Literatura Cronopio

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Voces

VOCES

Por José Sabater de Montfort*

«No quiero oír más voces», gritó.

Beatriz estaba sentada en la alfombra, con las manos encogidas sobre los tímpanos. El anillo de su dedo anular brillaba al reflejo con la luz indirecta del salón, como si todo movimiento la buscase, reclamase su atención: «Diles que se callen, por favor, diles que se callen…».

Desde el balcón, la parada del tranvía estaba sola, ausente, con una luz tímida. Y era cierto que incluso los rótulos lumínicos de los bares, del gimnasio, hacían un esfuerzo por buscar su ahora pálido cabello rubio y sus ojos de acongojada iridiscencia. Sus manos cansadas se recogían sobre el pecho de momento, como guardando un pañuelo, un pendiente, una cajita de música largo tiempo querida; algo íntimo, propio, que se resistía a la violencia de ser mostrado.

—No puedo más —añadía con su boca caída hacia el mentón—. Diles que se callen.

Pero nadie había para escucharla, si bien era del todo cierto que todas las cosas la atendían, la cuidaban en silencio, la buscaban como un gato busca con constancia el recreo del juego. «Diles que se callen, por favor».

Era de madrugada.

Beatriz estaba sola. Beatriz hablaba sola. Beatriz se sentía sola entre una multitud de voces que le hablaban y a las que hablaba.

Escuchar durante horas y horas voces ajenas es algo que puede romper los nervios a cualquiera.

Es un asunto en realidad vulgar: atender peticiones de clientes enojados, resolver gestiones, aplicar descuentos, disipar dudas. De eso van sus días, sus horas, sus minutos, sus segundos –pues todo está calculado con rigidez por su empresa— en los que las voces se mezclan terribles unas con otras, haciéndose más poderosas, clamando venganza en el asueto de la noche, que debería ser silenciosa –al acostarse, en ese instante de plácido agotamiento—; pero no es así.

Si al menos las voces fuesen útiles, todo sería distinto. Porque si esas voces, en lugar de dar gritos, en lugar de imprecarse unas a otras, de utilizar el resabio en pro del insulto con la más ligera de las licencias, si en lugar de dedicarse a molestarla hiciesen algo bueno, pues vale, a nadie le duele sentirse acompañada.  Ella se siente sola, además. No mucho, pero sola a fin de cuentas.

Y además, no, es el insulto, es el insulto diluido entre otros insultos lo que impera, lo que cabalga de una voz a otra. ¿Acaso no podían dedicarse a cantarle bellas melodías, esas voces, antes de ir a la cama, e ir feliz, sentir cómo una de esas voces –quizá grave— se dispusiese frente a la puerta, como un guardián del dormitorio, haciéndola sentir en un castillo fortificado, invulnerable? Quizá otra de esas voces, imitando el sonido lánguido del arpa, por qué no, ¿tan complicado os resulta, malditas?

No se van a callar, pero es tanto el agotamiento, que las anestesia, y las deja que se cuelen en el sueño, que moren a su gusto. Total.

Es un edificio de tres plantas –el lugar de trabajo de Beatriz—. Hay miles de chicas más como Beatriz, pero parece que a ellas nada les ocurre, pues nada dicen nunca. Lo más puede que bromeen sobre algún cliente atontando, o esas llamadas que siempre aparecen un día sí, otro también, y en las que una voz urgente habla de proezas sexuales, de incitaciones licenciosas. Y eso para Beatriz (la molestia de soportarlas con esa estoicidad del trabajador al que obligan a ser anuente, discreto, educado), pues hay algunas de esas otras chicas que no sólo acceden a escuchar esas voces estridentes (y con manifiesto placer), más aún, se citan con esas voces al salir del trabajo, inocentes, pensando que sólo se trate de niños atormentados que no saben  cómo descargar la tensión de horas en soledad (quizá igual que ellas).

Sí, excepto cuando se producen las sorpresas. Con Mara, por ejemplo, ahí sí ocurrió algo feo, feísimo. Es mejor no relatarlo, mejor que no, es muy triste, salió además en los periódicos.

Al principio las fuerzas son desmedidas, para Beatriz al menos, al principio de todo, de haber dicho sí a esto. Se toma con un ánimo bravo, pensando que en nada puede afectarnos, pensándonos invencibles (así lo pensaba Beatriz antes). Y es cierto que por las mañanas, justo después de hacer el zumo de naranjas, peras, plátanos, y tomar una tostada con mermelada de fresa, o de pomelo, lo sigue pensando: sí, soy invencible, sólo que ellos no lo han descubierto.

Por suerte, a la mañana ya no están esas voces, acaso sus débiles ecos.

Lo que sí hay es una nueva Beatriz (la prístina Beatriz –o lo que de ella queda—) que registra la biblioteca y coge uno de esos libros de la estantería, con pulso moroso.

Uno, cualquiera vale, de esos escritores que hablan de la vida y el amor, y la muerte, y el hombre y todo lo que importa, que hablan del valor y el arrojo, pero también de la felonía y el horror. Esos libros viejos, de lomos disímiles, con algunas páginas perdidas, libros que han ido a tantos sitios, siempre con ella, siempre exigiendo un puesto visible en los pisos que ha habitado Beatriz. También ahí hay voces, también, pero de signo bien diferente. Son voces capitales, que te hablan a ti y a nadie más, no como las otras que gritan al mundo con una entropía ingrata e inútil, molesta y superflua; peor: dañina.

La añoranza de las cubiertas perdidas, el olor matizado de tantos lugares: Dostoievski perdido en Tánger, en una mochila calurosa, bruñida del calor del tubo de escape de una motocicleta rugiente, Turgueniev en Lisboa, Pessoa en Tarifa, refrescando su desasosiego en las olas vibrantes… voces necesarias para la vida (para la vida de Beatriz), voces que deben ser constantemente escuchadas, porque dialogan, preguntan; no como las otras.

Una sola de esas palabras es suficiente cada día. A veces ni siquiera eso, sólo con rozar el lomo, con abrir las páginas, ir pasándolas con grata lentitud, escuchando la esencia de los olores que tienen, olores cada día nuevos…

…amigos viejos han venido a comer –como siempre— y traen oporto y se sientan ingenuos y comparten tiernamente sus palabras con ella, hasta ha venido Orlando… está Fiodor e Iván, el siempre necesario Stefan, Franz está en una esquina…

Pero una no se da cuenta, pues con los amigos no impera el tiempo, son ellos mismos tiempo, mejor dicho: el tiempo infinito.

Pero la agenda electrónica siempre exige atención a las cinco, con su imperativa alerta. Son las cinco: hay que moverse. Las cinco.

El tranvía, los coches, los estudiantes que suben y bajan de los vagones. Todo vuelve a empezar: el miedo otra vez a las voces. El pánico, verdaderamente.

Hay que vestirse con mucha rapidez, agarrar con fuerza la ropa del tendedero, aún mojada, y echarla sobre el cuerpo tenso e ir corriendo a ese edificio de tres pisos, con montones de chicas con auriculares y micrófonos en la boca, unas poniéndose de pie, otras correteando nerviosas, inquietas, neuróticas, por las salas, mandándose saludos, haciendo gestos de disgusto o de burla.

Hay miles de chicas, pero esas miles de chicas no son ella, por qué ella entonces ha accedido, hoy aquí, mañana allá, dejándose dinamitar por todas las voces del mundo. Pues…

¿Cómo, cómo es que ella, precisamente ella, Beatriz, la niña inquieta que todos los tíos y los primos y los amigos de su papá adoraban y a la que se le predecía un notable futuro? ¿cómo es que ella ha ido estragándose hasta venir aquí?

El problema no se reduce a decir «se acabó» o «no puedo más». Parece sencillo, igual que tantas otras veces, porque antes fueron las voces de los clientes de las tiendas de ropa, y antes de los bares y antes de los montones de amantes que gritaban, escupían, robaban y decían o no decían y adiós y «estoy de vuelta, te echo de menos». O «no te vayas, por favor, por favor no te vayas».

No, ya ha dicho no montones de veces, no, y las voces vuelven a aparecer, ¿entonces? ¿qué? ¿qué, qué?

—Sí, dígame, le atiende Beatriz, buenas tardes…

Y soltar un bufido y esperar por lo inesperable. Apretar ese botoncito liberador en el que pone «deslogarse», anotar su nombre, y el contador camina hacia detrás: quince minutos. Son ya las nueve, por fin. Tiempo de descanso para comer un pepito de atún y aceitunas o jamón de york y mantequilla, una napolitana, o simplemente fumar, fumar un cigarrillo detrás de otro, y estrujarlos contra el cenicero (porque arriba no puede hacerse), retorciéndolos, matando su producción de humo y nicotina para pronto encender otro y a medio consumir estrujarlo de nuevo e ir corriendo para llegar cuando el reloj ponga exactamente cinco, cuatro tres dos uno.

—Hola, buenas noches, soy Beatriz, ¿qué desea?

Y su compañera le sonríe, como diciendo qué justo has llegado chica, quizá malévola, pensando que la próxima vez no tendrá tanta suerte y entonces vendrá su jefe exhausto, añadiendo su voz a todas las otras. Y ella no tendrá más remedio que decir sí, sí lo siento, descuide, será la última vez, porque está el alquiler y el préstamo y todas las demás cosas… O peor, la echará a la calle.

Gritos, ya no son voces, ahora son gritos. Le gustaría decirle a ese hombre que ella no es dios y que, por tanto, no puede resolverle mágicamente su quimera.

—¿Que cuándo tendremos cobertura aquí en Asturias…?

Y Beatriz piensa «y yo qué sé». Y además, «qué me importa». No, yo no hago milagros. Pero no, está prohibido decir eso.

Una debe plegarse al tiránico mandato de las voces.

—Pronto, muy pronto. Prontísimo.
—¿Mañana entonces?
—Muy pronto…

—Ya, es lo mismo que me dijeron hace dos meses, tres meses, seis meses. ¡siempre me dicen Vds. Lo mismo so pu..!

Beatriz le corta rápido tapando con su voz la voz de ese hombre rudo y enfadado.

—No puedo decirle otra cosa, señor, no tengo más información, Está en proyecto –y, enseguida, rápida— ¿desea realizar otra consulta?

—Sí, sí, por qué no me chupas…?
Tut, tut, tut, tut, tut, tut, tut, tut …

Dirá que ha sido una equivocación, o no, dirá la verdad: que esa voz ha sobrepasado lo tolerable. Todo tiene su límite, por supuesto. Hay un límite. Pueden echarla si quieren.

—Hola, buenas noches, ¿en qué puedo atenderle?

Voces melodiosas, afables, también estridentes. Se van colando una detrás de otra. Las horas avanzan. No es tan grave, piensa, quizá lo he exagerado. Pero su anillo se refleja en la pantalla. Y crea una graciosa curva ascendente, que va dibujando un rayo según ella juega con el dedo anular, en un movimiento de irregular decisión, tembloroso. Se acerca el dedo al pecho entretanto, recogiéndoselo junto a la curva que se forma bajo los pechos firmes, cruza entonces los brazos, la cabeza caída, buscando –cubriendo al tiempo— los escondrijos del cuerpo.

Permanece quieta, con un leve temblor, ínfimo, los hombros parecen moverse en un despertar tranquilo, yendo arriba y abajo, con ese cosquilleo que nos entra al dejar libre la musculatura, ciñéndose a su propio dictamen, algo caprichoso, como el de un enfermo al despertar, inconsciente, puro. Al rato, mientras aún sigue hablando con alguien, algún cliente, cualquiera, uno de tantos, respondiéndole de esa forma mecánica que ha aprendido a activar, asegurándose de que ninguna voz pueda inmiscuirse, levanta la vista, casi sin darse cuenta.

Percibe con vergüenza cómo sus compañeras más cercanas la miran. Con incrédula maldad. Quizá pensando «sí, sí, tu hazlo, atrévete». O acaso la envidien y sea éste su modo de comunicárselo. Nada de las dos cosas le resulta de importancia, empero.

Una chica que tiene cerca agarra el cable del auricular, estrujándolo como quien raya un tomate maduro, los labios pegados, el mentón todo lo engarrotado que permiten los músculos.

Beatriz levanta el dedo jugando con el reflejo anterior, temiendo perderlo, casi proyectándolo con los ojos tímidamente mojados. Un pequeño alivio, el burbujeo en el estómago, un chispear como el de una multitud de bocas de peces saliendo a la superficie de la carne, colándose por el ombligo unos, bajando los otros por el pubis, rozando todos el aire caliente, arañando con sus labios suaves moléculas de un oxígeno necesario y glorioso. Las doce, por fin.

Todas las voces la habitan, mejor dicho, la quieren habitar. La siguen, la persiguen por las escaleras: piso dos, piso uno, la calle. La acera. El aire inmenso.

Sabe reconocer esto, que ha sentido cien veces, mil veces, un millón de veces. Los ojos en una magnífica exaltación de humedades.

Los reflejos que siguen ahí, en las ventanas de los tres pisos del edificio.

Beatriz dice adiós primero y luego una seña, diciéndoles «¡venid!». Pero echa a correr, segura de que nadie la seguirá, y de que, a su vez, todos los reflejos la seguirán, como siempre, segura de estar sola en esta carrera tan conocida, segura de estar acompañada de una multitud, al tiempo.

Beatriz nota ahora el fragoroso trabajar de sus pulmones, la compresión del tórax, recuerda la emoción en el estómago de cuando saltaba de niña las olas de la playa, esa sensación de vacío y de inmediata plenitud, y oye a su papá en la arena, animándola, «¡salta, salta, cariño!». Y Beatriz salta las olas una tras otra, pero esta vez las olas son coches aparcados o coches avanzando por las calles, cambiando de carril sin previo aviso o mujeres detenidas en la acera comentando la jornada o la gente que sale y entra de los portales.

Voces cariñosas van desplegándose en susurros, del modo como hacen las mareas en la impunidad de la noche, aveniéndose a una dulce melopeya.

Diría que ese aire —¿aire de mar?— se le introduce burbujeante por las medias, subiendo por la falda, y los peces, con sus bocas trémulas discurren por el cuerpo todo, vaciándose, vaciándola en la liviandad de la noche.

Es raro, está en medio de la ciudad, evitando el atropello de las bicicletas, el tropiezo con los transeúntes, los parachoques de los automóviles, los árboles, los cubos de basura, los contenedores de reciclaje…

Nota que alguien, alguien que parece una muchacha, ágil y presurosa, corre junto a ella, muy cerca y que, igual que ella, esquiva hábil los coches, pasa de una acera a la otra. Se detiene firme ante un semáforo. Y esa silueta, con atractiva y tierna voz, de prístino timbre, dice algo, le dice algo: «mira, ¡mira cómo salto!, mira…». Y es cierto, está saltando. Y desde una ventana con luz, alguien observa a esa chica rubia que parece hacer ejercicios de jogging y habla sola, mientras se ríe, y va paulatinamente quebrantando la duermevela de la noche, reclamando la atención de todas las cosas.
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* José Sabater de Montfort (Valencia, España, 1977) es Graduado en Estudios Ingleses por la Universidad de Barcelona, así como diplomado en Literatura Creativa por la Escuela TAI—Madrid. Forma parte del consejo editorial de la Revista Literaria Hermano Cerdo. Sus relatos y ensayos han aparecido en diferentes revistas como La Bolsa de Pipas, BocadeSapo, Sobre Libros, Palabras Malditas, Otro Lunes. A*Desk, Cuadernos del Matemático, Jot Down o SalonKritik. Recientemente le ha sido concedido el primer premio del Concurso de relatos de la revista chilena Point Magazine. Escribe regularmente en su dietario/blog La Soledad del deseo, finalista en la categoría de crítica literaria de los premios Revista de Letras 2011. https://www.jsdemontfort.com Correo—e: jsdemontfort@gmail.com

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