Literatura Cronopio

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CHE COMANDANTE, ENEMIGO

Por Orlando Luis Pardo Lazo*

En un prostíbulo de Centro Habana, en una barbacoa de cuyo nombre no quiero dejar de acordarme (La Quebrada del Yuri), en una de esas madrugadas muertas de la Cuba del viejo siglo y milenio, conocí por mi oficio a un travestí espectacular que imitaba a Ernesto Guevara, el Ché.
Cejas abultadas, mirada suicida, boina calada y un tatuaje de estrella en la frente, como el personaje más patético de Joaquín Sabina. Una loca teatral. Altanera e introvertida. Una puto manso y peligrosa, habanera y posnacional. Sin género, unisex o polisex: puro trans y remix.

Me encantó enseguida. No pude evitarlo, a pesar de lo que me habían advertido los colegas del Comando de Prevención.

Le decían La Ché de Korda. Y era hermosa. Muy. Mucho. Tal vez demasiado. No quiero dejar de repetirlo desde el inicio. Tú también te enamorarías de ella (de él, de ambos: de mí, no), aunque estuvieras cumpliendo con tu trasnochado horario laboral.

La Ché de Korda se maquillaba en blanco y negro de alto contraste con pólvora de plata, excepto sus labios: vulva enchumbada en un rouge de rabia, con un hilito de sangre goteándole hasta el mentón, al más puro estilo del kitsch vamp o la estética tétrica de Tarantino. Aquel era un caso evidente de popstitución.

Le faltaba una mano, por supuesto: ese era su trofeo de guerra y resurrección. Una «herida mal cuidada», leí en su expediente predelictivo, tras una bronca con un extranjero de seudónimo Régis, que al final se dio a la fuga, y ni la Seguridad del Estado ni la Interpol tuvieron nunca otro reporte de él. La mutilación perfecta, perversa. Acaso fuera un profesional.

Manca y todo, La Ché de Korda no disimulaba para nada su muñón y eso la hacía más digna y hermosa aún. Más Ché. Muy, mucho, demasiado. Muy. Mucho. Demasiado. Repetir cada sílaba de cada palabra es mi única garantía de no olvidarla: mi último homenaje a su herejía y acaso también el primer informe contra mí mismo.

Prendí un cigarrillo More. Quise acostarme con ella desde que la vi. O que él se acostara conmigo desde que me vio. Lo real supera lo leído. Contra el deseo no hay órdenes de un superior.

Fumé. More. Quise estar vivo o, por lo menos, esfumar la pesadilla disciplinaria de mis días clandestinos en Período Especial de Guerra en Tiempos de Paz. Fumé More para sobrevivir a la Cuba de los años noventa, esta isla de ilusiones que bien puede costarnos la cordura, incluida la tuya (ponte en mis botas porque tú tampoco estás al margen de mi perdición).

Apagué el More en un cenicero con forma de pezón. La Ché de Korda tenía en verdad ‘cachet’ con su uniforme verde olivo y la adarga en que apoyaba su brazo manco: un amuleto de «aché» contra los malos ojos de la competencia o la clientela, un talismán que sólo lograba atraerla más hacia mí. More. Mientras su única mano jugaba, letal y lánguida, con el control remoto del DVD–player de La Quebrada del Yuri. Mujer mediática, como el hombrón heroico original.

Sus ojos lucían hondos o por lo menos hundidos, como el eco de un hueco negro, un horror histórico perdido en los píxeles de la pantalla (High Definition LG): sus retinas revolucionarias lucían una onda retro más allá de la droga del televisor y más acá de la gloria de fornicar por dinero (HD Lujuria Guevara).

Quise templármela enseguida: ¿a quién podría importarle eso allí? Tan varonil y tan hembra. Tan mercenario y honrada. Tan Tío Tom en su cabaña de caza o búnker de guerra. Tan Tía Tam atrincherada en «no temáis un orgasmo glorioso porque venirse por la patria es vivir». Tan Tania la Guerrillera emboscada y embarazada por mil novecientos cincuentinueve tipos antes de mí. Tan vulnerable de mi deleite o mi delación. Tan métemela más más más. More. Igual quise que me templaran enseguida (se me acaba el tiempo de la operación preventiva de esa noche): ¿quién se atrevería a acusarme por eso allí? Quien esté libre de felatio, que tire la primera piedra.

Para colmo, con ese lunático look infantil. ¿Qué edad podría tener en aquel octubre obtuso de 1997? Me pareció tan lejos de todo ese ambiente fétido de jineteras con ínfulas de virgen y vaginas abuelas con virus de exterminio lascivo. Me pareció tan saludable entre los chulitos con sarro hasta en sus colmillos de oro. Tan inocente entre los niños que pregonaban sus cucuruchos de preservativos y DVDs pornos piratas. Tan santa entre europeos cagalitrosos y cubanos soltando los dólares del enemigo para que un travestí les ordeñara la angustia a fuerza de leche libre, malas palabras y algún lagrimón de puro placer.

‘Like tears’ en la lluvia. Como lágrimas ‘in the rain’. NaCl ácido, nacionalizado en un burdel propiedad privada de nadie, ya a punto de ser decomisado esa noche en el nombre hetero del Poder Popular, acaso sólo en mi nombre de hetaira. La Quebrada del Yuri se abría ante mí como una colosal casa de citas. Era ahora o nunca. Me decidí.

La Ché de Korda mecía sus extremidades tan blancas como de anemia, cocaína onanista de quien sabe que entre sus piernas reside la ‘password’ que parte en dos la dictadura del sementariado. Coñunismo a crédito, con letra y música de La InterAnocional: ¡obreros de todos los países, uníos (por delante y por detrás)! Una casa de citas, literalmente. Era ahora o ahora. La abordé con cautela después de un millón de minutos mirándola, espiándola.

La toqué en un hombro. El contacto de su clavícula con mis falanges instantáneamente me la paró. La Ché de Korda me miró (reviró sus ojos) y yo le mentí a mansalva (esa es mi profesión):

—Soy escritor, ya sabes. Mi pecado es no ser auténticamente revolucionario…

La Ché de Korda elevó sus pestañas hacia mí o hacia el falso techo de la barbacoa, nada sorprendida por mi cita del Ché real. Sonrió, sutil. Y se la pensó varios segundos antes de demolerme:

—Por escribir un cuento son 50. La novela te la rebajo a 100. Por un poema con rima y todo, 200 —hizo una pausa dramática, su voz era agradable como una grabación con scratch y ligeramente fuera de revoluciones—. Por un apunte apócrifo de mi Diario en Bolivia, serán 1000 dólares: eso, si tienes no tanto los cojones como el corazón sin coraza de un verdadero escritor.

Por aquellas noches nos asignaban a lo sumo unos treinta dólares por cada operación, sin contar el menudo y lo que traía mío en moneda nacional. Me quedé en suspenso. Había hecho el ridículo, como otras veces en otros antros. Misión imposible. Di media vuelta y, sin disculparme ni despedirme de La Ché de Korda, me fui. Ya tenía suficiente información para cumplir mi objetivo.

Me alcanzó al borde de la escalera:

—Es casi medianoche, macho —la oí jadear—. Por ser siete de octubre, te hago gratis lo que te atrevas a soportar: es mi día sabático —y me haló a lo salvaje un par de pisos más arriba dentro de La Quebrada del Yuri, hasta la azotea de aquel solar de Ánimas y Lealtad, casi al borde del malecón.

Su cuartico era ínfimo e infinito. Un alef maléfico. Cuatro paredes de buena muerte. Con un colchón en el piso y pósteres universitarios de izquierda tapizando todo hasta el techo, donde un ventilador apenas hacía rotar la viscosidad asfixiante de la atmósfera.

Olía a marihuana, tomé nota mental de aquel agravante, aunque resultó ser sólo incienso de cannabis: la última exquisitez que vendían en las boutiques más caras del Barrio Chino de La Habana, en el cuchillo wushú de la calle Zanja.

La Ché de Korda me tumbó de espaldas de un empujón. Me puso una bota en el pecho. Me insultó, llamándome yuma y burgués y maricón y pendejo y traidor a los ideales sagrados de la insurrección anti–imperialista mundial.

Tosí. Aquel juego de roles me asustó. Me sentí descubierto, pero no tanto como cuando sacó la Makarov de su cartuchera, la rastrilló con su mocho de mano, y me la metió completa en la boca, anuncio de un cañón mucho más carnoso que aquel tubo de metal, mientras mi cuerpo fuera de balance se retorcía como un caballo a punto de caerse cadáver.

Chillé, yegua. Bufé. Howllido árido de lobo estepario. Del clarín escuchad el quejido: a las almas, violentos, corred (hasta el Himno Nacional es erótico cuando lo atizan las ganas de penetrar). Hasta la viciosa siempre.

Tuve varias arqueadas, pero el cañón no salía de mi garganta. Ni de mis glándulas salivales, ni de mis gónadas intestinales. En la entrepierna la pinga se me desbordó. El tubo maricón de la Makarov sabía a óxido rojo de hemoglobina. Estoy entrenado como un sabueso socialista para reconocer las trazas de esa sustancia. Sangre.

—Te vas a arrepentir de no ser un Hombre Nuevo —me amenazó—: ¡te voy a arrastrar como un gusano o me dejo de llamar La Ché de Korda esta noche!

(En efecto, sus palabras resultarían proféticas después de ejecutada con éxito la operación).

Me pisó los genitales. Marchó sobre ellos con violencia, provocando dolor pero milagrosamente no daño. Yo tenía una erección descomunal. Me dolía el diámetro de mi morronga. Quise que La Ché de Korda me atravesara con sus suelas milicas de dictador. Quise ser un prócer a flor de prepucio. Quise partirme como un pájaro carroñero, coño, y ser yo La Quebrada y no esa tal Yuri. Pero me dio por revirarme y agarrarla por el cuello, pegándole un par de piñazos en el vientre para poner toda su putería de guerrilla en cuatro patas debajo de mí (he sido entrenado para esta maniobra y para algunas manipulaciones de prisioneros mucho peor).

Le zafé el zambrán. Bajé hasta los tobillos su mezclilla apretada de icono glam o bandolero top–model. No usaba underwear, sólo la cicatriz en tinta china de su firma en billetes ya fuera de circulación: Ché, 1967 (acaso el año de su nacimiento real). Underwar del underworld habanero tatuado en una de sus caderas. La izquierda, por supuesto.

Olí dentro de sus glúteos de niña culpable que quiere ser castigado hasta el fondo por el maestro o el padrastro o, llegado el caso, por el presidium en pleno del comité central de un partido único. Y ese único Partido quise serlo esa noche yo. Penestroika pasada de moda.

Le incrusté entre las nalgas la Makarov. Quien a hierro mama, a hierro muele. Disparé. Una, dos, doce, doscientas veces: desde el año cero hasta el ano dos mil. El peine completo se lo metí con silenciador incluido: mudez prodigiosa de los sesenta (cualquier tiempo pasado nos parece mentira) mas plomo seminal de un misil soviético en las Minas de Matahambre (la fiesta o fiasco del fin del mundo) mas Dios jugando una lotería atómica con La Ché de Korda y yo recién enredados en el cuartucho cuántico de aquel burdel.

Sentí que iba estallar antes de romperle la carne con mi carne y ya no pude ni quise resistir más. La viré y le comí con los míos aquellos labios tan fotogénicos en su boquita roja de asesina en serie de clase CH, violando así el único misterio prohibido del ministerio imposible de la prostitución cubana: «No besarás».

Me derramé. Puafff. Argggh. Mmmuh. Interjecciones a chorro, propulsión de esperma. Milagros de Mig–15 al por mayor.

Me desplomé sobre el charco tibio y estéril con que inundé su ombligo a medio desvestir: lava o baba de grumos coagulados como balas. Lenteja de leche. Células coleteando. ADN de criminalística policial. Aquí se queda la oscura, la excitante transparencia de traspasar tu biología sin biografía. Ché comandanta, amigo. Prendido en tus piercings de plata andina fui un ciego herido que busca en tu monte púbico amparo (y un palo), aunque luego nos cueste la pena máxima del paredón.

Perdóname, Ché de Korda, por favor (tú muérete o, mejor, remuérdete en tu miseria de ser sólo un lector).

Dejamos de besarnos, nuestros alientos todavía trocados en el mismo hálito. La abracé fuerte, fuerte, fuerte. La llamé por su alias: Ché, Ché, Ché. Hasta que se me hizo un nudo en los pómulos y un vacío en las cuerdas vocales y un frío fulminante bajo el esternón. Y vi blanco y vi negro y ya no vi y, como si fuera a venirme por segunda vez en el mismo segundo, rompí por fin a llorar.

‘Like tears in the rain’. Como lágrimas en las ruinas.

Así estuvimos horas. Eones del Diario de Bolivia, al que tantas páginas se le han censurado a nombre de una Revolución mierdera pero mundial. Hasta nos mimamos un poco, con pena de principiantes, los dos metidos en la maraña de la Mata africana, conjurados de la comedia humana inhumada en el Congo. Los dos apendejados en la intemperie inhóspita de los oprimidos de la Tierra. Exprimidos. No fue una venida lo que aquella noche nos fulminó: fueron los mil y un Vietnams de una Chéherazada gratuita. Después de ti, no el diluvio sino la dilución: no el delirio sino el delito.

Me incorporé y alcancé un cigarrillo. Madrugada muerta del martes siete octubre de 1997, en pleno otoño estatal de Cuba, mientras un comando de espeleólogos cavaba más y más en los altiplanos paupérrimos del sur, en busca de algún huesito museable de Ernesto Guevara: el otro Ché retratado por el otro Korda, en cada aniversario más y más cerca de la eternidad. More.

Lo prendí. Tronó. Sólo después del ruido vi los relámpagos, reflejados en la propaganda mate de su habitación. No sé si estuve dormido, ella o él todavía lo estaba. Parecía un Cristo de Ponce sobre el bastidor, paletazos de pinceles que se arrugaron entre las sábanas a ras de piso: era la momia del Ché que sería expuesta muy pronto en la ciudad suicida de Santa Clara (acaso en la ciudad cínica de Satán Clara, donde según su expediente La Ché de Korda aún residía).

Los flashes de la tormenta desfavorecían su maquillaje. La máscara de su belleza tenía ahora un retoque de monstruosidad. Amenazaba con un enfisema de ronquidos que asomaban tras la barrera plástica de sus dientones. Lucía fea. Muy. Mucho. Tal vez demasiado. Cero Ché con esa barbita de chulo conservadora. Me paré. Me alejé hasta las persianas. ¿Qué soy, cómo sigo aquí? ¿Qué es esta rutina revolucionaria de semanas y más semanas de operación? More.

Salí afuera. Las gotas eran de agua pesada. Cubazos de un líquido espeso, con olor a moho y hollín. Quise tener ganas de tener ganas de estar muerto. Quise no despertar de la pesadilla de esas madrugadas de paz póstuma, en medio de nuestra aburrida batalla por condecorarnos con un granito de cómplice heroicidad. Inhalé. Exhalé. No expiré. Hasta el último aliento, la vida no parecer tener fecha de caducidad.

More. Me acerqué más y más hasta el borde abismal de la azotea. Saltar sería sublime. Respiré aires de ciclón. Bebí la lluvia huracanada de Ánimas y Lealtad. Gocé y sufrí el granizo de salitre que desde el Malecón rebotaba en La Habana y luego en mis facciones de oficial cogido en falta (por el momento).

En el pico apuntalado de La Quebrada del Yuri, por un instante yo fui el perfecto faro y pararrayos de América. Luz latina. Un dios difícil de detener. Inconmovible, inconvencible. Porque ni tú ni dios podrían contener mi misión ahora, ni siquiera esta simple micción: meé (el momento de mea culpa ha pasado). Mea Cuba, Cubansummatum est: Améen…

Estaba desnudo y oriné olímpicamente sobre los barrios bombardeados de mi ciudad. Quise cantar a coro. Desafinar un lemita de escuela elemental, al estilo de un François Revoluais: «Pioneros por el comunismo, ¡seremos como Guevarantúa y Pantagruché!» Pastiches pésimos de la pismodernidad.

Boté el More de importación. La realidad está hecha a imagen y semejanza de un cenicero. Polvo fósil, pero todavía fiel. Estaba triste y agradecido de haber revolcado mis órganos hasta el vómito en aquella furnia de vodevil. Sacudí mi urea entre la euforia y furia. Prepucio o muerte: ¡vengaremos! Y entonces la silueta fúnebre del Hotel Deauville me recordó que no habría un próximo martes para cumplir con el deber. Ni para mí, ni para La Ché de Korda, ni para nadie (acaso para ti, sí).

Entré, me vestí chorreando lluvia, le puse bajo la almohada mis escasos treinta dólares de trabajo (contando el menudo y lo que traía mío en moneda nacional) y, sin disculparme ni despedirme de La Ché de Korda, nuevamente me fui. Esta vez nada interferiría con mi escapada escaleras abajo.

Me monté temblando en el Geely chino del comando operativo, disimulado como un Rent–A–Car de turismo en el parqueo del Hotel Deauville. Mis compañeros estaban inquietos, temían por mi seguridad. Me aseguraron que un minuto más de demora y ya tenían órdenes de los analistas del Puesto de Mando para abordar a ciegas aquel local.

Yo sólo sonreí, sutil. Analistas, local: desde mucho antes de octubre de 1997 todo sonido esconde siempre incontables significados.

Sin pensar demasiado en lo que decía, resumí mi reporte oral y así se le dio luz verde a la siguiente fase de aquella noche (todas las noches la misma noche): que interviniera el personal de Prevención junto a los abogados de Decomiso.

—Positivo entonces con el caso de Ánimas y Lealtad —hice una pausa dramática, la voz rajada por el abrupto cambio de clima: del calor casi a la escarcha—. Procedan a desarticular esa casa de citas…

Orlando Luis Pardo Lazo y la censura a sus obras (Cortesía de Martí Noticias de Radio Martí TV). Clic para ver el video
[youtube]https://www.youtube.com/watch?v=Klqe4UBO7vc[/youtube]
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*  Orlando Luis Pardo Lazo nació en Ciudad de La Habana, el 10 de diciembre de 1971. Licenciado en Bioquímica en 1994 de la Facultad de Biología de Ciudad de la Habana. Dejó las ciencias poco a poco por la literatura, hasta que ésta última no dejó lugar para otras especialidades. Entre los premios recibidos y publicaciones oficiales: Premios de Cuento de las revistas La Gaceta de Cuba 2005 y Cauce 2007. Premios de Narrativa Pinos Nuevos 2000 (libro Collage Karaoke), Luis Rogelio Nogueras 2000 (libro Empezar de cero), Félix Pita Rodríguez 2004 (libro Ipatrías), Calendario 2005 (libro Mi nombre es William Saroyan), entre otros. Premio de Fotografía de la revista Tablas 2008. Publicaciones no oficiales: Editor del e-zine de escritura irregular The Revolution Evening Post. Blogs y revistas digitales en las que ha participado: Revistas Cacharro(s), 33 y 1/3, Desliz, y The Revolution Evening Post. En los blogs Fogonero Emergente, Penúltimos Días, Pia McHabana, y Lunes de Post-Revolución. En 2009 Orlando Luis lanzó su libro Boring Home, censurado por Letras Cubanas, en una presentación freelance durante la Feria Internacional del Libro de la Habana en la afueras de la sede. Durante toda la semana anterior a la presentación, a cargo de Yoani Sánchez del blog Generación Y. El autor sufrió un fuerte operativo policial, amenazas por email y vía telefónica contra su persona física. A pesar de ello, la presentación de Boring Home fue todo un éxito: participaron escritores, fotógrafos y bloggers del país.

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