Literatura Cronopio

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Shangó

SHANGÓ

Por Henry Losada Posada*

Para Carlos Mario Londoño

Ustedes se preguntarán por qué me gusta tanto el fútbol, vengan a mi pieza y tendrán la respuesta. Hay afiches de mis equipos favoritos, está el Atlético Nacional con Raúl Navarro en los tres palos, Oscar Cáliz, la chancha Fernández, el tucumano Cruz entre otros; también la selección teutona con su mítico capitán Franz Beckenbauer, el invencible equipo del «jogo» bonito, la del verde «amarela», la «canarinha», con el rey Pelé, Jahirzinho, Tostao, Sócrates, Rivelino, que enloqueció al respetable en el mundial del 70 en México, hay álbumes que llené pacientemente con el entusiasmo que siempre despierta un mundial, es un pequeño museo del fútbol mi pieza. Les hablo de la casa materna donde crecí pensando, comiendo, jugando fútbol. Recuerdo cómo ponía cuidadosamente mi uniforme de La Estrella Roja, o Real celeste o Peñarol, los equipos en los que milité en mi lejana adolescencia, a un lado de mi cama y brillaba mis «guayos» con betún negro, era el ritual de todos los viernes. Al día siguiente el duelo era en la cancha de los jesuitas o la del Liceo o en los Salesianos.

Esperaba con ansiedad que llegara el sábado. Fue en una tarde espléndida en la cancha de los jesuitas, en la que marqué aquel inolvidable gol. Jugaba con Estrella Roja, Jorge Eliécer, el burro me puso «la pecosa» casi con displicencia, yo corría por la banda izquierda sobre la blanca raya del mediocampo, siempre he sido extremo izquierdo, la recibí, vi en la panorámica que Carlos Román el cancerbero, estaba un poco salido y con la fuerza de mis casi 16 años, saqué un misilazo a lo Pastoriza, el balón atravesó el campo y dió un gracioso giro como de bumerang, el arquero pensó que salía, y entró rotundo por la escuadra derecha de la portería, quienes veían el duelo aplaudieron de pie aquella joya.

Por esos días un señor petiso, Gustavo, a quien apodaban Minuto, que lideraba un equipo de mayores llamado Conductores, quiso alinearme en su onceno, pero la edad impidió el fichaje, deduzcan ustedes las calidades que exhibía. Fueron aquellos tiempos maravillosos, llegaba del colegio, tiraba mi maleta en la sala de mi casa y salía para cualquiera de los descampados del pueblo a encontrarme con mis amigos del barrio: Tirudo, Tabaco, Melenas, Papo, El Zarco, El Reo, a jugar un «picao» donde sacábamos toda la artillería, que duraba hasta cuando agonizaba la tarde y las montañas ,como sombras, se levantaban en el horizonte. ¿Cómo olvidar aquellas interminables tardes tecniquiando con mis amigos, tirando paredes, ensayando palomitas, medias voleas, chilenas, rabonas, tacos, caños, gambetas, vaselinas, todo el manual que le da al fútbol la categoría de experiencia estético audiovisual? Si hasta en la tienda de Don Joaco, donde íbamos después a refrescarnos con una gaseosa bien helada, seguíamos exponiendo nuestro manifiesto estético del deporte pasión de multitudes, cómo hacer un gol olímpico, cómo chutar con chanfle, lo fundamental que era el fair play durante un partido… todo aquello en lo que creíamos con devoción y convicción. Si el descampado conocido como la Feria hablara, hablaría de picados memorables, ¡lástima, no hay registros de nada! En aquella época teníamos una selección inolvidable en nuestro pueblo, iba todos los domingos a la cancha del Liceo a mirar tremendos partidos, Calocho, La Onza, Betancur, Tato… le arrancaban aplausos a los aficionados.

Mi carrera como futbolista fue meteórica, ustedes lo saben, rápidamente pasé a las divisiones inferiores del Atlético Nacional, ahora pienso que mi madre, que es bastante supersticiosa, tuvo que ver en mis triunfos, cuando vio que empezaron a fijarse en mí, me bañaba en caléndula, preparaba sus famosos riegos a base de ruda y otras yerbas y perfumes e iba, mientras soplaba un incensario con un sahumerio especial, que sólo ella sabía preparar, y esparcía un aroma a resinas y madera y mirra, recitando una oración casi como un susurro, nunca supe qué decía, ni me atreví a mirar su librito amarillento de jaculatorias que guardaba celosa en la alacena de la cocina, nunca me atreví a preguntarle nada, la dejaba hacer en silencio. Otras veces se iba al patio de atrás y volvía a rezar sus oraciones y fumaba un tabaco y escupía, al rato venía y me interpretaba los signos que se dibujaban en la torre de ceniza. Hay un hombre alto y blanco que va a cambiar su destino, mijo, y veo un viaje largo… mmm… un hombre de color, está hablando muy mal de usted, debe cuidarse de él. ¿Tiene algún amigo negro, mijo, en el equipo? Su mirada era penetrante y su voz convincente, siempre me produjeron miedo sus prácticas non sanctas, como las llamaba Gonzalo, el profesor de Religión, cuando nos hablaba de las brujas. No sé si todo lo que ella hizo, fue lo que finalmente me llevó a Barcelona, esa ciudad que veía en mi libro de Geografía, pero sé que tuvo mucho que ver, aún tengo éste talismán que me dio antes de viajar. Con esto, mijo, estará protegido de malas energías, no deje que nadie lo toque. Era una pequeña pirámide de cuarzo. No la pierdas, me recomendó. Creo fue en el barrio Gótico de Barcelona donde una noche de juerga, lo perdí, siempre lo llevé colgado al cuello y a ello atribuyo parte de las desdichas acaecidas en aquella ciudad, ya sabrán qué ocurrió.

Una tarde gloriosa en el Atanasio Girardot, ya estaba en la titular de mi equipo del alma, había pasado de las inferiores a hacer parte de la nómina del plantel de la primera división, gracias a un señor argentino, que era el técnico y había ido cualquier día a ver jugar los canteranos. Nunca olvidaré su nombre, Osvaldo Zubeldía. Vio mis fintas, mis cualidades como extremo izquierdo y no dudó en promoverme. Aquella tarde, les decía, estaba a reventar el estadio, Raúl Navarro, el mítico guardavallas argentino, me hizo una carantoña y me dijo: ¡pibe, ésta es tu tarde… comete el mundo! Alguien había dicho que había gente importante del club Barcelona y esa tarde querían mirar posibles contrataciones. Sabía que Zubeldía me pondría en la titular, besé el amuleto de mi madre y salí en medio del fragor trepidante de los hinchas que agitaban sus trapos verdes y lanzaban serpentinas y papelitos picados verdes. El rival era nada menos quien sería campeón ese año de 1977 —con jugadores de exquisito fútbol como Juan Ramón «bruja» Verón, Eduardo Solari, Julio Comesaña— el gran Junior de Barranquilla.

Esa inolvidable tarde, me poseyó el espíritu de Manuel Francisco Dos Santos, a quien llamaban la alegría del pueblo. Ustedes estarán recordando al mítico puntero derecho de la selección verde–amarela, nacido en Pau Grande, que debutó en el Botafogo, apodado garrincha, como ese pájaro veloz y feo de las selvas de Mato Grosso. Hice de todo, enloquecí la tribuna con mis regates y amagues endemoniados, el primer gol que marqué fue en el minuto 43 del primer tiempo, el Alemán Moncada despejó el área, la recibí de pecho, la bajé y se la puse cortica a Eduardo Retat y corrí por la banda izquierda, ya tenía encima al Gladiador Dulio Miranda, le hice un caño, que provocó una larga exclamación del respetable, habían tres defensas que se cerraron cuando avanzaba, miré y vi a Jorge Olmedo, que levantaba la mano derecha, amagué para centrar e hice una finta que dejó a Berdugo y Bolaño estáticos, como paralizados, sentí vértigo, siempre me pasa cuando estoy en el área contraria, vi que Delménico salía como una tromba de los tres palos y ocurrió algo que aún no puedo explicarme: chuté lo que los brasileños llaman una folha seca, el invento de Waldir Pereira, Didí, al que llamaban el príncipe etíope. El balón hizo como que salía, no alcancé a verlo porque Delménico, como una podadora, arrasó conmigo. Me dijeron en el camerino lo increíble que fué ver el efecto envenenado del balón que cayó como una paloma muerta en la escuadra izquierda de la portería. Recordé mi gol de adolescencia en la cancha de los jesuitas con La Estrella Roja. Con ese único gol ganamos y entre cánticos de los hinchas salí aplaudido. Vilarete y Maturana me abrazaron. Se nos creció Cardona, dijeron casi al unísono.

Salí catapultado a Europa, el fichaje fue inmediato. Mi madre tiene un álbum con recortes de prensa y fotos de aquel entonces, los noticieros hablaron de mi futuro, en el barrio era el héroe, ni para para qué les cuento los agasajos: el alcalde me condecoró con la medalla del Capiro (símbolo de la comunidad) en la orden de comendador, la máxima distinción que recibía un ciudadano del pueblo, hubo lágrimas, consejas, más talismanes protectores y hasta flores en el aeropuerto, nadie pudo prever lo me ocurriría, ni siquiera mi madre que miraba al cielo buscando leer en sus inescrutables designios la suerte de su hijo. Dios me lo guarde, mijo, y con su puño cerrado me entregó algo «para que llegue sano y salvo».

Barcelona, era deslumbrante, La Rambla, que solía recorrer recién llegado donde me paraba a mirar los mimos y a Lelo, un viejito bandoneonista argentino con quien trabé amistad, ya saben ustedes lo mucho que me gusta el tango, La sagrada familia, ese monumento que me dijo mi novia catalana, Susana, que era muy culta, había sido construida por un señor Gaudí, ya les hablaré de esos lugares y de mis andanzas por el barrio Gótico, donde conocí a Zelenka, un músico africano que fue mi guía y dealer cuando necesité de paliativos para el alma. ¿Se imaginan ustedes cuando pisé un domingo el gramado del Camp Nou, nuestra sede en Barcelona, con las graderías repletas de culés?

Me instalaron en un apartamentito de dos plantas con cocina, terraza, tres habitaciones, justo al lado de los campos de entrenamiento, estarían conmigo tres jugadores más del club a quienes aprendería a querer por su calidez y trato franco, el húngaro nacionalizado español, Ladislao Kubala, talentosísimo con la pelota, Guillermo Amor, alicantino, el técnico que era nada menos que el holandés Johan Cruyff, lo tenía en la posición de pivote por delante de la defensa, organizando el juego, y mi tercer compañero de convivencia era, para mi sorpresa, nacido en Recife, Vitor Borba Ferreira, a quien veía en la vieja TV de mi casa en blanco y negro, ¡Rivaldo! Y era la media punta ofensiva. Esa noche no dormí, estaba realmente emocionado y temeroso de decepcionarlos.

Estaba finalizando la pretemporada y todos hablaban de la Eurocopa, había mucha expectativa, como es natural a los 19 años, hay ímpetus y unas ganas enormes de comerse el mundo, yo venía de marcar una media de once goles por temporada. En mi país me tenía confianza y en F.C. Barcelona no podía arrugarme. Me gastaba una fortuna en llamadas a mi casa, pasaba todo el barrio, querían saber de mi nueva vida en Europa. Al principio, les confieso, me agarró la depresión, era Rivaldo quien me invitaba a salir y nos íbamos al Barrio Gótico, a tomar caipirinha, en un bar llamado Candomblé, su dueño un negro brasileño apodado Maní, admiraba a Rivaldo, fue allí donde aprendí a querer un ritmo llamado Bossa nova, el negro ponía discos de Tom Jobim, Joao Gilberto, Elizete Cardoso y Rivaldo reía y pedía más caipirinhas, hasta embriagarnos. Con esa musicalidad con que hablan los brasileños me decía que tranquilo, que pronto conocería a la chica de Ipanema y entonces todo sería de otro color. ¿Cuál chica de Ipanema? le preguntaba intrigado y él soltaba una sonora carcajada, pocas veces lo vi reírse así en los entrenamientos, con los otros compañeros se mostraba tímido, de pocas palabras.

La vida discurría sin sobresaltos, en el apartamento solíamos conversar a veces hasta altas horas de la noche, Rivaldo ponía su bella música brasileña y nos contaba del Carnaval de Río, de las favelas y su miseria, pocas veces hablaba de su familia, se mostraba reservado cuando Guillermo Amor le preguntaba por sus hermanos. Laszy que así llamábamos al húngaro, era un poco retraído, parecía, según nos dijeron, que la guerra había dejado una profunda huella en él. Con Rivaldo seguimos visitando el barrio Gótico y fue allí en El Candomblé donde una noche conocí a Susana, me sedujo su pelo negro y su risa melancólica, era muy culta, fue ella la que me leyó poemas de un poeta que le gustaba mucho, brasileño, Vinicius de Moraes, por eso iba al Candomblé, a oír sus canciones y por eso, gracias a esa música triste la conocí; iba a los entrenamientos y estuvo aquella inolvidable tarde cuando nos enfrentamos al Manchester United y ganamos con un gol mío y otro de Rivaldo. La locura ese domingo en el Camp Nou, cuando me escabullí por la banda izquierda eludí dos gladiadores, Pallister e Irwin, amagando por el medio de ellos y puse un centro, vi cómo Rivaldo se levantaba entre la cerrada defensa inglesa y con una soberbia chilena la puso en la escuadra izquierda de la portería, Keane nunca pudo llegar hasta ese ángulo. El mío lo vieron ustedes por la TV, pasó como un fogonazo desde los treinta metros, dejando al guardameta estático.

Esa noche me llevé a Susana al apartamento con la complicidad de mis amigos. Verla desnuda tendida en la cama me excitó aún más, la besé y nos entregamos sin reticencias al dulce ejercicio del amor. Las invitaciones habrían de multiplicarse sin resistencia alguna de ella. Recuerdo especialmente esos encuentros, pues a partir de ahí fue que empezó a ocurrir lo inexplicable, tanto que llegué a atribuírselo a ellos. Necesitábamos ganar la Eurocopa y prepararnos para la copa del rey y la liga de campeones, mi rendimiento en el club disminuyó notablemente, padecía una anticipada fatiga siempre que veía un balón, me sobrevenían mareos en pleno entrenamiento, Johan Cruyff, nuestro técnico me miraba preocupado por mi palidez. —¿Qué le pasa Cardona?, hoy está mustio y descolorido, —y hablaba con el médico Ferguson, quien con cierta inquietud dibujada en el rostro, me decía al oído para que no lo oyeran: lo espero en el consultorio.

Hubo exámenes exhaustivos que, a juzgar por la expresión del doctor, no arrojaban ningún resultado. Mi preocupación aumentó cuando mi apetito sexual, lo que llamábamos entre risas con Susana, la gimnasia sexual, cesó de golpe. Llamé alarmado a mi madre a Colombia y me confundí más cuando oí su voz convincente, es un maleficio, mijo. ¡Pero cómo, mamá! ¿Quién iba a interesarse en joderme?, si estaba rodeado de gente que me apreciaba. Donde menos cree usted mijo está el envidioso que calladito quiere sacarlo del camino. ¿Sabe que, mijo?, busque un rezandero, alguien que sepa, pa´ que lo ayude. Fue cuando se le rompió la voz y estalló en llanto. Tranquilícese madre, que esto es pasajero. Le pedí que dejara de llorar y mejor orara para que todo volviera a ser como antes.

(Continua página 2 – link más abajo)

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