Periodismo Cronopio

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Ironico

GUTIÉRREZ GIRARDOT: LA MODESTIA DEL IRÓNICO

Por Luisa Aragón*

Ensayo de interpretación, 1959, es un libro canónico sobre Jorge Luis Borges, (que acaba de reeditar Ediciones B), y que apareció cuando el escritor argentino era poco conocido en Europa. El crítico colombiano Rafael Gutiérrez Girardot, tardó cinco años en escribirlo. Juan Guillermo Gómez García, abogado de la Universidad Externado de Colombia y doctor en Filosofía de la Universidad de Bielefeld, autor de Literatura y anarquismo en Manuel González Prada e Intelectuales y vida pública en Hispanoamérica en el siglo XIX y XX, entre otros libros, nos habla de su relación con el polémico intelectual nacido en Sogamoso, Boyacá.

¿Cómo recuerda  a Gutiérrez Girardot?

Lo que primero imponía Gutiérrez Girardot era una aureola de respeto y una gran seriedad intelectual, que no conocí en Colombia, a excepción del profesor Rubén Jaramillo Vélez. Esta imponencia no era arrogancia; ella se combinaba con una afabilidad y una generosidad en el trato con los estudiantes; una disposición al diálogo, a la confrontación de ideas. Sólo lo irritaban los colegas y no le tenía mucha paciencia al alemán común. Pero si algo perdura de esa lección intelectual y moral es su descomunal —lo digo sin hipérbole— obra ensayística. Obra, que sea dicho de paso, está a medio explorar, incluso para sus más asiduos lectores. Por supuesto que en persona, a nadie pasaba desapercibido su corbatín, sus bigotes, su estrabismo, su paraguas, pero en la dialéctica del diálogo esto quedaba como un trasfondo de menor efecto.

¿Qué hubiera pasado si Gutiérrez se queda en Colombia?

Es difícil saber qué hubiera pasado. Por la correspondencia entre 1951 y 1970, que conozco con cierto detalle, no parecía dispuesto a volver al país. No creía tener las condiciones para el desarrollo de su actividad intelectual y académica. Su intención de quedarse en Europa, en Alemania o Suecia, o en su defecto en Nueva York, se delata en todos sus documentos privados. Siempre vio como un castigo el haber sido trasladado a Colombia, hacia 1965–66, en su cargo diplomático. En la primera oportunidad salió nuevamente. Debía respirar en Colombia un ambiente adverso; un clima intelectual y sobre todo unas condiciones universitarias nada promisorias. Las universidades privadas —Externado de Colombia, Andes— eran intelectualmente consideradas misérrimas. En la pública, lo bloquearon. Era una época además de radicalidad leninista, por un lado, y por otra de euforia desarrollista que sofocaba cualquier marco de discusión seria. Si se hubiera quedado en Colombia, lo que era improbable, hubiera sido un infierno; todas las puertas se le hubieran cerrado. Me parece que el clima de «El Tiempo», que ya había neutralizado parcialmente la veta crítica de Sanín Cano, pero en sus años de madurez, hubiera matado de raíz la de Gutiérrez que estaba en ascenso. La suerte no lo quiso.

¿Por qué se lo ignora en Colombia?

El desconocimiento o mejor la resistencia que en muchos círculos hay de la obra de Gutiérrez tiene muchos factores. Hay también una enorme injusticia con la obra de Sanín Cano o de Virginia Gutiérrez de Pineda, para mencionar otros casos. Aparte de la resistencia que ejerce en Colombia una obra crítica, en que no hay idilio ni concesión, por parte de sus contemporáneos, se ha sumado la peste de los posmodernismos, si así cabe llamarlos. Es decir, estas formas de nuevo dogmatismo disfrazado de tolerancia o relativismo multicultural. Creo que, ante la hegemonía difusa pero reinante de los posmodernismos, una obra como la de Gutiérrez Girardot resulta de contracultura. Gutiérrez Girardot es como un Okupa; es una incomodidad. Valga subrayar que hoy por hoy hay amplios grupos de estudiantes —por ejemplo de literatura— en el país que valoran y discuten su obra. El gremio de los filósofos, tan imbuido de prácticas interpretativas escolásticas —no importa si leen a Hegel o a Heidegger, siguen siendo teólogos o curas sin sotana: la sotana la tiene en el seso— no toman en serio la obra de Gutiérrez porque simplemente se entiende. Se sabe qué dice y qué quiso decir. Esto es un delito mental para los amantes de las nebulosidades de todo orden. Todavía faltan varias décadas para que los muy distinguidos filósofos nacionales se dignen asomarse a la obra de Gutiérrez. Cuando lo hagan, se abismarán. La obra de Gutiérrez se abre camino, sola, pero hay que darle sus empujoncitos, de cuando en cuando…

¿En qué contexto escribió el ensayo sobre Borges y cuál es su importancia?

El ensayo sobre Borges lo escribió en el menos favorable de sus escenarios. Solamente estuvo unos pocos meses —cinco o menos— como becario de Gotemburgo, a finales de 1955. A principios del 56 estuvo en Bonn. No se llevó muy bien con el embajador, un descendiente de José Asunción Silva. Luego vino un hombre de negocios, muy activo, que hizo lo imposible para fastidiarle la vida. Por fortuna salió al año y medio, y se salvó su puesto de cónsul. Fue luego Agregado cultural. El salario era muy bajo. Con todo, luego de cinco años de intensa lectura y relectura de Borges, dio a luz el ensayo sobre Borges. Fue como un milagro de la crítica. Lo había precedido el ensayo sobre la imagen de América en Alfonso Reyes. Pero el trabajo de Borges era de mayores desafíos intelectuales. La bibliografía existente para la época era mínima; había alguna cosa aprovechable de Ana María Barrenechea. Hoy es considerablemente más fácil orientarse o si quiere desorientarse en la obra de Borges, a la luz de su infinita bibliografía secundaria. Gutiérrez pisaba en terreno desconocido. Era una especie de Colón en un continente fantástico. Poder orientar la discusión sobre Borges a algunos temas dominantes, como la crítica a la tradición española, la crítica al lenguaje y el problema de la ironía de tradición romántica, fue un gran acierto. También fue un acierto no enredarse en el laberinto fácil del vanguardismo y especular a discreción: vio a Borges más bien como heredero del Modernismo. Hijo cumplido de Darío; no pariente cercano de Huidobro. Hoy hay tesis de 400 páginas sobre Borges y la tradición romántica alemana. Esto ya es fácil. No sólo fue pionero; sentó criterios que hoy siguen intactos y muy provechosos. El ensayo parece escrito ayer. Luego de más de cincuenta años conserva toda la frescura de sus primeras horas. El traductor de Borges al inglés captó la novedad. Nosotros estamos buscándola todavía. Le regateamos los méritos que saltan en seguida. Por supuesto, Gutiérrez se favoreció de la mano segura de su maestro Hugo Friedrich. Friedrich no escribió sobre Borges, pero sí sobre Montaigne y su escepticismo anti–escolástico; sobre Descartes; sobre el barroco. Esto fue definitivo. Gutiérrez hacía una tesis doctoral con Friedrich sobre Quevedo. Esta lectura de Quevedo fue clave; no se han seguido sus pistas.

En un contorno más íntimo ¿qué significaba Borges para Gutiérrez Girardot?

Borges fue, para Gutiérrez, como lo dice en este ensayo, el poeta doctus. Es decir, la realización de una figura literaria con las características que demanba la literatura moderna del siglo XX. El poeta doctus no es solo un gran erudito, sino un hombre de letras que discute crítica y conceptualmente la tradición. La universalidad de Borges, para Gutiérrez, fue desafío y ejemplo cumplido. Fue modelo de un escritor que «juega» con la tradición no solo porque la domina, sino porque guarda una reserva irónica frente a ella, que es ironía en sustancia. Este cosmopolitismo, aprendido, asimilado y superado del Modernismo, fue para Gutiérrez ejemplar. Borges lo ponía en guardia contra los indigenismos dominantes; luego contra el neo–barroquismo. Pero también fue justo en su crítica con García Márquez (que es un capítulo que no se conoce). Fue Borges guía para su tarea crítica. Él asimiló esa tarea de creación literaria para la crítica literaria; la entendió en una tradición precisa en la que él se inscribió: Friedrich Schegel, Nietzsche, el expresionismo alemán, Borges. Fue Gutiérrez pues el crítico doctus.

 Usted trabajó en Alemania más de tres años con Gutiérrez ¿cómo analiza esa relación intelectual?

Trabajé con Gutiérrez Girardot cuatro años en Bonn, en calidad de Lektor. Fue una época imborrable de mi vida. Su trato casi cotidiano era de una calidez increíble. Llegué a ser no solo su discípulo, muy privilegiado por este cargo que él me proporcionó como titular de Hispanística de esa Universidad, sino un hijo, por su afecto. Sólo tengo agradecimiento por esos años —de 1989 a 1992—. Luego inicié el Doctorado, que cumplí luego en Bielefeld, pues en este momento se encontraba jubilado. Nos invitaba, a Rodrigo Zuleta y a mí, cada semestre a su apartamento, en donde disfrutábamos de un banquete generoso y vino a discreción. Esto era una orgía verbal, además, en que desataba su lengua hipercrítica. Salíamos como renovados para afrontar la vida con mejores argumentos. Había un problema en todo ello: queríamos tener una memoria de elefante que lograra grabar toda la situación, todos los detalles, y sobre todo toda la bibliografía.

¿Qué anécdota recuerda con él?

Alguna vez, en un Biergarten (patio cervecero, que abren en los veranos), a orillas del Rin, hablábamos, gayamente, en compañía de Rodrigo Zuleta, contra el doctor Santos. Mencionamos que Rojas había construido el Club Militar, el Aeropuerto y otras obras. Muy serio, levantó la mano, pidió una ronda más, y prorrumpió: «¡Viva Boyacá!».

¿Era irónico o iconoclasta?

Era irónico. No le gustaba el mote de iconoclasta. Alguna vez me dijo: «Ahora, Juan Guillermo, resulta que soy iconoclasta». La ironía es crítica inteligente, sin fanatismo, que da espacio a la duda y a la auto–duda, si me permite decirlo así. El iconoclasta es un furioso, que arremete contra todo. Arremeter contra todo y contra todos, pero excepto contra sí mismo. El iconoclasta no tiene posibilidades de verse a sí mismo. No tiene humor; o si lo tiene lo exuda como veneno. Esto no lo hace un irónico, como Borges, por ejemplo. Alguna vez caracterizó Gutiérrez la auto–ironía de Borges, cuando al hablar de su poesía dijo: «Los traductores mejoran mis versos», o algo parecido. También en León de Greiff. Gutiérrez dio un libro de De Greiff a Enzenberger para traducirlo. De Greiff lo tomó: lo tiró debajo de la mesa y dijo: «Nada de eso vale la pena». Nada más modesto que un irónico. El iconoclasta es rabioso; su crítica no se puede tomar en serio porque ataca como toro ciego. El iconoclasta es vulgar. Dice procacidades y a eso lo confunden con la crítica. Un irónico tiene sus temas reverenciales, que son además sus metáforas: el universo, el lenguaje, la historia, el conocimiento. Son temas universales: no va contra la persona, sino contra la inmodestia del hombre. Hay matices en la ironía, no en el iconoclasta. Nada más incómodo que oír vociferar a un iconoclasta, a una mente inquisitorial.

¿De sus trabajos cuáles le gustan más y por qué?

Más que un trabajo especial, prefiero descubrir el proceso en que se construyó su obra crítica. Seguir la escala o los vericuetos en que fue dando a luz sus ensayos sobre Reyes en 1955; sobre Borges en 1959; sobre Nietzsche en 1964 y Machado en 1969. Esos quince años forman un ciclo completo de formación —o si se quiere, en gran medida auto–formación— que proporcionan las claves conceptuales de su obra. Anteriormente, es decir hace 20 años, leímos con mucho entusiasmo sus obras mayores, como Modernismo y sus ensayos sobre Henríquez Ureña y el expresionismo. Esto sigue siendo muy valioso para el lector. Pero como profesor, creo más pedagógico, seguir el ciclo genético de su obra. Descubrir paso a paso las formas de elaborar los problemas; la forma en que, más bien, se plantea los problemas. De esta manera le queda más claro al estudiante de dónde vienen los temas, los problemas, los conceptos. Considero que así es más asimilable su gran obra. También ahora ensayamos otro camino, con el Grupo de Investigación, Gelcil, de la Universidad de Antioquia: presentar a Gutiérrez en forma sistemática; por grandes módulos o áreas de conocimiento, espacio–temporal. Acabamos de publicar los dos volúmenes de Ensayos de literatura colombiana en que reunimos los ensayos de Gutiérrez que están en su Archivo. Es el Archivo que con gran generosidad cedieron la esposa, doña Marliese, y su hija, Dra. Bettina Gutiérrez Girardot, a la Universidad Nacional, al comprar su biblioteca. Ahora es posible saber al fin quién fue Gutiérrez; cuál fue su vasta obra. Casi la mitad es inédita. Todo lo que escribió en alemán es inédito; no está traducido. Son más de 2.500 o 3.000 páginas. Aparte tenemos cientos de piezas epistolares de gran valor. Esto implica años —si no décadas— de intenso trabajo investigativo y editorial.
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Luisa Aragón, Bogotá (1985), es graduada del Departamento de Literatura de la Universidad Nacional y su tesis de grado se llamó El ensayo en nuestra América. Actualmente, está escribiendo ensayo y narrativa. Además colabora en diferentes revistas culturales como periodista cultural.

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