Escritor del Mes Cronopio

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Portada La Mujer Biblioteca

LA MUJER BIBLIOTECA

Por Gustavo Arango*

1.

La semana de acción de gracias de hace catorce años me encontró con ganas de refugiarme en la interioridad. Llevaba tres años en Siberia (New York) y seguía sin saber qué oscuro designio me había traído a este curioso paraíso en medio de la nada. Era esa parte del año en que la noche cae muy temprano y la oscuridad y el frío acorralan el ánimo. Decidí pasar la semana de vacaciones encerrado, leyendo, viendo películas, durmiendo mucho y despertando tranquilo, capaz de recordar con nitidez finos detalles de los sueños.

Un libro de Kierkegaard le dio a mi retiro espiritual las dimensiones apropiadas. La quietud de esos días me ayudó a ver la vida en perspectiva. El miércoles decidí ayunar. He olvidado cuándo empecé con los ayunos. Lo cierto es que cada cierto tiempo les doy a mis tripas un descanso y procuro que se limpien las antenas del segundo cerebro, el sensible instrumento que se ocupa de nuestras percepciones más sutiles.

Al día siguiente comprendí la ironía de mi gesto. Había decidido no comer justo cuando la gente aquí en el país del sueño se reúne a ventilar disfuncionalidades y a atiborrarse de comida. Pasé la parte más difícil del ayuno —las primeras 24 horas— imaginando a millones de personas que comían. Los sueños de esa noche fueron revueltos. El cuerpo empezaba a liberarse de toxinas.

El viernes decidí comprar unas frutas para romper el ayuno. Llegué al supermercado y me sorprendieron los gestos ávidos, casi desesperados, de la gente. Ya había pasado la marea más alta del Viernes Negro, pero seguía llegando gente con la urgencia de comprar, lo que fuera, sin pensar si lo necesitaba. Me sorprendió la manera como pude percibir las energías de la gente, sus fuegos crepitantes, sus miedos y rencores. Yo mismo me vi con un televisor en las manos, pero la claridad del ayuno me ayudó a entender lo que pasaba. Ayunar nos recuerda que somos dueños de nuestras decisiones, ayuda a ponerles riendas a impulsos irracionales. Compré las frutas y me marché a casa.

Durante el segundo día del ayuno se entiende que comemos más por la costumbre que por hambre, que nos llenamos de comida —alteramos la química del cuerpo— para mantenernos ocupados, distraídos, sordos a las sutilezas de este mundo. Decidido a ir más lejos en mi viaje interior, me propuse prolongar el ayuno hasta el día siguiente. Esa noche leí que Jesús ayunó cuarenta días, que el ayuno ha sido aliado de las búsquedas espirituales, que al parecer esa limpieza corporal tiene efectos poderosos en el ánimo.

Así llegué al sábado en que la mujer biblioteca irrumpió en mi vida. Abrí los ojos y sentí la urgencia. Pensé que tenía que ir a un lugar determinado —un maltrecho mercado de antigüedades— porque algo me estaba esperando. Había visitado el lugar un par de veces en esos años, había encontrado allí valiosos libros viejos, pero nada explicaba la necesidad que ahora sentía de volver. Como la sensación era apremiante, salí de inmediato. No me bañé. Me abrigué, subí al auto y conduje por media hora en un estado de trance. Estaba a punto de vivir uno de los encuentros para los que vine a este mundo.

2.

La venta de antigüedades estaba en un galpón, detrás de una casa centenaria. El negocio funcionaba como una cooperativa. El interior tenía calles y avenidas que recorrían los espacios asignados a cada socio. Solo abrían los fines de semana, y los socios se turnaban a lo largo del año para atender a los clientes.

Aquel día de noviembre las luces estaban apagadas y en la fachada había un cartel que ofrecía el espacio en alquiler. En la puerta había un anciano de hermosos ojos azules que hablaba con un grupo de clientes indecisos. Cuando me vio llegar, sus ojos se iluminaron. Me invitó a entrar y prometió que me daría muy buenos precios.

Aquel lugar era la prueba de que hay clientes para todo. Al lado de los muebles y espejos y cuadros que cualquiera apreciaría, había muñecas rotas —como de película de terror—, un secador de pelo como cabeza de extraterrestre, baratijas salvadas del naufragio, revistas de famosos que nadie recordaba, fotos familiares que nadie conservó, basuras varias que aún tenían la tibieza de los que ya no estaban.

En la oscuridad y el frío, todo aquello tenía un aire espectral. Pude oír que el anciano se quejaba por lo mal que andaban las ventas. «Ahora todos quieren comprar en línea». Ya ni siquiera tenían para pagar la electricidad. Aseguró que, en cuestión de semanas, lo que no se vendiera terminaría en la basura.

Como el ayuno hacía que el frío calara hondo, decidí concentrarme en el rincón de los libros. Al final escogí un par de joyitas que, sin embargo, no explicaban la urgencia que había sentido de visitar ese lugar. Cuando salí, el anciano me dijo que siguiera buscando, pero le di las gracias y me quejé por el frío. Por razones misteriosas, que cuento en el libro que tiene el mismo título de este artículo, regresé a ese lugar una hora más tarde. El viejo me saludó efusivo, me entregó una caja y me ordenó llenarla.

Gustavo Arango

En una mesa poco promisoria había un cuaderno viejo, lleno de papelitos: cartas, listas, recortes de revistas. Las hojas del cuaderno tenían pequeños relatos y transcripciones de poemas. En la primera hoja había un nombre: Marilla Waite Freeman, que por una extraña razón me resultaba familiar.

Entonces empecé a seguir impulsos que me llevaron a encontrar libros, cuadernos y manuscritos que fueron suyos, todos marcados con esa letra elegante y ese nombre del que parecía sentirse muy orgullosa. Como algunos tenían fechas y lugares, pude saber que Marilla había estudiado en la Universidad de Chicago alrededor de 1895.

El anciano sonrió cuando me vio con la caja llena y me cobró cinco dólares. Insistió en que siguiera buscando, pero le dije que ya estaba satisfecho. Volví a casa poseído por la euforia del hallazgo. Llevaba conmigo una vida que me había sido confiada: los sueños, pensamientos y emociones de una chica inquieta e inteligente que vivió hace mucho tiempo.

Al llegar a casa pensé utilizar la red virtual para intentar averiguar qué habría sido de su vida, pero decidí explorar primero la magnitud de mi tesoro. Abrí el primer cuaderno y desdoblé un papelito. Decía: «Por favor, ¿puedo salir a aullar?». Sentí como si un sol acabara de estallarme entre los dedos.

3.

«Si quieres que Dios se ría, cuéntale tus planes». Recuerdo esta expresión cuando me veo muy seguro sobre lo que ocurrirá. Si la incertidumbre aqueja, esa joya milenaria me recuerda que en cualquier momento puede ocurrir lo inesperado.

A finales de 2007, mi vida estaba más o menos en un limbo. Llevaba una semana descansando, mirando hacia adentro y ayunando. Aquella mañana de sábado me desperté sacudido por intuiciones, por señales vagas e inexplicables. Poco después del mediodía estaba de regreso con una caja llena de libros y manuscritos, de reliquias de una vida que me había sido confiada.

Cuando Marilla pidió permiso para aullar sentí su fuerza, su impaciencia, la resistencia que tenía a quedarse en el olvido. Examiné el hallazgo y supe que esa chica de mente muy inquieta estudió literatura en la Universidad de Chicago —a finales del siglo XIX—, que amaba la poesía, las adivinanzas y los juegos, y que tenía la costumbre de escribir las historias curiosas de que tenía noticia.

También descubrí que tenía un interés particular por el misterio que se encuentra más allá de la muerte. No pude evitar la sensación de que me hablaba, que intuyó de algún modo este encuentro que ocurría en su más allá, y que a lo largo de esas primeras horas de nuestra vida juntos me imponía la tarea de rescatarla.

Como los manuscritos sólo llegaban hasta 1896, me pregunté qué habría sido de su vida. Confieso que temía ver su rostro, pero la primera referencia que encontré en la red virtual disipó mis temores. En su autobiografía, el novelista Floyd Dell —célebre en la primera mitad del siglo veinte— recordaba que Marilla fue su mentora. Dell se enamoró perdidamente. Frente a ella se sentía como «un niño que le rendía culto a una diosa adorable e infinitamente maternal».

Las semanas posteriores a mi hallazgo fueron febriles. Investigaba, encontraba, escribía sin parar. Constantemente me parecía estar recibiendo mensajes de Marilla. Así supe que mi amada —porque ya era mi amada— vivió hasta los noventa y un años, que fue la directora de la segunda biblioteca pública más grande del país —la de Cleveland— y que estaba decidida a que los libros fueran instrumentos de la felicidad. Supe también que nunca se casó, que muchos sucumbieron ante sus encantos y que los niños en la calle la conocían como «la mujer biblioteca» (the library lady), un sobrenombre que a ella le encantaba.

Casi dos meses después de haberla encontrado, cuando creía perder el juicio, Marilla me invitó a que conviviéramos con calma. Me habló desde un papelito perdido entre su correspondencia con el poeta inglés John Masefield, en la Biblioteca Pública de Nueva York.

Desde entonces no he dejado de buscar vestigios suyos y recoger sus escritos —fascinantes, numerosos— con la intención de divulgar su extraordinario legado. Confieso que a veces la tarea fue lenta, porque quería que Marilla fuera sólo para mí. Pero, como no hay plazo que no se cumpla, hace tres años publiqué —aquí en el país del sueño— su primera biografía y, en diciembre del 2021, una novela mastodóntica sobre su vida y nuestro encuentro. Ahora Marilla aúlla contenta. Este mundo que se hunde en la infelicidad y la ignorancia necesita con urgencia su mensaje.

La Mujer Biblioteca

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El presente texto hace parte de la novela «La mujer biblioteca». Disponible en Amazon: Tomo I y Tomo II.

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* Gustavo Arango es profesor de español y literatura latinoamericana de la Universidad del Estado de Nueva York (SUNY), en Oneonta y fue editor del suplemento literario del diario El Universal de Cartagena. Ganó el Premio B Bicentenario de Novela 2010, en México, con El origen del mundo (México 2010, Colombia, 2011) y el Premio Internacional Marcio Veloz Maggiolo (Nueva York, 2002), por La risa del muerto, a la mejor novela en español escrita en los Estados Unidos. Recibió en Colombia el Premio Nacional de Periodismo Simón Bolívar, en 1982, y fue el autor homenajeado por la New York Hispanic/Latino Book Fair, en el marco del Mes de la Herencia Hispana, en octubre de 2013. Ha sido finalista del Premio Herralde de Novela 2007 (por El origen del mundo) y 2014 (por Morir en Sri Lanka).

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