Literatura Cronopio

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Leonel

LEONEL, MANDINGA Y LA VAGINA MÁGICA

Por María Paz Ruiz*

Este es Leonel. Un hombre que ha buscado por años refugiarse en el anonimato y que detesta aparecer en los titulares de las noticias.

Su vida viene turbia desde su infancia. Fue recogido por unos ladrones con mala conciencia en un burdel, quienes después de ver que su madre moría, en un acto de gloria al apostar que podía tragarse un palillo de dientes, decidieron raptar al muchachito de siete años que dormía escondido entre las cortinas de su habitación.

Perseguido por un destino sellado por los dioses olvidados, Leonel cayó en lo más oscuro de la tierra para tatuar la existencia de todo aquel a quien conoce. Y después de saludar con tono intrigante admite que fue concebido para cambiar de vida. O para vivir trescientas vidas en una.

Lleva el pelo cano cortísimo y la piel de un color mugriento, tal vez oliva, tal vez grisáceo. Una piel que delata que ya no tiene cuarenta, ni cincuenta, pero que resiste los embates de la edad como una sábana irrompible. Lo que más llama la atención es la forma tan grandiosa que tiene de reír, abriendo con fuerza la boca y tirando la cabeza para atrás. Don Leonel es conocido por más de veinte nombres, todos salpicados de referencias mafiosas. El gran señor, Leo dientes blancos, Papá Leonel, Gran saltimboca, y otros tantos que ignora, pero que en esos círculos por donde titila el halo de su influencia van creciendo como tallarines sobre su fama.

Conduce un coche antiguo, un coche negro  de coleccionista, con todos los arreglos y embellecedores de los que miman sus pertenencias como partes de su cara. Un coche que él ha vuelto único y que jamás venderá.

Hoy surca una carretera plagada de curvas y conversa en el aire con un conductor de otro coche, uno que lo adelanta justo cuando entra a pisarle la palabra. Se trata de Carl, un reconocido autor de crónicas periodísticas que sabe que este libro que escribirá después de haber conocido al Gran Leonel está conspirando contra él. Será el único libro que hablará del viejo que jamás se ha dejado entrevistar, sabedor de lo más lujurioso de Shanghai, de los negocios recónditos de Cuba o Indonesia, con el encanto que le da ese aliento de mafioso de ultramar, de forajido culto, de delincuente de cinco estrellas.

Carl sueña la portada de su libro. Es azul, con las letras en relieve, tal vez porque es una edición norteamericana; quienes editan libros de la misma forma como viven: todo es brillante, aparente y lo presentan mediante letras doradas. Pero esto debe ser una nueva novela negra, llena de disparos de humor, de asesinatos archiconocidos que siguen impunes, de prostitutas asesinas que son protegidas por el viejo, pues se vengaban de maltratadores hijos de perra, o de homosexuales no confesos que las acribillaban a clientes hasta podrirlas de insomnio.

Cada vez que el viejo abre la boca, relata historias inverosímiles que humedecen sus negocios con cortometrajes sangrantes de amor, porque Leonel, por más que ha ido cosechando años, sigue atrayendo a mujeres. Unas para amarlo por las mañanas cuando amanece con una erección tan potente como una lanzadera espacial, otras para mimarlo con canciones vietnamitas mientras navega en su barco, y algunas, las mejores y más cultas, que le sirven de lectoras por las noches, a quienes les pide que se pongan una peluca de pelo moreno natural hasta la cintura.

Justo terminan las curvas de aquella montaña, y el escritor celebra que ha podido adelantar el coche del viejo. Entran en un puente gigante que atraviesa el mar. Delante hay un descapotado conducido por un tipo flaco y medio aturdido con disfraz de payaso. Es el acompañante de la Mujer con mayúsculas que aparece en los días soleados del viejo Leonel, da igual si están en Oslo, en Piongyang o en Guanajuato. Mandinga es mucho más que su amante. Es una diva urbana que detuvo su edad cuando alcanzó su mayor esplendor y belleza. Por eso Mandinga puede seguir coqueteando, contoneándose y estallando en endorfinas que siguen enloqueciendo al viejo, y de paso a todos los hombres que en ese momento estén trabajando con él.

Ahí, en el medio del puente y con un tango de fondo que chilla sobre los destrozos estomacales que produce el amor, Mandinga se ha puesto de pie sobre su coche descapotable, se ha abierto de piernas, y ha empezado a acariciar toda su piel, que hoy viene recubierta con una camisa de cordones blancos y rojos y una falda que se abre por diferentes grietas. Mandinga es más blanca que negra, y en estos momentos ha empezado su baile sensual, al tiempo que el tango le estimula sus recuerdos que son como un tsunami de perfidias. Pero la preciosa Mandinga sonríe, con sus labios enormes, y su sonrisa se abre como un lucero por el mundo, al tiempo que ese pelo marrón se extiende por el coche como un banco de medusas. Mandinga tiene el aspecto de guapa de cualquier tiempo, porque es una mujer que podría enamorar a cualquier hombre de cualquier raza. Y mientras sonríe, y el tango sube, con asombroso equilibrio empieza a menear sus piernas, y su falda se da la vuelta como una campana en el aire, y con las piernas abiertas le muestra su curiosa tanga violeta introducida en su fantástico coño sin depilar. Y así permanece bailando de pierna a pierna.

Preciosa Mandinga con aspecto de gitana guerrera, de actriz y de cabaretera, de jefa y de curandera. El payaso que la acompaña ni siquiera da la vuelta a su cabeza. El actúa con Mandinga en un cabaret portátil, pero es un hombre triste, o se ha vuelto una criatura triste, y sus bolsillos rotos le han chupado tanto la sangre que no siente ningún magnetismo hacia ella. Por eso trabaja con Mandinga en un tándem artístico de extraña calidad, pero que funciona dentro de los circuitos de arte underground, como en los países de Europa del Este, en donde la sola presencia de Mandinga hipnotiza al completo de los espectadores. Así que el payaso, del que nadie sabe que quedó mudo al salir de la iglesia en la que se casó, solo tiene que ejecutar su número de humor invisible y casi absurdo; mientras ella baila, con unas lanzas sobre el cuello, o con unos aros que rodean su cintura con una música extravagante, normalmente grabada para ella por artistas zíngaros que le componen después y antes y durante el acto de amor con ella. Más de uno de estos compositores se ha suicidado después de haber entrado en el cuerpo de la artista, más de uno se ha enloquecido por no poder verla de nuevo, y algunos han perdido la vista, el oído o el sentido del gusto después de haberla besado desnuda.

Leonel ha visto de nuevo el cuerpo de Mandinga, y Carl le ha puesto cara y piel y coño a la mujer que ha enamorado más de setenta veces a su admirado viejo.

Y los tres coches, con diferentes velocidades, cogen hacia dos destinos distintos.

Carl sube la colina de la casa del viejo. El cielo azul de la ciudad de San Francisco acaricia los ojos y todos saben que esa noche se verán en el show de la atemporal diva.

El escritor, extasiado por la inclusión del nuevo personaje femenino en su historia celebra poniendo una nueva canción en su coche para celebrar que ha visto a Mandinga, de la que no se sabe si es cubana, serbia, española o rumana; y confirmar que es más bella y talentosa de lo que había imaginado. Intuye que la diva contiene historias tan apasionantes como el viejo, y por eso pone a sonar al gran Jim Morrison con su pianito mojado en Riders on the storm, y él puede cantar encima, con la ilusión de que esta noche saludará y tocará la piel de Mandinga, y por su acento intentará saber dónde nació, hace cuántos años, y verá de cerca esos ojos negros y olerá su espeso pelo de crin de potra, y percibirá de cerca ese hermoso agujero entre sus piernas con el que hace magia; pues lo primero que le contó el viejo de su mítica Mandinga es que ella era la única mujer que en el estado de Nevada podía sacar de su cavernosa vagina un sable sin hacerse el más mínimo daño, y tirar de él para hacer aparecer cuarenta y dos pañuelos de colores un poco humedecidos con la infusión cremosa de su entrepierna, y esto, lejos de producir el asco en los asistentes, los llevaba al paroxismo, y no son suficientes cuarenta y dos pañuelos húmedos, que terminaban siendo atrapados como flores en el aire por los excitados asistentes que guardaban ese trozo de tela mojado por la seductora y Mandinga como si fuera un tesoro irrepetible; y el mismo Kusturica aplaude y patalea que una dama así exista, y triunfe, con ese halo de decadencia y drama, con ese desprecio por el dinero y ese amor por el sexo.

Pero esta noche todo va a ser distinto. Mandinga lleva esperando ocho meses este encuentro con su amante. Desde la primera vez que se amaron en una cama firmaron jamás darse cita, pero apuntaron en un papel las ciudades que más les atraían: Gondor, Belo Horizonte, Agra, Saporo, Nicosia, o Jayapura, salieron entre otras cuarenta y cinco entre las que no aparecía San Francisco. Mandinga tenía un abuelo cartógrafo que le forraba con mapas los libros del colegio; y había viajado desde la pubertad en búsqueda de flores raras y frutos que la hicieran llorar de placer, lo que incluía hombres que todavía no se hubiesen bajado del árbol de la virginidad o de la castidad.

Poco de monje tenía Leonel, pero era su amante más antiguo y su precioso confidente. Ambos tenían sus números de cuentas bancarias, pero ni en el apretón económico más salvaje se habían quitado una moneda. Al viejo lo arruinaban algunos de sus arrebatos porque le gustaban las falsificaciones, le encantaba invertir en negocios fraudulentos para reírse de las multinacionales, y por eso recientemente había creado los muñecos Playdevil, una réplica exacta de los Playmobil en la que aparecían las correspondientes casitas pero habitadas por presidentes de Estados Unidos y dictadores de Latinoamérica o Asia. El millón de cajas terminó censurado en una aduana de México y posteriormente los muñequitos fueron regalados a las escuelas de Haití, donde fue tal el triunfó de la miniatura de Papá Doc, que todavía se sigue fabricando.

Mandinga se descalza y va en busca del sable. No pensaba incluirlo en su número, pero si Leonel va a verla sabe que espera el show espeluznante con el que se enamoró. Para sobrellevar el dolor de extraerse un sable de su canal uterino Mandinga empezó a prepararse a los quince años en el Festival vegetariano de Phuket, el mismo en el que desfilan hombres y mujeres con perforaciones inimaginables: griferías y cuchillos que les entran y les salen de la cara sin apenas derramar una gota de sangre, y todo esto, unido a un rito social en el que está prohibido el sexo o la carne hicieron a Mandinga una experta en redimir el dolor y autoperforarse sin lesiones; pero la verdad es que gracias al sable y a sus cuarenta y dos pañuelos Mandinga es estéril como una mula.

El espectáculo comienza con unas tímidas luces azules y una música atronadora de cítaras y tambores. La oscuridad impregna las mesas, casi todos los asistentes fuman y huele a vicio. Muchos han oído hablar de la curiosa Mandinga pero casi ninguno la ha visto en directo; pero esta noche han pagado 300 dólares por verla actuar.

Semidesnuda y con el pelo recogido aparece la dama de negro. De sus pechos cuelgan cadenas de oro y esmeraldas, su cintura endiablada empieza a girar, sus músculos a apretarse, sus pies a bailar. Brilla y sonríe a los espectadores que admiran su belleza y esa esbeltez de su cuerpo. Fantasean con lo que sucederá entre sus piernas. El payaso ha traído una bandeja de plata y la ha situado debajo de Mandinga. Abierta de par en par resuenan las trompetas para anunciar que algo importante puede brotar, ella se sienta con elegancia, se deshace de sus calzones de gasa y muestra a todos que por dentro no es blanca sino más bien mulata. Su vagina empieza a dilatarse, ella entera empieza a contraerse, a pedirle a sus músculos que la acompañen. Aumenta el ritmo del tambor, los contoneos se hacen insoportables para algunos que no imaginaron presenciar semejante atrocidad. Algo blanco conquista las puertas de su coño, se mueve a empujones dejando claro su insólito tamaño. Pujando lentamente empieza a salir el resto del objeto, los espectadores empiezan a temer, pues aquello pareciera que tiene piernas, manos y hasta nalgas. Imposible que sea un bebé, grita una señora con lágrimas en los ojos. ¡Si tiene la barriga más plana que un disco! Mandinga grita y termina de moverse agresivamente al ritmo de la música. El payaso acerca la bandeja y en segundos se precipita al suelo un pollo descabezado con tres kilos de peso. Al finalizar este parto bestial, boquiabiertos, excitados, erectos o asqueados, todos los morbosos rompen a aplaudir. Mandinga sonríe a cabalidad y el payaso esconde el pollo para buscar el sable.

Como es de esperar, el El gran saltimboca se deleita hasta conquistar el llanto. No despega los ojos del sable brillante que ahora Mandinga ostenta. Poco a poco la música empieza a desaparecer hasta que el afilado artilugio se introduce centímetro a centímetro en la cueva de la mujer. Las primeras filas de espectadores comienzan a sudar nerviosos. Una pareja que había soportado con arcadas el espectáculo del parto del pollo se levanta de la mesa.

Carl se limita a fotografiarlo todo. No pronuncia palabra ni gesticula. Leonel empieza a reír sin remilgos, a desternillarse al tiempo que el sable llega hasta el tope de la mujer; que puede que esté en su estómago o en sus amígdalas. Sujetándolo de la empuñadura se ha colado dentro de su vientre y resulta increíble que siga sonriendo como la primera vez. Leonel sabe por qué es así; desde la primera noche que colonizó sus entrañas supo que estaba acariciando el túnel de carne más insensible y sensible a la vez, anestesiado al dolor pero abierto a cualquier asomo de placer. Esta es la clave del triunfo de Mandinga, pues aunque la introducción de setenta y cinco centímetros de una hoja afilada podría llegar a causar la muerte a cualquier mujer avezada, en su caso es una irresistible fuente de excitación sexual; por eso sonríe como si su amante estuviese entrando en ella, y disfruta del hecho de tener que remover sus músculos para no cortarse.

El miedo o el respeto que le infringe la cuchilla la estimula y la baña en un aceite que ella produce con su cerebro límbico, incoloro, inoloro pero absolutamente emoliente, un óleo esencial que calienta el sable y que forma una resbaladiza película entre él y su piel. Veinte segundos puede permanecer con el arma dentro. La música asciende hasta conmover a los espectadores. Algunos se ponen de pie para curiosear si han caído gotas de sangre sobre el suelo de madera. Otros confirman que eso que baña el suelo no es rojo y que tal vez la diva se ha estado orinando para aliviar sus tensiones, o que por un extraño descuido se le ha escapado un charco de pis; normal, piensan casi todos, si con este deporte de riesgo la inimitable Mandinga ya debió haberse reventado en múltiples ocasiones la vejiga y con seguridad debe ser tan incontinente que hasta debe vivir con pañales.

¿Quién podrá atreverse a tener sexo con alguien así? ¿Con este monstruo femenino que cautiva por su enorme poder tan antinatural? Ya nada debe satisfacerla, piensan todos los que la ven, menos Leonel, quien es consciente del esfuerzo que hay detrás del número, porque Mandinga le ha explicado que es su mente la que consigue ampliar su canal uterino así, es un acto de concentración supremo, y no sale bien siempre. Pero esta noche el sable ha conseguido introducirse y salir con la delicadeza de un hielo por una garganta, y cuando extrae la punta empieza a apretar su aro genital en lindos espasmos que la hacen parecer como una niña epiléptica o una monja teniendo un orgasmo celestial. De premio sale un pañuelo rojo anudado a uno blanco, y así, de todos los colores van saliendo los cuarenta y dos souvenirs que el payaso va lanzando al aire y que las manos atrapan olvidándose de dónde han salido. Las mujeres también se lanzan a capturarlos, esta es la hora de los regalos, y está comprobado que cualquier persona se pone de pie cuando se está regalando algo, por curiosidad y sobre todo por deseo.

Leonel no quiere más pañuelos, tiene alrededor de doscientos en casa, pero Carl sí ansía llevarse uno. Deja la cámara y se pone cerca del payaso para atrapar lo que pueda; pero cuando está en el punto perfecto de captura se terminan los souvenirs.

—Tranquilo, le dice Leonel al oído.

—Cuando vayamos a casa le dices que te dé uno.

—Pero yo quiero uno que venga de ahí —apunta Carl con algo de picardía—.

—Mandinga es más que generosa y en el coche tiene pañuelos para todo un batallón. Dile que quieres que te haga el número de los pañuelos con chocolate. Es capaz de sacarte un pañuelo que por dentro lleva una de estas barritas rellenas de caramelo. Ese número es una delicia. O también puedes pedirle que te destape las botellas de casa, te pase las páginas del libro con la exhalación de su agujero o que haga burbujas gigantescas. Todo eso y muchas más cosas que seguramente no he visto. Del hueco de mi amante verás salir todo tipo de cosas, menos las que deberían salir.
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* María Paz Ruiz Gil es periodista y escritora bogotana. Estudió periodismo en la Universidad de Navarra. Máster en Estudios literarios de la Universidad Complutense de Madrid. Candidata a doctorado en Creatividad Aplicada de la misma universidad. Profesora de microrrelatos y artista sonora. Narradora de microficción, ha publicado un libro y varios microrrelatos. Más publicaciones suyas en La nave de los locos, en el diario El Espectador (diario nacional de Colombia), en Palabra Abierta, suplemento cultural del diario Hispanic L.A. de Estados Unidos, en el periódico Tribuna Complutense, en la revista literaria Letralia, y en diferentes blogs especializados en el género de la microficción del mundo (Gaceta Cariátide de México, Piso12 de Argentina y Culturamas de España). La Universidad Complutense de Madrid expuso cuarenta de sus microrrelatos en la Biblioteca María Zambrano en su Primera Semana de las Letras Complutenses. Graba microreelatos como piezas de radio. Trabaja enseñando a escribir microrrelatos en el Centro de Formación de Escritores la La Piscifactoría y el Centro Hispanocolombiano de Madrid. El autor Fernando Valls la invitó a participar en la Antología del Microrrelato Español, que prepara la editorial Páginas de Espuma para el 2011. Es autora de dos novelas: Memorias de Soledad, Una colombiana en Madrid (finalista del Premio Joven de Narrativa U. C. M. 2010) y De padres y otros fantasmas (concursando actualmente para un Premio de narrativa). Sus blog: https://lacomunidad.elpais.com/historias-de-una-cronopia/posts

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