LAS VICISITUDES DE UN SOL Y OTROS CUENTOS
Por Elmer Ernesto Alcántara C.*
Créanme; no hay nada como las calles del Perú para encontrar contrastes increíbles, una gran diversidad de tipos humanos y las curiosidades más llamativas. Especialmente para alguien como yo, un observador curioso, con bastante tiempo libre y que disfruta mucho de caminar. Además, a lo largo de los años, y considerando que salir a caminar es uno de mis pasatiempos favoritos; he desarrollado un tonto pero inofensivo juego que consiste en: a partir de la «imagen» o la «figura» de una persona (en realidad se trata de darle una mirada atenta que considere todo lo que pudieran decirnos detalles como la edad, la ropa, la apariencia, la expresión, el lenguaje de esa persona), y a partir de esos detalles, repito, configurarle (mentalmente por su puesto) una vida, una familia, un destino. Es un juego que no se puede jugar todos los días pues requiere cierta condición: que la persona a «configurar», debe estar en una situación especial, de cualquier naturaleza, pero como en el centro de algo; de un momento, de una situación, de una casualidad. Por lo demás, el juego no dura más de cinco minutos pues rápidamente se torna aburrido y todo se acaba. La única regla, para que el juego funcione, es que se trate de personas totalmente desconocidas y sin posibilidades de conocer.
Empecé a jugar mi juego hace mucho tiempo, como una suerte de práctica o entrenamiento, pues yo escribo cuentos y relatos y siempre estoy a la caza de situaciones aprovechables. Hace poco tuve la oportunidad de jugarlo de nuevo, y por partida doble, aunque con final inesperado. Caminaba por el jirón Pizarro de la ciudad de Trujillo (cerrado ahora para los carros y convertido en paseo peatonal). El taxi me había dejado en la primera cuadra y yo tenía que caminar todo el jirón (son como ocho cuadras) para llegar a donde iba y hacer lo que tenía que hacer; y como era de esperarse a esa hora, un nutrido enjambre de vendedores ambulantes, adivinadoras de la suerte, uno que otro mendigo, y hasta artistas en ciernes, se desplegaba a lo largo de sus cuadras y se mezclaba con ensimismados, distraídos o despreocupados transeúntes que apuraban el paso en una soleada y tibia mañana de invierno.
Yo por supuesto, caminaba disuelto entre la multitud, cuando vi de pronto a una niña de no más de dieciséis años que tocaba música de los Beatles en un clarinete y tenía, desplegado delante de sus pies, un gracioso sombrerito donde de rato en rato caía una que otra moneda. La situación me pareció curiosa desde el primer momento porque…, que en estos tiempos de Facebook, de salas de chat, de cumbia o reggeton, una niña toque el clarinete (un instrumento musical que nació en la Edad Media) con la pericia y emoción con que ella lo hacía no es, por decir lo menos, común. Además, tocaba nada más y nada menos que viejas canciones de los Beatles. Entonces, como sucede siempre en estos casos, mi juego empezó. Mis ojos se fijaron en ella (en cada detalle de ella) y mi mente empezó a configurar a esa niña que tan genuinamente se esmeraba en agradar con su música. Primero que nada era evidente, por la ropa sencilla y modesta (aunque no menesterosa) que llevaba, pero sobre todo por el hecho de que estuviera allí, tratando de conseguir algunas monedas con su arte, que no era lo que se suele llamar «una hijita de papá»; debía pertenecer, sin duda alguna, a una familia pobre. Por su fisonomía y su expresión deduje casi con seguridad que era de alguna provincia de la sierra. Por su porte digno y bien llevado, a pesar de la pobreza, que era hija de alguna pareja de empleados públicos mal pagados pero decentes (¿profesores quizá?), que se llenaron de hijos (¿cinco, seis?), y que en medio de la pobreza no han perdido la alegría y la esperanza. Imaginé que hacía poco habían migrado a la costa (aún conservaba en sus mejillas las famosas chapas propias de los que viven en la sierra), posiblemente movidos por las posibilidades de educación para los chicos. Proyectándome un poco más dentro de su vida familiar, en el éxtasis de mi juego, casi vi cómo todos los miembros de la familia que estaban en condiciones de hacerlo, aportaban de una u otra manera al bienestar del hogar y «Marisol» (se me había metido en la cabeza que se llamaba Marisol), lo hacía con su clarinete.
Cuando mis observaciones llegaron a éste punto tropezaron con el siguiente hecho: aprender a tocar el clarinete no debe ser nada fácil ni barato y para hacerlo con la pericia que ella lo hacía se necesita, por lo menos, de un largo proceso de aprendizaje y mucha práctica que sólo un verdadero amor por dicho instrumento podría resistir; además de un profesor paciente y generoso; y yo no veía por ningún lado cómo una familia pobre podría costear por un tiempo considerable, clases de clarinete para su princesa (y menos en una provincia de la sierra del Perú, donde no precisamente abundan los maestros de clarinete). Mi mente entonces arribó a una rápida conclusión: tuvo que haber sido su padre; imaginé inmediatamente a un melómano empedernido de cincuenta y tantos años (y casi con seguridad profesor de música) amante de la nueva ola y el rock en inglés de los sesenta. Tuvo que haber sido él quien con mucho esfuerzo le regaló el clarinete cuando Marisol cumplió los ocho o nueve años, y quien pasó con ella muchas tardes enseñándole a tocar. Por eso ahora ella amaba tanto el clarinete, por eso pudo aprender a tocarlo así, con esa pericia; por eso tocaba vieja música los Beatles. La miré con suma atención, vi en su cara la emoción de la música, en sus ojos el fulgor de un sueño; y nada me costó saber que su color favorito era el verde claro, que extrañaba el cielo estrellado de la sierra, que en su casa tenía un perrito blanco que adoraba, y que ya empezaba a saber que el corazón es una cosa que se puede romper… y el juego se acabó.
Simpaticé de inmediato, en silencio y a la distancia con Marisol; mi impulso inmediato fue darle un sol, e irme por donde iba y a lo mío (como nos obliga a hacer la vida); pero rápidamente recordé que no tenía monedas, que debía cambiar un billete de cien soles si quería darle uno a ella. Decidí entonces ir y hacer lo que había ido a hacer; cambiar el billete en el camino y de regreso y antes de tomar el taxi a casa, dejarle un sol a Marisol. Bueno, en esas estaba cuando, dos o tres cuadras más adelante, se dibujó ante mis ojos la imagen misma de la decadencia, la degeneración y la muerte. Se trataba de un hombre moribundo que casi doblado en una vieja silla de ruedas pedía ayuda para no morir. La imagen era chocante. Impactaba ver a ese hombre (cuando estuve cerca pude verlo bien), porque tenía expuesta deliberadamente la herida de una operación reciente que cruzaba su espalda. Pero además; eran su expresión desencajada, el color amarillento de su cara, sus ojos como dos tenues velas resistiendo apenas la negrura implacable de una noche que se acerca, donde podía verse claramente el sufrimiento, la terrible enfermedad y la sombra de la muerte; el frasco de suero asegurado en un tubo (asegurado a su vez a la silla de ruedas) que pendía sobre su cabeza era sólo un complemento más, de esa imagen desgarradora que además, llevaba un cartel que decía: «AYUDAME A NO MORIR ACE OCHO DIAS SALIDO DEL OSPITAL NO TENGO PARA MEDISINA MI MADRE ESTA VIEJA NO QUIERO MORIR». Completaba esa lastimosa imagen, un tarro de lata herrumbrosa donde se acumulaban los soles que le dejaban los compadecidos transeúntes.
Por supuesto, la imagen de ese hombre no me dio ninguna gana de jugar mi juego, pero era evidente lo que pasaba: extrema pobreza, un cáncer terminal, una madre vieja que con mucho esfuerzo le hace una sopita de cualquier cosa en su choza de esteras de alguna barriada…, y la muerte royéndole las carnes desde hacía tiempo. Quedé impactado ante la presencia corruptora de la muerte que minuto a minuto se tragaba el cuerpo de ese hombre irremediablemente a la vista de todos. Inmediatamente me acordé del poema Masa de Vallejo y pensé que si acaso fuera posible que yo y todos los que se acercaban a darle su ayuda nos juntáramos con infinita fe y amor alrededor de ese hombre y le pidiéramos que no muera… podríamos derrotar a la fétida muerte y salvarlo. Pero esa hermosa emoción que por unos segundos pareció sacudir mi alma y la incitó a rebelarse contra la muerte murió sin atenuantes ante la implacable rotundidad de los hechos: ese hombre se estaba muriendo y la humanidad entera no iba a reunirse alrededor del moribundo (como en el poema) para hacer retroceder a la muerte y salvar al «cadáver que estaba muriendo».
Después de observar por unos minutos a ese hombre seguí caminando, llegué a donde iba e hice lo que tenía que hacer; pero cuando me puse en camino de regreso (luego de cambiar el billete de cien soles en el supermercado) se fue lentamente formando en mi mente una variante de mi tonto juego. Me dije: si se diera el hipotético caso de que tuviera solamente un sol: uno solo y una sola oportunidad de darlo entre esas dos opciones; ¿dónde estaría mejor puesto mi sol: en Marisol, o en el hombre moribundo? Según había visto yo, los minutos que estuve parado mirando y escuchando a Marisol y observando a ese hombre mientras me hacía que veía unos pantalones en un escaparate; más soles caían en el tarro de lata herrumbrosa que en el gracioso sombrerito. ¿Era esa una buena opción?
Claro, a estas alturas muchos pensarán; pero por qué tanto problema con respecto a dar un sol en la calle; con darle un sol a cada uno, problema resuelto. Pero, por otro lado, y considerando que es inofensivo; ¿por qué no dejarme llevar por esa variante de mi tonto juego? Podría, así como se hace cuando se estudia el mercado, por ejemplo, y se abstrae las distorsiones propias del mundo real con el fin de entender el mecanismo de su funcionamiento, de comprenderlo en su pura esencia; podría, digo, hacer lo mismo: abstraer (sólo como un inútil ejercicio mental), la cuestión «Marisol y el hombre moribundo» y plantear el problema de esta manera:
Convengamos primero, para que el juego funcione, que el número de personas que camina todos los días por el Jirón Pizarro de la ciudad de Trujillo y destina un sol diario para ayudar a quien lo necesita es X, y que la cantidad X de soles que se logra reunir al final del día no es nada despreciable y más bien resulta bastante considerable. Concedamos también, en nuestro hipotético caso, que todas esas personas tienen solamente dos opciones donde poner su sol: el graciosos sombrerito de Marisol, o el tarro de lata herrumbrosa del moribundo.
Pero con el fin de hacer el juego más interesante, vamos a poner un destino «real» detrás de cada recipiente de soles y además; se nos va a hacer saber (antes de dar el sol por supuesto), todo lo que pasaría con cada una de las opciones, al optar por una u otra (no olvidemos que sólo se trata de un juego, de una vana hipótesis). Comencemos entonces con Marisol; de ella se nos hace saber que es verdad todo lo que mi configuración dedujo, pero además; que sale a pedir monedas con su clarinete porque necesita reunir una cantidad Z de soles para poder viajar a Lima y matricularse en una importante escuela de música para perfeccionar su técnica con el clarinete y así intentar hacer una carrera. Del moribundo sabemos que hace veintiún días ha sido operado por problema renal (no fue cáncer) y le fue extirpado un riñón; que es un cargador del Mercado Mayorista caído en enfermedad desde hace tiempo, que tiene treinta y cuatro años y que toda su vida ha sido muy pobre. Que fue operado con los recursos que generaron varias polladas organizadas por otros pobres de su barriada de los alrededores donde la pobreza suele hermanar de tal manera a los hombres que a veces hace milagros. Y bueno, como estamos comenzando agosto, vamos a considerar este escenario: el de una cantidad X diaria de soles para una de las dos opciones, por cinco meses; es decir hasta diciembre; y veamos las implicancias, todo lo que pasaría en las vidas de estas personas cuando tomamos una u otra opción, en esta vana hipótesis.
Vamos a suponer, en un primer escenario, que la cantidad X diaria de soles se va toda, durante estos cinco meses, al tarro de lata herrumbrosa del moribundo. ¿Qué pasaría? Pues lo lógico. Que el moribundo tendría recursos suficientes para comprar sus paliativos, para mejorar en algo la sopita diaria que la mamita le prepara en su choza de esteras. Podrá controlar en algo los dolores, podrá sentirse mínimamente aliviado algún domingo cuando ya no sea necesario salir a mendigar y pueda descansar en su cama; aunque la muerte no dejará de roerle las carnes día a día. Y con la ayuda recibida esos cinco meses, podrá extender su vida unos meses más y morirá finalmente en mayo del siguiente año.
Del otro lado tendremos a una Marisol que no recibirá nada en su gracioso sombrerito (pues todo se orienta hacia el moribundo) y como consecuencia de ello, no logrará reunir la cantidad Z de soles que necesita y por lo tanto no conseguirá matricularse en esa importante escuela de Lima. No podrá entonces hacer carrera con el clarinete. No alcanzará su ansiado sueño. La vida de Marisol quedará marcada para siempre por esa temprana frustración; su talento natural y su amor por ese instrumento no bastarán, y se perderán para siempre. Con los años se convertirá en una mujer frustrada, dolida y amargada.
Pero, ¿qué pasaría si por el contrario, todos ponen su sol en el gracioso sombrerito de Marisol? Lo lógico. Que para diciembre ella conseguiría reunir esa cantidad Z de dinero que necesita, se matriculará en esa importante escuela de Lima, se entregará con amor y pasión a mejorar su técnica por algunos años y eventualmente alcanzará su sueño de ser una concertista de clarinete. Al mismo tiempo claro, tendremos al moribundo que sin los recursos necesarios, sufrirá una terrible agonía; los dolores lo atormentarán hasta el delirio, y muchas veces la mamita no podrá conseguir nada para la sopita y además de los terribles dolores, lo acosará también el hambre y la desesperación; hasta que finalmente la horrible muerte terminará de tragárselo en pocas semanas y morirá antes de que llegue noviembre.
Esos son los escenarios, ésas las posibilidades: resumiendo: el buen morir de un hombre pobre por el caro sueño de una niña; o la otra opción, una horrible agonía llena de dolor, de hambre, de desesperación, y de una terrible sensación de abandono y soledad… por un sueño alcanzado, por una niña pobre convertida en talentosa concertista. Y la decisión no es de ellos, la decisión es de los que dan diariamente un sol, solamente un sol, por cinco meses. Si tú fueras uno de ellos y en verdad fueras plenamente consciente de las implicancias que conlleva tu decisión al poner tu sol en uno u otro recipiente –de eso se trata el juego–, ¿Dónde pondrías tú tu sol; en el tarro de lata herrumbrosa, o en el gracioso sombrerito?
UNAS PALABRAS PARA LÓPEZ
López había muerto. Seguro que con él murieron decenas, cientos, miles de personas ese día; pero precisamente a mí tenía que «tocarme» un muerto como López. Todo hubiera sido más sencillo si López no hubiera estado empeñado en hacer difícil no solamente que uno lo quiera, sino que lo soporte y hasta no termine odiándolo. Pero López fue un chico que parecía siempre dispuesto a ganarse todos los odios, todos los rechazos, todos los rencores; hasta de los que como yo crecimos con él en el mismo barrio y lo conocimos de toda la vida.
Eran los años ochenta en el Perú, y nosotros habíamos nacido en uno de esos barrios pobres, feos y violentos que hacían tempranamente malandrines y rufianes a los chicos. Cuando entramos a la adolescencia, no exagero si digo que casi todos, en mi generación, nos ganamos alguna vez calificativos que iban desde malcriado o insolente, hasta delincuente o hijo de mala madre. Hacer fechorías era, en ese tiempo y en ese lugar, una manera de sobresalir, de ser alguien. Hubiera sido raro que alguno no tuviera en su haber alguna fechoría que iba desde levantadas de falda a las chicas en la calle, robo de exámenes en el colegio, incendio de un kiosko de periódicos, y ni hablar de esporádicos, pero escandalosos, pleitos en las calles con malandrines de otros barrios, y fines de semana cargados de alcohol y marihuana en alguna esquina. Y en medio de ese ambiente, claro, el loco López brillaba con luz propia. Así se hizo conocido en el barrio los últimos tiempos, como «el loco López»; él era el líder natural de ese grupo de los que llevaban las cosas al extremo, de los que andaban en el límite de lo que era una palomillada de barrio y la delincuencia o la pura maldad.
(Continua página 2 – link más abajo)