Literatura Cronopio

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«Sin desbordar el género en el que voluntaria y decididamente compite, Alice Munro tiene sin embargo el talento de una corredora de fondo. No es, en ningún caso, una velocista. Es decir, que siendo como es una escritora de cuentos, sus procedimientos se dirían similares en muchos casos a los de los maratonianos escritores de novela. Y tal vez sea ésta la razón de que la sintamos capaz de muchas más páginas. Uno de los rasgos más sobresalientes de sus cuentos es la marcada atención al detalle, al matiz, siempre significativos y reveladores. Bastarían unos cuantos relatos de la autora para ilustrar un volumen sobre la importancia del detalle en la narración. No en vano, es considerada la escritora canadiense más proustiana. Autor, Proust, por el que se siente secundada (cualquier detalle es merecedor de atención). De esta forma, con gran precisión narrativa y sin prisa, construye las situaciones, los personajes y su concreto y particular entorno.»
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Así que ahí tenemos a Alice Munro, la Chejov y/o la Proust canadiense… ¿o quizá también en parte la Clarice Lispector del norte…? ¿Será posible algo así? Ya Hélène Cixous decía que Lispector era la Kafka del sur…¿Y si Munro fuera simplemente la mujer que mira por la ventana…?, la mujer que observa el mundo y se maravilla con las coincidencias significativas que vagan por el aire sin que nos demos cuenta, como dice el maestro Enrique Vargas y su Teatro de los Sentidos. En el cuento de Munro, «Han llegado naves espaciales», vemos ese tipo de situaciones:

«La noche de la desaparición de Eunie Morgan, Rhea estaba en casa del contrabandista de alcohol de Carstairs —Monk—, una casa estrecha, de madera, con las paredes manchadas de tierra hasta media altura a causa de los desbordamientos periódicos del río. La había llevado Billy Doud, que estaba jugando a las cartas, sentado a un extremo de la mesa, mientras en el otro extremo se desarrollaba una conversación. Rhea estaba sentada en una mecedora, en un rincón, junto a la estufa de parafina.
—Pues vale, una llamada de la naturaleza, vamos a llamarlo así —decía un hombre, que antes había pronunciado la palabra cagar. Otro hombre le dijo que no fuera malhablado. Nadie miró a Rhea, pero ella comprendió que lo hacían por ella.
—Se metió entre las rocas para atender a una llamada de la naturaleza. Y pensó que le vendría bien un trozo de algo pero, desde luego, no esperaba encontrarlo allí. Y de repente, ¿qué ve? Un montón de no se sabe qué en el suelo, por todas partes. Así que lo coge, se lo mete en el bolsillo y dice, bueno, queda más que suficiente para la próxima vez. Se olvida del asunto y vuelve al campamento.
—¿Estaba en el ejército? —preguntó un hombre al que Rhea conocía, el que quitaba la nieve de los senderos de la escuela en invierno.
—¿Cómo que en el ejército?
—Has dicho el campamento —dijo el hombre que quitaba la nieve, de nombre Dint Mason.
—Yo no he hablado de ningún campamento del ejército. Me refiero a un campamento de madereros del norte, en la provincia de Quebec. ¿Qué pinta allí un campamento del ejército?
—Yo creía que habías dicho un campamento del ejército.
—Así que alguien vio lo que tenía y le pregunta, ¿qué es eso? No sé, dice.
¿De dónde lo has sacado? Estaba en el suelo. Bueno, pero ¿qué crees que es?
Pues no lo sé, dice.
—A mí me parece que tenía que ser asbesto —dijo otro hombre al que Rhea conocía de vista, antiguo maestro que por entonces se dedicaba a vender baterías de cocina para guisar sin agua. Era diabético y al parecer su estado era tan grave que siempre tenía una gota de azúcar pura, cristalizada, en el extremo del pene.
—Asbesto —dijo el hombre que contaba la historia, empezando a enfadarse
Y allí mismo montaron la mayor mina de asbesto más grande del mundo. ¡Y de esa mina sacaron una fortuna!» (Han llegado naves espaciales)

3.

Por esos giros del destino, varios sucesos acompañaron el anuncio del premio Nobel de Alice Munro. Cuando lo escuché por la radio, me alistaba para ir a ver «Blanco y negro» una obra en la Casa del Teatro Nacional, basada en tres cuentos de Chejov. Uno de ellos era «La corista» que narra la historia de tres personajes convulsionados por sus secretos amorosos. Otro era el inefable, La dama del perrito (no comments) y el tercero, «Sobre el daño que causa el tabaco», que hemos citado al inicio del texto, magistralmente interpretado por el veterano actor Alfonso Ortiz:

«Por tema de mi conferencia de hoy he elegido el que sigue: «Sobre el daño que el tabaco causa a la Humanidad». Yo soy fumador…, pero como mi mujer me manda hablar de lo dañino del tabaco…, ¡qué remedio me queda!… ¡Si hay que hablar del tabaco…, hablaré del tabaco!… A mí me da igual!… Eso sí…, les ruego, señores, que escuchen esta conferencia con la debida seriedad… Aquel a quien una conferencia científica asuste o desagrade…, puede no escucharla y retirarse…»

Al estar una vez más inmerso en Chejov, apreciando como sigue siendo (cada vez más) nuestro contemporáneo por la manera como condensa una situación y la lleva a un clímax de suspense sin efectos especiales, sólo reflejando las ambigüedades de una vida y las sutiles consecuencias de decisiones en apariencia anodinas, suspiré. Ay Chejov, Ay Humanidad. Y entonces Alice Munro volvió a aparecer en mi vida, en un momento muy oportuno. Margaret Atwood dice que en Munro hay una «nostalgia de nuestras vanidades cotidianas», no un desprecio ni una burla, sino una delicada mirada que se posa en nuestros actos ridículos y en nuestras escenas desoladas. Durante la obra de Chejov recordé un cuento de Munro, Ficción, quizá su cuento más ejemplar, una especie de manifiesto sobre la ficción breve. En el cuento podemos leer una anticipación del eventual discurso del Nobel de diciembre:

«Como hemos de vivir, es una colección de relatos, no una novela. Eso ya supone una decepción. Parece mermar la autoridad del libro, da la impresión de que la autora se queda a las puertas de la literatura en lugar de quedarse acomodada dentro.» (Alice Munro, Ficción)
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Al día siguiente del anuncio del Nobel, estuve viendo una exposición fotográfica en la Javeriana, a cargo de Susana Carrié. Allí, ella nos contaba como buena parte de sus fotos las tomaba mirando por la ventana de su apartamento en el Parque Central Bavaria, uno de esos lugares que se prestan bien sea para la ensoñación, cuando descubrimos los nevados, o para la desolación chejoviana, cuando vemos a los paseantes inquietos trazar líneas de fuga imaginarias. Por ello no es casual que tenga tanto aire de Naturaleza muerta la fotografía de Carrié. Como impulsada por «la disciplina de contar los días». Allí estaba una vez más el espectro indirecto de Munro.

En una de las contadas entrevistas que pueden leerse de Munro, publicada por The New Yorker en 2008 (disponible en el sitio web de la revista, verdadero hogar del cuentista contemporáneo), Munro cuenta que ha pasado buena parte de su vida mirando por la ventana de su casa en Ontario, Canadá. Apenas viendo pasar las cosas desde su ventana, nos dice, como si fuera una encarnación de Edward Hopper o de Pascal («todos los males nos vienen de salir de nuestra casa»). No es Munro una escritora de carretera ni una trotamundos. Es una nómada, de las que no se mueven mucho de su condado, de su casa y, sin embargo, es una gran viajera en el espíritu. A veces basta tan son sólo con tener un Cuarto propio, como decía Virginia Woolf, para empezar a encontrar una voz propia. Lo mismo podríamos decir de Clarice Lispector, en quien pensamos también en esta hora del lobo (ese fue nuestro primer programa para música y literatura fue en 2007).

Y recordando a Woolf y a Lispector, pensamos en las Niñas que se quedan de Munro:

«Los pensamientos que la asaltaban sobre Jeffrey no eran verdaderas reflexiones, sino más bien alteraciones que se producían en su cuerpo. Solía ocurrirle cuando se encontraba sentada en la playa (tratando de quedar en parte a la sombra de un arbusto y conservar así su palidez, tal y como había ordenado Jeffrey), cuando escurría los pañales o cuando Brian y ella iban de visita a casa de los padres de él. En mitad de una partida de Monopoly, de Scrabble o de cartas. Ella seguía hablando, escuchando, trabajando, vigilando a las niñas mientras la memoria de su vida secreta aparecía y la asaltaba en una explosión radiante. Luego un cálido peso la inundaba, la seguridad rellenaba todos los huecos. Pero no perduraba. En la seguridad había filtraciones y él se sentía como un avaro cuya buena suerte se ha esfumado y está convencido de que no volverá a disfrutar de nada semejante. La nostalgia la envolvía y la impulsaba a la disciplina de contar los días. En ocasiones llegaba a dividir los días en partes para poder saber con mayor exactitud cuánto tiempo había pasado.» (Las niñas se quedan)

Gracias Alice Munro por mirar por la ventana…lo que vemos/ lo que nos mira…algo así:

«Yo estaba cansada de haber conducido todo el camino hasta Dalgleish, preocupada por devolver el coche de alquiler a tiempo, e irritada por un artículo que había estado leyendo en una revista en la sala de espera. Era sobre otra escritora, una mujer más joven, más guapa y probablemente con más talento que yo. Yo había estado en Inglaterra durante dos meses, de modo que no había visto antes aquel artículo, pero me pasó por la cabeza mientras lo estaba leyendo que mi padre lo habría leído». (Las lunas de Jupiter)
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* Aquiles Cuervo es escritor patafísico nacido en Bogotá. Vive entre Rosario y París. Ha publicado una decena de cuentos, en concursos y revistas colombianas, chilenas y argentinas. Su proyecto principal ha sido desde hace un tiempo escribir una novela ucrónica titulada «La viudez como forma de vida», basada en los encuentros fantásmicos de Anna Dostoievski con Sofía Tolstoi en Crimea a principios del siglo XX. Su primer libro de cuentos («Lichis de Madagascar») fue publicado en enero de 2011 en la Editorial argentina El fin de la noche.
Correo-e: otrasinquisiciones@hotmail.com

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