Kronopeas

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LA GUERRA. LA FE Y LA RAZÓN

Por Leo Castillo*

Para referirme a la Guerra según los griegos tengo que escribirla en mayúscula, pero no pretendo tratar el tremendo tema siguiendo a este admirable pueblo de la antigüedad. Para ellos la guerra es una fuerza que supera a los hombres, juguetes del destino, y como tal la personifican en un dios. Los romanos, como tantas otras cosas, entendieron esto tal los griegos, limitándose a traducir Ares por Marte; el dios de la guerra es también para Roma el rojo planeta de nuestro sistema solar. La guerra es roja.

Nosotros podríamos asignar la categoría de instinto a la fuerza irresistible que arrastra a los hombres a arrebatar violentamente las propiedades de los hombres, lo que no es fácil conseguir sin arrebatar con ello la vida a las víctimas del despojo. La expansión de la propiedad privada, el deseo sin tasa de incrementar la riqueza propia y el territorio individual o de una nación a costa del otro es así la causa predominante para moverle guerra sometiéndolo o exterminándolo materialmente. Sobre esta premisa se levantan la gloria del sangriento Alejandro el Magno y la de César, hombres–dioses por distinta vía. Olimpia, la madre del primero, le dijo que, como otras mujeres, había sido preñada por Zeus omnipotente. Un rayo se abatió sobre su vientre sin chamuscarla, fecundándola, en cambio. Zeus esta vez no fue cisne para aparearse, como hiciera para asaltar a Leda, ni toro, en el caso de Europa, etc. Así pues, Alejandro tenía algo así como el derecho divino a exterminar naciones, como hijo o elegido, viene a ser lo mismo, del dios. En cuanto a César, se sabe que tuvo la modestia de revelar su condición divina solo después de su muerte mediante un mecanismo o truco astronómico. Durante los juegos que para honrarlo Augusto celebrara, tuvo la ocurrencia de aparecer en el cielo en forma de cometa, consiguiendo así su estatus de dios póstumo. Si Olimpia fue fecundada por una centella que le cayó en el vientre, no veo por qué no habría César de metamorfosearse en cometa, especialmente durante unos agasajos que se le tributan.

Me parece que Kierkegaard se declara capaz de dos de las virtudes teologales, la esperanza y la caridad; pero, no sin elegancia y trágica humildad, dice, «ante la fe, mi alma retrocede». Schopenhauer, por su parte, encuentra desavenencia entre la fe y la razón para el ejercicio del pensamiento filosófico, para la búsqueda de la verdad. La fe cristiana de Chesterton deteriora su inteligente apología de la ortodoxia, nos incomoda la lectura de Descartes y, ciertamente, la de Hegel, rechazado así por Schopenhauer.

Hombres de fe han movido guerra contra hombres de fe durante milenios, lo que parece descartar la posibilidad de fundar sobre esto repúblicas acordes con la sociedad de la isla ideal de Thomas More, Utopía, o las otras «Utopías» soñadas por piadosas mentes desde tiempos acaso inmemoriales. Más cándidas que piadosas, quizá.

Y con esto llego al eje de mi preocupación.

Si los hombres carecen de templanza y de esa virtud preciosa encarecida por Epicuro y los estoicos de alcanzar la felicidad elevándose por encima de la codicia material, propensos como somos a la demasiado humana búsqueda del placer, queda demostrada, por lo que hasta aquí llevo dicho, su incompetencia para reportar paz a la tierra. Queda claro que la fe y la codicia saben cómodamente compartir habitación el corazón del hombre. Según la fe los dioses, griegos y no griegos, no solamente avalan la guerra, «que odian las madres», como dice sensiblemente Homero, sino que ellos mismos encajan el golpe del sangriento azote, llagando incluso a enfrentarse entre ellos por la guerra de los hombres. Impotente el omnipotente Zeus, según Kavafis, tendrá que lamentar amargamente, al punto de arrepentirse, su intromisión en la conflagración, pues habiendo regalado los dos caballos a Aquiles en la guerra de Troya, plañe:

Zeus vio las lágrimas de los inmortales caballos
y se entristeció: «No debí actuar impulsivamente
en la boda de Peleo. No debí regalarlos
tristes caballos.

¿Qué tenían que hacer allá,
entre los desdichados humanos, juguetes del destino?
Ustedes, para quienes no existe la muerte ni la vejez,
si algún problema humano los alcanza
caerán también en la desdicha».

He invocado el placer entre los términos anejos a ese asunto, pongamos que considerando que el más elevado de los placeres sea el amor, que incluye el sentimiento. La más célebre de las guerras de la literatura involucra el amor, el de Paris por la mujer espartana de Menelao. El amor y la guerra como protagonistas del trágico suceso. Muchos de los asesinatos hoy día tienen el mismo origen: «feminicidio», «crimen pasional», son algunos de los más habituales titulares de nuestros pintorescos noticieros.

La religión y la guerra hacen buena pareja, se entienden, se apoyan recíprocamente y se justifican entre ellas. El dios (quiero escribirlo en minúscula, pues en mi contexto no es más que uno de tantos), el dios judeocristiano del Antiguo Testamento, seguido por musulmanes e israelitas, empuja con escandalosa animosidad a sus hombres a la guerra contra toda ciudad (Deuteronomio, 20, 11-17):

Y sucederá que si ella está de acuerdo en hacer la paz contigo y te abre sus puertas, entonces todo el pueblo que se encuentra en ella estará sujeto a ti para trabajos forzados y te servirá. Sin embargo, si no hace la paz contigo, sino que emprende la guerra contra ti, entonces la sitiarás. Cuando el Señor tu Dios la entregue en tu mano, herirás a filo de espada a todos sus hombres. Solo las mujeres y los niños, los animales y todo lo que haya en la ciudad, todos sus despojos, tomarás para ti como botín. Comerás del botín de tus enemigos, que el Señor tu Dios te ha dado. Así harás a todas las ciudades que están muy lejos de ti, que no sean de las ciudades de estas naciones cercanas. Pero en las ciudades de estos pueblos que el Señor tu Dios te da en heredad, no dejarás con vida nada que respire, sino que los destruirás por completo: a los hititas, amorreos, cananeos, ferezeos, heveos y jebuseos, tal como el Señor tu Dios te ha mandado.

Mas en cuanto a los niños, incluidos, desde luego, entre lo que «no dejarás con vida» del Deutoronomio, a mi ver el mayor poeta de los hebreos, enfatiza (Salmo 137, 8-9): «Babilonia, tú también serás destruida / feliz el que agarre tus niños, y los estrelle contra las rocas».

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Hasta aquí el Antiguo Testamento. La voz de la paz, la de Jesús de Nazareth, hombre real o personaje literario infundido por Pablo a todo el Medio Oriente hasta Roma… bueno, ya sabemos de qué acabarán los pobres huesos del doloroso «Cristo de los gitanos» que canta Antonio Machado, «siempre con sangre en las manos, siempre por desenclavar».

No me detendré en el Krishna de la India, no menos elegante que Kierkegaard, quien despacha a Arjuna a la batalla de Kurutshetra liberando su corazón de todo interés mundano: «pelea por pelear», le ordena, «sin codiciar victoria ni temer derrota»; tampoco haré pausa en el plácido y como indiferente Buda, a quien matar o morir se le dan una higa, puesto que todo lo que ocurre no es sino apariencia, humo del fugaz tiempo, maya. Y Calderón no se le aparta demasiado: «¿Qué es la vida? / Una ilusión, una sombra, una ficción / (…) que toda la vida es sueño, / y los sueños, sueños son».

Si el amor frecuentemente tiene al odio en su entraña más profunda, al extremo de llevar a un hombre a dar muerte por celos a la esposa (Shakespeare: Otelo), tengo para mí que el amor no puede contarse como lo opuesto a la guerra, como ya, por cierto, vimos en la Ilíada. Descartados el amor y la fe (la religión) como tabla de salvación ante la fatalidad de la guerra, nos resta la razón. Veamos.

Para justificar la guerra, nuestros gobernantes razonan y a nuestra razón apelan como su arma predilecta, incluso teniendo la religión o la paranoia ante la «amenaza» extranjera como justificación o, sin más perendengue, la necesidad de expandirnos, apropiarnos del territorio y los bienes del otro; el otro, que para fines discursivos será llamado «el enemigo». Nos dirán, con apasionado fanatismo, que se trata de un pueblo fanático o que, si no los destruimos, ellos lo harán con nosotros. Para persuadirnos no recurren a prueba alguna, a lo sumo a indicios o sugestión. Que tienen armas, como si nosotros fuéramos los únicos autorizados por Dios o la razón para tenerlas. Que además de fanáticos tienen hábitos que riñen con nuestro concepto de democracia. Que no son un pueblo democrático como nosotros, que estemos dispuestos a destruirlos por no compartir nuestro punto de vista en la materia. Etc. Todas estas razones de la sinrazón son envueltas y revueltas con una retórica tan endiablada, que en ocasiones fuerzan nuestras capacidades al límite de la sensatez y, mediante la fuerza, cuyo garrote esgrime firmemente la razón, nos llevan a acordar con ellos. Sí, así es, señores jefes de Estado, la razón está de parte de ustedes y, ni más faltaba, de parte nuestra. Este pueblo entiende que somos superiores, que somos el mejor de todos, que nuestra fe es la única verdadera y que tenemos absolutamente toda la razón de hacérselo saber por las malas al enemigo. Marchemos contra él.

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* Leo Castillo es un reconocido escritor y cronista colombiano. Ha publicado los libros: Convite (Cuentos), Ediciones Luna y Sol, Barranquilla, 1992 Historia de un hombrecito que vendía palabras (Fábula ilustrada), Ib., Barranquilla, 1993. El otro huésped (Poesía), Editorial Antillas, Barranquilla, 1998. Al alimón Caribe (Cuentos), Cartagena de Indias, 1998. De la acera y sus aceros (Poesía), Ediciones Instituto Distrital de Cultura, Barranquilla, 2007. Labor de taracea (Novela, 2013). Tu vuelo tornasolado (Poesía, 2014). Los malditos amantes (Poesía, publicado por Sanatorio, Perú, 2014). Instrucciones para complicarme la vida (Poesía, 2015). Documental sobre Leo Castillo: https://www.youtube.com/watch?v=Ec_H6WMsU-c Colaborador de El Magazín El Espectador; El Heraldo y otros diarios del Caribe colombiano. Colaborador revistas Actual, Vía cuarenta (Barranquilla); Viceversa Magazine, Revista Baquiana (USA); copioso material en sitios Web.

1 COMENTARIO

  1. Buen custionamiento de la guerra con muchas aproximaciones filosóficas, hasta de cierta manera se censura a Dios por aprobar el esterminamiento de pueblos, como medio defensa quizás el antiguo testamento esa era su posición, en el nuevo es todo lo contrario, el amor no la guerra, pero es cierto que el enfoque no es solo religioso, hay otras miradas qu eincluyen las mitológicas, en síntesis lo mas importante es que la guerra en realidad es un absurdo en nuestro tiempo, y desafortunadamente sabemos de guerras por doquier …., hasta cuando?

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