BORGES Y YO, O LA PERÍFRASIS DE LA IDENTIDAD
Por Baltasar Fernández Ramírez*
«Chuang Tzu soñó que era una mariposa y no sabía al despertar si era un hombre que había soñado ser una mariposa o una mariposa que ahora soñaba ser un hombre.»
(Borges y Bioy Casares, 1953)
En el breve texto de Borges intitulado «Borges y yo», incluido en El hacedor (1960), Borges deja apuntada con rapidez y sutileza la duda sobre el yo, que se deriva de verse a sí mismo convertido en el otro que los demás nos devuelven en sus palabras sobre nosotros. Si ambos podrían ser inicialmente dos formas de yo, imponiéndose una identidad cartesiana en primera persona, segura de sí misma, ambos acaban diluidos en él, imponiéndose una identidad en tercera persona, un otro que se apropia de mí e impide que yo pueda ejercer el mismo acto de apropiación; para ambos concluir en la corriente impersonal de la cultura o del lenguaje, donde ya sólo somos el texto que un lector alejado y desconocido tiene ahora entre sus manos. Borges se recrea en un juego paradójico más, con la maestría que tantas veces demuestra, con un tema que forma parte de la contrametáfora de la muerte del sujeto, tan al gusto de nuestra época.
TEXTO E IDENTIDAD COMO PERÍFRASIS
Borges ha escrito un texto breve, casi un epigrama contra sí mismo y contra todos. Yo le he escrito un comentario, una repetición donde el texto original permanece y se deforma para quedar convertido en otra cosa. Donde hubo Borges, aparece la firma del desconocido Baltasar, traído al mundo gracias al juego de la perífrasis. Después, escribo un muy breve resumen para encabezar el texto, que es un nuevo comentario del comentario, y finalmente un título, que es una vuelta de tuerca sintetizada, intentando reescribir una y otra vez la misma historia, el mismo epigrama, con mayor o peor fortuna. El sentido final del sujeto Borges/Baltasar reside inquieto en este juego cruzado de referencias mutuas, que se prolonga o fuga ad infinitum, como afirmaría Deleuze, en la convergencia narrativa momentánea de estas series divergentes de yoes persona/personaje.
En Crítica y verdad [1], Barthes rechaza para la crítica literaria el valor de representación, incapaz de una réplica del texto comentado que no sea un plagio o una duplicación sin valor alguno, pues ya teníamos el original. La crítica es perífrasis, texto que habla de otro texto, y cuyo valor reside en su vocación de ser ella misma literatura. Así, toda interpretación puede ser vista como un comentario, y no como una re–presentación, y tanto vale esta idea para comprender la posición del crítico, como la del mero lector que crea él mismo una versión paralela del relato que lee, o como la de la persona, actor en general, cuya puesta en escena en el teatro de las actuaciones en sociedad no es la presentación en público de un verdadero yo que observa y controla desde un fondo silencioso más o menos accesible, como quisiera Goffman [2], sino una perífrasis del yo, un otro que parece simulacro o ilusión teatral, y que a la postre es lo único que tenemos de la persona o de nosotros mismos. Verme en mis manos tecleando ante el ordenador, en el calor de esta tranquila cafetería de invierno, rodeado de gentes que parecen no mirarme, es un juego complejo de identidades que se duplican, pues yo estoy en los dos lados, y me imagino como un autor vanidoso y sutil escribiendo su obra, mientras la obra efectivamente es escrita, y yo y el otro que soy yo quedamos reducidos a ser objeto del comentario, perífrasis viva y letra muerta en la ilusión del símbolo y del texto escrito que ahora está ya para siempre en otras manos.
Calificar a mi doble real de simulacro es una simplicidad que destruye el juego de los espejos, con el único afán de mantener la ilusión de un sí mismo que nuestra cultura occidental ha querido individuo (indivisible), animal, fisiología o creatura de un ser supremo. Para salvar al yo, despreciamos como simulación y mentira todo lo que en el yo es efectuado, su presentación pública, su exterior o ex–sistencia, cuando es ella todo lo que tenemos. Pero, si en algo somos, es en ella, convertida en realidad que siente, mientras el otro yo, el supuesto propietario de la agencia, no es más que una sombra perdida en un origen imposible de recuperar e incluso de apreciar directamente, un hueco (vacío, vano, hiato) sin otro sentido que el depositado en él por nuestra efectuación como exterioridad. El crimen perfecto de Baudrillard [3] ha sido evitado, y la supuesta realidad, que es una mentira cultural en trampantojo, no ha conseguido suplantar al simulacro, evitar que es una mentira conceptual a ser rechazada. La mentira ha devenido realidad verdadera, existencial, y el sujeto occidental yace en el sueño de la razón moderna. Es asombroso que un tiempo lo pensáramos el verdadero, y que aún muchos entre nosotros lo defiendan y se resistan al argumento de que es la realidad del sujeto interior lo conceptualmente insostenible, como Borges muestra con elegancia y sencillez.
Copio aquí íntegramente el texto original de Borges, y después incluiré mi comentario.
BORGES Y YO (EL HACEDOR, 1960)
Al otro, a Borges, es a quien le ocurren las cosas. Yo camino por Buenos Aires y me demoro, acaso ya mecánicamente, para mirar el arco de un zaguán y la puerta cancel; de Borges tengo noticias por el correo y veo su nombre en una terna de profesores o en un diccionario biográfico. Me gustan los relojes de arena, los mapas, la tipografía del siglo XVIII, las etimologías, el sabor del café y la prosa de Stevenson; el otro comparte esas preferencias, pero de un modo vanidoso que las convierte en atributos de un actor. Sería exagerado afirmar que nuestra relación es hostil; yo vivo, yo me dejo vivir, para que Borges pueda tramar su literatura y esa literatura me justifica. Nada me cuesta confesar que ha logrado ciertas páginas válidas, pero esas páginas no me pueden salvar, quizá porque lo bueno ya no es de nadie, ni siquiera del otro, sino del lenguaje o la tradición. Por lo demás, yo estoy destinado a perderme, definitivamente, y sólo algún instante de mí podrá sobrevivir en el otro. Poco a poco voy cediéndole todo, aunque me consta su perversa costumbre de falsear y magnificar. Spinoza entendió que todas las cosas quieren perseverar en su ser; la piedra eternamente quiere ser piedra y el tigre un tigre. Yo he de quedar en Borges, no en mí (si es que alguien soy), pero me reconozco menos en sus libros que en muchos otros o que en el laborioso rasgueo de una guitarra. Hace años yo traté de librarme de él y pasé de las mitologías del arrabal a los juegos con el tiempo y con lo infinito, pero esos juegos son de Borges ahora y tendré que idear otras cosas. Así mi vida es una fuga y todo lo pierdo y todo es del olvido, o del otro.
No sé cuál de los dos escribe esta página.
EL COMENTARIO
Lo que sigue asombrando a nuestros coetáneos, incluso a algunos avezados que han asumido muchos conceptos y sospechas relativistas en otros campos del saber y de la práctica, no es que entendamos los caracteres de lo público como máscara, como teatro. Ya entendíamos que nuestra faceta pública encerraba cierta falsedad o cierta pose, mera apariencia estudiada, controlada y representada, usando el tópico griego de la persona como personaje, o la dramaturgia sociológica del individuo como rol o actor en el teatro de las situaciones. Nuestros buenos modales no serían en su contexto sino un saber estar que sólo ofrece la imagen correcta y aceptable socialmente, el dictado de la norma como cortesía o como estrategia interesada, igual que nuestra serenidad adulta no sería más que un comedimiento en la expresión emocional, la negación del énfasis como defecto de afectación indebida, incluso la afectación sería una pose calculada, y dejamos que sólo se muestre en las culturas que valoran la emotividad o la calidez de las relaciones, en lo público y en lo privado. Aún en nuestra cultura mediterránea, por ejemplo, dominar el personaje de uno mismo, domeñar la frescura o la desvergüenza del hablar sin pensar, es índice de buena educación, mientras lo contrario es gañanía, en el peor de los casos, o una consciencia identitaria, en el mejor, que defiende el poco refinamiento como verdad cultural que debe ser conservada. La representación en escena se piensa como el despliegue de una actuación prevista, planificada y presentada antes en el yo mental interior. Sólo se entiende la actuación como repetición de lo pensado, que vendría a ser al fin lo verdadero, la causa o razón fundante, quedando la realidad exterior en mera mentira y simulacro que debe ser desvelado. El acto se desprecia en favor de la potencia, el árbol es la mentira de la semilla verdadera.
Lo que llena de asombro, como digo, e incluso despierta un temeroso rechazo, es plantear crudamente la posibilidad de que todo el yo se reduzca a estos juegos de presentación social de uno mismo; de que el yo, individuo o sujeto, pieza tenida por unidad irreductible, por centro del universo personal y social, se desvanezca como posibilidad lógica cuando lo confrontamos con las múltiples máscaras que lo adornan en sociedad. Borges plantea como paradoja literaria, como una aparente trampa narrativa, lo que nuestra postmodernidad ha sugerido por vías diversas como la muerte del sujeto, es decir, la depreciación del concepto de sujeto, que ya no es un enigma que deba ser descubierto bajo las capas de la socialización, ni siquiera apelando a una biografía que va ocultando al verdadero yo sometido al dictado de las presiones de nuestra cultura (una exterioridad cuyo efecto pasa por la interiorización de la norma en un espacio psicológico a modo de superyó freudiano), sino un fantasma psicológico, una entidad vacía y definida por ausencia, aquello que debería quedar en la profundidad del individuo como pureza biológica presocial, como si lo social fuera una impostura que debe ser despreciada por mentirosa, y no el poso de las identidades, de los aprendizajes, de los modos de ser que la socialización nos presta o nos ofrece, y que nos carga del único sentido en que podemos llegar a plantear lo psicológico.
«…y veo su nombre en una terna de profesores o en un diccionario biográfico.»
El otro Borges, el autor a quien la sociedad de la época conoce y vanagloria, es apenas una noticia en el periódico, una referencia inexistente que la voz de los otros nos devuelve como virtualidad, como existencia que todos descubren, y que a nosotros nos resulta ajena, novedosa y sorprendente. Lo que dicen de nosotros se nos aparece como argumentos inadecuados, incompletos e insólitos, nadie acierta a descubrirnos a través de la máscara del éxito, y tanto más equivocados nos parecen cuanto más asertivos se muestran los comentarios de quienes creen haber acertado en sus análisis de nuestra obra. Cuantas más personas valoran mis textos o mis versos, tanto más extraños se me hacen sus comentarios, pues la diversidad se antoja confusión y el aplauso de muchos se dirige hacia direcciones que no pueden ser conjuntadas, creando un cuadro complejo en el que no creemos estar debidamente representados. Reconocemos nuestra presencia, aunque extrañamente, en las voces de los demás cuando dicen nuestro nombre y lo caracterizan a su entender, para bien o para mal. Parezco yo, pero yo sé que estoy más allá de la imagen que los demás me construyen, o mejor dicho, más acá, junto a mí mismo, en el solitario y privado paseo por las bibliotecas y por las inquietudes personales que creemos nos pertenecen de suyo, a resguardo de la voz pública.
«…el otro comparte esas preferencias, pero de un modo vanidoso que las convierte en atributos de un actor.»
Sé que mi voz ha salido de mí mismo, me reconozco en su origen, recuerdo el nacimiento de la obra que ha impactado en los demás. Los demás hablan de mí a través de los textos en que yo he sido. Yo estuve en ellos, o en el origen de ellos, pero han perdido la pureza original, y en verdad, nunca captaron plenamente mi esencia, fueron meros remedos de mis intuiciones o de mis emociones. Yo dije esas palabras por las que me juzgan, pero ellas nunca fueron yo por completo, presas siempre de un lenguaje en el que encuentro el modo de decirme en palabras que yo no he definido, que no me pertenecen sino como préstamo o como instrumento romo y poco afortunado. Hay algo en mi voz que suena falso, una distancia repentina que aleja de mí mi propia voz en el preciso instante en que la escribo o la pronuncio, sin pasos intermedios. Entre el yo en primera persona que quisiera sentirme y el yo/él en tercera persona que aflora en el texto donde me voy diciendo, se crea una distancia impersonal, una inevitable dualidad, donde el otro siempre ha cedido a la vanidad del autor en busca de su mayor gloria, ansioso del éxito y de la flor natural. Yo he cedido el paso, relegado a un segundo plano velado, mientras él forma parte de la cultura, que es un nosotros y un ellos, pero nunca este yo para el que no existe un modo de expresión que conserve la pureza del origen. Aún me siento a mí mismo, a pesar del personaje, aunque sé que él lleva mi mismo nombre, y que no puedo competir en su contra en ningún modo.
(Continua página 2 – link más abajo)
Somos lo que creemos que los demás creen que somos.