Literatura Cronopio

3
670

RISARALDA DE BERNARDO ARIAS TRUJILLO

Por Betty Osorio*

La juventud de escritor Bernardo Arias Trujillo transcurrió en el entonces destacado centro cultural que constituía la ciudad de Manzanares, en el departamento de Caldas. En los periódicos de esta ciudad escribieron intelectuales polémicos que tuvieron repercusión nacional como Silvio Villegas, Fernando Londoño, Juan Bautista Jaramillo y José Camacho Carreño, entre otros. Hay que recordar que el proceso histórico del cual surge la ciudad de Manizales es el de la colonización  que proviene de Antioquia en el siglo XIX. Antonio Cornejo Polar en «Escribir en el aire» señala cómo una de las reflexiones, que es urgente llevar a cabo, es la de la dinámica cultural de las regiones. Este concepto es muy importante para el caso de Arias Trujillo, quien en su novela «Risaralda», escrita en 1935, narra los orígenes épicos de esta sociedad.

El profesor norteamericano Raymond Williams, en su libro  «Novela y poder en Colombia» utiliza el concepto de región como un criterio para trazar un mapa de la producción narrativa colombiana. Este crítico define de la siguiente manera los rasgos de la tradición de la novela antioqueña, que serían referentes importantes para el escritor caldense. «Para entender cabalmente la novelística antioqueña y su cultura es necesario tener en cuenta tres factores: el primero, al que ya hemos aludido, es su tradición de igualdad, lo que ha fomentado una literatura basada en lo popular, en lo regional, y en la costumbre oral de narrar historias, en contraposición, por ejemplo, con los modos escriturales y elitistas utilizados en el Altiplano. El segundo elemento es la presencia de una fuerte cultura oral primaria en ciertas áreas rurales, durante el siglo XIX […] El tercer elemento importante es la profunda reacción contra la modernidad durante el siglo XX».

Zahyra Camargo y Graciela Uribe, al trazar el mapa de la producción intelectual de las mujeres del Gran Caldas, hacen también uso del concepto de región. Según ellas,  la región se construye a partir de los valores de un grupo humano donde están entretejidos factores étnicos, de clase y de formas de poder que le otorgan a una comunidad unos rasgos que podrían ser denominados como identidad. ¿Cuáles son entonces, en el caso de la novela «Risaralda» estos valores? ¿Son estos valores respaldados o polemizados por el autor?

El historiador Albeiro Valencia Llano señala que existieron dos oleadas de colonización a la región de Caldas. La primera considerada como el grupo fundacional provenía de Antioquia y buscaban territorios dónde desarrollar actividades casi todas de tipo comercial y agrario. Este proceso surge a partir de la iniciativa individual,  lo cual implicaba   una cohesión muy fuerte del grupo familiar. Según Ferro Medina, tal situación dio lugar al surgimiento de una clase media campesina. Por eso, en esta región se fue construyendo un comercio interno que unificó la región. Así fueron fundadas Salamina en 1825, Santa Rosa de Cabal en 1848, Manizales en 1848, Pereira en 1863 y Armenia en 1889. Durante la segunda parte del siglo XIX se produjo un proceso de expansión de los núcleos urbanos antioqueños a los largo de dos caminos paralelos al río Cauca. El más importante de ellos comunicaba a Rionegro, Abejorral, Sonsón, Salamina, Neira, Manizales y Pereira.

Sin embargo, el caso de la colonización del Valle de Risaralda es bastante particular  porque los primeros colonos de esta región no son antioqueños de raza blanca, sino negros cimarrones y libertos venidos probablemente del Cauca  o de Antioquia después de la abolición de la esclavitud en 1851. La novela «Risaralda», como relato fundacional, contrasta el conjunto de valores atribuidos a la cultura antioqueña de la colonización, como amor al trabajo, independencia e iniciativa, con los de las comunidades negras que en el país  todavía no hacían parte del proyecto nacional. «Risaralda» reúne así la visión tradicional de los valores regionales situada en un pasado épico, pero narrada desde una perspectiva crítica  y desencantada que se refiere al lugar y al momento de la escritura, es decir la ciudad de Manizales en la década del treinta.

En el prólogo a la edición de 1959, Silvio Villegas se refiere a Bernardo Arias Trujillo como un intelectual atormentado: «un alma desolada y ardiente. […] Su vida desordenada […] Estaba afiliado a la secta de Epicuro». De estos comentarios  se desprende la visión de un intelectual en conflicto con los valores culturales que lo rodean y que es confirmada por la biografía que sobre él escribió Valencia Llano. Por lo tanto, es posible que Bernardo Arias Trujillo intentara construir a través de  su novela una actitud de solidaridad con los negros, pero las mismas estrategias  discursivas lo van obligando a abandonar  este proyecto y a identificarse con la sociedad que ha dominado el valle de Risaralda. La narración comienza proponiendo la reivindicación de los esclavos negros: «como un canto llano a vuestra grandeza moribunda» dice la introducción, pero termina  siendo un canto al vaquero blanco: «¡Adiós, compadre Juan Manuel, vaquero de ‘verdá’, viejo querido!».

Arias Trujillo enmarca su novela dentro de la tradición realista y criollista. En la edición de 1959, aparece una copia  facsimilar de una página escrita por el autor el 2 de octubre de 1935,  donde se identifica la novela con el cine: «Risaralda/ novela de negredumbre/ y/ de vaquería,/ filmada en dos estampas». Esta observación proviene probablemente de la intención del gobierno de llevar esta novela al cine. Sin embargo, tal pretensión  hay que leerla también en el contexto editorial explícito en la primera página del libro. La edición la hace  Rafael Montoya y Montoya quien ha publicado en los años inmediatamente anteriores obras como las siguientes: en 1957 dos ediciones de un libro titulado: «Los guerrilleros intelectuales» y otro titulado «Cartas clandestinas»; y en 1958 y 1959, tres ediciones agotadas de la obra de Gregorio Gutiérrez González. Es decir un contexto literario a la vez regional y polémico. Por esta razón, Montoya se sitúa en el reparto de la novela como «Operador y editor». En esa misma página se confirma la intención realista de Arias Trujillo, y se añade el tema del lenguaje oral: «Película escrita en español y hablada en criollo».

La novela contiene dos epígrafes, uno de la novela «Juan Cristóbal» de Romain Rolland y el otro es una dedicación escrita por el mismo autor. En el primero se refiere a la capacidad de las palabras para buscar las huellas de la cultura «que los siglos han marcado con su huella»; en el segundo texto le dedica la novela a los «negros litorales y mediterráneos de Colombia». Es claro  que desde el comienzo se van a contraponer dos sistemas de referencia: el del negro liberto y el mundo  del colono blanco de origen antioqueño. También se precisa que el paradigma lingüístico va a ser un factor importante para recuperar el entorno cultural. El habla del negro se convierte en uno de los rasgos más sobresalientes de la novela. Constantemente el autor recobra palabras, construcciones gramaticales, canciones que dan testimonio de un castellano africanizado, una lengua criolla que entra en tensión con el lenguaje vernáculo del campesino antioqueño.

A primera vista, Arias Trujillo toma partido por el mundo del afro–colombiano, sin embargo, y tal vez como producto del esfuerzo que hace para situar al negro en relación con la naturaleza, no puede evitar que su novela reproduzca matrices ideológicas que devalúan casi totalmente al afro–colombiano. El juego de símbolos y la matriz lingüística de los personajes que representan ambos grupos étnicos, funcionan como un registro agudo de las culturas confrontadas en la novela. Desde  una perspectiva que oscila entre la simpatía y la descalificación, Arias Trujillo explora el tejido etnográfico de la sociedad antioqueña que colonizó los territorios del Gran Caldas. Este trabajo crítico había sido iniciado por Tomás Carrasquilla en sus cuentos y novelas, especialmente en «Frutos de mi tierra», donde el tema étnico es muy importante. Arias Trujillo mantuvo correspondencia con Carrasquilla alrededor de varios temas. Por esta razón, no es una sorpresa que la edición de 1959 de «Risaralda» se cierre con una carta de Carrasquilla donde se refiere coloquialmente a la novela del manizalita: «me interesa y me agrada y me descresta. Esto es todo».

Según el historiador James Parson, a partir de 1872 la colonización antioqueña  se desplazó hacia el suroeste y sur. Así que desde esta fecha, la oleada de colonos antioqueños fue irrefrenable: Salamina, Sonsón, y Manizales. Sin embargo, los colonos rehuyeron el valle de Risaralda, posiblemente por el clima caliente e insalubre. Una evocación de este territorio como si fuera la selva primigenia, descrita por José Eustasio Rivera en «La vorágine», se encuentra en el primer capítulo de la novela: «En el principio era la selva. Era en el principio la selva, inmensa, silenciosa, poblada de misterio y de osadía. Los siglos rondan sobre el lomo del río al vaivén de las aguas y los robustos árboles tutelares, coronados de orquídeas, como dioses, presenciaban taciturnos el desfile infinito de las centurias».

En está primera parte de la novela, hay una continuidad entre el espacio geográfico y los seres humanos que más adelante van a ser los primeros en adaptarse y vivir a su ritmo. La naturaleza y el hombre están así formando una unidad. Esta relación trae inmediatamente a la memoria el proyecto fundador de Domingo Faustino Sarmiento, quien en su «Facundo» (1845), examina cómo la pampa argentina, por sus espacios abiertos, produce un individuo como el gaucho que se opone a cualquier tipo de limitación impuesta por la civilización. Esta misma relación de oposición alimenta también la dinámica narrativa de  «Doña Bárbara» (1929) del autor venezolano Rómulo Gallegos y de «La Vorágine» de Rivera. La descripción geográfica se convierte así en un indicio de los rasgos colectivos de un grupo humano.

La dicotomía civilización y barbarie, que orientó la construcción de los proyectos nacionales  del siglo XIX, se refleja claramente en varios los aspectos de la novela: la geografía, la construcción de los personajes y la historia de amor que permite enlazar los dos mundos que entran en conflicto. El punto de vista del narrador oscila entre admiración y nostalgia por unos seres ligados casi totalmente a los ritmos de la naturaleza, los negros; y otros, cuyo trabajo colonizador consiste precisamente  en someter la naturaleza a la voluntad humana, los colonos antioqueños.

En la novela «Risaralda», el entorno natural que está en armonía con la psique colectiva de los esclavos negros, es la selva y el río Cauca, símbolos ambos de una naturaleza descomunal y no domesticada. Arias Trujillo narra el proceso que convierte este espacio por fuera del orden civilizado, en otro regido por el hacendando y el peón que ordenan los ritmos de la naturaleza y los vuelven productivos. Espacio natural y espacio cultural se confunden en un denso tejido simbólico y lingüístico donde se realiza este tránsito hacia lo civilizado. La oralidad del negro tiene como contrapunto el discurso letrado del narrador de la novela quien es el encargado de manejar el tinglado de voces narrativas. La oralidad del negro va siendo reemplazada por la  de los colonos,  a medida que la selva va siendo derrumbada a golpe de hacha: «El hacha sembró de estrépito la montaña verde de silencio y de quietud, y fue ensanchando el paisaje».

Los negros de Sopinga  hablan  lo que se conoce como bozal, un castellano africanizado usado  con dificultad por esclavos de origen africano. La novela de Arias Trujillo intenta reproducir una situación lingüística muy compleja  donde prima el estereotipo racial: el habla del negro refleja la barbarie de su mundo. Silvio Villegas lo interpreta claramente, pues se refiere al uso del castellano dentro de la población negra como «vocablos bárbaros» o «la guturación de los negros». El mismo intelectual se refiere al castellano de los campesinos antioqueños  como una lengua vernácula que ha sufrido pocos cambios desde la llegada de los conquistadores. Para darle más peso a su afirmación se respalda en Antonio José Restrepo quien dice lo siguiente: «las gentes del pueblo y de los campos conservan en Antioquia el español que llevaron los conquistadores y que muy poco modificaron los colonos en los trescientos años de encierro e incomunicación  en aquellas montañas  inaccesibles». El comentario que hace Silvio Villegas es bastante elocuente: «Allí se pueden usar los términos vernáculos porque casi todos tienen muy limpia la sangre». Limpieza étnica corresponde desde esta perspectiva a  un castellano cercano o idéntico al peninsular. Los negros del puerto de Sopinga son hablantes nativos de la modalidad de castellano que hablaron sus padres, ninguno, ni aun los más viejos, recuerdan vocablos o estructuras sintácticas provenientes de lenguas africanas. Por ejemplo, no se explica qué significa el vocablo Sopinga con el que se bautiza originalmente el puerto. Esta situación lingüística los marca y los separa de los campesinos blancos.

Sin embargo, algunos comentarios de Arias Trujillo contienen una visión idílica del lenguaje del negro basada en su musicalidad. En la introducción se refiere así a la relación amo esclavo: «Por cada cruel azote del amo, vosotros devolvíais un cantar, un ritmo nuevo, una copla de amor». El lenguaje del blanco es el del poder y el del negro es el del  baile y el canto, actividades menos importantes dentro del marco de valores del colono antioqueño. El texto no puede tomarse como un documento lingüístico, sin embargo es un esfuerzo valioso por imitar en la escritura un castellano oral con una marcada influencia africana.

Creo que también es  válido ver los registros orales de esta novela como un intento de delinear más profundamente las barreras culturales que separan el sistema de valores de los africanos libertos, de aquellos ideales que mueven a los colonos a derrumbar los árboles milenarios de las selvas de esta región. El negro convive con la selva y no la daña, el colono antioqueño tumba el monte milenario para abrir potreros y sembrados. Roberto Vélez Correa interpreta esta acción en términos de una violación que se produce en diferentes niveles de la narración: «Se parte, entonces, de una primera violación y es la del paisaje natural, de la impenetrable jungla y del paradisíaco valle del Risaralda».

A medida que los colonos tumban la selva, el paisaje se torna más hospitalario. Igualmente, los habitantes negros van moderando sus costumbres y aquellos que no logran acoplarse a los nuevos tiempos se van en busca de horizontes más libres. Este proyecto de afirmación  de los rasgos de la civilización colonizadora está casi en perfecta sintonía con las acciones de los protagonistas centrales que expresan en términos más concretos  las fuerzas que mueven la oleada colonizadora antioqueña. La llegada al valle de este nuevo grupo desplaza la población negra hacia nuevas fronteras o les asigna un espacio subordinado y marginal dentro del nuevo contexto cultural.

El novelista muestra el estado primitivo de la comunidad negra a través de personajes que no tiene capacidad para valorar la vida humana. Los habitantes negros de Sopinga muestran un absoluto desprendimiento por su propia vida y por la de otros. Matan aún a sus propios hijos, como el caso tremebundo de Esteban Rojas que hace tajadas a su propia hijita de seis años porque con sus lloros le espantan la pesca. Las peleas a machete, que terminan o comienzan los bailes, aparecen descritas y mencionadas varias veces durante la narración como prueba del desprendimiento que tiene el hombre negro por su propia vida y por la del otro. En uno de estos bailes de «garrote», Juancho Marín mata a un amigo suyo de la siguiente manera: «le rebanó la cabeza con la sabiduría de una guillotina». Luego invita al vecindario a celebrar, «porque ‘en despué de too’ habían sido’guenos amigos’». Arias Trujillo permite que la oralidad de los negros de Sopinga entre al texto, los saca del silencio y este procedimiento está relacionado con la trama de la novela que permite un diálogo directo entre los protagonistas de la historia de amor (Juan Manuel y la Canchelo). Sin embargo, en este contexto las expresiones de los negros respecto a la vida y la muerte, se convierten en testimonios acusadores que prueban su culpabilidad y su incapacidad para organizar una comunidad productiva.

En «Risaralda»  aparecen recurrentemente los duelos a machete, pues «son maniligeros para sacar la peinilla». Las descripciones sobre este tema constituyen un arquetipo sobre el afrocolombiano y no pueden tomarse como producto de una observación objetiva. Debido a estas descripciones violentas, el narrador se convierte en un juez, que a pesar de que sienta simpatía por algunos rasgos de la conducta del reo, lo tiene que condenar ya que su actitud violenta es una amenaza para los valores de la civilización. La consecuencia es que el territorio ocupado por los negros se convierte en potreros para el ganado de los dueños de las haciendas. El testimonio del narrador está atrapado dentro de una visión que no permite que surja un enunciado que lo contradiga. La solidaridad del narrador desaparece y se convierte en el hombre civilizado que tiene que castigar el acto bárbaro. Tal juicio ya indica, como lo analizaremos más adelante, que el romance entre la Canchelo y Juan Manuel Vallejo tiene que terminar en una tragedia.

Como resultado de lo anterior, la narración de Arias Trujillo plantea claramente que la posibilidad de construir una comunidad negra en un territorio que, abierto a la colonización antioqueña, era imposible. A pesar de la resistencia de los habitantes del puerto original llamado Sopinga, el nuevo nombre, La Virginia, se impone borrando casi por completo el referente africano: «ya no se llama Sopinga y nadie recuerda esta palabra de tánta melodía, porque  el puerto lo bautizaron hace mucho con un apelativo español de mujer simple: se llama La Virginia».

Hay entonces una memoria borrada, un acto de fundación que fue asimilado y condenado a la amnesia, que el escritor trata de rescatar, pero que a veces también niega, para legitimar el proceso de colonización del cual él mismo hace parte. El recuerdo de Salvador Rojas, el primer negro que construyó un rancho en este territorio, es olvidado fácilmente por un  lector blanco, que prefiere evocar el vaquero manizaleño Juan Manuel Vallejo, peón de la hacienda Portobelo, que representa la fundación que logra integrar este territorio al proyecto nacional.

Doris Sommer en su estudio de la tradición narrativa de Santo Domingo utiliza la definición que Northrop Frye sobre el «romance» como un género situado entre los extremos del mito y del naturalismo. En esta situación de polarización se tiende a identificar la nación con la familia. Esta metáfora no es nada novedosa y se encuentra con abundancia en la Edad Media donde la victoria del caballero permite la unión del héroe y de la heroína que restaura el proceso de fertilidad que había sido amenazado por una fuerza a menudo de origen mágico. Este género se puede definir de la siguiente manera: «Por romance yo entiendo un cruce  entre nuestro uso contemporáneo de la palabra como historia de amor y el uso que se le daba en el siglo XIX como un género más abiertamente alegórico que la novela». En la tradición narrativa hispanoamericana, este género adopta una nueva estrategia, lo mágico es reemplazado por lo social. Las fuerzas en pugna son presentadas en términos del bien y del mal. El resultado de la confrontación es conocido de antemano, el bien es reestablecido, confirmando una situación de hecho que se da como fundacional y que, por esa razón, tiene carácter mítico. No existe dentro del discurso del texto una genuina posibilidad para otros desenlaces.

Esta aproximación permite describir perfectamente el entramado narrativo de la novela «Risaralda», que no puede leerse literalmente como una novela histórica. La historia de amor entre la Canchelo, la hija de la  negra Pacha Durán, y Juan Manuel Vallejo, el vaquero más baquiano de la región, da por sentado el hecho de que el mundo del negro debe ser absorbido por el del blanco. Las condiciones que regulan este proceso determinan el tipo de desenlace.

Desde el comienzo de la novela, el otro rasgo que Arias Trujillo enfatiza es la extrema sensualidad de los negros, en especial de Pacha: «Desde el primer momento fue tentación de negros, apetito de mulatos, ansia de zambos, sueño de mestizos y chifladura de todos». Estos rasgos son transmitidos a la Canchelo quien se convierte en una especie de Eva tentadora para todos los hombres que la rodean. Jaime Mejía Duque ha encontrado una relación entre la descripción de la Canchelo y la mujer negra del Cantar de los Cantares. La Pacha sabe muy bien las consecuencias de esta vitalidad y dedica toda su energía a forjar un proyecto que le permita a su hija hacer parte de los procesos culturales que están transformando el pueblo y sus costumbres: el matrimonio de la Canchelo con un colono blanco.

Uno  de los rasgos que una  cultura de corte hispánico como la antioqueña les atribuía a los esclavos africanos, era su sexualidad desaforada. Las circunstancias sociales e históricas que impedían que el negro lograra construir una familia estable, eran tomadas como prueba  de su condición casi animal. Virginia Gutiérrez de Pineda señala como: «Sangre y origen fuera de la norma matrimonial, y procedencia esclavista, daban razones para repudiar y seguir repudiando y seguir discriminando a los descendientes del negro». Aplicando las ideas de la misma antropóloga, podemos decir que  los valores negativos generados por el proceso de esclavitud siguen alimentando el texto de Arias Trujillo,  pero desde una posición más compleja  que la del colono que ocupó esta zona del país.

Arias Trujillo,  como intelectual iconoclasta siente admiración por la supuesta libertad del negro para expresar su erotismo. Juan Manuel Vallejo, es pues el blanco atraído por la promesa de una experiencia erótica desconocida para un manizalita reconocido como hijo de una familia ejemplar. Algunos  rasgos de la vida de Arias Trujillo son proyectados así sobre Juan Manuel Vallejo, recuérdese los comentarios hechos por Silvio Villegas en el prólogo, «epicúreo» y  «hedonista» son calificativos usados por este crítico para describirlo. Lo anterior abre un posible canal de contacto entre el novelista y los personajes negros de su novela. Pacha, Canchelo y los otros personajes negros cuya libido se describe en la novela, son el desafío metafórico que un esteta heredero de los movimientos europeos del siglo XIX, usa para desafiar a su propia comunidad: la élite conservadora de la ciudad de Manizales en los años treinta.

Regresando al trabajo de Doris Sommer sobre la novela hispanoamericana, se debe notar  que ella señala como «María» de Jorge Isaacs y «Amalia» del argentino José Mármol intentan legitimar los proyectos nacionales mostrando su capacidad para orientar la historia de estas sociedades hacia un modelo ideal. Uno de los comentarios que permite entender la situación a la que se ve enfrentado el protagonista de la novela es que: «El matrimonio no sólo proyectaba un estado ideal, pero también ayudaba a llevar a cabo las alianzas familiares que apoyaban los gobiernos nacionales. Si el matrimonio es una ‘causa’ de la estabilidad de la nación, es también un ‘efecto’ de la nación. Sin el concepto de nación, las alianzas y la estabilidad que ellas trajeron estarían fuera de lugar».

Esta forma de dotar sentido a las construcciones sociales es un elemento que regula el romance entre Juan Manuel y la Canchelo. Pacha Durán ha educado su hija para casarla con un blanco. Los negros de Sopinga, que nunca han necesitado del matrimonio para formalizar sus uniones, resienten el proyecto de la matriarca del puerto y son hostiles a la pareja: «Apelaban los negros a todos los recursos, inclusive a las supersticiones: en cada rancho se colocaron boca–arriba monicongos de Juan Manuel, alumbrados con velas de sebo, para implorar al diablo venganzas contra la raza intromisora y en especial contra el vaquero advenedizo». Es decir que la comunidad negra sabe muy bien que este romance no puede tener un final feliz.

Sin embargo, Pacha insiste en forzar los límites impuestos por la sociedad antioqueña a las relaciones entre blancos y negros. Ella ha trabajado toda su vida para ser la dueña de la fonda más lucrativa del puerto y este proyecto económico está al servicio del objetivo más importante: casar a su hija con un hombre blanco. Ella le deja  esta pretensión muy clara a Juan Manuel cuando le dice: «Pero oíga  una cosa don Manuel: por esta cruz que si usté  me llega a deshonrá mi hija, lo capo. Usté sabe que yo nu hablo en charla ni  voy sobre las ramas».

Juan Manuel ama a la Canchelo, le escribe coplas y se comporta con ella como un perfecto enamorado. Sin embargo, él sabe que no se puede casar con ella y así se lo comenta a otro vaquero: «Lo único que le digo es que no puedo casarme con la Canchelito. Yo la quiero mucho, pero no puedo hacer esa calaverada». Juan Manuel no puede  transgredir  las reglas que regulaban las relaciones interraciales  y que la liberación de los esclavos no había transformado.

Canchelo puede ser amada por Juan Manuel, pero no puede ser su esposa, porque el matrimonio era la institución que garantizó la colonización de estos territorios. Se tenían muchos hijos para colonizar  más tierras y para preservar la cultura y sus valores. El historiador Albeiro Valencia comenta que  tener esposa significaba «más posibilidades para ‘formar rancho y abrir bosque’». La historia de este romance imposible está pues ligada a los derechos del colonizador y  a su compromiso tácito con la cultura de Antioquia para reproducir sus esquemas familiares y económicos. Eso es lo que impide a Juan Manuel desposar a Canchelo.

Finalmente, Arias Trujillo escoge la muerte de Juan Manuel como el único desenlace posible. La lógica de la novela es implacable: desde la perspectiva de un arriero, que es el prototipo del colonizador, es preferible morir destrozado por un toro que traicionar su familia manizalita. El es el único hijo hombre de una familia donde ha muerto el padre y las hermanas están solteras. Vélez Correa comenta el final de la novela de la siguiente manera: «Después de la muerte del protagonista, la viudez y la orfandad es la única herencia que sigue del proceso fundacional».

Finalmente, el hijo que espera Canchelo anuncia que un mulato debe vivir un lento y duro proceso de ascenso dentro del nuevo régimen del puerto que se llama ahora La Virginia. La carencia de un  padre y el estigma de ser negra  de la Canchelo impiden que el romance que legitima el intercambio racial pueda llevar a la constitución de un nuevo modelo de familia. Un padre blanco y una  madre negra no pueden encontrar un espacio de respeto y posibilidades de prosperidad en una comunidad cuyos valores están sólidamente cimentados en la religión católica y en la identidad española.
_______________________
* Betty Osorio es doctora en Literatura Española e Hispanoamericana de la Universidad de Illinois. Es profesora de la Universidad de los Andes.  Durante varios años ha dictado cursos de literatura hispanoamericana y colonial.

3 COMENTARIOS

  1. Incorrecto al decir que Manizales, fue la cidad natal de Bernardo. Bernardo Arias Trujillo Nacio en Manzanares, ciudad localizada al oriente de Caldas.

  2. alguna vez, encontre en unos libros viejos, el diccionario de emociones de Arias Trujillo, lo lei y me gusto mucho, sobre todo por la critica que le hace a valencia por la traducion de la balada de reading, en verdad haia escuchado de RISARALDA , pero despues de leer esta critica, quiero leerla.

DEJA UNA RESPUESTA

Por favor ingrese su comentario!
Por favor ingrese su nombre aquí

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.