Literatura Cronopio

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Obras

EL RUIDO DE LOS OBRAS MAESTRAS AL CAER

Por Orlando Arroyave Álvarez*

A Juan Gabriel Vásquez se le ha encomiado como escritor. El gran escritor Carlos Fuentes, un crítico de The Independent («hay una semilla de una gran novela en algún lugar») o el escritor y crítico cultural Rodrigo Fresán, han dado su veredicto común: el escritor más importante de las últimas décadas en Colombia y uno de los mejores escritores latinoamericanos de su generación. Su novela Los informantes (2004), escribió el crítico Larry Rohter del New York Times, confirmaba la escogencia hecha por críticos, escritores y bibliotecarios hispanoparlantes, de Vásquez, como uno de los más importantes escritores del presente de lengua hispana. Rohter expresaba un anhelo; esperaba algo más importante e interesante de Vásquez que su novela Los informantes, en su versión inglesa, en el futuro.

Héctor Abad Faciolince ya ha puesto en alerta a los potenciales o explícitos contradictores o negadores de esta «obra de arte» que es la última novela de Vásquez, El ruido de las cosas al caer (2011). Solo la envidia enceguecerá al crítico para disfrutar del resplandor de esta joya de joyas que, escribe Abad Faciolince, «es el objeto verbal mejor logrado que he leído en toda la literatura colombiana de los últimos tiempos».

Pero no hay que dejarse intimidar, así alguien se haya leído «toda la literatura colombiana de los últimos tiempos», cada lector debe tener su criterio. El criterio, o mejor, los múltiples criterios son los que dan vida a una sociedad que no ha salido del cacicazgo y de prácticas antidemocráticas, cuando no de la opinión interesada o la mala fe del elogio gratuito, tanto en la cultura como en la política. Un libro no se puede promover, como si se le diera perlas a las muchedumbres: nunca sabrás el verdadero sabor de las perlas literarias, cerdo.

En México o en Colombia o España, se promociona la novela —además de elogiar su perfección anunciada— como una historia de «narcotráfico», en que no faltan las páginas de amor y suspenso.

La novela narra la historia de un profesor de universidad privada bogotana, un genio del derecho (aunque nunca se especifican cuáles son las virtudes que lo hacen tan sobresaliente), profesor titular a los 27 años, y que gusta más que repasar sus libros o hacer sus actividades de escritura y lectura, en las tardes, jugar billar y tomarse unas cervezas con amigos no académicos.

El destino, ese atributo de los libretistas y de los novelistas, propicia un encuentro fatal. Antonio Yammara, el jurista genio y billarista, conoce en un cuasi antro, refugio de vagos, juerguistas y profesores universitarios, al aviador, que cambiará su vida.

Después del encuentro, las cercanías filiares, que no son ni muchas ni muy intensas, viene el suspense y la tragedia. No son amigos propiamente íntimos, pero una bala destroza la buena estrella del protagonista y une a Antonio con este hombre que se cruzó fugazmente en su existencia. Unos sicarios matan al nuevo amigo y, para decirlo impropiamente, por carambola, un balazo le da a nuestro protagonista. El joven genio queda en coma. Lo reviven los médicos y los cuidados de su esposa.

El aviador amigo, muerto así, sin haber empezado propiamente la amistad, ha dejado además de los recuerdos de balazos, borracheras en compañía y juegos de billar compartidos, un misterio que el protagonista le obsesiona, sin ser muy claras las motivaciones por tal pasión no erótica por este «intrigante» ex aviador, llamado Ricardo Valverde.

Después de un suceso extraño (y bizarro), en que el protagonista recuperado de las heridas corporales, hace una escena melodramática, pues su mujer ha llevado a la aburrida alcoba conyugal un «consolador», decide resolver el misterio de la vida de su amigo. Antonio reacciona como si en vez de vibrador su esposa le hubiera dejado en la cama una granada sin seguro. En defensa de su esposa, se puede decir que ella no lo hacía por lascivia; quería recuperar la salud sexual de Antonio.

El profesor pone todas sus energías en un fin de semana, lejos de esposa, hija y vibrador, para descubrir algo del amigo asesinado y resolver el misterio de la grabación de la caja negra del avión siniestrado donde muere la amada gringa de Ricardo Laverde.

En ese fin de semana, sin mucho suspense, la hija de Laverde le cuenta la «misteriosa» vida de su padre, y desata la madeja del thriller sin haber comenzado.

El aviador es nieto de héroe aéreo en la guerra casi de juguete que fue la guerra entre Perú y Colombia. Ricardo Laverde ambiciona recuperar el prestigio familiar y dedicarse a la aviación. Su padre no pudo continuar la tradición; un siniestro aéreo, durante una parada cívica, le desfigura el rostro y desde entonces desprecia ese oficio de piloto.

Como lo anuncia la contra carátula, este aviador que transporta, primero, en los inicios de los años 70, marihuana, y luego, a mediados de esa misma década, cocaína, es capturado en uno de sus viajes. Regresa luego de 19 años a Bogotá. En una noche conoce este ex aviador al profesor que dedica horas a jugar billar y a enseñar derecho.

El misterio no se resuelve. Nunca sabremos porqué mataron a Ricardo Laverde (ah, claro, lo mató el Narcotráfico, con mayúscula, se infiere por los sicarios y el cilindraje de las motos), o al final tampoco importa, porque la historia central es ésta entre este piloto de narcotráfico y la gringa Maya Fritts. Tampoco con la caja negra se resolvió ningún misterio que ya no supiéramos o presintiéramos.

Hippies, Malcolm X, Vietnam, Nixon, la boba y sangrienta Guerra contra las Drogas, Rojas Pinillas, Misael Pastrana, Pablo Escobar y su hipopótamo, magnicidios (Fidel Cano, Rodrigo Lara), Cuerpos de Paz… pasan como titulares haciendo fondo histórico de los personajes que se cruzan con esos acontecimientos arrastrados por un amor que nunca tuvo otro horizonte que la derrota.

La historia se deja llevar. Sin aspirar a la poesía, Vásquez es funcional y limpio. Su historia es narrativamente coherente. A veces incurre en feísmos o frases que tienen la ambición de solo narrar. Frases como: «Nunca sentiría como sintió en esos días lo que es ser un delfín, lo que es tener un poco de poder heredado»; o «esa intuición que a veces tenemos de que algunos hechos han modelado nuestras vidas más de lo aceptado o evidente»; o esa redundancia «poética» en frases como «un fantasma de humo blanco salió por la boquilla»; esas frases no reflejan propiamente poesía o perfección que nos han prometido.

El escritor y caricaturista Elkin Obregón, le ha reprochado al escritor Vásquez: esta novela es un paraíso del queísmo. No seré yo el contradictor del maestro Obregón y sus habituales exageraciones. Pero algunas páginas narran sin la perfección estilística o sabiduría que han anunciado sus admiradores.

Sin tener como oficio la novela, Antonio Caballero ha escrito la mejor novela sobre Bogotá, desde los tiempos de Osorio Lizarazo. Esta novela de Vázquez, con todas sus virtudes narrativas, no ha superado a su más inmediata referencia, Sin remedio de Caballero. Vásquez describe esos cielos bogotanos, con largas metáforas («gigantesco manto violeta»), nombra sus calles, su caos, sus calles de arcilla; mas se deja llevar por sus opiniones un tanto estereotipadas como esa de afirmar que los bogotanos «son buenísimos para hablar sin decir nada» o estampas de paneo a lo flâneur cundiboyacense de Bogotá.

En este país a «medio hornear todavía» (palabras de Vásquez), requiere de un escritor que como Vásquez novele, desde un horizonte amplio (geográfico, lingüístico, histórico), un fragmento traumático de un país que ama el trauma en su polivalente manifestación. Puede que no haga una obra maestra, pero la literatura es tan generosa que caben sin estorbarse Vásquez o Bulgákov.

Quizá la envidia («emulación reducida a su más mínima expresión», como escribe Bierce) haya obnubilado el entendimiento para discernir una «obra maestra». Mas no olvidemos que la industria, cuando no la cofradía, nos impone «obras maestras», casi a gritos o a pellizcos, en cada temporada.

Pessoa, uno de los nombres fundamentales de la poesía y la literatura universal, un artista del lenguaje, escribió ante la crítica, que su función natural es la desdeñar: «Quien tenga que ser inmortal, puede serlo también con la cabeza partida», escribió.

Vásquez seguro no irá con la cabeza partida a la inmortalidad con este frágil comentario, pero tal vez el anhelo de The New York Times, al elogiar su novela Los informantes, no se haya cumplido con esta nueva novela todavía. Posiblemente en el camino nos encontraremos con libros más grandes e interesantes de Vásquez. A su novela El ruido de las cosas al caer, se le puede aplicar igualmente el comentario de un crítico de su novela La historia secreta de Costaguana, en su traducción inglesa: es la «semilla de una gran novela».

Borges, el escritor que pretendió como ningún otro contemporáneo suyo, hacer de cada página una «obra de arte», dijo en una entrevista de 1980 que él no era bueno, puesto que «uno ha insistido en tener razón. Por eso es una mezquindad (…) uno debe tratar de no tener razón. Es una descortesía, una crueldad…».

Siempre es difícil ser justos con los creadores contemporáneos; se les denigra o exalta en demasía. Nuestra disculpa es simple: el tiempo hará olvidar nuestras descortesías y nuestras crueldades otorgadas injustamente. El tiempo continuará con sus antologías y sus olvidos, igualmente.
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* Orlando Arroyave Álvarez es Psicólogo y Magister en Filosofía. Profesor de la Facultad de Ciencias Sociales y Humanas, y adscrito al Departamento de Psicología de esta facultad, de la Universidad de Antioquia (Medellín–Colombia). Miembro del Grupo de Investigación Psicología Social y Política, de la misma universidad.

1 COMENTARIO

  1. Buen artículo. Leí la novela de Vásquez, tarea que se me hizo más difícil e ingrata con cada página. Estoy de acuerdo con que ha sido ceremoniosamente sobreestimada por muchos, tal vez por amiguismo o intereses comerciales. Una lástima.

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