la abducción cine/filosofía? si las posibilidades de seducción abandonan el afuera, para realizarse en el adentro del sujeto, que interpreta y se contra–interpreta, dando paso así a una dialéctica del concepto por otros medios.

       Se ha ingresado así a un universo de pensamiento crítico, para la comprensión de la existencia en el siglo XX. La abducción cine/filosofía supone la existencia de un horizonte de alteridades posibles, donde la configuración de otras miradas es válida respecto de rostredades disímiles, ámbito del carácter, de la variabilidad en las mentalidades, de la heterotopía con que los acontecimientos son por la noción misma de la imagen, en movimiento. Cabe destacar que, ese otro en el cine es el mismo y es el tercero implicado cuya designación habita el espectador. La revolución de Bergman es que ha afirmado en este sujeto un interlocutor posible. Por lo tanto, una dialéctica de alteridad en la expresión filosófica del filme deriba desde una condición de creador para el director a la de interpretación, como plano hermenéutico en el abordaje de la imagen donde la progresión tiene como destino la luz, las formas y los sentidos. El lenguaje del cine, en este enfoque, emerge en sinestesia en el curso de sensibilidades que, en ocasiones, desbordan los conceptos, y el sesgo con la literatura se hace evidente.

             La imagen como objeto de construcción de sentido ha sido un factor común de discusión y narrativa, aún desde las prácticas de la cultura en la polis griega: las esfinges, los bustos y los frontispicios, la arquitectura, demuestran que desde el alba de los tiempos, el concepto sitúa allí su proyección de virtualidad, un equivalente semiológico de lo que Deleuze ha dado en nombrar imagen–pensamiento. El mundo es imagen para la conciencia y humano en todas las maneras de percepción. Considerando que lo perceptivo «parece ocuparse de [la manera] como captamos el mundo exterior y la semiótica del mundo de la significación, no hace falta insistir en que captar el mundo no es independiente de captar el sentido de las cosas que lo constituyen»[27].

            Por lo tanto, el logos filosófico inicia la partida entre el espacio y el tiempo para darle cuerpo sin forma a otro modo de pensar que la filosofía en el planómeno, o sea, la filosofía del cine, analogía de un mar quieto que en su quietud se hunde y emerge, reacciona a la expresión del tiempo, como en un pre–concepto para lo que después será una teoría. Deleuze ve en el cine una especie de imagen–pensamiento filosófico. Y, es preciso con la presencia de Henri Bergson, mediante el cual admite la idea del cine como artificialidad técnica del hombre, la ruptura del tiempo y el movimiento dejados por los pioneros del cine a finales del siglo XIX. Así y todo, hoy el arte en la filmografía son devenires puros. El cine, en esta percepción, empieza a formar parte de la más antigua ilusión del pensamiento conceptual:

«Pero lo que es necesario observar en relación con la ‘artificialidad’ de este procedimiento, es que el cine la comparte con la filosofía y con el lenguaje tanto como con nuestra inteligencia y nuestra manera de percibir (…). El cine expone, por decirlo así, por fuera, la operación más propia de la percepción y de la inteligencia humana»[28].

 

           Con todo lo anterior, el cine tiene una especie de círculo dialógico que, desde antes, en la filosofía del Mediterráneo, ya habitaba en la azarosa búsqueda del pensamiento griego. A esto hace reticencia José Luis Pardo para ubicar, de manera tangencial (no absoluta), a Deleuze en la línea bergsoniana. Dice:

Aristóteles —pensador a quien Bergson tiene presente—… señalaba que con todo proceso de trasformación la cosa que cambia, retiene algo de lo que era antes de comenzar a cambiar y ha adquirido ya algo de lo que será cuando el proceso haya acabado —y que es ello mismo —la parte actual del desarrollo— lo que hace pensable el movimiento[29].

        Esa consciencia de presencialidad del movimiento presentida en la naturalidad misma por Bergson es un precepto elemental, que, en la línea de Paola Marrati, quien lo cita en Gilles Deleuze: Cine y Filosofía, revierte a la expresión natural del ser humano. Para ella, se trata de una tesis que el cine ratifica:

Cuando se trata de pensar el devenir o de expresarlo, o incluso de percibirlo, no hacemos otra cosa que accionar una especie de cinematógrafo interior. Resumiríamos entonces todo lo que procede diciendo que el mecanismo de nuestro conocimiento usual es de naturaleza cinematográfica[30].

          El concepto imagen—movimiento que, más allá de una coordenada en el orden binario del razonamiento positivo del siglo XIX, supone una introyección compleja, para una comprensión del sentido que, como en una cinta de Moebius, integra las categorías de afecto, percepto y concepto[31]. El cine supone una disposición perceptual ante el afuera, que no excluye la hibrys o afectación en el adentro, considerando en este caso la tesis de Hesíodo, abordada por Jean-Pierre Vernant, en Mito y Pensamiento en la Grecia Antigua[32]. El cine demanda en la recomposición del tiempo en la imagen, un ejercicio de subjetivación del concepto y pre-concepto, por cuanto cada categoría de significado deriva en una factualidad (hecho), intrínseca vinculada con la experiencia social y da paso a la historia como relato de esa breve existencia con lugar en el tiempo de Heráclito, en el que discurre la vida. Y detrás de todo ello, habita un autor, así, indeterminado y con rostro sólo en los personajes.

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