Literatura Cronopio

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Fue quizá por eso contradictorio e inexplicable lo que sentí ese domingo muy temprano, cuando su padre llegó a mi casa y preguntó por mí. Lo atendió mi mamá, lo sentó en la sala y le sirvió un café. Cuando yo salí (aún llevaba el pijama) lo vi como siempre: sucio, desarrapado, maltratado por la vida que llevaba, con dificultad para sostener la taza entre sus manos y para encontrar las palabras en un cerebro demasiado estragado ya por el alcohol; así que me soltó la noticia sin muchos preámbulos: Mi Fernando ha muerto, anoche —me dijo—. (Después me enteré que se había ahogado en su propio vomito: el informe oficial decía «intoxicación por alcohol»). Lo enterraré esta misma tarde y quiero que tú digas algo, —balbuceó el viejo— algunas palabras, sé que tú eras su amigo.

Demoré en decir algo, porque primero que nada me apabulló la imagen de ese hombre y el momento que vivía. Yo lo conocía bien y sabía de su historia; era un hombre herido, herido de muerte por otras razones, por otros golpes, a los que ahora se sumaba éste que escarbaba en la gran herida de su vida pero que ya no abría otra. Además, en seguida comprendí el problema en el que estaba a punto de meterme; ¿qué podría decir sobre Fernando López? Porque la verdad… yo… de Fernando López pensaba…; pero claro, no me pude negar. «Está bien señor López, voy a decir algo sobre Fernando porque sí, éramos amigos y créame que lo siento mucho» —salió de mi boca sin poder creerlo—. El viejo se fue, arrastrando sus pasos y su dolor; y yo me quedé sentado en el mueble de la sala por mucho rato más, pensando… ¿«Amigo»?, No, yo no lo recordaba así, yo recordaba muy bien que había sido una víctima más de sus fechorías, como casi todos en el barrio.

Aunque claro, debo decir que los dos teníamos la misma edad y los primeros años, (hasta que cumplimos los ocho) sí tuvimos una relación cercana y algunas veces hasta llegamos a jugar juntos en mi casa o en la suya. Resultaba que su madre y la mía habían estudiado juntas el colegio y eran ahora vecinas de barrio; así que, solían visitarse muy a menudo y mantenían una relación cercana. Y bueno, a mí me tocó en suerte tener al loco López de compañero de carpeta toda la primaria, y en el mismo salón parte de la secundaria. Eso, por supuesto, no me libró de sus tempranas maldades; no terminábamos de empezar la primaria y ya me quitaba la lonchera en el recreo cuando le apetecía; cuando estuvimos en cuarto o quinto, varias veces me obligó a hacerle la tarea; y ya en la secundaria me involucró en un robo de exámenes que me hizo acreedor a la separación de una semana y una paliza de mi padre que nunca olvidaré; además de la vez que se quedó con un dinero que le presté (que me obligó a prestarle) y con unos cassets de música que yo coleccionaba. Aunque en verdad lo que me hizo a mí eran niñerías en comparación con lo que les hacía a otros; y además, estaban también las veces que me defendió y respaldó abiertamente en pleitos o conatos de pleito, diciendo que quien se metía conmigo se metía con él, algo que debo reconocer y agradecer; pero a pesar de todo eso no se podría decir que éramos o que alguna vez fuimos amigos.
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Y es que de Fernando López no se podía ser amigo. No se podía conversar, jugar, o compartir momentos con él a un mismo nivel, horizontalmente. No, al loco López había que temer, obedecer, someterse, según su lógica torcida. Él, desde muy niño tenía la tendencia natural, la rara propensión, el instinto perverso de lastimar, de perjudicar (a todos, pero especialmente a quienes no querían someterse a sus caprichos), y de regocijarse con eso. Al comienzo eran sólo cosas de niño claro, pero esas tempranas tendencias suyas revelaban ya una personalidad compleja, antisocial y altamente conflictiva que (muchos lo decían) le iba a traer problemas más adelante, y así fue. Las desgracias que vinieron luego y malograron su vida y la de su familia no hicieron más que fortalecer ese instinto suyo, que se robusteció y consolidó y se hizo el rasgo predominante de su personalidad y su carácter. Conforme fue creciendo, sus travesuras se fueron volviendo insolencias, sus insolencias maldades, y sus maldades finalmente graves delitos. Especialmente el último año de su vida, Fernando López se había metido en una escalada de violencia y locura autodestructiva tal, que parecía poseído por algún espíritu maligno. Y entonces los que lo conocimos desde la infancia nos fuimos alejando de él, conforme se adentraba más y más en sus oscuros laberintos de maldad.

Pero por supuesto, al loco López no le interesaba en lo más mínimo que chancones estúpidos, hijitos de papá o simplemente maricones, como él solía llamar a los que no participaban de sus maldades o las festejaban, evitaran su presencia. Al poco tiempo que lo botaron del colegio (lo botaron en quinto de secundaria, faltando cuatro meses para terminarla) empezó a juntarse con tres malandrines, aprendices de delincuente, que daban sus pininos en eso de demostrar cual es el más malo. El negro Peláez, Cucho Mendoza, el Cholo Huamán y el loco López, eran la temible pandilla adolescente que deambulaba durante el día por el barrio, llevando siempre por delante su bulla, sus lisuras y su facha y actitud beligerantes y que a partir de las siete de la noche literalmente secuestraba la loseta deportiva del barrio e imponía su salvaje ley. Nadie podía pasar por ahí a esa hora a riesgo de que algo malo le pasara. Tomaban como dementes esos tragos preparados que vendían en bolsa, escuchaban música a todo volumen conectando un viejo equipo de sonido a un poste de alumbrado público y fumaban tanta pasta (ellos combinaban la marihuana con pasta básica de cocaína), que el olor y el humo se esparcían por las calles aledañas a la loseta deportiva para preocupación y escándalo de todos.

Para el verano del ochenta y seis, yo y la mayoría de los que acabaron el colegio conmigo estábamos ocupados buscando una academia pre-universitaria y pensando en los próximos exámenes de ingreso a la universidad; pero López y sus nuevos compinches se pasaron ese verano en la loseta deportiva: tremendas borracheras, rock duro a alto volumen, escándalos y pleitos, y envilecedora pasta que noche a noche les destruía sus cuerpos y sus almas… era su vida de todos los días. Amparándose en la tolerancia que la ley suele tener para con los menores de edad, ni la policía los amedrentaba y sólo a veces lograba dispersarlos por algunos minutos para recomponerse de nuevo más tarde con más furia y más bulla. Al poco tiempo, ése mismo año, el loco López empezó a cruzar la línea, a andar por los peligrosos territorios del delito y la maldad más oscura. Se combinaban y potenciaban muy bien el furor adolescente y descarriado de esos desadaptados, hijos de familias disfuncionales que crecen en la violencia como eran sus compinches; y el instinto perverso, envenenado de maldad y autodestructivo del loco López a sus 17 años. A nadie sorprendió cuando empezó a esparcirse el rumor de que los fines de semana se dedicaban a robar espejos y equipos de música de los carros estacionados en las inmediaciones de la Plaza Francia, y a asaltar por las noches, bajo la forma del cogoteo, a los transeúntes desprevenidos de la Av. Vallejo. Se hizo tema de conversación en el barrio, ese último año de su vida. Todos hablaban de él, todos comentaban sus fechorías; y por supuesto, se volvió un apestado que podía contaminar y corromper a los demás y del que había que alejarse; cuando no un verdadero peligro del que todos se tenían que cuidar.
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Fue por eso que me sentí bastante hipócrita es domingo por la mañana cuando le dije a su padre que «sentía mucho» su muerte. Porque para ser sincero, ése último año, especialmente; desde que se juntó con esa pandilla de desadaptados y sus fechorías se incrementaron en número y en maldad, yo había pensado muchas veces que personas como él deben desaparecer del mundo, que deben ser eliminadas; que nadie debería verse perjudicado por un espíritu perverso, malvado, que sin ninguna justificación más que su propia insanía, sólo quiere descargar su maldad, su perversidad innata, en los demás. López ya no era más un chico, era un psicópata que buscaba con ansias su oportunidad para demostrar cuan malo podía ser y cuánto daño podía causar. Así que, después de haberme quedado mucho rato sentado en el mueble de la sala pensando, no lograba establecer si la muerte de López era una mala o una buena noticia que debería alegrarnos a todos.

* * *

La mañana que el padre de López llegó a mi casa con la noticia de su muerte —o recuerdo bien— fue el 25 de septiembre de 1986; hacían exactamente dos mes que había ingresado a la universidad y uno que había cumplido 17 años (López cumplió 17 en marzo); ya me hablaba con Sandrita, que luego fue mi primera enamorada, y todos los domingos jugaba mi clásico partido de fulbito en la loseta deportiva del barrio; pero esa mañana no tuve nada de ganas de salir a jugar. Después de haber estado en el mueble de la sala pensando, me fui a mi cuarto, me tendí sobre mi cama y seguí pensando. Eso de decir algunas palabras en acontecimiento de ese tipo no era ningún problema para mí, muchas veces lo había hecho: en la ceremonia de fin de año cuando acabamos el colegio, en reuniones de familia, en reuniones del barrio…; yo siempre había sido un chico despierto y listo para esas cosas. Sin mayores problemas había acabado el colegio e ingresado a la universidad, y hasta me di maña para no ser un «pavo» más, víctima de las burlas y maltratos de los malandrines, ni tampoco un malandrín o un vago sin futuro ni esperanza en ese barrio hostil en el que había que sobrevivir, y donde los malandrines y los vagos abundaban y casi se imponían. Me había sabido mover bien hasta entonces en ese ambiente, y mis padres tenían grandes sueños para mí; me había convertido en su orgullo y su mayor esperanza. Para ellos yo era «un muchacho bien criado, noble, de buenos sentimientos y con un futuro brillante». Y mis pequeños logros en los estudios hasta entonces me habían hecho ganar algunas prerrogativas en mi casa, más aún de las que siempre había tenido por ser hijo único. Mis padres siempre habían sido complacientes y benévolos conmigo, sabían imponerme con mucho cariño y sutileza su autoridad; así que, en la casa tenía amplias libertades para hacer casi lo que quisiera, muy buenas propinas semanales y un cuarto grande bien iluminado y cómodo para mí solo. Ese domingo, por ejemplo, después de quedarme un rato en la sala pensando, lo pasé en mi cuarto, en pijama… escuchando música, viendo la televisión, pero sobre todo pensando en lo que podría decir en el entierro de López. Para la una de la tarde me llevaron el almuerzo, comí y bebí solo, a mi gusto, aunque siempre con esa sensación de desconcierto y perplejidad que me había provocado la noticia. Empezó a llegar tarde y entonces me senté a la mesa donde en unas pocas semanas empezaría mis trabajos de flamante estudiante universitario, a unas horas ya del entierro de López…; y no se me ocurría ni la primera palabra de lo que podría decir. Seguí pensando en López.

Que el mundo lo había golpeado duramente, eso lo sabíamos todos. La desgracia se ensañó contra él y su familia desde muy temprano en su vida. Su madre, una buenísima mujer, maestra de escuela, murió cuando Fernando tenía ocho años; la atropelló un carro cuando regresaba de su escuela. Su hermano mayor, Ricardo López, se suicidó dos años después, a los diecisiete años, cuando Fernando tenía diez, colgándose de una viga de su casa. (Las habladurías del barrio decían que fue luego de que su padre lo encontrara en la cama con otro muchacho, el hecho es que siempre se habló de ciertas tendencias de Ricardo López); y don Augusto López, el padre, nunca pudo recuperarse de esos golpes y pérdidas y desde entonces malgastó su vida en el alcohol y el abandono, pasando en poco tiempo, (sobre todo después de la muerte de Ricardo), de un respetado empleado público a un borrachín inmundo que amanecía dormido en alguna calle o en cualquier jardín. La hora se acercaba, el entierro iba a ser en pocas horas, escribí: «Queridos amigos, estamos aquí este día para dar el adiós definitivo a Fernando López, un muchacho, un joven, un amigo, un…». ¡Realmente! ¿Qué se podía decir de él sin sentirse hipócrita?, ¿qué se podía decir que no deje esa sensación tan desagradable en el estómago? No encontraba las palabras.

Se me vinieron entonces a la mente las últimas fechorías y maldades del loco López; recordé al profesor Martínez y la tremenda paliza que López le propinó el año anterior en el colegio, en el propio salón, delante de todos, luego de que lo desaprobara definitivamente en matemática; no sólo lo maltrató físicamente, sino que lo humilló grotescamente sin que nadie de nosotros se atreviera a hacer nada, lo que le valió la expulsión definitiva del colegio. Pero por supuesto, no paró en sus fechorías, al contrario, al poco tiempo se empezó a juntar con esos malandros aprendices de delincuente y sin contar los robos a los carros de la Plaza Francia y los cogoteos en la Av. Vallejo que era su ocupación últimamente; me acordé también del cojo Roberto, que tenía su puesto de periódicos en la esquina; López se había acostumbrado desde hacía tiempo a cogerle sin pagar periódicos y revistas de fútbol todos los días; lo intimidaba con sus bravuconadas, lo amenazaba y el pobre cojo no decía nada. El hecho es que últimamente había empezado a ir con toda su pandilla a gorrearle sus periódicos y revistas al pobre cojo, y un día, con maneras, éste les pidió que por favor no cojan tantos periódicos y revistas porque lo estaban haciendo perder; los que estaban ahí presentes dicen que el loco López no dijo nada en ese momento, que solamente lo miró con esa mirada amenazadora e intimidante y se fue. Pero cuando llegó la noche, la pandilla de malditos desató su furia: cogieron al Duke, el perro del cojo Roberto y lo encerraron en su kiosko, luego de abrirlo a patadas, lo rociaron con gasolina y le prendieron fuego. Los ladridos desesperados, los aullidos de espanto y dolor del pobre perro quemándose fueron una tortura para los que esa noche lo escucharon. El cojo Roberto era un cincuentón solitario que vivía de vender periódicos en la esquina y su única familia desde hacía mucho era su perro Duke; y ese hecho terminó por desquiciarlo. Al poco tiempo de esa horrible noche enloqueció; empezó a hablar solo y a salir desnudo a la calle, a los pocos años se murió.
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Me acordé también del pajarito Cuellar, un chiquillo que andaba hasta tarde en la calle, haciendo mandados a uno y a otro para ganarse pequeñas propinas; el loco López lo agarró un tiempo de mascota y sólo para entretenerse y reírse de lo que hacía y decía, le enseñó a tomar aguardiente barato y a fumar pasta, y le malogró para siempre la vida. Era triste ver después cómo el pajarito Cuellar se convirtió en un pastrulo irrecuperable que le robaba la plata a su mamá (una madre soltera que lavaba ropa ajena), para comprar pasta a los doce años.

Recordé también a Maribel Calderón, la hija de don Leoncio Calderón, el dueño de la bodega más grande del barrio; una noche que regresaba algo tarde de estudiar y cruzaba un parque oscuro para llegar a su casa, el loco López y su pandilla, borrachos y drogados, la atacaron, la arrastraron hacia unos arbustos y estuvieron a punto de violarla (y probablemente luego matarla), si no fuera por un grupo de boy scouts que regresaban atrasados de una excursión. Esa vez por poco se salvó de la cárcel, el hecho de que fuera menor de edad y de que la violación no se hubiera consumado, fueron fundamentales para que no terminara preso. ¿Escarmentó?, claro que no; el loco López no iba a parar hasta matar a alguien o matarse así mismo; y siguió así… hasta la noche anterior en que había muerto ahogado en su propio vómito, y ahora yo tenía que decir algo en su entierro.

La tarde se había instalado en mi cuarto definitivamente; ya eran las cuatro, faltaba una hora para el entierro y yo (recién me di cuenta) seguía en pijama. Me bañé, me cambié y salí apurado; cogí el bus y me dirigí al cementerio. Eran diez para la cinco cuando entré, me informé con el encargado y despacio me dirigí al lugar, rodeando un poco unas tumbas, me acerqué lo más que pude escondiéndome detrás de unos árboles grandes y viejos desde donde podía ver el escenario: el viejo López, un sacerdote, el negro Peláez y el Cholo Huamán, dos borrachines amigos del viejo López y el cajón de Fernando esperando mezclarse definitivamente con la tierra. Esperaron un rato, al ver que nadie más llegaba, la ceremonia comenzó. Yo veía todo desde mi ubicación; eran mis primeros cigarros y no dejé de fumar todo el rato que duró la ceremonia. Fernando López fue enterrado y nadie había dicho nada sobre él, nadie lo había despedido. Salí del cementerio (ya era de noche) pero me quedé sentado en el parque pensando por mucho rato más en todo eso que había pasado en ese extraño día que había comenzado tan temprano y con una noticia que debía haberme alegrado, y terminaba con esa horrible sensación dentro de mí que me torturaba y no lograba definirse. López ya no estaba, y quizá nuestro barrio, nuestro país, el mundo entero estaban mejor sin él… pero la sensación seguía siendo horrible dentro de mí. Sin ninguna razón vino a mi mente una conversación que hacía algunos meses estaban teniendo mis padres y que yo escuché sin querer. Habían estado comentando una de las fechoría del loco López y terminaron hablando de mí: «…pobre Carmencita —decía mi madre— (Carmencita se había llamado la mamá de López), salirle un hijo así, un perverso, un demonio; qué diferencia con nuestro hijo, un muchacho noble, de buenos sentimientos, honesto y con un futuro brillante…» Me encaminé a mi casa.

Llegué pasadas las diez de la noche. Mis padres me esperaban nerviosos y muy preocupados; me había comportado muy raro todo ese día y yo…, yo lo único que hice fue echarme a llorar y llorar en los brazos de mi madre que se apuraron en acogerme. Lloraba con unos sollozos entrecortados y espasmódicos y no podía hablar, no podía hablar a pesar de lo mucho que quería decir… y empecé a balbucear, a decir que sí, que era verdad (mis padres se miraban sorprendidos y asustados), que fue cierto todo lo que dijo Rosario; que esa noche, cuando salí a celebrar mi ingreso a la universidad y llegué por primera vez borracho, entré a su cuarto y sí, quise abusar de ella. Es verdad que quise aprovecharme de su fragilidad de niña de 14 años, que le tapé la boca, que le quité a malas su ropa mientras ella suplicaba que no, mientras asustada pedía que por favor no le haga eso, y lloraba aterrada; que era verdad que intenté realmente violarla y que si desistí, no fue tanto porque me arrepintiera, sino porque ella opuso tenaz resistencia. «Es verdad —les decía sin poder contener el llanto—, es verdad que la amenacé y le dije que iba a negar todo cínicamente si al otro día decía algo, si me acusaba que ustedes; que ustedes nunca iban a dudar de su único hijo por creerle a una empleadilla sin importancia…»

Y eso precisamente hice al otro día, cuando mis padres me llamaron a confrontar a Rosario; negué todo, fingí sorpresa, fingí enojo e indignación ante tales «calumnias»… y Rosario fue despedida de malas maneras de un trabajo ventajoso que le permitía ayudar a su familia. Mis padres me escucharon en silencio todo lo que dije, sin saber qué decir o hacer; yo tenía la cabeza gacha, no podía mirarlos a la cara… me dijeron entonces que me fuera a acostar, que al otro día hablaríamos. Eso hice, pero antes de dormirme, en el silencio y la oscuridad de mi cuarto, dije unas palabras de despedida para López que esté donde esté, espero que las haya escuchado.
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* Elmer Ernesto Alcántara Castillo es escritor peruano, nacido en Santiago de Chuco. Realizó estudios de economía pero se dedicó a la escritura. Ha escrito numerosos relatos y microrrelatos, así como artículos y piezas literarias sobre temas diversos. Actualmente está radicado en Australia.

Espere más cuentos de este autor en el número 47 de www.revistacronopio.com

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