DUELE
Por Miguel Ángel Teposteco Rodríguez*
Un humo de hierbas se arroja sobre la figura de la Niña Blanca, el hombre de los tatuajes decolorados sopla, el sonido de las calles repletas de Tepito se dispersa, figuras de oro, el negro resaltado en las fotografías impregna a la gente. Liliana se arrodilla frente al altar perfumado, deja las flores de mariposas amarillas, reza un ratito. Alfonso dispara la cámara, las velas se sacuden. Hay contacto visual, observan el iris café del otro; dos estaciones del año después están en calzoncillos percudidos, encerrados en el departamento de la chica, el periodista le confiesa su habilidad para VER LOS SUEÑOS AJENOS, Lila (flor púrpura brillante) se ríe, lo besa, después continúan la plática con el olor a marihuana en la habitación. En unos pasos más ella queda embarazada de Octavio. Alfonso recordará esta escena con ternura sin saber que su esposa está con alguien más del otro lado de la metrópoli.
Las luces en la ciudad parpadean, rugen en la cabeza, los sonidos vibran las ventanas, devastan los sueños, no dejan respirar. Hace algunas noches que no puedo dormir, se me sube el muerto, mar oscuro, piel de mercurio hirviente. La lámpara desperdiga una mancha blanca en esta parte de la habitación; ahí, en la punta del colchón, se asoman los pies desnudos de mi mujer, sobresalientes de la cobija, basta una inclinación para ver su vientre azulado (ombligo de luna) donde viven sus cosquillas y una parte peculiar de su sudor. Agua, enjabono sus largas piernas de un punto a otro, de una estrella a otra, veo el anillo rojizo en su muslo, producto de esas medias que le aprietan, ella lo ve y dice «se ve horrible», luego se pierde en el agua tibia. Hace cuentas en silencio sobre las deudas a pagar, inmediatamente hace un gesto extraño al pensar en su trabajo (estresante), entonces se distrae para disolverse en mis caricias, velocidad (acoplarse-dispersarse), la luz azul del despertador se convierte en un insecto que recorre su cuerpo de arena fina, baja por sus caderas, inspecciona los dedos de sus pies, merodea los labios de su sexo, camina por entre sus manos, sube por sus senos, llega a su ombligo, se queda quieto, entonces puedo ver los puntos luminosos que han dejado las patas del bicho, caminos que recorro con mis dedos, Lila ríe poquito, se rasca la pierna por una pulga que se escapó del gato, después se duerme.
Pocos minutos pasan para que el niño llore, su madre se levante, se quite la cobija y se descubra desnuda, amamante al bebé frente a la cama, yo le diga «que guapa te ves», se sonroje, sonría, me finja dormido, ella observe a su Octavio y deslice unas lágrimas, sin contarme por qué. A los niños (como a mi hijo) les gusta dormir ¿La razón?: los sueños de cosas azules, brillantes, como neones, libélulas que ellos persiguen por el espacio. Los gatos sueñan con cometas blancos que rajan cielos negros, luego se transportan a habitaciones claras (oscuras para nosotros), repletas de sonidos chillones. Las personas atormentadas (como mi amor) sueñan con un nahual que las persigue por una ciénaga rodeada por rascacielos, los hombres como yo, sueñan con el muerto, así de simple.
Encendió el cigarro con la llamarada delicada de la veladora roja, pasó un rato para que apagara el «faro». Se recargó en la pared, revolvió los dados imaginarios entre sus dedos sudados, sus ojos enrojecieron, su labio inferior tembló, «séptimo día que Lila no llega a dormir». Recordó sus viajes al trabajar en National Geographic, su última llegada al aeropuerto Benito Juárez, las palabras para su esposa «todo el extranjero huele a muerto ajeno». Muerta también la anoréxica suicida (titular) que tenía que fotografiar cada noche, muerto el éxito «…desde el fondo de la tierra…». Se arrodilló ante el altar (producto onírico como los pájaros de alas de colores que forman arcoíris viajeros). La mirada de los ídolos rociaba pequeñas gotas de perfume delicado, éstas atravesaban la piel.
En el reflejo del líquido de los ojos de Alfonso resaltaban fuegos repartidos en vidrios de colores, la mirada de la virgen, flores de matices chillones, frutas chupadas por el calor de las velas, fotografías viejas, monedas, los humos de inciensos constantemente moribundos, dioses ocultos (africanos) y los agujeros negros en el rostro maternal de la Santa Muerte. (Avienta un conejo a la luna, para que se apague un poco más). Alfonso reza a susurros, cierra los ojos, un color azul despierta, otro morado se esparce, el negro mata a los dos. El eco dice «…erotismo japonés, muestra el cuerpo sin desnudarse…». Recarga su cabeza en el regazo de Lila mientras mira las colas del espectro del tabaco que se deshacen en el techo, la anestesia del contacto sexual desaparece, barajeaba el aliento de Ella (flor morada) en su boca. Cabe una plática íntima sobre las calles de Neza, hechas de disparos y hambre violenta… (Un beso)… (19 frases más)… «Ella me protege, es… maternal» dice la chica rodeando con su dedo el tatuaje de la Niña Blanca dibujado en su muslo, su novio la mira, luego agrega «esas cosas nacen de los sueños, no protegen, solo calman y responden, La Santa Muerte es un símbolo maternal, pero cuando uno se muere, no cuando se está vivo». Alfonso masticó esas palabras de masilla apestosa, luego abrió los ojos y se preguntó: «¿Qué quiere de mí?».
Explotaban las sienes, claustro de incertidumbres. LAS PREGUNTAS, una por una, ojos transparentes que viajan por el vidrio, la gota revienta en el fondo de cabeza y la pelea se repite: Los tacones que golpeaban con fuerza la loseta disparan el sonido hasta los oídos de Alfonso, con el rostro tieso, la ropa mojada, entra Liliana a la casa, saca una toalla del baño, su esposo se aproxima, pregunta «¿Qué pasó amor?» Ella lo mira enojada, se seca la cabeza, pone el paño en su lugar, luego le responde «Un pendejo de aquí cerca me mojó cuando le fui a cobrar porque su vieja dramática lloró cuando le dije que pagara». Su pareja la rodea con sus brazos y le dice «cálmate, ven, no pasa nada» (sonríe), ella lo recibe con cierta inercia, lo aparta «quítate, no molestes» «¿Pero por qué?» cuestiona él, ella responde a gritos «¿Cómo que por qué? Encima de que me pasan estas cosas que tú ni te enteras, te la pasas todo el día de huevón y yo tengo que salir a trabajar». El hombre se perturba al oír el reclamo, balbucea, luego responde «cálmate, me quedo a cuidar al niño», apunta ligeramente hacia la cuna. «¡Al niño lo debe cuidar su madre!» rezonga la mujer, el padre argumenta «habíamos quedado en que yo dejaba el periódico porque tú ganabas más, que no importaba si yo cuidaba al niño». Liliana alza aún más la voz «¡Pero a ti no te importa lo que me pase ni cómo me vaya en el trabajo!» (Octavio despierta llorando), Alfonso indignado responde «Liliana, cálmate, mira, ya despertaste al niño (va por él para tranquilizarlo) , yo nunca me he negado a hablar contigo, no es para tanto», ella baja la intensidad de su voz, después reclama «pues ésta es una vida de la chingada, no sé qué haces aquí, el pinche boiler cada vez que lo prendo se sale el gas y tengo que bañarme con el calentador, las repisas ¿Desde cuándo te dije que las pusieras?», «se me pasó, estaba ocupado, tengo que vender y cuidar al niño», responde el marido. «¿Sabes qué?, vete a la chingada, me cambio de ropa y me voy a trabajar, porque por lo visto a ti no te importa que a mí me humillen en la calle», ella se encierra en el baño, Alfonso arrulla al niño, una vez calmado su llanto lo regresa a la cuna, Liliana sale en silencio, sin decir una sola palabra.
Sentí cómo hundió su cabeza en el fango profundo de la almohada, su cráneo se esparció en una masa de gas grisácea —un hilo de sangre fría viajó por su cuello—. Dos niños sentados a la mesa comen pollo crudo (de piel amarilla). La niña se ahoga con el hueso negro del ave. Su hermano (mi vecino Ramón) la toma en brazos, dispara sollozos, ella termina con la piel blanca, él, paralizado, oye los ladridos de los perros rabiosos, la habitación se llena de humo negro. (Despierta él, despierto yo, 3:52 a.m.). Madrugada azul oscuro, mismo sueño (aguas heladas en la carne suave); vuelvo a dormir: las paredes se cubren de periódico, un mensaje de recortes «LAS CIRCUNSTANCIAS CONSPIRAN…CONTRA…ÉL… EN UNA GUERRA SECRETA». Décimo primer día. Ayer encontré a quien humilló a mi esposa (flor negra y purpura), un pobre ($) carnicero deudor de Crédito Inmobiliario. Él había defendido a su mujer, la mía había sido grosera, aun así le rompí la nariz al tipo, no se defendió, solo se quedó congelado, recibiendo la sangre en sus manos. Fui por Octavio a casa de mi hermana, después llamé a El metro «necesito trabajo, de lo que sea» solo respondieron «…de fotógrafo, de qué más». Reparé los anaqueles, con el gas no tuve suerte, comí una maruchan —el gato maúlla— y aquí desde mi cama percibo la situación de mi contiguo (eso es nuevo): se acurruca contra el cuerpo de su esposa, susurra rapidito, como un chillido de ratón, suda, oye el llanto de una niña, trata de ignorarlo, escucha una voz chiquita «…Ramón», se tapa la cabeza con la cobija, repite «ya vete, ya vete» hasta que el SUEÑO lo vuelve a humillar.
Su pecho vibró. A las orillas heladas de un cuarto de Hotel «…del otro lado de la metrópoli…» ella encalló en las piernas de Roberto (un hombre sin importancia). En la Ciudad de México cayó nieve blanca, la cual cubrió las largas piernas de Lila, albergadas hasta los dedos de los pies húmedos-tiernos-lindos (trinidad perfecta, contactos en la obscuridad), sintió la vida orgánica en su cuerpo. Alfonso sacó el teléfono de sus entrañas luminosas (se apagaron los reflectores) la voz de la flor entró en su oído «¿Hola?», él no supo responder, esperó a que de su mente brotara una idea concreta, solo se le ocurrió decir «vuelve, por favor» «no puedo» le respondió mezclada con la niebla de la cama, «vuelve , por favor, mira, ya no va a haber pedos entre nosotros, ya solucioné todo lo que había que solucionar, ya conseguí chamba otra vez, el niño va a estar con Hele, ya no tenemos por qué pelear, por favor vuelve». Un golpecito de aliento sonó en la bocina, «¿Liliana?» «te estoy engañando Alfonso» (la máscara se rompió).
«… ¿Y ese cabrón no se va a llevar al niño?…» la chica lo mira extrañada por la pregunta, observa el espejo de la recamara (recamara de revólver), tose, responde con amarga seguridad «no tiene los huevos».
De la regadera cae el líquido frío, arruga el cuero, desentiende, desdobla «los insectos borbotaron del escusado, suenan sus patas y EXOESQUELETOS chocando». ¿Quién resucita? Líneas negras enmarañan las manos; la nieve japonesa se esparció cuando el bate me reventó la cabeza. El bebé llora… (Tres minutos de migraña)… los ojos rojos son huevos hervidos. Las blancas cuencas de sus ojos chorrean el agua que me moja los muslos. Tembloroso, ciego, sepultado, aquí; el niño llora; la hoja de la guadaña de Cristo me rosa el cuello, los orificios purulentos en sus manos tiran carne babosa sobre mis pies desnudos. (Lluvia).
Levanté los parpados, sonido, «tuc, tuc, tuc, tuc, tuc», «son las paredes», azulejos rojos de carne cardiaca palpitante. (Silencio)…el bebé llora, humedad; agujeros en la espalda, hexágonos de panal, piel roja-negra-púrpura.
Un caminito de velas en la oscuridad me guía por «las habitaciones oscuras de los sonidos chillantes» (chilla el infante). Salí desnudo hacia las entrañas de las calles. Pisé húmedo, entonces me di cuenta, era «La ciénaga de los rascacielos de los sueños de Lila», fuego, La Ciudad Incendiada, el mundo puede arder, pues una jeringa perfora la nuca de un gato, las suásticas son pintadas en los baños, ácidos arrojados sobre las caras de las mujeres, olas desmembrando los cuerpos de la gente, un bisturí desgarra el ojo, soldados empalados, películas pederastas, torturas, agua contaminada, quemaduras, miedo, terror, hambre, los estoy esperando…
El claxon explota, esquivo el automóvil, las luces agresivas me perforan, los conductores chiflan, salgo corriendo a mi casa, ebrio, desnudo, despavorido.
La noche se derretía en la humedad de esa mañana de invierno (infierno). Aún con el golpe suave y rápido que le devastaba el ser, la imagen no cobraba sentido. El bebé estaba allí, abandonado en medio de la calle empinada, con la piel pálida y fría. El Hombre Fragmentado pensó «…chingado como un perro callejero…». Llevó su mano a la superficie de su boca, cubriendo parcialmente su barba madruguera, luego gimió unas cuantas veces con el esfuerzo de retener el vapor de sus pulmones, después lloró con mayor delicadeza, las lágrimas huyeron por entre sus dedos. Miró los ojos «bonitos» de su mujer que permanecían abiertos en la cara del infante. Levantó el bulto con sus manos agrietadas (por el frío). Se quedó paralizado.
Con los ojos vidriosos y el aliento tembloroso, Liliana le contó a su regordete psicólogo sobre ese dolor en el vientre que la asaltaba todas las noches antes de ir a dormir; aseguraba sentir el cuerpecito de su hijo entre los brazos al apagar la luz de la habitación, en sus intentos para dormir un poco. Le narró el momento en que me vio en los separos del Ministerio Público, cómo me gritó ¡Asesino! Mientras era contenida por su padre, quien por alguna razón creía en mi inocencia. Mi vecino (el del sueño de la niña) se presentó a declarar, yo hice lo mismo. Los hechos reconstruidos fueron concretos, se los expliqué a mi hermana momentos antes del proceso judicial: «…estaba borracho, drogado, no sé… giré la perilla del boiler y empezó a salirse el gas, yo no me di cuenta porque ya me había subido a la regadera, no sé qué me pasó, empecé a alucinar o algo así y salí corriendo hacia la calle, todo el gas se salió y… (Contuve el nudo en la garganta)… dejé al niño solo, me salí corriendo. Desperté cuando casi me atropellan en la avenida, aún era de noche, entonces regresé a la casa y encontré a… encon… a Octavio tirado en medio de la calle. Ya después el vecino declaró que él lo había sacado, que olió el gas, que se metió por la ventana que da a mi cuarto, dijo que había agua en el piso, porque dejé la regadera abierta, entonces dijo… di… que escuchó a… a… escuchó al niño llorar y yo como pendejo lo dejé. Entonces fue a la cuna, y él ya estaba blanco, pero el vecino dice que oyó como lloraba. Entonces lo sacó por la puerta principal, dijo que cuando estaba ya en la calle y vio al niño en sus brazos, le dio miedo que lo culparan, dijo que cuando era niño se le murió su hermana en los brazos y lo culparon o algo así, entonces dejó caer a Octavio al pavimento… y… y… yo lo encontré ahí, ya pálido, lo levanté, lo besé y… yo… yo… ya no puede…» rompí en llanto en los brazos de mi hermana, solo unos minutos antes del instante en que me dejó de importar la vida.
_________
* Miguel Ángel Teposteco Rodríguez es estudiante de la carrera de ciencias de la comunicación en la Universidad Nacional Autónoma de México. Participó en el recital poético «Poesía por la paz en Colombia» organizado por la Casa Hankili África (México). Escritor y periodista en la revista electrónica ContratiempoMX.