Escritor del mes Cronopio

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GARBAGE 2018

Por Darío Ruiz Gómez*
Ilustraciones de Sara Serna Loiza**

Desde la gran ventana del aula de clase se alcanzaba a ver el costado izquierdo del edificio, un parqueadero al cual se accedía por una rampa que se elevaba sobre el nivel de la calle y lindaba con este, desde donde estaba mirando; más allá se alcanzaba a ver un delgado edificio de tres pisos en cuya azotea se amontonaban en perfecto desorden, cajas ya inservibles de madera y unos cilindros de gas; la vista remataba en la culata de una alta torre de oficinas. El ruido incesante de la estrecha calle hacía vibrar el vidrio de las ventanas, las hacía trepidar el paso de algún helicóptero.

Los dos primeros pisos estaban ocupados por oficinas del gobierno municipal, concretamente por dependencias encargadas del recaudo de algún impuesto, de manera que a las horas de entrada o salida de la jornada de trabajo y estudio, los reducidos espacios se convertían en un maremagnum de profesores y empleados, de ciudadanos que acudían a pagar, a informarse de las diferentes opciones que se daban para el pago del impuesto, también los inevitables curiosos, y el tropel de las muchachas y muchachos que acudían al Centro de Estudios, lo que daba una nota más alocada a aquella abigarrada concurrencia en sus idas y venidas por el estrecho hall y las más aún estrechas escaleras de los dos pisos que ocupaba la entidad docente. Estaban además las filas que esperaban subir en los dos estrechos ascensores en uso.

En el espacio entre los ascensores y sobre la pared había un aviso escrito a mano donde se leía: «Hacer ejercicio le conviene a su salud. Suba a pie». Este consejo habitualmente lo seguían los más jóvenes ya que los empleados y profesores preferían esperar el ascensor. Hacía dos semanas que el curso había comenzado. Para él las clases eran terriblemente aburridoras con profesores sin ninguna calidad académica y que por su pinta decididamente chabacana parecían haber sido sacados de algún trabajo humillante o también del afrentoso desempleo que se vivía en la ciudad para convertirlos en improvisados profesores. La mujer que fungía como profesora de inglés se dedicaba durante 45 minutos a hablar con ella misma, sin mirar a los alumnos, su método pedagógico consistía en repetir conversaciones, monólogos sacados de algunas películas famosas, un inglés que escuchado a través de malas grabaciones parecía el diálogo de personajes muertos con un tiempo muerto.

A veces, de puro aburrimiento, abría su cuaderno de notas y se daba cuenta de que permanecía en blanco, ni un apunte sobre alguna de las materias dictadas, ni una frase tomada como referencia de la filosofía del programa en el cual se había inscrito: «Proyecciones actuales del marketing», «Perfil de los nuevos clientes», «Sin nuevos productos a ofrecer no hay nuevos clientes», materias cuyo conocimiento le iban a permitir, supuestamente, no sólo salir de la pobreza sino acceder al mundo de la alta mercadería. Para esto la habían enviado sus padres haciendo el sacrificio de pagar la matrícula.

La muchacha que se sentaba a su lado parecía permanecer siempre en estado de sueño, cansada de alguna fiesta de la noche anterior: le sobresalía, oronda, la barriga, las gruesas llantas de su cintura, el pellejo de color yema de huevo, el bluyín lustroso, los grandes y descomunales brazos ni lo saludaban. Pero al tercer día y en la cafetería de la esquina conoció a un compañero de curso, un muchacho de pocas palabras pero firmemente seguro de lo que hablaba, sobre todo de la información que tenía sobre lo que estaba sucediendo en lo que para él era el mundo, su mundo: toda la música del universo rock. De manera que tuvo entonces la impresión de que el muchacho había vivido mucho tiempo en las ciudades que describía, Miami, Nueva York. De hecho muchas de sus expresiones eran en inglés.

El muchacho tenía una moleskine con la foto adherida de una modelo semidesnuda en ambas tapas. Lo que sí le llamó la atención fue la manera en que el muchacho en cada clase fingía que tomaba notas y lo hacía a un ritmo en que daba la impresión de que en realidad lo que estaba haciendo era transcribir fielmente como un taquígrafo lo que cada uno de aquellos patéticos profesores decía. Alguna vez creyó ver su inconfundible figura en el andén del metro, una mañana cuando el sol apenas se insinuaba y desde el viaducto la ciudad se podía ver bajo una gasa de niebla. Y la mañana estaba llena de gente presurosa marchando al trabajo, al estudio. En los rostros de las gentes estaba marcado el mismo gesto de miedo y desconfianza.

A lo largo de su recorrido desde su casa hasta la estación él avanzaba con temor, tratando de que nadie notara su presencia, tratando de que ninguna banda de violentos reparara en él, algunas veces veía los cadáveres tirados en la calle. No sabía en realidad cómo lograba cruzar hacia el metro y regresar por la tarde sin que se hubiera encontrado con una balacera, sin que ningún violento le hubiera salido al paso. San José, la Virgen y el niño Dios. El pulcro hogar santificado por el amor: ¿Cómo podrían los ojos de los sicarios ver a tan anacrónicos personajes? La modestia ya no se ve en las calles. Lo que lo llevaba a pensar que si los asesinos no se metían con su familia era porque era invisible. Y entonces se sentía invadido de una gran paz interior, con el derecho a observar libremente aquella diaria parafernalia. Simplemente había aterrizado en las ruinas del tiempo.

El compañero de estudios llevaba un chaquetón de cuero con calaveras de metal incrustadas en las hombreras, la cabeza de pelo hirsuto bamboleándose al ritmo del rock que escuchaba, las pesadas y burdas botas sonando sobre el cemento de la acera: la misma figura de un juego de video que había conocido en una tienda cercana a la estación del metro en el Centro. Lo cual le producía una desazón que no cesaba ni con el reposo y cuyo origen desconocía: parecía provenir —así lo asociaba— de los mezclados olores de las calles, verduras frescas o podridas, baterías, utensilios de cocina, cuchillas de afeitar made in Taiwán, made in Hong Kong. Olores de gentes que parecían no haber dormido nunca y gesticulaban llenas de un crispante tedio, el tufo de sus eructos, de su incapacidad para replantearle otras funciones a su cuerpo: las autopistas de los videojuegos, la trepidante música de los vendedores de cedés clonados, mezcla de música criolla, rap, reggae, rock, desenfadada, brutal, apestosa como el dedo de un vendedor de vicio.

Nadie está en su sitio, nadie tiene por la noche adonde regresar.

Al hacer un paneo sobre el resto de los condiscípulos descubrió que también ellos parecían surgidos no de las azarosas calles de sus barrios, sino de las autopistas de los juegos de video, de aquellas tremebundas batallas en escenarios digitales con motocicletas como fieras mecánicas y matones con la pinta de Michael Jackson y de Prince, el choque de los vehículos, el estallido de la mancha roja, la risa gangosa de los sucios motociclistas. Todo cobró de repente ante él un aire irreal y llegó momentáneamente a creer que las calles que observaba desde su pupitre, eran las calles de una ciudad virtual en la cual mediante una broma del muchacho él había sido introducido para siempre.

Todos estaban a la espera de algo indefinido, a la espera de un vocabulario, de una nomenclatura urbana, de un agua de colonia.

Grandes párrafos en inglés con instrucciones para utilizar una olla eléctrica, un walkman, un equipo de gimnasia, un cortador de verduras, una procesadora de alimentos, un destapador de latas de comida, un sacacorchos, un limpiador de ventanas. Al saberse envuelto por aquella lengua extranjera se daba cuenta de que había comenzado a sentirse aislado ya que se sentía analfabeto ante la prepotencia de un idioma con el cual se identificaban los arrebatados personajes de los videos, de las carátulas de los productos en venta.

Dejaba a veces que los ojos se marcharan por pura inercia hacia las regiones del aburrimiento mientras el flaco de mercadotecnia abría sus labiecitos y esparcía en el salón su podrida halitosis: la calle esparcía espontáneamente a lado y lado únicamente locales de juegos electrónicos. Ahí aparecía el muchacho del chaquetón como el virtuoso maestro de ceremonias. En aquel salón frente a cada pantalla está siempre la figura de un desenfrenado ludópata que se movía hacia los lados o daba saltitos y con un pujido indicaba sus éxitos o sus errores y el resplandor de estas pantallas al inundar la atmósfera con sus tenues ondas de color azul o rojo afirmaban la autonomía del espacio ensimismado de un planeta ignorado.

Las gentes de su barrio, a excepción de los muchachos de las bandas armadas, eran todas de aspecto campesino. En cambio las gentes que abarrotaban las salas de videojuego parecían sacadas directamente de las historias de los videos, así eran sus modales, así era su desfachatez.

Un notable contraste entre la fealdad y pobreza del sector y aquellas autopistas, aquellos autódromos, aquellos desiertos de las distintas historias de los juegos. Volver a esta realidad era desconcertante como si debiera elegir entre lo malo y lo peor. El condiscípulo del chaquetón iba y venía de una sala a otra, entre la neblina de los ambientes, refiriendo su única realidad, olor a bazuco y marihuana, leve polvillo de cocaína escapado de una nariz ansiosa y que flotaba entre los colores, los chirridos, los grandes choques de vehículos, de armaduras.

De la estación del metro al Centro de Estudios él debía hacer un recorrido de cuatro cuadras en medio de este abarrotado paisaje de vendedores chillones, energúmenos, asolado además por una pequeña banda de atracadores, de mujeres carteristas. El muchacho del chaquetón de calaveras parecía caminar a saltos pero inmerso en el espacio de su música, repetía el mismo estribillo: ¡Basura, basura, el mundo no es más que una basura/ reviéntalo, reviéntalo, el mundo no es más que una basura! y él se dio cuenta de que entre la jauría que fumaba marihuana y bazuco en los estrechos pasillos de la institución educativa estos monólogos eran una forma de comunicación entre todos ellos, pero a la vez el lenguaje cifrado desde el cual se impartían órdenes, se hacían proyectos para nuevas actividades en las calles, dentro del Instituto.

Se sentía caminando bajo los inflamados rayos de sol en alguno de aquellos desiertos, el árido paisaje, dunas, roquedales, líneas de aburridos cactus, y la cinta maltrecha de la carretera por donde circulaban los obsesivos vehículos, los agresivos protagonistas de aquellos desafíos: se olía el rastro de la gasolina al convertirse en una despiadada nube rojiza. La explosión desperdigaba los vehículos, rodaban cabezas destripadas como un tomate maduro, los trozos de alerones, de parachoques, las retorcidas columnas de las vallas publicitarias. El brutal choque y morir. Morir y desaparecer para siempre como un anónimo mecanismo cuyas partes se desperdigan, se oxidan en las cunetas.

Se llenaba de esta certeza al asociar el enloquecido tráfico, el helicóptero como una monstruosa langosta, con esas autopistas y tenía la evidencia de que nos movemos la mitad del tiempo en juegos planeados por otros.

Esta mañana se dio cuenta de que el Renault 9 que los tres días anteriores había estado intentando aparcar sin conseguirlo, lo había logrado por fin y sobre la rampa se había colocado exactamente al costado del edificio. Lo extraño y a la vez curioso es que del viejo vehículo se bajó el condiscípulo de pelo hirsuto y la holgada chaqueta de cuero con las calaveras. Y lo verdaderamente curioso es que el muchacho se detuvo un instante y lo ubicó a él con su mirada. Entonces levantó la mano y con el dedo gordo hacia abajo, como si profiriera una amenaza, se dio vuelta y atravesó la puerta del parqueadero, repitiendo seguramente el estribillo: reviéntalo, reviéntalo que el mundo no es más que una basura…

Fue cuando, de inmediato se oyó el primer disparo y los gritos de alerta de los guardias. El muchacho corría a gran velocidad hacia la esquina sur por la estrecha calle mientras los guardias seguían disparando al aire hasta que vio cómo la gente despavorida corría y se perdía buscando la dirección sur–oriente para cruzar la avenida y refugiarse en las calles del barrio cercano.

Durante los tres días anteriores el Renault 9 no había podido aparcar sobre la rampa y él había seguido sus movimientos. Siempre a la misma hora: las ocho de la mañana. Ahora eran las nueve de la mañana y ya el edificio estaba repleto de estudiantes, de burócratas, de profesores. ¿Cómo el Renault 9 logró por fin aparcar y por qué lo conducía el muchacho? ¿Había sobornado al empleado del aparcadero?

Se habían de repente detenido tanto el flujo del tiempo como del espacio y sobre la superficie de los edificios pareció vibrar el impacto de una premonición fatal.

Entonces como si la vibración lo hubiera sacudido en su cerebro el profesor de mercadeo detuvo la clase y comenzó a gemir sin reato alguno. Todos los condiscípulos empezaron a llorar dando gritos destemplados, puestos muchos de rodillas, derrumbados, blasfemando al darse cuenta de que tanto los ascensores como las estrechas escaleras estaban más que congestionadas, taponadas de gentes empavorecidas que se atropellaban tratando de escapar de aquella trampa, los más débiles habían caído al suelo, las puertas alternas de evacuación permanecían cerradas con grandes candados y la multitud agolpada en los estrechos pasillos gritaba reclamando ayuda al Señor, a la Virgen María, a la policía.

Pero a la película que se rodaba no le habían colocado aun los subtítulos en español.

Por la calle otros guardias disparaban al aire y se alejaban con la multitud que huía del lugar: ya a estas alturas el lugar se había convertido en un lugar virtual con choques de vehículos, gentes despanzurradas en las aceras víctimas del pánico colectivo. ¿Cuántos kilos de pentonita estaban listos para estallar y cuántos edificios arrasarían su espantosa onda de expansión? Él pensó solamente en algo que en realidad era un descabellado deseo allí en medio del delirio del salón de clase: tener un walkman para estar escuchando su música preferida en el momento ya inminente en que explotara el viejo Renault 9 de un color mostaza mareado.

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*Darío Ruiz Gómez es un escritor, periodista, teórico del arte y el urbanismo, crítico literario y poeta colombiano nacido en Anorí en 1936. Se ha desempeñado además como profesor universitario y columnista del periódico El Mundo (Colombia). Su obra enlaza profundamente con la memoria colectiva de los años 70, 80 y 90 que en su país, fueron particularmente dramáticos. Ensayos, artículos de prensa y pronunciamientos públicos suyos han demostrado siempre especial agudeza conceptual en torno a los problemas de la identidad cultural, las manifestaciones del arte contemporáneo y la visión que, como intelectual, los conflictos sociales le suscitan.

Se graduó en la Escuela Oficial de Periodismo de Madrid en 1961. Estudios de Urbanismo y de Estética. Colaboró como crítico de arte y literatura en la revista Acento, fue director de las páginas culturales del periódico Hierro de Bilbao. A su regreso a Colombia ha sido colaborador de El Tiempo, El Espectador, El Colombiano, y de El Mundo. Fue durante treinta años profesor de la Facultad de Arquitectura de la Universidad Nacional de Medellín. Miembro fundador de las Bienales de Arte. Tiene grado de Escritor de la Universidad de Iowa.

Entre sus obras se destacan: Hojas en el patio (Novela) 1979, De la razón a la soledad (Ensayos) 1981, La ternura que tengo para vos (Cuentos) 1982, Para decirle adiós a mamá (Cuentos) 1983, A la sombra del ángel (Poesía) 1990, En tierra de paganos (Novela) 1991, La muchacha de la leyenda (Poesía) 2001, Trabajo de lector (Colección de ensayos críticos) 2003, Diario de ciudad (Ensayos sobre urbanismo) 2005, Crímenes municipales (Novela) 2009, Las sombras (Novela) 2014.

**Sara Serna Loaiza es estudiante de arquitectura en la Universidad Pontificia Bolivariana de Medellín, ilustradora y diseñadora gráfica por afición.

Como lectora, se inclina hacia el realismo mágico latinoamericano, la fantasía heroica y la novela psicológica rusa. Como creativa, tiene por hábito buscar patrones, composiciones y referencias en la realidad tanto como en la ficción. En ilustraciones ajenas y fotografías tan casuales como maestras publicadas en redes. En las pequeñas exposiciones y galerías que el peatón, si es curioso y observador, puede encontrarse al recorrer las calles de su ciudad, y en esas escenas coincidentes, accidentales, y perfectas, en las que la cotidianidad encuentra el ángulo, la iluminación, el balance correcto de composición, que encuadrados por el ojo fisgón adecuado, capturan un cuadro cinematográfico espontáneo bastante impresionante.

Es la administradora del perfil de Instagram de la revista ( @revista.cronopio ) y también aporta sus ilustraciones para algunos artículos de la misma.

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