Por Catalina Franco Restrepo*
«¡Os aseguro que hoy en día
cualquier hombre honesto se pone enfermo
cuando escucha la palabra ‘libertad’,
después de lo que hicieron con ella los republicanos».
(Eso no puede pasar aquí. Sinclair Lewis)
Creo que nos urge redefinir públicamente lo que es la vida, para qué vivimos. Distintos poderes con sus respectivas ambiciones nos lo han definido —impuesto— desde hace demasiado tiempo: vivir para producir, tan conveniente para gobiernos políticos y corporativos; pensar en la vida eterna y la familia tradicional, vital para algunas religiones. Ideas que además se explotan hoy hasta el infinito a través de los tristemente llamados «influenciadores»: cómo hacer todo eso que te han dicho que es vivir. Y así vemos niveles de depresión sin precedentes y gobernantes que hasta hace no tanto hubieran sido solo personajes malvados y lunáticos de distopías. «Lo material y la tristeza van ganando la partida», dijo Diego S. Garrocho en una columna.
Se ha hecho un daño inconmensurable al convencer a las personas de que viven para acumular, de que son su trabajo o su dinero o el poder que tienen. Probablemente la inteligencia artificial llevará al límite el vacío del ser humano al mostrarle que puede hacer sus trabajos por él, al reducir su necesidad de producir dinero, al evidenciar que no lo necesita para eso por lo que estaba acostumbrado a vivir, lo que creía que era. Debemos hacer posible la rehumanización, recordar que se vive para vivir. Tras su deformación, es urgente resignificar la palabra libertad.
Viajando y leyendo, pensando en todas esas versiones de vivir que he contemplado, encuentro en Europa lo más cercano a la definición de una buena vida. De lo mejor de sus sociedades me gusta que se asientan sobre la idea de trabajar para vivir, no vivir para trabajar; que la humanidad es palpable: se percibe en la conversación de gente de orígenes e ingresos diversos, en la protección de su historia y su arquitectura, en la promoción y el cuidado del arte y la cultura, en los valores predominantes que resaltan sus periodistas y escritores, en las películas de su cine. Adoro sus andenes anchos en los que conviven idiomas y, nuevamente, orígenes y economías dispares; adoro sus trenes y ese transporte público posible, accesible, que lleva a primar la libertad de movimiento de manera digna —y tantas veces, bellísima— para todos en gran parte de los territorios, esa no dependencia de un triste automóvil, de ese aparato que aísla e impide acariciar una ciudad; me fascinan sus parques enormes y verdes que pocas veces son impecables, conservan ese aspecto asilvestrado de quien reconoce la majestuosidad y la importancia de la naturaleza sin intentar domesticarla ni humanizarla, esos parques en donde, otra vez, se reúnen los diferentes para recordar que son los mismos, para mirarse y aprender más sobre una conversación que les impida no reconocerse o herirse; añoro sus terrazas llenas de debates acalorados que van mucho más allá de la productividad, la acumulación y la apariencia.
Ante la deriva delirante de Estados Unidos, que habíamos asumido demasiado tiempo de manera tan equivocada como líder del mundo, el escritor Javier Cercas escribió: «La Europa unida es la única utopía razonable que hemos inventado los europeos (…) No uso la palabra utopía en su sentido etimológico —‘No hay tal lugar’, traducía del griego, Quevedo—, sino en su sentido, hoy mucho más común, de proyecto deseable, ideal, aunque de difícil realización. (…) Que somos fuertes, pero no creemos en el derecho de la fuerza: solo creemos en la fuerza del derecho. Que, si los europeos nos unimos de verdad y tenemos visión histórica y ambición política, el siglo XXI puede ser el de la Europa unida».
La visión violenta de la vida se ha expandido sin medidas. Gracias a internet, a las redes sociales, ahora la violencia tiene, además, un terreno infinito en el espacio digital, llega a las habitaciones, a las manos, de buena parte de las personas. Les permite —nos permite— destruir a otros sin mayor esfuerzo. Por eso la experiencia brutal de la violencia pasada sirve hoy, si la mirada es humana, para rechazarla de plano como base para la vida. El presidente de Estados Unidos pone a la violencia en la raíz de sus políticas: contra el inmigrante, contra las mujeres, contra los pobres, contra las demás naciones, contra la naturaleza, contra sus adversarios políticos, contra las identidades diversas, contra las muchas posibilidades de familias, contra la educación, la ciencia y la cultura. Escribió Víctor Lapuente que «el modelo que inspira a Trump es la mafia, un grupo de emprendedores sin escrúpulos que buscan su beneficio mientras dicen respetar el honor, la familia y a Dios». Por el contrario, como describió bellísimamente Antonio Scurati hace poco, «ya con la devastadora experiencia de las trincheras en la Gran Guerra, por primera vez en milenios de historia, los conceptos de gloria, honor y coraje perdieron todo significado cuando el hombre europeo llegó a la conclusión de que no había nada en el mundo por lo que valiera la pena morir. De repente, como escribió Blaise Cendrars, ‘Dios estaba ausente de los campos de batalla’».
Debemos invocar esas plazas y esos jardines europeos que invitan a la conversación para hablar sobre cómo queremos vivir. Yendo a la esencia es que hemos logrado avances, por ejemplo, en ser dueños de nuestros cuerpos, con derechos como los reproductivos y a una muerte digna. Porque la vida —la nuestra y la de otros— no es un juego, sino una enorme responsabilidad que puede ser la mayor de las maravillas, pero también la más pesada de las cargas. Por eso hay que intentar ponernos de acuerdo en propósitos vitales, para que no los defina el poder, sino que seamos los ciudadanos quienes le entreguemos al poder un mandato que nos represente, para que no nos enfrenten por capricho y hagan que predomine el delirio. Porque no nacimos para convertirnos en héroes de nada.
Pau Luque escribió una columna maravillosa sobre cómo venimos construyendo un mundo en el que se ha validado de manera predominante la idea de combatir la injusticia con la injusticia. Mencionó varios ejemplos, entre ellos la justificación de la masacre de Gaza como respuesta a la barbarie de Hamás. Dijo que «cometer una injusticia para intentar compensar otra es convertirse en eco de esta última, no en su barrera de sonido» y que «ahora se intenta legitimar la venganza, o sea una forma de injusticia, aludiendo a una injusticia previa. La era de la revancha es terrible. La era de la revancha legítima es un infierno».
Si dejamos que la ambición y el todo vale guíen la vida, abrimos la puerta a que la protagonista de la historia presente y futura sea la revancha, a convertirnos en la humanidad de la venganza, la humanidad que no aprendió nada y que, gracias a su estupidez, se esfumó. No podemos permitir que la vida se nos convierta en un infierno. Porque, así, de vida no tendrá nada.
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* Catalina Franco Restrepo es periodista e internacionalista, y es la autora de la novela distópica El valle de nadie (Amazon, 2018). Nació en Medellín, Colombia, en 1984 y ha vivido en Montreal, Atlanta y Madrid, en donde estudió un máster en Relaciones Internacionales y Comunicación en la Universidad Complutense. Ha trabajado en medios como CNN y W Radio Colombia, y asesora a empresas en comunicaciones estratégicas. Viajera y lectora, ha recorrido alrededor de sesenta países que, junto con su amor por la naturaleza y todas las formas de vida, se han convertido en su gran inspiración para contar historias y le impiden perder la esperanza.
Escribe una columna semanal en No Apto y presenta el podcast mensual Universo No Apto.
Twitter e Instagram: @catalinafrancor