A LA ESPERA
Por Jaime Orrego*
A Carrocerías
Cuando la azafata me pidió que apagara mi discman me di cuenta de que ya estábamos próximos a aterrizar. Era mi segundo viaje a Colombia en menos de un año. A diferencia del anterior, en el que llegué con grandes expectativas, de éste no esperaba nada. Volvía por presiones de mis papás, y no porque en realidad yo tuviera la ilusión de volver. Era un mecanismo de defensa. Tenía miedo de sufrir la misma desilusión de mi primer viaje.
Aquella vez, cuando mi mamá llamó diciéndome que ya habían recibido la carta que tanto esperábamos, colgué, empaqué algo de ropa y me senté frente al computador para enviar unos e-mails a mis profesores explicándoles el motivo por el cual no estaría en clase los próximos días. Luego fui al cuarto de Alice a contarle las buenas noticias. Ella no las recibió como yo las esperaba, pues, aunque se alegraba de la carta, temía que algo me sucediera en el viaje.
Yo había comenzado a salir con Alice desde hacía tres meses. La había conocido en una de las fiestas que organizaba Arthur, un tipo de Sudáfrica, casi todos los viernes en su apartamento. Ella llegó en el momento de mi vida en que más necesitaba afecto. Mi desespero por tener noticias de Esteban, mi falta de contacto con mis amigos en Colombia (por cuestiones de seguridad), y mi frustración por no poder viajar, había hecho que entrara en una de mis peores depresiones. Después de esa fiesta me la encontré un par de veces en la cafetería, una vez en la biblioteca, y cuando resultamos en la misma clase de pintura con acuarela, decidimos que el destino quería que comenzáramos a salir.
Después de darle la noticia de que viajaba el siguiente día, Alice y yo fuimos a comer a la cafetería. El tema de mi viaje ni se tocó. Lo poco que hablamos fue de cosas banales. Apenas terminamos nos fuimos a su cuarto y nos pusimos a ver televisión. Era un episodio de NOVA sobre cómo nuestros sueños son la continuación de las cosas que hacemos durante el día.
Alice me llevó al aeropuerto a las cinco de la mañana. Aunque le había pedido que no lo hiciera, ella insistió en quedarse y acompañarme hasta que entrara a la sala de espera. Nos tomamos un café juntos, y cuando llegó el momento de la despedida ella comenzó a llorar, me hizo jurarle que tomaría todas las precauciones necesarias, que no me expondría y que la llamaría todos los días. La besé, la abracé y le prometí que volvería en una semana.
El viaje se me hizo muy largo debido a la ansiedad que tenía por volver. No pude concentrarme en el libro que estaba leyendo ni en la película que pasaron en el avión. Después de doce horas entre conexiones y aeropuertos el avión aterrizó en Medellín. Casi empujaba a las personas que estaban delante mío por intentar salir del avión. Mi impaciencia se terminó cuando vi a mis papás a través de los vidrios. Hacía mucho tiempo no me sentía tan alegre de verlos. Después de reclamar mi equipaje corrí hacia ellos, y los tres nos abrazamos en medio de lágrimas y risas. Habían pasado seis meses desde mi salida obligatoria del país.
En el trayecto hacia la casa les conté que estaba más adaptado, y también les dije lo feliz que me encontraba de estar nuevamente con ellos. Como si nos hubiéramos puesto de acuerdo, ninguno quiso hablar de Esteban. Hoy me pregunto si era por temor a que las cosas no se dieran como todos esperábamos, o si era simplemente porque queríamos disfrutar de este momento, una de las pocas felicidades que habíamos tenido en los últimos seis meses.
Toda mi emoción se vino abajo cuando entré a nuestra casa. Se sentía un gran vacío. Los cuadros estaban empacados al igual que los libros de la biblioteca. Parecía como si la mudanza ya hubiera comenzado. El cuarto de Esteban estaba igual que la mañana cuando ambos salimos para la universidad aquel martes trece de agosto. No quise hacer ningún tipo de preguntas, y después de abrazarnos y besarnos me fui a la cama.
Esa mañana me levanté de buen ánimo, y después de consultarlo con mis padres decidí ir a la universidad y sorprender a mis amigos. Mis papás me permitieron almorzar con ellos con la condición de que no saldría del campus universitario. Los guardaespaldas me dejaron en la entrada, caminé hasta la cafetería y allí estaban mis amigos conversando después de clase. Cuando ya estaba muy cerca uno de ellos me vio y todos vinieron a abrazarme. No podían creer que estuviera allí. Hablamos de muchas cosas, de sus clases, de las mías, y aunque no mencioné el lugar donde vivía, hablamos de la nieve y de lo difícil que es caminar a las clases después de las grandes tormentas.
Después del almuerzo, muy contento, le pedí a los guardaespaldas que tomáramos una ruta diferente y así poder disfrutar más de la ciudad que tanto extrañaba. A pesar de que tenían órdenes estrictas, ante mi insistencia, aceptaron mis peticiones. El primer lugar por el que pasamos fue el estadio de fútbol. Se me vinieron a la memoria todas las veces que estuve allí con mi camiseta verde, empujándome con la gente para entrar y salir en los partidos de fútbol. Luego pasamos por el coliseo de baloncesto, la biblioteca pública, el río… parecía que estuviera reviviendo mis años con este recorrido; luego, sin planearlo, pasamos por el barrio de Natalia. Nunca más volví a saber de ella desde que me fui. Las cosas no terminaron muy bien. Quise pensar que ella lo hizo de esa manera como una forma de protegerse, de no sufrir; pero para mí fue devastador tenerme que ir, saber que Esteban no vendría conmigo, y perderla a ella.
Cuando llegué a casa ya habían comenzado los preparativos para la llegada de Esteban al día siguiente; esto me distrajo y alejó mis pensamientos sobre Natalia. Ese sábado en la mañana mi mamá preparó una bandeja paisa, el plato favorito de él. Habíamos sido informados que mi hermano llegaría al mediodía, pero las horas iban pasando y no teníamos noticias de él. A las seis de la tarde, mi papá recibió una llamada donde se nos informaba que, por «problemas de seguridad», Esteban no podría ser liberado. Pasaron los días, y se decidió que lo mejor sería que yo volviera a Bloomington.
No volvimos a tener noticias de Esteban por un mes, y en esa llamada le pidieron más plata a mi papá. Fue así como ayer, casi seis meses después de mi último viaje, mis papás recibieron una carta en la que se decía que mi hermano sería liberado el miércoles trece de agosto. Esta vez no tuve que prometerle a nadie que me cuidaría. Cuando llegué al aeropuerto noté cómo mis papás habían envejecido. No los veía hacía seis meses, pero parecían seis años. Mi papá trató de ser optimista, y me aseguró que esta vez Esteban sí llegaría. En el trayecto del aeropuerto a la ciudad me contaron que habían vendido la casa en la que habíamos crecido, y que habían alquilado un apartamento. Al llegar me di cuenta de que sólo tenía dos cuartos, que era en un barrio más modesto, y que mi mamá no había colgado ningún cuadro.
Esta vez no me molesté en llamar a ninguno de mis amigos y mis primos. Aunque me había divertido mucho con ellos en mi viaje anterior, habíamos perdido contacto casi totalmente. Inicialmente pensé que ellos habían cambiado, pero después me di cuenta de que había sido yo quién había dejado atrás mi pasado e iniciado una nueva vida. El miércoles, aunque no tan ansiosos como la primera vez, nos sentamos en la sala a esperar. Esta vez no nos dieron una hora exacta de llegada, sólo que sería en la tarde.
Cuando eran las siete de la noche, mi mamá, llorando, comenzó a guardar las cosas que tenía sobre la mesa. Mi papá y yo, sin decir nada, empezamos a ayudarle. Todo parecía una repetición de la historia, sin nosotros haber hecho nada para merecer vivirla dos veces. Ya nos disponíamos a apagar las luces cuando escuchamos fuertes gritos afuera de nuestro apartamento, corrimos a abrir la puerta y allí había un hombre, muy flaco y con una barba larguísima que nos miraba fijamente. Nos tomó unos pocos segundos darnos cuenta quién era para ir a abrazarlo.
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* Jaime Orrego es profesor de español y literatura latinoamericana en Saint Anselm College en Manchester (New Hampshire, USA). Es Ingeniero Industrial de la Universidad Javeriana de Bogotá (1999) y Ph.D. en literatura de la Universidad de Iowa (2008). Ha escrito numerosos cuentos, artículos y entrevistas publicados en diversas revistas especializadas en Colombia y los Estados Unidos. Su narrativa, utilizando mayoritariamente los recursos estilísticos de la ciencia ficción, trata el tema de la realidad colombiana de los últimos años, sin restarle por ello el dramatismo a una época violenta y hostil que marcara profundamente su infancia y adolescencia. Además de la creación literaria, también se dedica a la labor investigativa, enfocándose principalmente en la violencia colombiana desde el período de la independencia (principios del s. XIX). En 2012 terminó un libro sobre la otredad en la obra de Manuel Mejía Vallejo, tema en el que se centró su tesis doctoral en la Universidad de Iowa.
Nota: El presente relato es la continuación de «Sin Esteban», el cual puede leer pulsando aquí. Ambos relatos hacen parte de su libro de cuentos “El destino es el regreso”, publicado por Silaba Editores.