Literatura Cronopio

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OJITOS VERDES QUE ME HICIERON SUSPIRAR

Por Orlando Espinel Martinez*

Dijo que se iba porque los ojos se le habían cansado de pelear con la oscuridad y los rayos de intensa e intermitente luz. Dijo que se iba y se fue, porque era una mujer de armas tomar. Por supuesto la fiesta perdió todo el sentido que tenía para mí y mientras sus ojos me echaban una última mirada, algo así como una suerte de despedida, me decidí. Dije que me iba con ella, inventé un cansancio que no sé si me creyó alguien. Dije que me iba y me fui, porque ella es una mujer de armas tomar y no quería que me abandonara de esa forma tan repentina, tan rápida, tan inesperada, tan fulminante, tan definitiva, tan alegre.

Nos fuimos entonces y tardé un par de minutos en acostumbrar mis ojos a la claridad fría de la madrugada. Un tanto sucedió con ella. Sus ojos cansados se refrescaban con la brisa helada que se percibía en el azul oscuro de la noche que empezaba a agonizar. Al caminar noté que definitivamente mi mirada la encontraba hermosa, demasiado hermosa para habitar estas líneas, así que me tomaré la arbitrariedad, libertad y discreción de no describirla. Bien. Noté además que el viento quería robarse el perfume de su cabello y que una que otra estrella buscaba hurtar de mí su mirada. Lo hacían con demasiado éxito para mi pesar y mi desgracia.

Sin embargo advertí que el verde en sus ojos era aún más verde contrastado con su rostro palidecido y tembloroso por el frío; sus manos, seguramente blanquísimas, heladísimas y tiernísimas, no se movían de sus bolsillos. Era, definitivamente, un escenario poco favorable para cualquier especie de declaración, de confesión. Bueno, lo habría sido igual si hubiésemos estado en una tarde soleada o una mañana azul y clara, pero eso apenas si lo vine a saber tiempo después, cuando ya todo estaba consumado, como dijo el personajito aquel.

Tengo que decir que ella terminó por agradecer mis palabras. Seguramente necesitaba que alguien, un Ricardito miserable la hiciera sentirse llena de ese orgullo femenino de sentirse querida, deseada, tal vez amada. Me dio las gracias y, debo decirlo también, me sentí como uno de esos tarados que uno no sabe si están en vías de extinción o si son una nueva especie de Solano Patiño venidos en desgracia; algo así como una nueva raza que tiene unos tintes extraños que los hacen parecer malditos o desgraciados, por decir lo menos. En fin, para hacer más fácil al estimado lector la sensación que se presentó en mí, he preparado la siguiente mala historia, y me dispongo a contarla aún bajo el riesgo de mi ya comprobada poca habilidad para ejemplificar con metáforas o parábolas un suceso en particular. Dice este relato así.

Un hombre, católico él… es extraño un personaje de estos para mí, pero éste lo era. Decía que un hombre católico estaba postrado ante un sacerdote. Para usar una palabra que aprendí de niño y entendí hace apenas pocos años, precisamente por eso de lo católico de los hombres y mujeres que me han rodeado durante toda mi vida, el hombrecito estaba prosternado ante el curita, es decir arrodillado. Y en esta posición, muy cristiana por cierto, confesaba sus pecados al señor de la sotana: que había engañado a su esposa con otra mujer, que había abusado de la confianza del jefe, que había negado el dinero para la salud de su familia para gastarlo en bebida y prostitutas, que había engendrado por fuera de su matrimonio y de la voluntad de Dios (vea pues) un hijo, que había tenido una relación (otra) con una mujer menor de edad (?); en fin, una serie de sucesos que lo avergonzaban ante la autoridad que se erguía de pie frente a él. Sin embargo no se imaginaba la reacción del padre, del santo sacerdote, pues éste al ver que su feligrés terminaba con la retahíla de pecaditos debidamente disfrutados, gozados y quién me va a decir a mí si de verdad se arrepentía el hombrecito… Bueno, al terminar el hombre, el padre apenas pudo decir, después de tragar un fuerte y enorme sorbo de saliva, “gracias”. Supondrá el lector, y si no lo hace se lo explico, que el hombre quedó bastante chocado con la reacción del curita, viejo desvergonzado. Cómo se le ocurrió decir eso no lo sé, pero díganme si no es una vergüenza, una ‘degeneradez’ que debe ser llevada hasta las más altas instancias de la Madre Iglesia. Hagámoslo antes de que se nos corrompa…

Bastante grotesca mi analogía, que vino a salpicar de cochinadas la historia tan linda que les quería contar. Lo de linda es relativo, como todo, todo, todo. Es que soy de esos que pretenden no juzgar a los demás y esta pretensión se me hace sencilla porque quiero asumir que todo es relativo. Fácil, lo demás no importa. Vale. Entonces decía que esta historia del curita me enconchinó el relato. Pero no importa, me sirve para decir que si se imaginan cómo se sintió el hombrecito, pues así me sentí yo cuando ella me dijo con esa ternura que me tiene loquísimo todavía y con esa voz suya tan alegre a ratos, los más, y llena de amargura otras veces, las menos, va y me dice “gracias”.

Claro, más perdido no podía quedar yo que esperaba que tuviera otra reacción, qué sé yo, un madrazo, una cachetada, un abrazo, el silencio incluso, pero que me dijera “gracias” con esa suavidad ambigua que no sabe uno si es que le está haciendo el cuarto, o si esperaba toda la vida porque le dijera eso, o si la noticia la perturbaba, o si se le daba lo mismo, o que ya le estorbaba tanto pretendiente para que ahora le saliera otro con mi facha.

Yo no sé, que me hubiera escupido en la cara muerta de la risa si hubiera querido, pero no que me dijera gracias. Gracias las que hace el mico. Yo lo que le estaba era declarando mi amor. Amor: Palabra de cuatro letras que muchos dicen sentir o haber sentido pero que nadie ha logrado definir de forma concreta, clara, ni nada de eso. Yo soy de esos que creen haberlo sentido. Pero a veces me dan ganas de matarlo.

Yo una vez me enamoré de una amiga a la que quise mucho y por la que padecí una suerte de veneración hasta hace unas pocas semanas. Claro, al principio todo era color de rosa, pues la desconsiderada me paró bolas, y dizque le dio por quererme también. Designios de esta vida bestia que nos toca. Bueno, la susodicha me paró bolas y yo andaba más encarretado que un presidentico de habladito mamoncito con el podercito. Sí, encarretadísimo estaba yo y ella pues se aburrió de tanto yo, o se cansó del color de mi cabello o le supieron a feo los dulces que le regalaba o me vio cara de bobo o no sé qué, pero se decidió por dejarme a un ladito, sentado, esperando que viniera a recogerme. Pero cuando volvió pues no venía sola sino acompañada por este man que no me acuerdo como se llama. Y yo, como una pelota, que me levanto, con el trasero dormido por la espera, y me les paro al lado a caminar con ellos. Con todo y que estuvieron haciéndome mala cara todo el camino no me les despegué. Ella a veces se devolvía unos pasitos con este man y llegaba con uno diferente o el man se iba para otro lado, nos dejaba solos, ella como que se compadecía de mí (o de ella) me quería un poquito y luego me dejaba esperándola otra vez y llegaba con este man, con otro man, y empezaban a mirarme mal y a ponerme la escoba con un trapo rojo detrás de la puerta. Y yo como seguía encarretado como el presidentico aquel, pues no me iba ni nada. Tal vez dos veces me largué, indignado, y me quise encarretar y una vez me encarreté, pero pues no funcionó nada y me tuve que regresar. A veces ya no estaba la escoba, otras veces sí estaba pero trancando la puerta. Yo igual a las malas entraba y quién me iba a sacar. Ni con abogado me sacaban, no señor. Resumo la historia: ella con uno u otro me seguían haciendo el feo y pues terminé por cansarme, al fin; me dio a mí por poner yo mismito la escoba detrás de la puerta y chaíto, en paz, sin líos, de amigos, sin rencores y sin correr porque es peor.

Entonces contaba que le declaré mi amor, esa palabra de cuatro letras que ahorita, ahoritica mismo no puedo decir que quiera matar porque pues se siente hasta rico en el estómago cuando me da por llamarla para saber cómo ha seguido, que si el gusanito ya se le salió del cuerpo y cosas de esas. Ya dije que me dio las gracias y que quedé más perdido; no sea tan bestia, perdido, perdidísimo, pero de verdad; como dicen por ahí, más perdido que el hijo de Límber… A propósito, ¿Quién será ese Límber? Hace poco leí un libro en el que escribieron “más perdido que el hijo de Limbergh”. Eso ya es un adelanto. Le pregunté por ahí a alguien, ya que caigo, y me dijeron que era algo así como un aviador o dueño de unos aviones que tenía mucha plata y al que se le perdió el hijo y que nunca lo encontraron. Pobre don Limbergh, pobre el hijo. No, qué va, pobre yo, con esas respuestas que me da esta mujer. Los ojitos verdes que se me perdieron hace rato, esos ojitos que no sé qué se me hicieron. Más perdidos que el hijo de Limbergh. Ay ay ay aaay, dónde andarán esos ojitos que me hicieron suspirar…

Por esos días se me dio el despropósito de aprender a manejar y pues como pensaba en ella, sólo en ella, la de ofensas que me gané en todos los semáforos, porque me quedaba embrutecido mirando el ojito verde que me miraba fijo, con toda su intensidad y la libertad de las alturas. A veces el claxon de un taxista desesperado, o la corneta de un bus o un coscorrón de mi copiloto me despertaban de mi aletargamiento, que generalmente venía a mí cuando el ojito verde ya era amarillo o rojo.

Entonces me dio las gracias y en la avalancha de confusión que provocó en mí, tropecé con una banqueta, casi me descalabro con un bolardo, pateé un borracho que dormía en el suelo y por poco me parto la cabeza con un poste de la luz. Si no es porque ella me dice que cuidado pendejo, pues me habría roto la testa. Bueno, en honor a la verdad, no me dijo que cuidado pendejo, ella nunca me dijo pendejo ni bruto ni palabras de esas. A lo sumo me habrá dicho bobo o ridículo, pero no para ofender sino como muletilla para responder a mis chistes tontos. Por cierto, también me ha dicho tonto alguna vez, pero por las mismas razones.

Luego del episodio del poste caminamos largo rato hasta su casa. Los ojos verdes seguían radiantes y opacaban la luna que se había escondido porque hacía mucho frío. Casi no hablamos, salvo unas pocas palabras que nos cruzamos para decir que hacía frío, que la calle estaba muy sola, que mejor desviáramos para evitar las calles peligrosas y cosas de esas que se hablan cuando uno va caminando por la calle durante la madrugada acompañado por la mujer que le quita el sueño a uno. Claro que ella no me quitaba el sueño, más bien lo contrario, me daba para soñar. Eso suena ridículo. Bobo ridículo. Tonto. Pero sí soñé muchas noches con ella. Cosas que no voy a decir porque no me da la gana decirlas ahora. No, no y no.

Íbamos llegando a su casa y al notar en mis labios una frase estancada, enredada en los pelos que me habían salido en la lengua, me dijo de nuevo que gracias mirándome con los ojitos verdes y sonriendo con una ternura que no entendí. La miré y seguramente mis ojos le habrán parecido derrotados y cafés, como lo son, porque me preguntó que qué me pasaba, que dejara esa cara que el mundo no se iba a acabar. Eso era cierto, pero nadie me iba a demostrar lo contrario. Lo que pasa es que como el mechero pulgoso que tenía en la boca se me había desenredado, pues me vine lanza en ristre y empecé mi retahíla. Le dije que no tenía que darme las gracias porque lo que menos quería era hacerle un favor; que si le decía esas cosas no era para que se quedara callada todo el camino y mucho menos para que no me tomara en serio. Como que se enojó, digo yo, porque el silencio de sus labios me dejó un poco sordo y casi me aplasta contra el suelo. Sin embargo, abrió la boca y empezó a pedirme que le repitiera lo que le había dicho que por cierto no lo dije en este relajo. O relato.

Yo le dije que la andaba pensando mucho, que sentía muchas cosas por ella, que por alguna razón me hacía falta escucharla y que sentía que la quería más de lo normal, que me daban celos de verla con otro o saber que alguien podría estar o en efecto estaba a su lado y cosas de esas. Entonces se las repetí una por una tratando de explicarle algo que ni yo mismo entendía. Me sentí como se habría sentido el sacerdote aquel dándole consejos matrimoniales a una pareja de homosexuales: no tenía ni idea. Cuando acabé de hablar me di cuenta de que mis ojos se habían cerrado al hablar, como buscando en el revés de mis párpados la concentración necesaria para expresar todas las palabras que se me habían enredado con la hojarasca de las neuronas que tengo en el cerebro. Al abrirlos pues la vi a ella, con la boca abierta, sorprendida, con las cejas arqueadas, sorprendida, y con el verde más brillante de lo que jamás lo hubiera visto en sus ojitos. Por mí me le lanzaba y le chantaba su beso en la boquita para que la cerrara, pero no lo hice porque apenas lo empecé a pensar ella empezó a hablar. Me contó las buenas nuevas de que la relación con su adorado tormento estaba en uno de sus mejores momentos y que la crisis había pasado. Fuácate que me di de jeta contra el planeta. Caerse uno desde las nubes y no tener quien lo consienta a uno, todo solito y malherido.

Pero nada, de tripas corazón y al contraataque. Le dije que muy bueno, que me alegraba y que suerte es que le digo, que te vi, que pa’ tus tres. Qué va, con lo bobo que soy para estas vainas me las voy a dar de digno. No, me quedé callado, casi me siento a pensar con calma. Casi me siento en el suelo. Estaba dispuesto a sentarme hasta que se me durmiera otra vez el trasero, dispuesto a esperarla ahí mismo hasta que se peleara con el novio. Dispuestísimo. Más dispuesto que el presidentico ese para mandar. Pero no, ella hizo de tripas corazón y como es una mujer de armas tomar me abrazó y me escondió sus ojos detrás de mi hombro. Yo me dejé y cerré los ojos míos para buscar en el revés de mis párpados el recuerdo siempre presente de sus ojos y allí los encontré sonriéndome. Se alejó de mí y antes de que pudiera decir esta boca es mía obedecí a mis impulsos, dándomelas de muy hombre de armas tomar. Se dejó besar. Al fin y al cabo eso no es pecado. Y si lo es pues de malas, de malas como la piraña mueca, los mordió la vaca. ¡Que me condenen porque a mí todavía me gusta el ron de vinola! ¿Viste chinita? ¿Viste lo que te digo Caperucita Caperuza?

¡Cómo! Que no lo he dicho mompa, que es que ella es Caperucita Verde. O Caperucita Dormida, como la llamé después y se me puso como digna. Pero eso no importa. Que se llame como ustedes quieran; para mí es Caperucita. Caperuza cuando me saca la piedra: Si la rosa no se llamara rosa olería a lo mismo. Algo así es que dicen. ¿Que quién dice así? Pues yo qué sé. Será el hijo de Límber que se inspiró en una de esas perdidas.

Y la besé en su boca de ella que se dejó besar y luego no dijo nada. Ni siquiera dijo gracias. Ahora sí le habría dicho que de nada. Pero no, se quedó callada y no me dijo nada. Empezamos a caminar despacito y ella se dejó agarrar de la mano y así paseamos las pocas calles faltantes hasta su casa. No hablamos mucho. Le quise decir que gracias, que me hacía muy feliz y todas esas cosas que tenía en la cabeza y que se le ocurren a uno en una de esas. No me vengan con que no saben de qué hablo porque se me da lo mismo si lo saben o no. De malas, de maletas. Muy de malas mijitico. Como no dije nada ni ella tampoco, pues para qué les cuento que caminamos despacio y con las manitas enlazadas. ¡Qué tan bonito!

Entonces llegamos a su casa en donde la esperaban. Sus papás, sus hermanos, su novio. Yo no sé quién la esperaba, pero lo puedo jurar que la esperaban porque a esas horas de la madrugada una luz se escapaba por la ventana y se veía una cabeza, o tal vez dos, paseando de un lado a otro, de la sala a la cocina, de la cocina al garaje, del garaje al pasillo. Nos despedimos sin demasiadas precauciones y ella caminó despacio, atravesó la reja, el antejardín, el andencito y con sus llaves abrió el portón. Yo me quedé mirando su espalda errante que se alejó despacio pero con mucha firmeza. Antes de entrar a la casa, desde el umbral de la puerta me echó una última miradita; me mandó, me obsequió, me lanzó, me tiró, me escupió, me regañó, me gritó, me bendijo con esa última mirada y seguramente me sobresalté, pegué un brinquito o me dio una convulsión de payaso, porque sonrió con toda la magia del mundo encerrada en el marco de su rostro, que noté totalmente correspondido con sus ojos verdes. Con la mano me despedí y esperé a que cerrara la puerta. La cerró con indiferencia. Maldita puerta, maldita indiferencia.

Dicen que el verde es el color de la esperanza, pero de cuál esperanza hablarán, porque cuando me di cuenta de lo solo que me había quedado en la calle, el verde se me apareció como la desesperanza, como que ya no tenía nada más para mí en esos ojos. Como que flor de un día. Algo así. Más esperanzas tiene el hijo de Límber. Llegué a mi casa como media hora después. Como treinta y cinco minutos con veintisiete segundos. Sí. Me acosté y dormí como un bebé.

Ya era de día cuando me despertó el repique del teléfono, que por cierto toca pagarlo hoy, toca que pagarlo como dicen en el barrio las señoras. Contesté y era, claro, ella. Quién más iba a ser si no ella. Gravedad. Eso era lo que había en su voz, pero yo tenía que trabajar, que yo no soy vago. Entonces pues que me dejó preocupado pero por ahí hasta las seis de la tarde o hasta el medio día que es la hora del almuerzo. Entonces nos vemos a las tal en tal y tal sitio. Y a las tal pasaditas estaba yo llegando a tal y tal sitio. Ya estaba ahí; pero el resto de la humanidad, porque de ella ni el aroma del perfume. O sí, porque como estaba cansado cuando llegué, cerré los ojos y me puse a pensar en ella y el aroma me llegó a la punta de la lengua. De la nariz quiero decir. Al fin llegó. Gravedad. Todavía en su voz. Gravedad. Susto en mi cabezota, en mis manotas. Pero no había porqué preocuparse. Nada. Problemas que no faltan. El gusanito se le había alborotado. Y yo joda con que esté tranquila y ella que me mira como queriéndome matar. Y como es una mujer de armas tomar, pues me asusté y le dije que perdón, que era en broma.

Al fin, pasó la tarde y se hizo noche y el sol se hizo luna y yo me hice el loco y le regalé un cuentito. Bruto. Que en esas ocasiones es mejor no regalar cuentitos ni cosas de esas. Bruto. Que es mejor escuchar a la gente cuando está con la depre alborotada, con el gusanito alborotado. Bruto. Ese cuento se lo habrán comido las polillas. Especie noble esta de las polillas. Hecha está mi contribución al medio ambiente. Mis cuentos, las reproducciones de estos, las fotocopias, las correcciones, los borradores, las impresiones defectuosas y los originales han contribuido a la reproducción de las polillas y el polvo en el que surgen nuevas vidas de insectitos varios. Claro que esta obra de elemental contribución a la permanencia de estas especies, no habría sido posible sin la indiferencia de mis seguidores. Quiero decir con seguidores toda la caterva de amiguitos, compañeros, profesores, familiares y conocidos que han sabido mantener en el anonimato mis historias, en un lugar fresco y seco, bien arrumaditas y fuera del alcance de los niños. Un pensamiento de gratitud por ellos.

Yo me despierto en las mañanas y me preparo para salir. Me gusta lavarme los dientes despacio mientras me hago unas muecas que si Narciso se las hubiera hecho seguro que no se ahoga y se casa con una damita decente. Entonces hago tal gesto, levanto las cejas, frunzo el ceño, me hago el misterioso. Lo que más me gusta hacer y menos me sale es la imitación de la sonrisa maldita y perversa de Calamaro, esa que hace en la carátula de Honestidad Brutal. Entonces ladeo el rostro un poquito hacia atrás, agacho un poquitín la frente, aprieto los dientes, fuerzo los labios alargándolos y sonrío maliciosamente. Pero cuando ya me va a salir pues se me sale la crema dental y fuácate: el desastre. Cuando estoy con ella nunca me sale la dichosa sonrisa, además me da pena. Si no me sale quedo en ridículo, con tilde en la í. Í de ingenuo. Ingenuo. Lo mismo que fui hace un par de años. “San Marcos de León, amánsame a esta niña por favor” decía cada noche, como si de santos se tratara.

Pues nada, se me durmió el trasero, como ya dije antes. Ingenuo, crédulo. Como los que dan limosna en misa. Moneditas que van a parar a la barriga del Papa, que si está de buenas cuando se muera se vuelve santo. Claro que a mí me parece que los santos no sirven para nada. De pronto las vírgenes. Hay muchas vírgenes en este mundo: La virgen del Carmen, la de Santa Marta, la de Guadalupe, la virgen de pueblo. La virgen de pueblo es otra cosa, no hacen milagros. Amén. La virgen de Santa Marta, según dice mi mamá, es la patrona de los imposibles. Eso dice. Yo no sé. Pero virgencita de Santa Marta hazme posible este imposible y déjate ver con algo que me tienes muy abandonado. Amén.

Y nunca me sale la famosa sonrisa frente a ella. Por eso me siento a escribir. En estas sí me sale casi todo, menos la sonrisa de Calamaro. Pero escribiendo soy capaz de decirle “Caperucita, que me fascinan tus ojos verdes” y todas esas cosas que he dicho. Bruto. Me acuerdo que una vez me dijo que le cantara y yo me puse a cantarle el japiberdituyú y el himno nacional. Pero esos ojos son infalibles y lo que siguió fue esta boquita cantando una cancioncita que no me acuerdo. Bruto. Que me puse a hacer de tripas corazón. A hacer de gallos falsetes, y de desafine entonación y me salió fue un lamento que no sé si se escuchó bien o mal, pero por lo menos no llovió. Hacían como cinco grados centígrados en la noche. Una patrulla pasó cerca y yo me recosté a la pared. ¡A mí que me esculquen! Yo estoy dando una serenata. Bruto. Siguió derecho la patrulla. Bruto. Cómo me dice que le cante y cómo le voy a hacer caso.

Quizá ha sido la única serenata que he dado en mi vida. Pero la di y el paso a seguir fue dejarme que me besara y hacer lo propio, mano, porque es eso y nada más lo que nos permite entender el significado de aquella palabra de cuatro letras de la que hablé. Palabreja que mees esquiva y que no encuentra una excepción es este relato. Quizá me habré engañado un poco al pretender que Caperucita se iba a acordar de mí por allá en esos sueños que tiene cuando duerme, entre sus laureles. Perdonará Caperuza que la haya utilizado para escribir esta historia y que le haya robado un par de imágenes para contar esta historia. Perdonará.

Ya que le he dejado en su casa caminé un rato cerca de allí, a pocos metros de allí para permitirme ver las siluetas oscuras que conforman la edificación que se la había tragado. Miré por largo tiempo cómo las cortinas no se movían y cómo las luces se mantenían apagadas. Apagadas quedarían por mucho tiempo, para dejarla dormir a ella, que se permitía ser un poco más belleza y sueño y descansaba en una nube de laureles que hoy me parece que para mí se quiso llenar de espinas. Es evidente que el lenguaje es diferente, pero se debe entender que es diferente la situación. Ahí un silencio espantoso en esta calle que la rodea a ella y hace un frío que cala hasta en el alma que ya a estas horas está acostumbrada a dormir y a soñar.

Uno se inventa los castillos, le crea funciones a los duendes y a los caballeros, se ingenia unas funciones para cada personaje de los cuentos y no queda sino buscar a la princesa que habite todo. Y ella, que me dijo que bueno, que de pronto habría querido ser princesa, que seguro habría sido la mejor de todas las que existen, han existido o existirán, ella precisamente, se ha quedado dormida detrás de las paredes, las ventanas, las luces y las cortinas de su casa. Que no es por demeritar, pero no es tan imponente ni tan linda como el castillo que se quedó esperándola con todas las celebraciones imaginables. Pero bueno, por lo menos descansa, por lo menos se dejó cantar, señor agente, ella se dejó cantar. Yo sólo estoy mirando por fuera la casa en que habita su sueño verde, señor agente. Con gusto, circulo, círculo señor agente.

El traje verde oliva del policía me recordó que ese color no tiene que ser precisamente claro. Además la oscuridad del uniforme me provocó una urgencia porque ella me mirara y me echara todo esa luz suya que lo mancha a uno de esperanza y de ilusión. Pero ya sería hasta el otro día, hasta otro día cuando la espera se terminara y ella me mirara, me dijera “quiubo qué más”. Ahí sí uno como que despierta del letargo. Que le digo mano, que uno vive aletargado, alelado cuando no está ella, porque uno se sienta, se pone a pensar en todo y se da cuenta de que todo es ella, ella y nada más. Que si el presidentico es un ratero enfermito por el podercito, pues sí y qué, que lo que importa es que no se meta con ella; que fumigue todo lo que quiera, pero con el verdecísimo no se meta viejo hache de pe. Que su santidad el papa es un mojigato y que hasta novio tiene, pues sí y qué, que de todas formas la virgencita de Santa Marta no se la pasa eligiendo papas sino haciéndome imposibles posibles, como el de la Caperuza. Que apareció el hijo de Límber, que por fin mostró la cara ese desgraciado, pues sí y qué, que de todas maneras a Límber no lo espera la Caperuza… Pues a mí tampoco, pero bienaventurados los imbéciles porque de ellos es el reino de los cielos, como dice Caicedo.

Y uno se empendeja, se pone a pensar en todo, en toda ella, y después es el guayabo tremendo porque se acuerda uno que no fue a trabajar, que había que hacer tal o tal vuelta y que no se hizo. Uno se convierte en un lelo, bruto, que además me empieza a doler la cabeza y ya no me da sueño, ya no me puedo dormir de pensar en que no hice las cosas. Mano, que se le olvida a uno hasta que tiene que comer. Pero de todas maneras uno se acuerda, tarde o temprano sucede. En fin.

Poquito a poquito uno crea espejismos maravillosos, uno se cree que es un príncipe, un mago, uno de esos héroes que les salvan la vida a las princesas en los cuentos de hadas, pero qué va, uno a duras penas si puede aspirar a ser un sapo o un soldadito de plomo. En la hoguera me quemé y quedé convertido en un corazón achicharrado y la bailarina ni por enterada. Bruto, que me pongo a cantarle a una mujer y así cómo no se va a espantar. Claro, salir corriendo es lo que debió haber hecho. Pero se quedó. Si no le gustó para qué se queda, mano, para qué me dice que es mi princesita, que yo soy su sapito verde, para qué mano, para qué. Y yo le creo a pie juntillas todo, todo, todo, como si fuera la dueña de la verdad verdadera. Pendejo, cómo es de pendejo, me dijo esta mañana el reflejo de Calamaro en el espejo. Pendejo.

Un día de esos malos, mano, me levanté con un genio que ni yo mismo me aguantaba. Cosa maravillosa. Que cuando abrí los ojos ya no era domingo y ya no era de noche. Pues de malas. Que me tocó levantarme y en el espejo, después del desastre de todos los días, voy y me encuentro con esta cara. ¿Qué es esa cara mano? Más aburrido que presidentico sin poder; que Papa sin limosna; más aburrido que Jesucristo en la cruz. ¡Ay, suerte!, ¿por qué me has abandonado? Con esa cara quién va a salir a la calle. Pero ni modo. Tocó y heme aquí en el parque hablando de ti y muchas otras cosas que no tienen importancia. Verdes son tus ojos que limitan con la luna. Verde la luna tuya que me mira y me tortura. Verde la inmensidad y las rocas del abismo. Verde tú, Caperucita. Verde yo que no resisto. Amén.

Y salgo con esta cara, mano, y que preciso me encuentro contigo, que no venías a buscarme, que pasabas por ahí, que le decías hola a todo el mundo. Y me ves y qué muecas las tuyas, qué ojos que me hiciste, que me arreglaste el día porque yo estaba que me lo dañaba completo. Y va y me dice “qué es esa cara mijo, qué me le hicieron. Venga para acá y me cuenta” Y yo que ya no daba pie con bola pues que no digo nada. Y Santa Marta que no apareciste, pa` qué me sirves mi señora. Y de Jesús ni se diga, siguió resucitando en otro lado. Pues que no dije nada bueno. Que chao que voy de afán. Bruto. Cómo decirte Caperucita que afán de ti es lo que tenía. Pues ya lo dije.

La cara se me quedó. Se me quedó fija para siempre. La misma expresión la vi en el espejo del baño de la oficina. Qué bruto. Qué cara. Qué bestia. Ya me quedé así, Caperucita. Me tendrás que aguantar así. Ojalá me aguantes así. Un retrato de Dorian Gray me la jugó al revés. Santa Marta, que te digo, ayúdame y te bendigo. Aparte de la cara lo demás siguió normalito; claro está, aparte de mi afán, Caperuza, que me alejó de ti más rápido que los aviones de Límber. Ya por la tarde me vine a escribirte esta epístola, que parece evangelio y que promete garantizar, al menos por una generación más, la existencia de la polilla.

Esta mañana estuve triste y aburrido. Así amanecí, así se me vio la cara. Te dibujé en la ventana del bus, que se había empañado. El conductor me miró medio mal cuando me bajé y arrancó rápido para hacerme caer al suelo. Mis ágiles piernas, hechas para soportar el ataque más desconsiderado de ese gremio, me dejaron seguro y a salvo en tierra. Caminé dos cuadras hasta el trabajo y el sol sonreía. Las nubes también, pero amenazaban con llorar. Más tarde lo hicieron. Hice cuentas hasta medio día, sumas, restas, cálculos, notas, ventas, copias, metralla contra el carbón, y luego me fui a almorzar. Ya no volví y no creo que lo haga más nunca. Comí y me satisfizo mucho el menú. Corrí al parque, con el viento golpeándome la cara despierta y algo alegre pero marcada por la amargura que ya dije, y me sentí vivo. Me acordé de ti, ojitos verdes, y desesperado, atacado por las palabras en mi cabeza, desenfundé libreta, esfero y pañuelo y empecé a escribir. Y se hizo la luz Magdalena mía. Magdalena no. Magdalena es una llorona, una berriona desesperante. Se hizo la luz, Caperucita. Te vi y aquí trato de iluminarte.

Pero iluminarle qué si ya dije que la luz la tiene toda en los ojos. Y si no lo dije pues lo digo. Tiene en los ojos toda la luz del mundo contenida y cuando lo mira a uno pues uno parece un santo, que hasta aureola le sale y con esa cara de angelito que supongo yo quedo haciendo, cuando no de pendejo, que supongo que está más cercano con la realidad. Mano, que yo no tengo nada que iluminarle a ella sino que me ilumine todo, que me desparrame toda esa luz suya en la cara y me deje caminar un poquito más tranquilo, para que no me dé por correr, que en esta ciudad es peligroso salir corriendo de un momento a otro. Que lo agarra la policía y que todo el mundo se pone a mirar y salen y dicen que “ve, ese no es el hijo de zutanita. Qué pecado con esa señora”. Por eso uno sólo puede ponerse a correr en el parque, como la mañana esa.

Y yo que decía que te iba a iluminar, pero cuando empezaba a escribir los primeros rayos de luz que llega y me da en la cara tremenda bofetada la Caperuza. “Que no mano, que me caso de pronto, que me voy, que pa’ qué se pone en esas si usté sabía que nada que ver, que él y yo, que yo y tú, questo y que lotro”. Que fuácate. Bruto. ¿Cuál luz, no sia pendejo, cuál luz? En qué estaba pensando, pelota, si lo que lo llenó fue de silencio. Que se fue, dejando el eco de todas esas noticias y caminando, como si nada, por ahí, por el parque, por los caminos de la calle, por las banquetas, cruzando calles, girando en las esquinas, perdiéndose detrás de los buses y los carros para aparecer después en esta o esotra cuadra. Que cruzó la calle, subió el andencito, abrió la puerta, con sus llaves abrió la puerta de la casa y puash, que se metió y no se dio la vuelta ni pa decir “chao pendejo” con la mano o con la boca o con la mirada o con el codo o la barriga. Nada mano, se fue, y me quedé en el parque. Así no vale, mano, así no Caperuza, así no.

Nunca, mano, nunca me habían empapado de tanto silencio. Toda la cara me la mojé y para qué me iba a secar si de todas maneras iba a llover después. Yo la miré un rato largo mientras tomaba de la mano a su héroe de mil batallas y se lo llevaba para otros rumbos que no describo aquí porque ya bastante tengo con imaginármelos riéndose de sus cosas, esas que ya existían antes de que yo llegara, mano, que seguro que el hijo de Límber si aparece le va mejor que a mí porque por lo menos a él lo esperaba el papá. Y ellos que se van, suben por la avenida, cruzan la calle, se encaraman en la banqueta y, puash, que se suben al carro y ella ni me voltea a mirar, mano, y así pues me quedé con el corazón en la mano, en la boca, casi. Uno como que se pone a pensar, ahora con la cabeza un poco fría, y ya nada sirve para nada. Nada, mano. Nada.

Decía antes que la fiesta había perdido todo el sentido para mí cuando ella se fue. Cómo no lo iba a perder ahora cuando no sólo se había ido sino que además se daba el lujo de despedirse. No me crea tan pendejo. Pues de malas; como la piraña mueca. De malas. Que se fue, acompañada, a estas horas de la noche, a caminar, a que otro le cantara, a darle las gracias a otro, a otro man. Yo no me voy a sentar ahora a esperarla hasta que se me duerma el trasero, no señor. Tampoco me le voy a ir detrás. Para qué. Para que cuando me vea me sonría y me diga que cuidado que el supermán que tiene al lado se enoja si nos ve a los dos hablando. Mano, cómo seré de bruto yo que sigo hablando de ella como si tuviera algo que ver conmigo. Nada, bruto. Que eso es lo que soy.

Mi Caperucita, que me dejaste triste, yo que venía contando todas esas cosas que habían pasado por mi cabeza, que me había imaginado a tu lado y ahora me siento a padecer como un condenado para poder escribir algo, decirle al silencio que no tiene porqué quedarse callado, que yo salgo, mano, que seguro salgo para hablar con alguien, que me deje sentarme un ratito a pensar en mi Caperuza, que seguro después de esta noche viene la calma llena de luz y salgo, mano, para que el sol me empape de vida, de risas, de bulla, de ruido, de algo, para que me seque de todo lo que dejaste, que de todas maneras no es tu culpa niña. Tanto silencio, mano. Caramba. Duro es que una musa se suicide. Pero las escenas olvidadas nunca han estado, lo que pasa es que yo digo así para poder escribir sin remordimientos, pero nada, fue más bien que Caperucita habló conmigo y me dejó mal. Me desparramó en la cara tanto silencio, mano, que casi no doy con que estaba parado en la calle. Uno va caminando por las vías de la esperanza, con una sonrisa de idiota que alumbra toda la cuadra y de pronto le vienen y le dicen “deje esa cara no sea pendejo, qué le pasa, se volvió bobo o qué”. Va uno a ver y es cierto.

Me venía dado duro en la jeta con tantas esperanzas, con tanta ilusión que uno se crea, que uno se inventa en la cabecita. Ay, Caperucita ¿por qué las cosas se me complicaron así? ¿Por qué no me di cuenta de que complicadas ya estaban desde antes de que se me diera por acompañarla a la fiesta? Por bruto, por bestia, por enamorado. Ay, por enamorado, Santa Marta, que ya no me serviste para nada.

La habitación se llenó de la luz verde y turbia que sus ojos claros brindaban. Sus pasos, firmes y juguetones le dieron un toque de alegría a los rincones que mis hojas, libros, ropas y otros escombritos varios habían teñido de un gris amarillento casi insalvable. Se diría que la hojarasca había atravesado ríos, caminos, bosques, calles y paredes para instalarse en el paisaje que habito hace tan solo unos meses pero que se parece tanto a mí que se diría que lo moro desde los primeros años de la lejana infancia.

Como si fuera la dueña y señora de cuanto la rodeaba, atravesó el espacio y se recostó sobre la cama, único espejismo del orden que se refleja en las paredes de este cuarto. Toda la extensión de su cuerpo se relajó ante mi mirada. Desde el umbral de la puerta, avergonzado por el lastimoso estado de mis dominios, seguramente algo ruborizado, observaba la escena: Su cuerpo agotado y alegre recostado en el lecho que por mucho tiempo no conoció figura diferente a la mía; sus pies calzados sostenidos en el aire; el subir y bajar sin pausa de su pecho al respirar agitadamente.

Quién iba a pensar que tan solo unas semanas después se iría dejando que aquel simulacro de hojarasca se apoderara de nuevo de los rincones y las esquinas de mi vida. Pero se fue y era lógico que lo hiciera. Después de tanto dormir pues seguro que se despertaba. Se despertó y cuando iba a decirle todo lo que había pensado y el mundo que me había inventado mientras la miraba con sus ojitos cerrados, soñando yo mismo con ese verde eterno, pues salió corriendo, cogió de la mano a un leñador y se fue. Yo me quedé porque no tenía para dónde agarrar, no sea tan bruto, y me puse a escribir.

Decía que vino y se recostó en la cama. Respiraba agitada, con los ojitos cerrados. El olor de su verde se me metió en los huesos y no se salió nunca, mano. Yo creo que cuando me muera y los gusanos se coman mi cuerpo, en el cementerio van a decir “ola que huele a verde ¿qué será?”. Mientras descansaba yo me puse a leerle cuentos.

Le conté que un pajarito volaba por el cielo y respiraba con su pico pequeño el aire que olía a jazmines. Que el frío le empapó las alas y se cayó a tierra para quedar sumergido en un charco de lodo. Que en una habitación Caperucita dormía con un poco de tristeza en el alma, pero al escuchar como un golpe de piedra en el agua se levantó y se aventuró a salir. Vio al pajarito casi congelado, tratando de sacar por lo menos el pico del agua para poder oler de nuevo a los jazmines. Lo tomó con sus cálidas manos, esta Caperucita Princesa, y le sopló varios suspiritos en el oído. El pajarito, aun congelado, aun con miedo, sintió en el aliento de Caperuza el olor de Jazmines y varios millones de flores que no conocía. Con fuerza renovada extendió sus alas y voló alrededor de la niña, que lo observaba maravillada. Él, que ya empezaba a sentir de nuevo el frío, se posó en el hombro de la damita, que también tenía el olor y el calor que manaban de la boca, y en esa tibieza empezó a agradecer con susurros en el oído de esa Caperucita ojitos verdes. Caperucita Verde. Y suspiraba en su oído, mientras ella sonreía con tanto suspiro, con tantos agradecimientos y con tantas palabras enamoradas. Pero esa mitad de amor se negó a ser mitad, como dice el poeta, y cuando el pajarito voló de nuevo para dejarse ver por esos ojos maravillosamente verdes, ella resignó sus ojos hacia el recuerdo y así, recordando, se dio media vuelta, se metió a su habitación y, lentamente, con toda la calma del mundo contenida en sus movimientos, se arropó con la cobija y cerró esos ojos verdes, dejando sin luz al pajarito, que tuvo que posarse en la primera rama que encontró. Claro, es obvio que el pajarito terminó por congelarse, por convertirse en una piedra fría y negra como la noche.

Todo eso y más le conté mientras ella se iba relajando en su cansancio y dejándose llevar por el sueño hasta que por fin se durmió. Pero como suele suceder, esta princesa también despertó. Tomó aire, bostezó un par de veces, estiró su cuerpo para desperezarlo, se levantó y, lentamente, como la niña del cuento al dormirse, se alejó de mí, sin preguntar, sin decir nada. Se fue y dejó que la hojarasca invadiera de nuevo todos los rincones de la habitación, de la cabeza mía.

El toque de alegría se fue con ella dejando que me congelara, tieso como una piedra, negro, podrido, con el olor a verde rebosándome por los poros, ahogándome cada mañana. Pero vivo como el pajarito en el agua, en ese fango del que fue rescatado.

Mientras se iba yo seguía contándole vainas, cuentos, cosas de esas. Ella seguía caminando y yo hablándole al viento. De todas formas yo estaba contento, porque si uno siente estas cosas, mano, pues puede sentarse a llorar si quiere. Bruto, y yo estoy a punto de sentarme a llorar, hasta que se me duerma el trasero. Pero para qué la voy a esperar si yo sé que no vuelve. Que no vuelve mano, seguro. Por eso, no por eso no. Por lo menos me quedo contándole cosas, cuentos y vainas de esas. Al fin y al cabo es lo que mejor sé hacer. Pensarán que no hago nada bien.

Caperucita se quedó dormida mientras yo me le iba metiendo por el oído como queriendo que me tuviera presente por un buen rato. Con eso ya me empecé a hacer ilusión, una ilusión muy vana por cierto, pero creció hasta que lo único que pude ver era la luz de los ojos verdes. Finalmente se fue y me dejó solo, más solo que el hijo de Límber… más perdido mano. Yo me hice como el que no entendía la cosa y me le quedé sentadito al lado contándole cuentos y vainas raras. Así por lo menos me hacía el ambiente hasta que ella se cansara de hacerme ver que no sólo de verde vive el hombre ni sólo de ella vivo yo.

Uno se las inventa, le toma planos, contraplanos, planos de secuencia, subjetivas y panorámicas, con diferentes lentes, todos verdes por supuesto, le crea a los actores un guión infalible, decora la escenografía, la arregla, le aplica a su carita un maquillaje perfecto y cree que ya todo está en su punto exacto. Entonces ella lo toma a uno de la mano, la acaricia, se lleva mis dedos a sus labios y los acaricia con mis yemas, empieza a suspirar, sonríe y empieza suavemente a decir que todo esto no es más que una película. Uno le entiende, porque uno no es precisamente un burro, y pues  uno sigue sentadito, inventándose los posibles planos siguientes, las escenas que hacen falta y un buen final para la peliculita.

En fin, uno se va de jeta contra el planeta, y cuando ya, ya parece que se está curando uno pues a uno se le desduerme el trasero y se pone a ilusionarse con unos ojitos verdes. Claro, uno como que se termina por enamorar. Pero los ojitos verdes que me hicieron suspirar pues no son para mí sino para otro. Yo como que me enamoré y mejor no lo pongo en duda. Lo cierto es que cuando uno cae en las emboscadas de Cupido, pues puede salir mal herido.

La verdad mano, la verdad verdadera Caperucita, es que yo me dejé emboscar. La verdad que la quise, la quiero mucho. La verdad que me la creí. La verdad que me inventé una película. La verdad que me desbancaste el pasado del corazón. La verdad que no supe entender que esos ojitos no eran ni son ni serán para mí. La verdad que creo que te perdí. Mierda, chinita. La cagué.
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* Orlando Espinel Martinez es escritor bogotano. Estudió periodismo en la Universidad Minuto de Dios. Trabajó como redactor en las revistas Únete, Intermedio y otras publicaciones, además de ejercer como periodista y editor temporal en el periódico virtual e impreso de La Nación Latina, medio de fugaz pero satisfactoria existencia. Coautor y colaborador habitual del blog Del amor y otros desastres. Actualmente es redactor-escritor freelance.

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