«LA LUZ DIFÍCIL» DE TOMÁS GONZÁLEZ
Por Antonio Arenas Berrío*
A Ofelia, y demás hermanas y hermanos.
«Y el dolor sin vida no sería, y la vida
con el dolor es sólo para que el dolor viva»
(Exposición del libro de Job. Fray Luis de León)
En su texto «sobre el dolor», Ernst Jünger dice: ¡Dime tu relación con el dolor y te diré quién eres! La novela «La luz difícil», tiene una relación con el dolor y la expiación. Para irrumpir dichos tópicos, el escritor Tomás González, ha optado por la mirada del recuerdo y la del hábil creador. En este caso un viejo pintor–escritor, casi ciego que honra la muerte voluntaria de su hijo mayor, Jacobo.
El clamor de Jacobo parodia el lamento bíblico del libro de Job. La luz y la vida se vuelven cortezas espinosas para un viejo como David, quien sufre una amargura por su hijo que va acompañado a morir discrecionalmente a la ciudad de Portland, en un acto que la justicia lograría poner en entredicho. La muerte y el dolor de Jacobo reflejan «una pintura de luz y sombra», que son la representación de lo mismo, es decir, el dolor.
Se trata en la novela de la difícil búsqueda de la luz de la vida que oriente en el desespero y el desaliento ante el dolor. Si bien la novela tiene como fondo la muerte de un ser querido, «La luz difícil», es una angustiosa reflexión sobre el dolor. Se trata de pintar el dolor en su dimensión más profunda, ir al abismo del dolor. ¿Cómo remediar el dolor? Si el dolor y la muerte son lo que más une a los seres humanos, es también lo que más los distancia. Si el grito es la declaración del dolor, el silencio es la rencilla a los dolores sucesivos.
Cesar Pavese, decía sobre el dolor que este, poseía un signo diabólico y de duración pesada, sin sobresaltos, sin voz. El dolor es inseparable en el tiempo y en toda la eternidad. Es como el fluir de la sangre; gota a gota. En el dolor se transforma el barro en oro y la blasfemia se convierte en una plegaria. Empero, la novela «La luz difícil», narra el accidente y la muerte de un joven. Hay una familia: David, Sara, Jacobo, Pablo y Arturo. Jacobo, el hijo mayor, tiene un absurdo accidente y queda parapléjico, tiene una lesión espinal, con dolor inflexible, que a veces es atroz, él desea morir después de haber experimentado todo tipo de terapias, notemos: «La lesión de Jacobo tenía clasificación T10 completa, lo que quiere decir que estaba paralizado a partir de la décima vértebra torácica».
Ahora bien, la ficción es la representación artística de «una pintura de la vida» transversal con la muerte. La muerte simbolizada en Jacobo y la vida incorporada en el sufrimiento de David, su familia y los amigos. En la novela los sueños no son premonitorios; se duerme sin soñar, hay zozobra y ansiedad. El salir, el caminar, el clonazepan, son medicinas o técnicas para soportar el tormento. David describe en la novela algunas formas de dolor y angustia: «Dormí casi cuatro horas seguidas, sin soñar, hasta que a las siete me despertó la punzada de angustia en el vientre por la muerte de mi hijo Jacobo, que habíamos programado para las siete de la noche, hora de Portland, diez de la noche en Nueva York».
Con la noticia de la muerte de Jacobo las imágenes de David y Sara se matizan en desasosiego y desilusión, que sólo un grito, el silencio o el sollozo, pueden rotular. Quizá el que vea detenidamente el cuadro «El grito» en el acantilado de Edvard Munch, descubra la sensación del dolor. La muerte de Jacobo, es «una película muda» y podemos preguntarnos en cada escena ¿Por qué no se arrepintió Jacobo?
En la novela hay una línea verdadera que une los treinta y dos capítulos, y es la línea del dolor. El dolor intenso, el dolor físico, dolor que se niega a cualquier amparo, y es el cuerpo patrón de la virtud del cual tenemos otros espacios acogedores, y es el cuerpo que lo resiste y no rehusa su hospitalidad. Sobre el dolor diría el filósofo Emmanuel Levinas: «El dolor y el sufrimiento son la imposibilidad de la nada; y su rigor, sentirse acorralados por el ser y la vida».
Tomás González conseguiría haber parodiado el lamento de Job: «Si hablo no se calma mi dolor, si callo, ¡qué se va apartar de mí!» Es como si todo lo que está ocurriendo en la ficción no tuviera sentido. El sufrimiento y el fallecimiento son visionarios y la muerte deviene en sabiduría, confiere verdad y no da poder, sólo libera.
Indagar en qué forma la literatura conoce el dolor no es nada nuevo. Ya Esquilo, en su tragedia, la Orestía (Agamenón) expresaba cosas sobre la experiencia del dolor y proclamaba con sabiduría: «El que abrió a los mortales/ la senda del saber; él que en ley convirtiera / «por el dolor a la sabiduría». Sea como fuere, la audacia de Tomás González, consiste en hacer que un hombre de 78 años escriba sobre sí mismo, evocando sus 60 años. El escritor tiene 60 años y escribe sobre un señor de 78 años, siendo un observador directo de la vida que relata la muerte de su hijo. El dolor se centra sin excepción en los seres amados, seres humanos que van llegando y que «pintan» el tedio de la vida cotidiana. Un retoño muere, una esposa muere, en un desliz del tiempo. La satisfacción de incorporar a los muertos en vez de los vivos es avasalladora. En la oscuridad y la muerte las únicas luces son las de la Ciudad. El muerto y la pintura son los donantes de esa ceguera y esa difícil luz.
González afirma: «El problema, me parecía, no estaba en el lado luminoso de la luz; me esquivaba su otro lado». Cada cual que examine la novela intentará completar en el silencio «el cuadro que se estaba pintando». Los relatos crean la sensación de asumir la reconstrucción de «una pintura» a partir de los fragmentos dispersos y autobiográficos y de vez en cuando casuales. ¿Será cierto que sólo en la desgracia podemos palpar la condición humana? ¿Qué significa sobrevivir a la muerte de un hijo? El agua y la espuma caótica están presentes en la novela. El «cuadro» que se está pintando es «el cuadro de la desesperación». Veamos: «Aún no lograba que sin verse, sin hacerlo evidente, se sintiera la profundidad abismal de la muerte. La espuma parecía bella, incomprensible, caótica, separada e inseparable del agua». En el pueblo de la Mesa, donde medita y escribe David, llueve y la lluvia es hermosa, destruye el «yo». El aire hiede a agua, a polvo y David ya viejo no es nadie.
Si, un lector o una lectora, lee la novela «La luz difícil», verá que incontables serán las pinturas y escrituras de dolor que no se inscribieron sucesivamente, sino en la ocurrencia de los fragmentos autobiográficos. A juicio del lector dejamos que pueda decir que los recuerdos no están muertos sino dormidos.
La novela parece decirnos que, no hay nada contra el dolor. Podemos añadir las palabras de Nietzsche que son claras frente a esta experiencia del dolor: «Sólo el dolor libera el espíritu, sólo él nos obliga a descender a lo más profundo de nuestro ser». Vale la pena leer la novela como un canto al dolor; una terapia literaria para soportar el mal y vivir. El final de la novela clarifica la liberación del espíritu y el descenso a la profundidad del ser. Gonzalez asevera: «Mi vida hasta ahora ha sido buena. Conocí el otro lado del dolor, su otra orilla ¿Qué más puede esperar un ser humano?…»
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* Antonio Arenas Berrío es escritor, cuentista, ensayista y filósofo. Correo–e: antonioarebe1@hotmail.com