LA INAPRESABLE LEVEDAD DEL SER
Por Lourdes Gil*
Para Hedwig Schindler y su abuelo Valentín
«El verdadero poder no precisa de arrogancia,
ni de barbas pobladas o voces aterradoras.
El verdadero poder te estrangula con lazos de seda.»
(Oriana Fallaci, Entrevista con la Historia).
El domingo 24 de septiembre de 1954 murió en La Habana Leopoldo Vogel, periodista de El Heraldo de Cuba hasta enero de 1927, cuando la policía de Machado allanó el edificio y destruyó la maquinaria. Una parálisis temporal le impediría escribir o caminar durante dos años, arrojándolo a un mundo imbuido de sombras.
Leopoldo Vogel fue mi primer amor.
Nadie me dijo cómo ni dónde murió. Nadie me llevó a visitar su tumba, ni nunca supe dónde lo enterrraron. Algunos domingos igual de fatídicos acompañaba a mi madre al Cementerio de Colón, pero ella oprimía el breviario de tapa de cuero negro contra el pecho y sólo se ocupaba de sus muertos.
Nunca nadie me dio la noticia de su muerte ni tampoco nadie me dijo cuándo había nacido. Sé que era un niño cuando estalló la Guerra de Independencia y un adolescente cuando se izó por primera vez la bandera cubana en el Castillo de los Tres Reyes del Morro.
Su más legítimo orgullo era haber sido miembro fundador de la Asociación de Prensa de Cuba en 1904. Su estigma mayor, que su abuela materna, criolla con título nobiliario de privilegio negrero, se había casado con el gobernador de la isla. En vano su hija Pola (para la que el español no era el enemigo sino el padre ferretero o almacenista de alguna amiga), le insistía que era natural que una viuda joven quisiera darles un padre a sus dos hijos pequeños. Su respuesta era inmutable: «En vísperas de la Guerra de los Diez Años, Doña Amparo podría haber elegido mejor».
Mientras que en la euforia fugaz que fue el nacimiento de la República sus compañeros de colegio se vanagloriaban de padres o tíos mambises, a él le turbaba su ancestro hispano-germánico. Años después comprendió la inutilidad de una vergüenza que no le pertenecía, que su país no era la patria de sus antepasados. «Cuba no es aún una nación. Es un estado, un país, como dice Mañach, pero no una nación», repetía. «Usted olvida que Mañach fue minorista», le decían sus compañeros de copas. «No olvido nada. De joven se es muchas cosas…» Y evocaba a los minoristas en el bufete de Roig de Leuchsenring, poco antes que Machado lanzara su ofensiva. «Qué mal han leído a Martí…» Envuelto en su humo vueltabajero, las piernas reducidas casi al hueso por la seminvalidez debida o indebida a la Protesta de los Trece, alto ante mis ojos como una torre, medía 1,9 metros, y su cara enjuta era del mismo color cetrino que la de mi padre. Leopoldo Vogel: aroma de habanos y primer amor. El olor a tabaco es el color tabaco de sus pantalones, de la chaqueta donde conservaba siempre un centén de oro acuñado en 1914, de los primeros con la inscripción «República de Cuba», como recuerdo del nacimiento de su primer hijo.
En diciembre de 1947 Leopoldo Vogel dejó de visitar a su hijo Ernesto, instalado en el Hotel Sevilla-Biltmore desde que se casó con mi madre. No dejó de ir por una ideología, a pesar del disgusto que le produjo que Santo Trafficante comprara el hotel y el casino, sino porque con la viudez le sobrevino la antigua parálisis. Una vez más dejó de caminar y escribir, pero no de cantar o fumar puros. Años después, cuando recuperó el uso de las piernas, solía sentarse los domingos en un sillón de mimbre en el portal y con voz cascada le cantaba viejas coplas a sus nietos.
Hoy es domingo 12 de junio. La luz se esparce por la habitación con furia sibilante, como una lengua húmeda que paraliza cuanto toca. Han transcurrido más de cincuenta años. Desde una vieja foto en tono sepia, con rigidez escalofriante, Leopoldo Vogel recorre los caminos de la historia dislocada de ese país que aún no es una nación, pero que duele igual.
Y qué es la historia, Leopoldo Vogel, sino voluta de humo, aureola gris sobre tu cabeza. Qué es la historia sino un centén de oro, un sillón de mimbre vacío que se mece al ritmo desafinado de tus coplas. Qué es la historia sino un dictador que escapa ileso, un periodista que se desploma, un antifaz que descarrila el curso de la primera generación de la República.
Hace unos días un hueco negro se tragó una estrella. La destrozó antes de engullirla, como hacen los cocodrilos con sus presas. Las fotos no parecen reales, sino mas bien salidas de una escena de La Guerra de las Galaxias. Pero ya nada nos asombra. Un hueco negro puede ser una bomba, un tsunami o una revolución. Tal vez sea un derrame por donde huye la memoria y desde donde tú y yo imaginamos que existíamos. Que alguna vez fuimos. Pero no hubo República ni existió La Habana ni El Heraldo de Cuba ni el Sevilla.
Vivimos imantados sobre una esfera que gira y flota en recorrido milenario sin cesar un segundo, perdida en un rincón insignificante del cosmos, en un espacio que puede o no ser infinito.
Se llamaba Leopoldo Vogel y fue mi primer amor.
FRENTE AL PARANÁ
Ciudades sin respuesta,
ríos sin habla …
(Rafael Alberti)
para Aitana Alberti y su ciudad sin respuesta
Ese hombre frente al Paraná
con los estragos del viento en sus cabellos
no se amilana ante las dictaduras o la guerra
pero le abruman
el estupor y el frío de los exilios.
Ese hombre frente al Paraná
es un poeta.
Escribe baladas angustiosas de soles fugitivos,
baladas tersas como chispas que se ahogan
en remolinos de agua por sus ojos,
baladas filosas como esos acantilados
que visita cada día.
Ese hombre frente al Paraná
aún no conoce el porvenir del río,
testigo inconmovible de los vuelos de la muerte.
Aún no tiene la melena blanca.
Ese hombre frente al Paraná
que se estremece cuando piensa en su país
consigna en cada astro
las esencias más espesas del pasado
y avizora entre los círculos de yedra y los enjambres de gaviotas
el porvenir.
Vivirá en Buenos Aires, en París, Punta del Este, Roma
Regresará triunfal a Cádiz, visitará Granada.
Pero aquí y ahora, frente al Paraná
a ese hombre
se le confunden los exilios y las dictaduras.
Como a mí
se le confunden las nostalgias y los muertos.
Junto a sus pies, la caligrafia de las iguanas
no le revela la violencia del futuro.
El río abre sus corredores hacia el mar
como agujas ensartadas al vacío,
fluye sin habla.
Qué hacer con este estupor, con este frío.
Qué tendrán que ver sus dictaduras y las mías.
Qué tendrán que ver sus exilios y sus muertos con los míos.
Qué tendrá que ver su regreso triunfal.
Qué tendrán que ver.
REGINA MARÍA
Tal parece
que todos los diálogos de los poetas se han fraguado
en la angostura de tu azotea.
Las confidencias
en pareados asonantes y vigiladas por el sol
se amontonan en los aleros de la calle Ánimas.
Su iridiscencia se esparce en la tristeza
de esta ciudad
erguida en su riesgo inevitable.
Es nuestro lugar imprescindible:
la provincia
de dioses que tocan flautas bífidas
y guardan bajo la lengua verbo y eucaristía.
Donde se lee a la hora de los apagones.
Donde se escribe entre garras y entre orejas.
El misterioso nido de ciclones, según Dulce María.
La tierra inflamada, que como Ovidio
en el Mar Negro, amamos como a la muerte.
Donde un Homero ciego
adivina los dedos de rosa de la aurora
en las tinieblas.
Tú y las tejas como guardianes del poema.
Tú y la humildad desaforada
de esa insistencia en el geranio azul del verso,
el furor de los que nada esperan.
Para los que habitamos paisajes extranjeros
y sucumbimos a la discordia enmascarada
para nosotros
la poesía es otra suerte de asidero:
carreta tránsfuga
espigón suicida página ilegible .
Nuestras rajadas vestiduras no encuentran más albergue
que la negación de lo que somos.
Tú, sin embargo, has trazado
la coherencia estelar de las palabras.
La ocasión para recordar el pleonasmo de Lezama
su alucinado decir que «nuestra isla
comenzó su historia dentro de la poesía»,
situándola bajo el signo de Heródoto,
arrancándonos de la cólera de Dios.
El ombligo de las alabanzas
invoca la cuerda de las adivinaciones
los ídolos que hemos sabido conservar:
los sustratos de la delación y de la imagen
las prohibiciones de la carne.
Tú permaneces en tu azotea
como la última creyente en las viejas utopías.
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* Lourdes Gil es poeta y ensayista cubana. Es docente de Lenguas Modernas y Estudios Afroamericanos en el Baruch College, Estado de Nueva York. Realizó estudios en en la Universidad de Fordham, en la Universidad Complutense de Madrid y tiene un postgrado de la Universidad de Nueva York. Entre sus libros de poesía se encuentran: El Cerco De Las transfiguraciones, Empieza la Ciudad, Preludia aldaba Blanca, Vencido el fuego de la especie y Neumas. Además, sus poemas han sido antologías en Burnt Azúcar: Una Antología de Cuba, editado por Oscar Hijuelos, Las Islas hijo Palabras y publicado por la Editorial Letras Cubanas en La Habana. Otros libros suyos son: Poetas cubanos del Siglo XX, Editorial Hiperión, Madrid; La Cervantiada, editado por Julio Ortega en El Colegio de México, entre otros. Sus ensayos sobre el arte y la literatura de la diáspora cubana han sido incluidos en libros, revistas y enciclopedias. Entre ellos, Inventing América, editado por Miles Orvell ; Bridges to Cuba, editado por Ruth Behar, ReMembering Cuba : Legacy of a Diaspora, editado por Andrea O’Reilly Herrera, Las relaciones culturales entre Estados Unidos y América Latina después de la Guerra Fría, editado por Ellen Spielmann y publicado por la UNAM.
El presente texto hace parte de su libro Anima Vagula: Parábola del amor y del poder, publicado por editorial Verbum.