Literatura Cronopio

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Canon

POESÍA Y CÁNON EN COLOMBIA: DAVID JIMÉNEZ PANESSO

Por David Marín Hincapié*

El ensayo de David Jiménez Panesso sobre la relación entre poesía y canon (Poesía y Canon. Los poetas como críticos en la formación del canon de la poesía moderna en Colombia, 1920 -1950), escrito hace diez años, toca dos asuntos literarios que hoy parecen estar en crisis. Por un lado, la crítica académica insiste cada vez más en la necesidad de cuestionar el concepto de canon literario, ya que este supone unos fundamentos de selección de obras representativas, casi siempre ajenos a autoridades estéticas, o bien es asumido como expresión del poder político, de clase o de género. De otro lado, la poesía —que en gran parte del siglo XX figuró como el órgano expresivo preferido por los escritores colombianos— en los últimos años surge como un brote aislado, leído por unos cuantos quizá por pasatiempo. En todo caso, estos escasos ámbitos poéticos no ambicionan otra cosa que descubrir íntimos fortines en medio del huracán consumista de la industria cultural.

A primera vista, este ensayo consolida las virtudes de un crítico literario sensato. Me refiero a su habilidad para encontrar una voz personal, como lo hicieron los más visibles ensayistas latinoamericanos desde Baldomero Sanín Cano que, armados de agudeza crítica y dando la sensación de lo que es realmente el ejercicio de lectura, pueden hablar claro. De ahí que al leer la prosa ensayística de Jiménez Panesso, como lo han señalado diversos investigadores, el lector se olvida por un momento de ciertas peripecias hermenéuticas, con sus jergas impenetrables, y del amasijo de referencias al que es proclive la crítica contemporánea. Sus dos libros de ensayo que lo preceden, Historia de la crítica literaria en Colombia (1992) y Fin de siglo. Decadencia y modernidad. Ensayos sobre el modernismo en Colombia (1994), demuestran que, en lo esencial, es el dominio del lenguaje lo que cimienta el pensamiento crítico.

Jiménez Panesso parte de la hipótesis de que son precisamente los poetas mismos, como lectores y críticos de la poesía de sus congéneres, quienes han determinado, en lo fundamental, el canon vigente de la lírica colombiana. La relación entre poesía y canon durante el período señalado revela que, en general, son una serie de estrategias extraliterarias las que suelen eliminar o imponer ciertas voces. De allí que deba analizar el proceso histórico más allá de la relación entre textos de creación y de crítica. Reyertas políticas, prejuicios sociales y dogmatismos religiosos confluyen en un ambiente literario que apenas comienza a ganar autonomía en su precaria formación.

La estructura del ensayo se sostiene en cuatro capítulos que poseen la virtud de hilarse con transparencia expositiva. Así, inicia con una observación del canon conservador clásico, de los cánones nacionalistas y del canon modernista, como antecedentes del proceso literario. La subversión antimodernista y vanguardista, y las capillas conformadas alrededor de Piedra y Cielo, Cántico y Mito constituyen su objeto de estudio. A este se dirige para resaltar los pensamientos y las expresiones que más polémica suscitaron, a través de sus abanderados, en la vida pública. Porque fue en los medios de difusión masiva en los que poetas y críticos encontraron un espacio de enunciación, del cual se sirvieron para alcanzar sus fines, como logra detallarlo Jiménez Panneso a lo largo de su ensayo.

Para abarcar el canon de la tradición conservadora basta detenerse en ciertos críticos que, a nombre del humanismo clásico decimonónico, entre ellos Luis María Mora, Antonio Gómez Restrepo y el joven Rafael Maya, son quienes descalifican los jardines decadentes del modernismo. Estos imponen la defensa de la antigüedad clásica «con su cortejo de ninfas, Dianas, Adonis, flotar de túnicas, rumor de bosques sagrados, danzas pánicas, flautas, y silenos», como un tópico de la poesía colombiana. Para la comprensión de ello, la figura titular de Miguel Antonio Caro es imprescindible, ya que es él quien liga los estudios clásicos al espíritu católico de impronta hispánica. Por otro lado, a la poesía colombiana también se le ha encomendado descifrar el jeroglífico de la cultura nacional. Para el caso del canon nacionalista son bastante visibles los satélites que los poetas, como críticos, ponen en órbita. Está el José Eustasio Rivera de Tierra de promisión (1921), como lumbrera del americanismo. José Joaquín Casas, como lucero costumbrista, brilla con intensidad ejemplar, aunque en las últimas antologías ya su luz parece más la de un cometa deleznable. Y no podían faltar Candelario Obeso y Jorge Artel que, como soles negros, evocan la riqueza de la cultura afrodescendiente. Bien sea la exaltación selvática de Rivera, o el ideal de pureza hispánica de Casas, o la militancia popular de Artel, cada uno desde su órbita intenta proyectar una visión política, con la clara intensión de convocar a la unidad cultural a través de la oposición étnica. Finalmente, para nombrar el canon modernista bastan los nombres preeminentes de José Asunción Silva y Guillermo Valencia como centros por excelencia de la poesía colombiana. La figura estereotipada de Silva, como el «precursor de desarreglos», como «el poeta suicida, el afeminado y el incestuoso», oponiéndola a una tradición cultural impregnada de «sano y castizo machismo», es sin duda un hecho incuestionable hasta nuestros días.

Ahora bien, el hecho de que Jiménez Panneso dedique un capítulo completo a la vanguardia, como tema de información y discusión, es realmente significativo y revelador. Y concierne al interés, de raíz ideológico conservador, con el que el canon de la poesía colombiana trató de oscurecer la postura radical, tanto en política como en literatura, de Luis Tejada y Luis Vidales y, en menor medida, al caso León de Greiff, que hicieron públicas sus declaraciones de principios y proclamas, al tiempo con sus poemas. En el mismo sentido, el capítulo dedicado a Piedra y cielo, movimiento acusado de «difícil comprensión», ejemplifica cómo las capillas poéticas constituyen un campo de lucha por el poder canónico, que a la cabeza de un líder, por ejemplo Eduardo Carranza, y por medio del amiguismo, la homogeneización de estilos y la definición de posturas estéticas, tratan de deslegitimarse unas a otras como fenómeno generacional. El último capítulo, dedicado a los poetas reunidos en la colección Cántico, y a los que visitarán una década más tarde la revista Mito, ilustra las circunstancias a través de las cuales los poetas ya consagrados tienen el poder de empujar al recién llegado. Es, en verdad, una situación acomodada, ya que los nuevos, desde una consideración crítica positiva, reafirman el lugar sacrosanto de su maestro. Este comportamiento, quizá universal para el asunto de las relaciones sociales entre escritores, llega a darse incluso en un momento en que la actitud de los nuevos poetas, de la generación del 50, busca concentrarse en su propio universo poético. Es el retorno a la condición esencial del poeta, que es la soledad y la discreción.

Con todo, es de resaltar el trabajo cuidadoso con las fuentes, que van desde impresos periodísticos y artículos de revista, pasando por prólogos de poemarios, y hasta la revisión metódica de antologías. Entre los nombres a los que acude David Jiménez, para adentrarse en esta selva imprecisa de confrontaciones y aprobaciones, aparecen: Eduardo Castillo, Rafael Maya, Jorge Zalamea, Eduardo Carranza, Jorge Gaitán Durán, Germán Arciniegas, Andrés Holguín, Fernando Charry Lara, entre otros. Todos con su firme manojo de flores líricas, el cual se ha fortalecido en las más visibles antologías del país. Cada uno, como poeta crítico, asumiendo la tarea de ponderar lo más afortunado de la poesía nacional. Y de llevar a polémica aquellas voces indiscutibles en el marco de una tradición literaria que, para la necesaria consagración canónica, en lo esencial, no desdeña la pervivencia del amiguismo como criterio de selección.

Afirma T. S. Eliot que «el desarrollo de la crítica es un síntoma del desarrollo o cambio de la poesía, y el desarrollo de la poesía es en sí un síntoma de cambio social». Tal vez sea esta una de las tareas encomendadas a la naciente —o quizá a la próxima— generación de estudiosos de la literatura de nuestro país: analizar en qué medida los logros y aciertos de la crítica, la literatura y la sociedad han sido el resultado de una suerte de correspondencia, en la que cada una se nutre de la otra. Anclar y aceptar el trabajo crítico de David Jiménez en la perspectiva de Eliot lo dejo a los más osados. Pues es de común conocimiento el estado de la crítica literaria en Colombia que, en sus más diversas voces, no solo se limita a satisfacer académicamente las preocupaciones de un público especializado, sino que, con tendencia a la difícil comprensión, en ella tanto el lector como el escritor corrientes parecen quedar por fuera de sus confines.
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* David Marín Hincapié es estudiante del pregrado en Letras: Filología Hispánica de la Universidad de Antioquia. Su libro de poemas en prosa Abro la noche (Fundación Arte y Ciencia, 2011), en el que hace un homenaje a la figura ya mítica del poeta francés Arthur Rimbaud, mereció en 2010 la Beca de Creación de la Alcaldía de Medellín. Sus investigaciones giran en torno a la relación entre historia, crítica literaria y literatura. Actualmente prepara la edición crítica de la novela La risa del cuervo (1992) del novelista y poeta Álvaro Miranda (1945).

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