LA TRAMPA DE LA GUERRA Y EL LOCO IVÁN
Por Jorge Reinel Pulecio Yate*
En el mismo artículo donde El Tiempo de Bogotá informa de la muerte en Venezuela de «el Loco Iván», un guerrillero de las Fuerzas Armadas Revolucionarias Colombia-Nueva Marquetalia, FARC-NM, por fuerzas del Ejército de Venezuela, aparece un link donde el diario del hombre más rico del país, Luis Carlos Sarmiento Angulo, informa que este grupo disidente de las FARC que firmaron el acuerdo de paz con el Estado en 2016, duplicó su número en el último año. Más grave aún: el 17 de noviembre de este 2020 del olvido, Ariel Ávila y Andrea Aldana publicaron una entrevista en El Espectador en la que «Jonnier», un guerrillero de otras disidencias de las FARC comandadas por «Gentil Duarte», muestra con desfachatez el control de territorio que han logrado y enseña su poder amenazador. ¿Regresamos en Colombia a la guerra de siempre o aún es posible salvar el proceso de paz? Nadie puede responder con certeza esta pregunta. Todo está en juego, al menos hasta las elecciones presidenciales de 2022. Por ahora quiero contar una pequeña historia de ilusiones en la paz en la que estuvo involucrado el «Loco Iván», cuyo nombre de pila era Olivio Iván Merchán Gómez.
Entre el 14 y 15 de mayo de 2017 asistimos 27 profesores, estudiantes y periodistas de la Universidad de la Amazonia, coordinados por la Oficina de Paz de esa institución, al Espacio Territorial de Capacitación y Reincorporación (ETCR) de «La Y», situado a ocho horas en carro desde Florencia, la ciudad más poblada de la Amazonia colombiana, bien adentro de la selva bravía. Allí estaban algo menos de un centenar de guerrilleros y guerrilleras jóvenes al mando de el «Loco Iván», convencidos, por lo que nos dijeron y vimos sobre el terreno, que había llegado la hora de hacerle la guerra a la guerra para construir la paz. Había entre ellos unos pocos exestudiantes universitarios y muchos campesinos y campesinas curtidos por la guerra. Nos recibieron respetuosos pero desconfiados. Mantenían las armas ocultas por acuerdo con los visitantes. A los guerrilleros en tránsito a la vida civil los protegían desde lejos unos pocos soldados y policías igual de desconfiados y curtidos por el sol de la Amazonia.
Cuando salimos de Florencia con destino incierto al campamento de los guerrilleros la madre de una de las jóvenes estudiantes nos despidió con llanto y me encargó de forma especial la vida de su niña. No era para menos, luego de tanta guerra y tanta barbarie en el Caquetá, el departamento más poblado de la Amazonia colombiana. Yo, que entonces dirigía la Oficina de Paz, llevaba bien escondido mi miedo. Le prometí que volveríamos.
En el Caquetá muy pocos confiaban entonces en la paz. En el Plebiscito de 2016, en que se preguntaba si los colombianos aprobaban el Acuerdo de Paz suscrito entre el Estado y las FARC, en este territorio ganó el NO con el 53% (a nivel nacional también, con 50.23%). Y tal vez tenían buenas razones para desconfiar de la paz: dos procesos de paz adelantados en la presidencia de Belisario Betancur (1982-1986) y Andrés Pastrana (1998-2002) tuvieron como epicentro al Caquetá y allí mismo se rompieron, con saldo de escalada de la muerte luego de las rupturas de negociaciones. La región de Colombia con más víctimas del conflicto armado por cada 100.000 habitantes ha sido la Amazonia: 35.627, el doble del promedio nacional que fue de 17.456 entre 1985 y 2017.
Intentar abrirle camino a la confianza en el proceso de paz era el objetivo de la visita de los universitarios a los campamentos guerrilleros en 2017.
En la noche del 14 de mayo rompimos el hielo en el ETCR de «La Y» que dirigía el «Loco Iván». Luego de cantar el Himno Nacional y los discursos protocolarios, presentamos las danzas de la Universidad de la Amazonia y ellos el grupo de danzas de los guerrilleros. Vino después la danza terapia y luego todos bailamos salsa y vallenatos a palo seco. Al otro día discutimos sobre el futuro de la paz durante tres largas horas con los líderes guerrilleros. No les preguntamos por su pasado, bueno ni malo. Solo hablamos del futuro a construir. Se quejaron del abandono y la soledad en la inmensidad de la selva, pero tenían esperanza en el proceso de paz pactado. Nos mostraron los talleres de carpintería, los sembrados de yuca y plátano, y las cocheras para cerdos, los gallineros y el acueducto en construcción, las viviendas que estaba construyendo el Gobierno del presidente Santos, sí, el Nobel de Paz, y los proyectos de escuela y de centro de salud.
De regreso a Florencia me atormentó la idea de la imposibilidad de las «aldeas amazónicas» de que hablaron los guerrilleros, sin carreteras ni servicios públicos, sin proyectos productivos, sin mercados y sin tierras tituladas. Pero el Gobierno de Santos parecía comprometido a cumplir.
Lo demás es historia bien sabida. El país siguió polarizándose entre quienes quieren la paz a partir de arrasar con sus enemigos y los que prefieren la paz pactada, a pesar de las dificultades. A los primeros los lidera Álvaro Uribe, un expresidente que recién salió de prisión (octubre de 2020), pero sigue sub judice. Los que prefieren la paz pactada no tienen más líder que la esperanza.
En medio de las tensiones, los incumplimientos de lo pactado, las mentiras y las dudas de siempre, varios exguerrilleros cayeron en la trampa. Dejaron los talleres de carpintería y de sastrería, la cría de marranos y de peces, los grupos de danzas y de lecturas, y regresaron a la guerra. Da tristeza. Duele en el alma. La señora que me encargó su niña cuando salimos a construir confianza, ¿qué pensará ahora? Me dicen que la gran mayoría de exguerrilleros de ese ETCR en «La Y» que dirigía el «Loco Iván» siguen apostándole a la paz, pero quieren reubicarse donde tengan tierra, servicios públicos, mercados y seguridad. Ojalá el presidente Duque, puesto en su cargo por Uribe para «hacer trizas los acuerdos de paz», los escuche a tiempo.
Está muy bien establecido que la primera víctima de un conflicto armado, nacional o internacional, es la verdad. Hay que mentir sobre el contrincante, construir el enemigo al tamaño de los odios para poder matarlo sin compasión, deshumanizarlo, destruirlo, imponerle la voluntad del vencedor. También se ha dicho que la paz cierta no es posible que se establezca sin crearle espacio a la verdad. Sin verdad plena no habrá perdón, base de la reconciliación. Pero había un ámbito previo a la verdad y a la paz que no conocíamos: la confianza. Más de cincuenta años de guerra en Colombia y más de nueve millones de víctimas dejaron mucho odio y mucha mentira instalada en el alma de los colombianos. Pero también mucha desconfianza.
En una guerra interna degradada, como la colombiana desde 1948 hasta hoy, para sobrevivir hay que desconfiar hasta de la sombra. En muchas familias un hijo era paramilitar, otro guerrillero, otro militar y un cuarto podía ser solo narcotraficante. El hermano menor podía estar en el Seminario católico y los papás ser solo campesinos sin tierra. Igual en las familias «de bien»: transitan sin sonrojarse de una empresa minera transnacional a ser ministros de Defensa, o jefes paramilitares o embajadores en Chile, mientras los hermanos vegetan en los gremios de los ganaderos, o de los palmeros, o dirigen noticieros en los medios propiedad de banqueros. Son los cruces de roles, de intereses y de odios. Son las fuentes de la desconfianza.
El «Loco Iván» durante la guerra no podía confiar ni en sus compañeros de armas. Unos se hicieron disidentes. Otros disidentes de los disidentes. Todos los demás eran enemigos de muerte. Hasta el comando militar venezolano que celebró su parte de victoria mostrando el cadáver destrozado del que cayó en la trampa.
En Colombia, ¿antes que una vacuna contra el CORONAVIRUS, podremos inventar una vacuna contra las trampas de la guerra y la desconfianza?
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A propósito de esta columna: la especie humana (la humanidad) ha ocupado la Amazonia colombiana durante aproximadamente 12.600 años (Gaspar Morcote-Ríos, et al., 2020: 2) y por un lapso tal vez mayor otros espacios del bioma amazónico (Bolaños, 2013). Durante ese lapso los pueblos originarios, que hoy erróneamente llamamos indígenas, crearon culturas, cosmovisiones, instituciones, lenguas, tecnologías que hoy las sociedades dominantes desconocen o niegan. Aprendieron a vivir con la selva y de la selva. El eurocentrismo y el etnocentrismo se han impuesto en el mundo en tiempos de globalización. El costo ha sido el exterminio indígena y la destrucción de la selva húmeda. Nos queda la palabra para resistir. Mientras sigan negando el tiempo de los pueblos amazónicos, desde ACRONOZONIA usaremos la palabra para re-existir.
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* Jorge Reinel Pulecio Yate. Originario de la región amazónica de Colombia, es Economista de la Universidad Nacional de Colombia, con estudios de posgrado en la Universidad Estadual de Campinas (Brasil), en Teoría Económica, y en la Universidad Internacional de Andalucía (España), en Impactos territoriales de la globalización. Es profesor jubilado de Economía de la Universidad Nacional de Colombia y director de la Fundación Amazonia y Vida. Fue Secretario de Desarrollo Económico de Bogotá y Secretario de Educación en el departamento amazónico del Caquetá. Entre los libros académicos publicados destacan: «La apertura en Colombia. Costos y riesgos de la política económica», Fescol (1991); «Economía para todos», con otros autores, Fescol (1995); «Globalización, competitividad y pertenencia regional. Guía metodológica para Colombia», CID-Universidad Nacional de Colombia (2003). En el ámbito de ficción tiene publicado el libro «Amor y guerra en el Amazonas», Planeta (2015).