EL EXTRAVÍO: UNA GEOGRAFÍA DEL TEXTO COMO ESPACIO INEXTINGUIBLE
Por Astrid Ávila Castro*
¿Escribir será, en el libro, volverse legible para otros y, para sí mismo, indescifrable?
(Maurice Blanchot)
A lo largo de la historia, muchos autores —tanto filósofos como poetas— han planteado que, al igual que es posible hacer una geografía del mundo como espacio físico, también es posible hacerla del texto literario. En múltiples ocasiones, sobre todo durante el siglo XX, se ha hablado del texto como topografía fragmentaria, como lugar irreductible donde convergen los distintos lugares interiores del ser humano; éste, al igual que organiza su vida entorno a los lugares físicos que frecuenta (y ya allí, a las diferentes relaciones afectivas y de producción que entabla), también converge en un espacio regido por un tipo diferente de tempo–espacialidad: la propia escritura. Hablamos entonces de un espacio fragmentario que comparte ciertas características con la idea de lugar físico y que, por ende, resulta imposible de asir en su totalidad.
El filósofo Maurice Blanchot, específicamente en su texto ‘La escritura del desastre’, nos habla de tal extravío presente en la construcción del texto literario. Es difícil determinar con exactitud qué es el desastre para él, ya que a medida que avanzamos el concepto parece intrincarse más y abarcar mayor cantidad de sub–conceptos y sinónimos. De cualquier forma, podemos rastrear que en principio comprende la idea de lo caótico, azaroso e imprevisible en el contexto de lo moderno. Así, se llega a uno de los puntos más importantes de su ensayo: la idea de lo fragmentario como forma de asir, justamente, el desastre, o el menos de aproximarse a él. Para Blanchot, lo fragmentario contiene una idea no solamente de lo inacabado, sino de aquello que, de hecho, no es necesario completar. Tal desconcierto es justamente el que provee al acto escritural de humanidad, de la imprecisión que justifica su naturaleza azarosa e intuitiva.
La escritura fragmentaria constituye para el autor un tema extremadamente amplío e importante. Para él, la escritura del desastre deviene en la idea del fragmento en relación con la totalidad; de una escritura que bordea los límites de la ausencia en todas sus formas (de sentido, de significado, de forma, de contenido). Esta inestabilidad que contiene la escritura fragmentaria, y por ende la inseguridad que a primera vista le genera tanto al lector como al escritor mismo, contiene una idea mucho más amplia de unidad. Blanchot nos remite a la idea schlegeliana de la exigencia de fragmentación como primer paso para una escritura pervertida, subversiva, limitada y, en últimas, arruinada. Para el autor, por el contrario, la existencia del fragmento como principal eje conductor de la escritura admite un proceso dialéctico mediante el cual se invierte un orden dado y se encuentra en la parte un símbolo de la totalidad: «El fragmento, siendo fragmento, propende a disolver la totalidad que está suponiendo». Es así como se llega a lo que podríamos llamar una escritura fractal, que parte de una idea de unidad para revertirla y hacer de la parte que la compone, el todo.
Hay una clara tendencia a reivindicar el esbozo, el boceto y la aproximación por encima de una totalidad dada. Esto no presupone una falta de sentido; por el contrario, indica una resignificación de la misma idea de continuidad: «La lasitud ante las palabras, también es el deseo de las palabras espaciadas, rotas en su poder que es sentido, y dentro de su composición que es sintaxis o continuidad del sistema». Las palabras rotas a las que el autor se refiere son, justamente, una metáfora de una escritura que ejerce un resquebrajamiento sobre sí misma. La idea de continuidad pasa a un segundo plano, dándole lugar a la interrupción. El sentido, en últimas, no está dado únicamente por una idea de secuencia y linealidad, sino que abarca algo mucho más profundo. El concepto de sentido ausente: eso es escribir para Blanchot, que no quiere decir carencia o ausencia de sentido, ni mucho menos su potencialidad, sino que consiste en traer a la superficie la paciencia del pensamiento: «suspiro del sentido, sentido expirado».
El límite (o, más bien, lo limitado) aparece como una expresión más de lo ilimitado, como una forma relativamente inútil de contener, mediante el lenguaje, el vacío, lo inabarcable. Es así como el autor nos remite a la idea del final como algo prematuro, que encuentra su correspondencia con la idea del texto como lugar siempre inacabado, inconcluso, irresuelto (e irresoluble).
La escritura del desastre se va clarificando paulatinamente: Blanchot parece mostrarnos, tanto con la forma de su propia escritura (ideas desarrolladas a manera de aforismos, sin un estilo cohesionado ni continuo, y sin embargo con un sentido), como con el desarrollo de las mismas ideas, que el desconcierto pertenece a la misma esencia de ésta: «Que las palabras dejen de ser armas, medios de acción, posibilidades de evaluación. Encomendarse al desconcierto. Cuando escribir, no escribir, carecen de importancia, cambia entonces la escritura —tenga o no tenga lugar, es la escritura del desastre».
El desastre parece querernos remitir a una carencia que no se limita a un solo campo; por el contrario, nos habla de la pérdida de una identidad más amplia, de una identificación humana. La escritura, para el autor, es la herramienta para devolvernos esa pérdida experimentada a lo largo de los siglos, pérdida que paradójicamente también incluye a la misma palabra. Se trata entonces de usar una herramienta que ha sido ultrajada repetidas veces y cuyo significado, en parte, se ha perdido. La escritura es una re–significación de la misma palabra, de la propia escritura: un acto esencialmente auto–referencial.
El acto escritural toma una relevancia particular si nos enfocamos en el tema del olvido, del horror, al que nos remitirá el autor: «No perdones. El perdón acusa antes de perdonar: acusando, afirma la culpa, la vuelve irremisible, lleva el golpe hasta la culpabilidad; así, todo se torna irreparable, don y perdón dejando de ser posibles. No perdones sino a la inocencia». En este punto, se intuye que Blanchot habla de la escritura no como medio de olvido ni reparación, sino justamente como manera de prolongar la memoria. En otro punto, afirma:
«El poder de la música, por momentos, parece traer el olvido y, peligrosamente, hace desaparecer la distancia entre víctimas y verdugos. Pero —añade Langbein— para los parias, ni deporte, ni cine, ni música. Existe un límite donde el ejercicio de un arte, sea cual fuere, se vuelve un insulto para la desgracia. No lo olvidemos».
El horror como aquello que bordea el desastre, que está a punto de convertirse en olvido o perdón irredimible. El papel de la escritura se vuelve imprescindible: es justamente la escritura del horror, el ejercicio de la memoria no como manera de borrar la distancia entre la causa y la consecuencia (el que lo ejerce y el que lo recibe), sino como reivindicación de tal relación, del mismo horror en aras de que no se repita.
El autor dice que el trabajo se convierte en una especie de nada productiva, de una nada que funciona como motor no sólo del trabajador sino de su opresor y, por ende, del sistema que los circunda a ambos. La destrucción, en este caso, abarca todos los eslabones del sistema productivo–laboral: ya no es solamente una explotación mediante la plusvalía, sino que es «el límite en que se deshizo todo valor». El trabajo, en la medida en que busca anular al trabajador (acallarlo en principio, luego sumirlo en la dinámica de opresión y finalmente cerrarle cualquier posible salida), está destinado a anularse a sí mismo, pero también a recrearse y a regenerarse mediante el carácter prescindible y reemplazable de los actores que tiene a cargo (los medios de producción, la mano de obra: el ser humano).
Mediante esta crítica al sistema laboral, Blanchot retoma la idea del horror. ¿Hasta qué punto la escritura, su solemnidad y pretensión de restauración, realmente reivindican el horror autoimpuesto y autoinfringido del ser humano? ¿En qué medida la escritura vence el olvido, la muerte? Como hemos podido observar, el autor, al hablar de la escritura como necesariamente fragmentaria, le resta importancia al valor de unidad, rescatando entonces su valor casi gestual, que plásticamente podríamos representar con un grito mudo (como dirá la poeta Clarice Lispector: «escribo por querer profundamente hablar»), entonces afirma: «Habrá que esperar las revueltas nacidas en lo hondo, luego a los disidentes, los escritos clandestinos, para que se abran las perspectivas, para que, desde los escombros, broten, franqueen el silencio, las voces arruinadas».
Anteriormente el autor había mencionado esta contraposición (fundamentalmente histórica, pero igualmente estética) entre lo escrito (lo leído) y lo callado (lo no leído). Está presente aquí una idea de alteridad que concibe la historia, lo nuevo, no como una evolución sino como un descubrimiento del otro que tiempo atrás había sido ocultado, silenciado, invisibilizado. El desarrollo histórico no implica un descubrimiento —en el sentido de creación y novedad— de nuevos discursos, sino una relectura y por ende una visibilización de los discursos que años —o siglos— antes habían sido escondidos.
En la idea del desastre está implícita la idea del alejamiento —la virtualidad— como respuesta frente al horror: «Otro signo es el desmayo de Himmler al presenciar unas ejecuciones en masa. Y la consecuencia: como él temía haberse mostrado débil, dio la orden de multiplicarlas, e inventaron la cámara de gas, la muerte humanizada por fuera, el colmo del horror por dentro». El holocausto sirve para explicar tal proceso de virtualización del horror, mediante el cual el individuo se humaniza horrorizándose. Podemos decir, entonces, que la escritura, en este contexto, cumple también una función virtualizadora, con la diferencia de que tiene la potencialidad de re–humanizar. Para Blanchot, la escritura del desastre es una escritura, en medio de todo, desesperanzada; pero es justamente en tal desesperanza donde se encuentra su centro y motor vital para ser: la palabra se edifica como contraparte del horror.
Volviendo al tema del olvido, éste parece ser un elemento indescifrable, abordable únicamente a través de una escritura fragmentaria, que a su vez es imposible de lograr si no se parte del silencio. Al hacer parte inseparable de la escritura fragmentaria, el silencio se constituye como el elemento que posibilita la existencia del fragmento como totalidad, a la vez que de la totalidad como fragmento. Nos habla de lo incompleto como unidad, y de la interrogación que no debe ser resuelta, a la que se hacía referencia anteriormente. El silencio se yergue sobre el fragmento infinito —y siempre en construcción— del espacio textual.
Hemos visto cómo Blanchot aborda la escritura del desastre como una metáfora no solamente del acto de escribir en particular, sino también del mismo acto de la memoria, parte vital de la existencia humana. El texto, entonces, cobra sentido no solamente en su dimensión inteligible y emocional: parece ser también el punto de encuentro de una humanidad perdida pero eternamente recobrada. Al ser un espacio de convergencia, éste contiene también ciertas características topográficas que lo hacen explorable en muchos niveles, en principio literariamente, pero también ontológicamente.
El desconcierto, la duda máxima, el carácter fragmentario tanto del pensamiento como del texto mismo nos plantea una incertidumbre eterna. El espacio a donde confluimos, que en principio aparente implica un esclarecimiento, un hallazgo o manifestación de algo que estaba oculto o era desconocido, se vuelve así la cuna de una pregunta jamás resuelta, de un sitio habitado únicamente por desaciertos y desacomodos. El espacio textual es imposible de conquistar, se vuelve improbable asirlo y, más aún, comprenderlo en su totalidad, aunque seamos sus autores.
Escribir es la recuperación de una percepción que cada vez parece más lejana y extraña, de un sentido, como dirá Georges Perec. La memoria es la maleta que cargamos durante el viaje: «Escribir: tratar de retener algo meticulosamente, de conseguir que algo sobreviva: arrancar unas migajas precisas al vacío que se excava continuamente, dejar en alguna parte un surco, un rastro, una marca o algunos signos». El rastro del desastre, como dirá Blanchot; el vestigio de un extravío humano que nunca termina, que es infinito como el espacio que intenta surcar.
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* Astrid Ávila Castro es literata de la Universidad de los Andes de Colombia con interés especial en el periodismo, las comunicaciones y la gestión cultural. A lo largo de su carrera se desenvolvió en los campos de la redacción creativa de textos y en el análisis de nuevos medios periodísticos, así como de las vanguardias literarias latinoamericanas del siglo XX. En el ámbito académico, considera el análisis de los nuevos medios, un eslabón imprescindible en el quehacer periodístico. Publicó varias ponencias sobre literatura y poesía en el libro semestral editado por el departamento de Literatura de la Universidad de los Andes Convergencias. Actualmente realiza una maestría en Periodismo y Medios de Comunicación en la facultad de Periodismo y Medios de la Universidad Nacional de la Plata, en Buenos Aires, Argentina.