LA SOMBRA DE ORIÓN
Por Pablo Montoya*
Fotos de Jesús Abad Colorado**
LA ESCOMBRERA
Eran varias, o una sola que se movía, como la cabaña de Baba Yaga, de un extremo al otro de La Comuna. En mis recorridos por los barrios escuchaba historias al respecto. No surgían con espontaneidad en los diálogos, porque una casa de pique malogra la buena imagen de una ciudad pacificada. De ellas se hablaba y la voz que lo hacía acudía a tonos bajos. Aka señaló una de ellas, la Casa Oscura, desde uno de los balcones del cementerio. Habíamos comenzado a hablar en Casa Morada. Él quiso que recorriéramos el camposanto, que estaba en la esquina próxima. Allí se sentía más cómodo para contarme cómo se había convertido en un juglar que resistía sembrando árboles en La Comuna.
Aka era alto, fornido y una sonrisa continua visitaba su rostro. Tenía una pañoleta en la cabeza y aretes en las orejas, las bermudas y las camisetas las usaba anchas. Antes de subir al balcón del cementerio, me invitó a ver de cerca el árbol de la memoria. Nos acercamos al follaje y me preguntó por su nombre. Me dio unas semillas para que las oliera. No supe responder. Es un falso pimiento, respondió la sonrisa de Aka. En seguida vimos los murales. Dos muchachos estaban allí con ojos perplejos. Uno de ellos era Hermenegildo Octavio Mejía. El otro fue discípulo de Aka, y le decían Morocho. El primero había desaparecido. Al segundo lo asesinaron. Era uno más de los cantantes de La Comuna ultimados por los paramilitares. Con Luis Ocoró se había iniciado esa racha. Subiendo a la casa de su madre, unos encapuchados le dispararon. Iba con la guitarra y a esta también le descargaron una ráfaga de metralleta. El instrumento quedó convertido en astillas. Esenia Ocoró fue obligada a salir de El Salado porque no solo era la madre de un rapero indeseable, sino la querida de Marcos, el comandante miliciano.
La Comuna no se había recuperado aún de estas dos ausencias cuando le tocó el turno a Machuca. A este lo abordaron también los encapuchados cuando iba en dirección a una de las piezas donde el cartógrafo ejecutaba el mapa. Lo subieron en un carro y jamás se volvió a saber de su paradero. Aka se había salvado, pero no podía atravesar ciertas fronteras. En Cumbre Linda quedó su casa sin nadie. Pero allá había comprendido que era un hombre de paz y no de guerra. Semejante a quienes hacían su oficio, fue amenazado por las letras de sus canciones. Aka me dijo que vio pasar varias veces a los del Bloque Cacique Nutibara con sus prisioneros, rumbo a La Escombrera. Vio también cómo llevaban a milicianos a la Casa Oscura. ¿Sí la ves? Es la que está allá arriba, en el límite del casco urbano. Yo la ubiqué en la relativa lejanía, pero dije no conocerla. Era una de las fincas sobrevivientes de otra época. De la casa de don Juvenal Ortiz decían lo mismo, que era de pique. Había otra en La Loma, cerca de donde se estableció Bejarano en los tiempos de la guerra. Ahora bien, pique no tiene nada que ver con picante. Una casa de pique no es un sitio donde se prepara ají para las empanadas o las sopas. Pique, en este caso, viene de picar, de mutilar, de descuartizar. Una casa de pique es, pues, un rancho, una finca, una bodega, incluso un parqueadero o un salón de billar. A uno de esos espacios, se comentaba, habían llevado a Hermenegildo Octavio Mejía, antes de arrojarlo a La Escombrera.
José Darío, que me acompañaba cuando Aka nos guio por el cementerio hablándonos de árboles y resistencia, fue quien refirió la primera versión de la historia. Valga la pena considerar que, como las casas de pique, la historia de los desaparecidos es un caleidoscopio. Suposiciones que poseen un poder revelador pero que, en su mayor parte, caen en el territorio de la improbabilidad. A Hermenegildo Octavio Mejía empecé a asirlo —¿se puede asir a un desaparecido?— en los periódicos de la ciudad, en las pancartas de las manifestaciones, en algunos videos vistos en la biblioteca de La Universidad. Videos en los que siempre habla su madre. Esta sucesión de visiones de un rostro joven me condujo a la elaboración de un tipo de familiaridad. En principio, las imágenes mostraron a un muchacho de veintidós años. Su pelo era corto, los rasgos finos, los ojos —eso lo comprobé en su casa de El Salado— de color verde. José Darío, su hermano, mantenía conmigo una relación cercana. Durante los días en que no estaba con Aka, yendo y viniendo por La Comuna, él era uno de mis guías. Varias veces recorrimos El Salado, Nuevos Conquistadores, Las Independencias. La primera vez que lo vi fue en una de las reuniones del convento de la Madre Laura. Alto y de pelo y ojos negros. Su piel era tan blanca que en los años del bachillerato en el Pedro J. Gómez, sus compañeros, casi todos negros provenientes del Chocó, le decían Blanquito. Daba la impresión de ser un chico transparente, pero la desaparición de su hermano mayor lo maculaba sin remedio. Nos vimos después en La Universidad. Él estudiaba allí historia. Buscamos un sitio para conversar en el bloque de la Facultad de Comunicaciones, cerca de la estatua de Pushkin. Allí me dijo que a Hermenegildo Octavio lo había desaparecido King Kong. ¿Cuál fue el motivo?, pregunté. José Darío se refirió a un enredo de vacunas. Mi hermano le estaba cobrando el impuesto de seguridad a una ruta de colectivos sin autorización de Aguilar. ¿Y King Kong?, pregunté desorientado. Aguilar lo detuvo y se lo llevó a King Kong, que era su jefe. Pero King Kong murió después. Fue Aguilar quien confesó, desde la cárcel, que a mi hermano lo castigaron por hacer lo indebido.
A la semana siguiente, fui a la casa de José Darío para hablar con la madre. El padre, un hombre que trabajaba en la albañilería, estuvo también, pero no intervino. Ante la búsqueda infructuosa de su primogénito, había decidido no hablar más sobre el asunto. Ambos habían sido campesinos en Neira y llegaron a La Comuna en los tiempos en que las milicias mandaban en El Salado. La casa la construyeron en un terreno que ellas les otorgaron. Fueron las milicias, además, las que los defendieron en medio de las amenazas de expulsión. El padre era moreno y su atuendo estaba manchado con el polvo de su oficio. Ese mediodía había ido a su casa para almorzar. La madre era amable y de apariencia robusta. Su esposo, al contrario, se veía enjuto por los años y el trabajo de la construcción. Ella me ofreció un jugo de piña, que acepté con gusto. El padre se fue a comer a la cocina. Me senté con José Darío a la mesa. La mujer se excusó por la sencillez de la pitanza. Le respondí, agradecido, que todo estaba más que bien. La sopa de zanahoria, tocada con ramitas de cilantro, el arroz, las tajadas de plátano y la carne frita eran una delicia. En las paredes de la sala se veían retratos de Hermenegildo Octavio en diferentes periodos de su vida. No había una sola imagen religiosa. En la mitad de la pared más grande de la sala estaba el rostro del joven. Era la foto que había visto en diferentes sitios. Al preguntar por las fotografías, la madre me invitó a que las viera de cerca. En esta estoy embarazada de él, dijo. Aquí tenía dos años. Esta es en su primera comunión. En la de allá, es el primer día de la escuela. Allí está de bachiller. Mientras iba siguiéndola, vi que en la mano de la mujer había un tatuaje. Era el nombre de Hermenegildo Octavio y la fecha de su desaparición. Luego nos sentamos y me ofrecieron café. José Darío y su madre fueron a prepararlo. Me quedé solo por unos minutos en la sala.
De afuera venían los sones de un vallenato lejano. Los carros y las motos pasaban con frecuencia. Un gallo cantó en algún lado. El perro de la casa se me aproximó con servidumbre dulce y le acaricié el lomo. Sentí que todo en la sala era visto por los ojos estupefactos de Hermenegildo Octavio. En tanto acariciaba la pelambre del animal, volví a recorrer la vida, a través de las imágenes, del que ya no estaba. Me detuve en la más grande. Vi los ojos que parecían dos faros encendidos. La nariz recta. La boca bien delineada. El pelo peinado con gomina. Evoqué el papel que cumplían en los hogares los antiguos manes romanos. Eran espíritus familiares protectores. Pero ¿de qué podía proteger un desaparecido colombiano? Cavilaba en una respuesta posible cuando la madre y su hijo trajeron la ollita y los pocillos. Doña Diana narró entonces la desaparición de su hijo. Esa noche, él estaba aquí, en la sala, haciendo una manilla —la venta de ellas nos ayudaba a vivir—. El parcero suyo, como dicen ahora, apareció. Tenía la respiración agitada y dijo que a Hermenegildo lo estaba esperando la policía por los lados de El Seis. Necesitaban que hiciera el reconocimiento de unos milicianos. Una ola de frío le subió a la mujer por las piernas y le pidió que no se fuera para allá. Una vez más, la madre reaccionaba a partir de la intuición. Preveía el peligro y se oponía a que el hijo fuera al encuentro con la muerte. Hermenegildo se levantó y dijo que él nada debía y que, por lo tanto, nada temía.
Eran las ocho de la noche de un viernes de noviembre cuando se sumergió en las tinieblas. Doña Diana salió a buscarlo al otro día. Dejó a José Darío, que a la sazón tenía seis años, con una vecina. Preguntó una y otra vez, pero nadie respondió algo seguro. Unos decían una cosa y los otros otra. Y no he parado de tejer y destejer, dijo ella, una historia que cada tanto tiempo se me transforma. En ese instante, el padre se despidió. Debía regresar a su faena. A unas cuantas cuadras estaba ayudando a edificar una casa. Ahora le estaban haciendo la terraza. ¿Se acuerda, mijo, de esos primeros días?, preguntó doña Diana. El hombre miró hacia el suelo sin decir nada. La mujer se paró y se ubicó en la puerta. Aquí me derrumbé, señaló. Gritaba como una loca. Devuélvanmelo, repetía sin descanso. Me tomaba el vientre. Me arrancaba los pelos de la cabeza. Me arañaba la cara. Cómo le explicara, don Pedro, eso que me dio. Era como si el parto de mi niño se me hubiera presentado otra vez. Pero este era un dolor más insoportable. Me tomaba la matriz. Pujaba para que eso que tenía en el vientre me saliera. Sentía que mi boca era mi vagina, y que mi vagina era la tierra, y que toda ella y toda yo estábamos tapadas.
José Darío había tomado algo del piso y lo retorcía con los dedos. El padre se puso a darle palmaditas al perro. La madre dijo que habían tenido que llamar a un médico. Un hombre joven que me puso una inyección y me mandó unas pastillas y me dijo que tuviera coraje. ¿Cuántos días estuve atontada, mijo?, preguntó de nuevo. Tampoco hubo respuesta. Enseguida ella fue al interior de la casa. De un sobre de manila sacó unos pedazos de cartulina. En ellos había estampadas las huellas de unos pies. Son los de mi bebé recién nacido, me dijo. Estaba en la cama, dándole por primera vez mi leche, y una dicha inmensa me embargaba. Pero esta se me evaporó de pronto. No supe por qué le pedí a mi marido que fuera a conseguirme cartulina y tinta. Esa noche, lo recuerdo como si hubiera sucedido ayer, le embadurné los pies a Hermenegildo Octavio y los estampé aquí. La madre me mostró más huellas. Eran trozos de papel blanco con unos pies que, mes tras mes, año tras año, iban creciendo. ¿Usted qué piensa, don Pedro? ¿Cierto que todo está predestinado desde que nacemos? No supe qué contestar. Quién sabe de dónde me vino esta obsesión por fijar las huellas de mi niño, dijo la madre. Como si intuyera desde entonces que me lo iban a desaparecer y solo tendría estos papeles para recordarlo.
El padre, finalmente, se despidió. Ella se incorporó para acompañarlo hasta la puerta. Al volver, quise resolver una duda. Usted dijo, doña Diana, que a Hermenegildo Octavio lo contactó la policía para que identificara a unos milicianos. La verdad es que no comprendo. Ella me explicó que, ocurrida la Operación Orión, su hijo empezó a trabajar como informante. ¡Ah!, exclamé. ¿Entonces a él lo desaparecieron las milicias? Ni riesgos, dijo doña Diana abriendo los ojos. Los milicianos mataban y dejaban los cuerpos tirados en la calle para que la gente los recogiera. Los paramilitares eran los que desaparecían. Pero ¿por qué se metieron con Hermenegildo Octavio si trabajaba para la policía? La mujer calló unos instantes y trató de desenredar el ovillo. Aunque jamás se puede desenredar del todo una muerte, y todavía menos una en la que no hay cuerpo para enterrar. Las ironías de la vida, dijo la madre. Las milicias nos dieron este terreno. Nos ayudaron a construir la casa. Nos defendieron de los vecinos que querían sacarnos. Pero Hermenegildo Octavio les cogió fastidio. Venían a buscarlo para proponerle que se enrolara con ellos. Nunca los quiso. Cuando me vino con el cuento de que estaba trabajando como informante para la policía, le pedí que no se metiera en esos líos. Él me miró con esos hermosos ojos que tenía y contestó: Amá, yo hago esto para protegerlos. ¿Quiere otro café, Pedro?, preguntó José Darío transcurrido un largo silencio. Acepté, y en tanto este iba a la cocina, la madre mencionó al parcero de su hijo. Se llamaba Norbey. Aún vivía en El Salado. Tenía una moto y trabajaba como mensajero. A veces pasaba por la casa de su antiguo amigo para saludar. Con Hermenegildo Octavio habían crecido juntos. Fueron a la misma escuela y al mismo colegio. Les gustaban las mismas canciones. Pero a Hermenegildo Octavio le iba mejor en todo. En el estudio sacaba notas más altas. Jugaba mejor al fútbol y hacía más goles. Las muchachas se enamoraban de sus ojos, de su bigote incipiente, de sus manos largas. Norbey, en cambio, permanecía en la sombra. Unos días antes de la desaparición, dijo la madre, los dos se presentaron a un instituto de informática del centro. ¿Cuál es el nombre de ese instituto?, preguntó doña Diana entre la humareda de los pocillos. José Darío buscó el nombre en su memoria y no lo encontró. En fin, a él lo escogieron para una beca y a Norbey no.
Para qué mentirle, don Pedro. Es verdad que mi hijo estaba informándole a la policía el rumbo de los milicianos y sus colaboradores. Y lo hacía para hacernos invisibles ante los nuevos amos del barrio. Pero, lo juro por Dios Santísimo, que él nunca cobró vacunas. Quien se inventó eso fue Norbey. Fue él quien lo denunció ante Aguilar. Aguilar le creyó y lo mandó llamar. Es falso que la policía estaba esperando en El Seis a Hermenegildo Octavio. Quienes lo esperaban eran los hombres de Aguilar. ¿Y usted cómo se enteró de eso, doña Diana?, pregunté. Aquí mismo estuvo Norbey contándomelo. No se imagina cómo lloraba. Cuántas veces me pidió perdón. Quise preguntar si ella se lo había dado. Creí, por unos segundos, que ese perdón podría ser lo más importante en esta historia, pero me topé con la mirada asombrada de Hermenegildo Octavio en la pared, y no dije nada. ¿Sabe con lo que salió el Norbey ese día?, preguntó la madre. Sorbí el café y la mujer aprovechó para mirar por la ventana. El canto del gallo sonó una vez más. Lo mismo pasó con las motos y los carros. Ahora la bataola arribaba asordinada por la caída de la tarde. La madre se tocó la mejilla y vi el nombre tatuado con letras negras. Norbey solo quería, dijo, hacerle una broma a mi niño. Pegarle un susto. Sentir que, por una vez en la vida, lo superaba en algo.
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¿Me escuchas? ¿Cómo hago para que puedas hacerlo? ¿Te hablo? No, mejor canto. Era lo que hacía cuando nos veíamos con Aka. Ustedes aplaudían, yo cantaba y el viento que bajaba de las montañas nos sacudía los rostros. Pero esta vez tendrás que oír mi música atragantada por la tierra. Distorsionada, como mi nombre, porque ambos brotan desde La Escombrera. Mis padres me pusieron Rubén Darío Mosquera, eso ya te lo dije, pero mi verdadero nombre es Machuca. Soy el desplazado. El marcado por las llamas de la discordia. Pero también soy el que cantaba en La Comuna. Tú lo sabes, Pedro. Soy un desaparecido y no un sobreviviente. Tristes jornadas aquellas en que nos estropearon la vida. Sin embargo, decidimos salir a cantar en medio de las balas. Abríamos nuestras bocas y salíamos saltando detrás de las palabras. Para calentar su aspereza, movíamos las manos y danzábamos. Atravesábamos el territorio y seguíamos cantando. Los militares de uno y otro bando nos amenazaban. Ellos querían otro canto. El que era una orden y obligaba a la obediencia. Mientras que el nuestro incitaba a desobedecer. Decíamos no a las armas. Arremetíamos contra la guerra. No creíamos en los políticos que subían hasta aquí buscando votos y prometiendo lo que jamás cumplían. Recuerdo cuando comenzamos. Qué chimba fue ver La Comuna llena de raperos. Íbamos de un lado a otro pregonando una revolución sin muertos. Nos hundíamos en recuerdos aciagos. Recordábamos la inclemencia de Orión. Y cantábamos a los desaparecidos. Aka me dijo que era hora de reconocer mi cuerpo quemado y mostrarlo no solo como una herida, sino como una posibilidad de cura. Otro día, decidimos ir a La Escombrera. Éramos muchos y entregamos nuestro canto a esa tierra degradada porque sabíamos que el horror se mitiga con la música. Pero los paramilitares empezaron a matarnos. Cayeron Ocoró, Colacho, Chelo, Rasta, el Duque. Hasta que me tocó el turno a mí. Pedro, escúchame. Trata de nombrarme en tus palabras, así no logres rescatarme. Dile a Aka que estoy aquí. Cuéntale que me aplasta la basura, pero que canto desde ella.
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Deja que te cuente. Soy Albertina Estela Gómez. Me detuvieron cerca del Tejar. Había salido de la biblioteca de doña Elsa. Me gustaba meterme allí a leer poesía. Sentía que me desprendía del tiempo con los libros de ese pequeño garaje iluminado. La verdad es que me gustan los versos y me había leído unos muy lindos de Gabriela Mistral. Unos que dicen: «Yo quise un hijo tuyo y mío, allá en los días del éxtasis ardiente». Entonces me obligaron a montar en un carro. ¿Eras la novia de Carlitos?, preguntaron. Asentí con la cabeza. Me dijeron puta e hija de puta. Uno me lanzó un gargajo en la cara. Más adelante, me introdujeron a un rancho, en el Socorro. Allí me violaron. ¿Cuántos fueron? Creo que tres, o cinco, o siete. Después me subieron a otro carro. Era una volqueta llena de escombros y ascendía hacia la montaña. Me ordenaron que me arrodillara. Me trataron otra vez de puta y comunista y me dispararon en la frente. Antes de caer en el hoyo, me dieron patadas. El conductor les obedeció y dejó caer el contenido de la volqueta sobre mí. ¿Que dónde estoy?, me preguntas. Te he dicho tantas veces. Estoy aquí abajo. ¿No me crees? Ven conmigo y te muestro. Pero qué tonta soy. Aquí no hay nada que ver. La oscuridad es plena. Tengo tanto peso encima que he terminado por creer que estoy triturada en la tierra. Reconocerlo me ha costado mucho. No sé cuánto tiempo transcurrió hasta que supe que no podía tocarme. Si te dijera todo lo que grité al no encontrar ni mi carne, ni mis huesos. Pero no quiero disolverme y sigo peleando contra esta realidad mía. Paso mucho tiempo llorando. Pidiéndoles a mi madre y a mi pequeño hijo que me saquen de aquí. Pero ¿quién podría escucharme desde estas profundidades? A veces, sin embargo, me tranquilizo. Acepto que estoy esparcida en La Escombrera. Que, finalmente, me he vuelto tierra y basura. Que soy, de algún modo, esta montaña. ¿Piensas que un día me encontrarán? ¿Crees que tu escritura lo hará? ¡Qué iluso eres, Pedro!
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Los presentes tres fragmentos hacen parte del capítulo «La escombrera» de la novela La sombra de Orión de Pablo Montoya (Bogotá, Penguin Random House, 2021, 436 p.), novela sobre la operación Orión, ocurrida en Medellín en 2002.
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* Pablo Montoya Campuzano nace en Barrancabermeja (Santander), pero se cría en Medellín (Antioquia). En esta ciudad realiza sus estudios de primaria en la escuela Juan María Céspedes y de secundaria en el Liceo Antioqueño de la Universidad de Antioquia. Es el noveno de una familia de once hermanos. Estudió música y filosofía y letras. Su padre, el doctor Montoya, fue asesinado, en medio de un atraco callejero, por una célula urbana del ELN. Este evento, ocurrido en 1985, será crucial para que Pablo Montoya asuma la violencia como uno de los temas centrales de su obra.
En 1993, Montoya viajó a Francia donde residió hasta 2002. En París realizó sus estudios de maestría y doctorado en Estudios Hispánicos y Latinoamericanos en la Universidad Sorbona Nueva-París 3, bajo la dirección del profesor Claude Fell. Con el regreso a Colombia en 2002, empieza una intensa labor académica y creativa. Montoya se vincula como profesor de literatura de la facultad de comunicaciones de la Universidad de Antioquia. Con la editorial de esta universidad ya había publicado Viajeros, y en ella aparecen los libros Música de pájaros (2005), Trazos (2007) y Novela histórica en Colombia: entre la pompa y el fracaso (2009). En 2005, Montoya es designado para crear y dirigir el Doctorado en Literatura, primer doctorado en esta especialidad en Colombia. Su coordinación dura hasta 2009. En este período también publica varios libros con el Fondo Editorial EAFIT: Razia, La sed del ojo (2004), Cuaderno de París (2006), Un Robinson cercano: diez ensayos sobre literatura francesa del siglo XX (2013); y con la editorial Tragaluz: Solo una luz de agua: Francisco de Asís y Giotto (2009).
Entre sus novelas se encuentran: La sed del ojo (2004), Lejos de Roma (2008), Los derrotados (2012), Tríptico de la infamia (2014), La escuela de música (2018), La sombra de Orión (2021).
** Jesús Abad Colorado es un fotoperiodista colombiano. Su trabajo se centra en los derechos humanos y el conflicto armado de Colombia. Nació en 1967 en Medellín. Recibió un BA en Comunicaciones de la Universidad de Antioquia. Trabajó como fotógrafo para el diario El Colombiano de Medellín de 1992 a 2001. Su trabajo se ha exhibido en más de 30 exposiciones, e internacionalmente. Es coautor de dos libros, Relatos e Imágenes: El desplazamiento forzado en Colombia y La prisión, realidades de las cárceles en Colombia, y ha colaborado en muchos otros libros sobre el tema de los derechos humanos, además de su reciente documental El testigo en 2019, transmitido por el canal Caracol de Televisión. En 2000, fue secuestrado en una barricada por las guerrillas del Ejército de Liberación Nacional y retenido durante dos días.
Su trabajo ha sido reconocido con numerosos premios. Ganó el Premio Simón Bolívar de Periodismo tres veces. En 2006, fue galardonado con el premio Caritas en Suiza y el CPJ International Press Freedom Awards del Comité para la Protección de los Periodistas (CPJ). El CPJ nunca había otorgado este galardón a un fotoperiodista. En 2009, estuvo en la lista de candidatos para el Premio Pictet.
Leí LA SOMBRA DE ORIÓN atrapada en el vértigo de una prosa descarnada. Todo un acierto literario.