Literatura Cronopio

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Leyendo a alice munro

LEYENDO A ALICE MUNRO

Por Aquiles Cuervo*

La premio Nobel de literatura 2013 es la escritora canadiense Alice Munro, nacida en 1931, autora de una prolífica obra en cuento: 14 libros desde 1950 hasta 2006, con un breve intermedio en una Novela. Es la primera vez que la Academia Sueca premia a un escritor dedicado por completo a la ficción breve que tanto fascinara a Anton Chejov, Jorge Luis Borges, Julio Ramón Ribeyro y Juan José Arreola, entre otros tantos maestros del género. 14 libros, escribiendo desde los 14 años, y la mujer número 14 en ganar el Nobel.  Algunos de sus libros más recordados son El Progreso del Amor; Escapadas; El Amor de una Mujer Generosa; La Vista desde Castle Rock y Secretos a Voces. Aquí recorreremos algunos trazos munroanos alrededor de su mítico condado de Huron en Ontario-Canadá. Cada escritor inventa su condado.

«Creo que tenía la idea que, como escritora, tú gastas tu tiempo y tu vida entera siendo una observadora, tratando de registrar lo que has observado y te dices que cuando te haces viejo —tan vieja como yo ahora— has dejado de ser una persona común y corriente. Te has perdido de todas las cosas que crees que hacen el resto de las personas en sus vidas… Dejé de escribir un tiempo por dicha razón. La persona común y corriente se ponía en marcha, pero… no me vi con mucho talento en eso pues al poco tiempo empecé a escribir de nuevo». Alice Munro en The New Yorker

1.

Leí por primera vez a Alice Munro en un avión. En un viaje de ida. Leí uno de sus cuentos en uno de esos peregrinos ejemplares de The New Yorker que a veces nos dan toda una vuelta de tuerca. Su título era «The bear came over the mountain». Al llegar a mi destino provisional busqué uno de sus libros, y leí Runaways, Fugitives en francés y Escapadas en español. Corría el año 2006. Aun conservo entre mis cajas y baúles pessoanos, un recorte de la crítica del diario Le Monde, Florence Noiville. Es una hoja de periódico ya muy amarilla con un par de teléfonos (olvidados) anotados al lado de Munro (daría para escribir un cuento…). La traducción dice así:

«Veamos de cerca. Las ocho historias que contiene Escapadas de Munro, recuerdan la canción de Los Beatles, She’s Leaving Home. De eso se trata: escapar de la casa, huir del infierno conyugal, dejar todo detrás de sí, alejarse, desvanecerse en el paisaje… claro, hay miles de maneras de hacer esto. Se puede, como en la canción, deslizarse de casa a las cinco de la mañana dejando una nota sobre la mesa. Se puede tomar el primer autobús hacia Toronto o coger un tren que va hacia “las rocosas, los árboles, la nieve y el agua”. Se puede escapar a través del Alzheimer o quedarse en el silencio. Se puede también decirle adiós al mundo optando por un retiro espiritual. Pero, en todo caso, las preguntas que nos plantea Alice Munro siempre son las mismas: ¿hasta donde irán esas mujeres que dejan todo?, “¿por ambición o por azar”? ¿Lograrán “hacerse cargo de sus propias vidas”? ¿Cambiar de clase social sin sentimiento de traición?»

El cuento Escapadas comienza así:

«Sylvia no tenía nada que hacer en la casa más que abrir las ventanas. Y Pensar —con una ansiedad que la consternaba sin sorprenderla demasiado— cuánto tardaría en poder ver a Carla. Toda la parafernalia de la enfermedad había desaparecido. El cuarto que fuera dormitorio de Sylvia y su marido —luego convertido en cámara mortuoria—, estaba limpio, ordenado para que pareciera que allí no había pasado nunca nada. Carla le ayudó en esa faena durante los pocos días frenéticos transcurridos entre la cremación del marido y la partida de Sylvia rumbo a Grecia. Las prendas de ropa que León había usado y algunas que no se había puesto nunca —incluso regalos de las hermanas que jamás salieron de los paquetes—, fueron apiladas en el asiento trasero del coche y entregadas en la tienda de segunda mano. Sus píldoras, sus enseres de afeitarse, las latas sin abrir de tónicos que lo sostuvieron tanto tiempo como fue posible, los paquetes de galletas de sésamo que una vez comiera a docenas, los frascos de plástico llenos de una loción que le aliviaba el dolor de espalda, las pieles de cordero donde yacía… Todo eso fue a parar a bolsas de plástico arrastradas afuera como la basura, sin que Carla cuestionara nada. Nunca dijo, “A lo mejor alguien podría usar eso”, ni señaló que cartones enteros de latas estaban sin abrir. Cuando Sylvia dijo, “Querría no haber llevado la ropa al pueblo. Querría haberlo quemado todo en el incinerador”, Carla no se mostró sorprendida. Limpiaron el horno, restregaron las alacenas, enjuagaron paredes y ventanas. Un día Sylvia estaba en el salón repasando las cartas de pésame recibidas. (No había papeles acumulados ni libretas que fuera necesario revisar, como sería de esperar tratándose de un escritor. No había trabajos sin terminar ni borradores garabateados. Meses antes él le había dicho que había tirado todo. “Sin contemplaciones”). La pared en declive de la fachada sur de la casa tenía grandes ventanales. Sylvia levantó los ojos, sorprendida por la sombra de Carla, las piernas desnudas, los brazos desnudos en lo alto de la escalera, la cara resulta coronada con un rizo de pelo color diente de león, demasiado corto para la trenza. Rociaba y restregaba vigorosamente el cristal. Cuando vio que Sylvia la miraba se detuvo, extendió los brazos como si estuviera despatarrada allí y puso cara de gárgola tontucia. Las dos se echaron a reír. Sylvia sintió que esa risa la recorría de pies a cabeza como una corriente juguetona. Volvió a sus cartas y Carla reanudó la limpieza. Decidió que todas esas palabras amables —sinceras o de cumplido, elogiosas o compungidas— podían seguir el camino de las pieles de cordero y las galletas.»

Alice Munro y el arte de enumerar. Cada vez que se enumera se rastrean vestigios de una vida. Se puede escapar de todo, pero inevitablemente siempre se vuelve la mirada hacia algún objeto dejado en el camino. Esta es una de las marcas estilísticas de Munro, sugerirnos a partir de los objetos, cómo se arma y desarma un mundo y cómo algunos guardan y otros simplemente se deshacen de las cajas, en containers oxidados, en cavas mohosas o en fantasmagóricas oficinas de correo:

«Sus píldoras, sus enseres de afeitarse, las latas sin abrir de tónicos que lo sostuvieron tanto tiempo como fue posible, los paquetes de galletas de sésamo que una vez comiera a docenas, los frascos de plástico llenos de una loción que le aliviaba el dolor de espalda, las pieles de cordero donde yacía… Todo eso fue a parar a bolsas de plástico arrastradas afuera como la basura, sin que Carla cuestionara nada.»

Después de ese primer libro, Escapadas, leído al vuelo, Alice Munro se me embolató un poco por la sobredosis de Bolaño en la que vivía inmerso. Recuerdo que unos días antes de conocer a Munro había leído el cuento «Tres rosas amarillas» de Raymond Carver y por eso me sorprendió leer que Munro era la Chejov de América del Norte, pues había sido contundente el impacto de ese cuento de Carver, homenaje profundo a Chejov en su última noche. Me parecía un calificativo que solo le cabía a Carver, uno de los dos mejores cuentistas del siglo según Bolaño…¡el otro era Chejov! Y, aún así, esa idea me quedó rondando…
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Dice Richard Ford, el gran cuentista norteamericano, de la misma tradición de Carver y Tobias Wolff:

«En Chejov hay una sutileza ejemplar: aquello que los lectores aprendemos al final sobre el género humano —parte de nuestra nueva conciencia— con frecuencia se asemeja mucho a lo que podríamos averiguar sobre una persona que conocemos íntimamente. En realidad, la reacción más habitual ante algún señalado momento de descubrimiento moral en un relato de Chejov —que lo que tal personaje ha hecho es correcto, que lo que tal otro ha pensado no lo es— casi siempre es, para consuelo nuestro, de reconocimiento más que de sorpresa, como si en el fondo supiéramos ya que la gente era así, pero hasta ese momento no hubiéramos necesitado desvelarlo.»

Es lo que ocurre, agregamos nosotros, en el cuento de Chejov «Sobre el daño que causa el tabaco», cuando recordamos todas las ocasiones en las que antes de dar una conferencia, una clase o de grabar un libreto de radio, vacilamos entre lo que queremos decir «públicamente» y lo que nos acecha «privadamente». De estas sutilezas está hecho el universo de los grandes cuentistas, una familia cuyo patriarca mayor es Chejov. Dicha sutileza está presente en las narraciones de Munro, por ejemplo en su cuento, Radicales libres, de su libro, Demasiada felicidad. Hay, por supuesto, otros rasgos en Munro, muy personales, muy femeninos:

«Su casa tiene una hilera de cedros a un lado y el terraplén de la vía del tren al otro. El transito ferroviario nunca ha sido gran cosa, y ahora pueden pasar solo un par de trenes al mes. Entre los rieles la maleza crecía profusamente. Una vez, a las puertas de la menopausia, Nita incitó a Rich a hacer el amor, allí arriba, no sobre las traviesas, naturalmente, sino en el estrecho arcén de al lado, y después bajaron exageradamente contentos.»

En Alice Munro hay muchas historias de encuentros y desencuentros, sutilmente amorosos. Son historias casi en off que de repente dan una vuelta de tuerca y nos dejan más que perplejos, dubitativos:

«Las mañanas eran luminosas y yo caminaba aliviada y decidida. En aquellos momentos, mi pasado más inmediato podía parecer vagamente deshonroso. Horas detrás de la cortina del recodo, horas en la mesa de la cocina rellenando página tras página con el sabor del fracaso, horas en un cuarto demasiado caldeado junto a un anciano. La peluda alfombra, la tapicería de felpa, el olor de su ropa, de su cuerpo y de la pasta de engrudo seca de los álbumes de recortes, los montones de periódicos entre los que tenía que abrirme camino. La macabra historia que él había guardado y me había hecho leer. (Nunca llegué a comprender que entraba dentro de la categoría de tragedias humanas que yo admiraba, cuando las leía en los libros.) Evocarlo era como recordar un periodo de enfermedad durante la infancia, cuando me sentía cómodamente atrapada en unas acogedoras sábanas de franela con su olor a aceite de alcanfor, atrapada por mi propia lasitud y por los mensajes febriles e indescifrables de las ramas de los árboles que contemplaba por la ventana de mi dormitorio en el piso de arriba. Aquellos momentos no es que los lamentara, sino que me desembarazaba de ellos con naturalidad.» (Del cuento La isla de Cortés)

De nuevo la enumeración, «La peluda alfombra, la tapicería de felpa, el olor de su ropa, de su cuerpo y de la pasta de engrudo seca de los álbumes de recortes, los montones de periódicos entre los que tenía que abrirme camino». Y, además, el uso del paréntesis que tratamos de marcar cuidadosamente en la radio: «(Nunca llegué a comprender que entraba dentro de la categoría de tragedias humanas que yo admiraba, cuando las leía en los libros)». Un paréntesis más que una interrupción es una digresión o una suspensión, diría yo intimista.

2.

De Alice Munro podría decirse que es una escritora (en off) para escritores, no porque la lean solo escritores, sino porque nos impulsa a leer y a escribir de otra manera. Quizá esa sea una forma (borgiana) de clasificar a los escritores, no por géneros (en la polisemia de la palabra), sino por lo que producen en sus lectores. Están por un lado los que apelan a lo lacrimógeno y/o míserabilismo (porno miseria que llama Luis Ospina) y los que potencian algo nuevo en los lectores. Esta es una senda que hace de Munro una cuentista profundamente arraigada en una literatura-por-venir, como lo sugería Blanchot hablando de Henry James y de Borges:

«El arte de James es ese modo de merodear siempre alrededor de un secreto que, en tantos de sus libros, pone a actuar la anécdota, y que no sólo es un verdadero secreto —algún hecho, algún pensamiento o verdad que podría ser revelado—, que ni siquiera es un recoveco del alma, sino que escapa a toda revelación, porque pertenece a una región que no es la de la luz.» (Blanchot, El libro que vendrá, p 148)

Uno de los temas predilectos de Munro es el secreto. De allí uno de los títulos de sus colecciones de relatos, «Secretos a voces». La influencia de James es considerable. En una entrevista del Paris Review decía Munro en 1994 que ella siempre trataba de reescribir como lo hacían —obsesivamente— Proust y James. Y, hablando de Proust, la crítica Monica Carbajosa recuerda que:
(Continua página 2 – link más abajo)

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