Literatura Cronopio

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«…yo vivo, yo me dejo vivir, para que Borges pueda tramar su literatura y esa literatura me justifica.»
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Una simbiosis de esfuerzos, una historia entrelazada, ambos nos requerimos, nos parasitamos. Mi vida es la fuente de la obra; la obra es el espacio en que me vivo. Ambos somos la excusa del otro, la razón de ser del otro. Yo entrego mi experiencia a la construcción del personaje; el personaje me entrega la consecuencia, el impacto, la razón que finalmente concluye el sentido, que redondea la explicación de mí mismo. Yo soy un proyecto abierto, un campo de posibilidades nunca del todo definidas; él es un texto cerrado donde quedo dicho, él deja dicho lo que yo fui, en qué paró el intento, cómo debo ser interpretado, y las posibilidades quedan como un recuerdo de lo que pudo haber sido y no fue, mientras el personaje dicta cuál es mi verdad, aquello en lo que quedé realizado. A él pertenece definir el sentido de lo que he sido y que no podrá ya ser cambiado. Entre yo, como futuro en construcción, y él, como pasado terminado y como certeza, el presente es el terreno de la paradoja, de la existencia dual, donde yo y él nos encontramos, para que él me confirme en lo que soy, y yo me vierta en lo que es.

«…pero esas páginas no me pueden salvar, quizá porque lo bueno ya no es de nadie, ni siquiera del otro, sino del lenguaje o la tradición.»

Aquí se opera la primera desaparición, el primer desvanecimiento. Donde creíamos encontrarnos ante una disputa en singular, entre un doble yo que se alimenta mutuamente, nos vemos sumergidos en el plural y la despersonalización: no más yo y él, sino nosotros y ellos, la cultura, el lenguaje, las estructuras sociales, la historia como una biografía compartida, donde el uno es irrelevante frente al muchos necesario para sostener el gran teatro del mundo, para crear el espíritu del pueblo o el espíritu del siglo. El juego de los múltiples reflejos y las significaciones ha comenzado. Cada lector de mi texto, cada espectador de mi representación teatral, roba de mí para construirse él mismo, no soy más que una anécdota en la socialización de los demás, materia mítica de símbolo o de olvido. Lo que yo dijera ya no soy nunca más yo, sólo unas líneas donde los demás puedan leerse e interpretarse a sí mismos. La cultura se apodera de lo que yo fui, de lo que soy, todos los otros se hacen uno en el vasto campo de la cultura, convertida en protagonista y en referencia de sí misma. Donde tuve la ocasión de mostrarme a mí mismo, de dejarme escrito y satisfacer mi vano afán de posteridad, ya sólo queda la cultura impersonal que no sabe de las personas de quienes se nutre, que no está construida en lo existencial, sino en la letra muerta que requiere de mí sólo como un símbolo de algo que, en el mejor de los casos, conviene recordar a modo de moraleja, de anécdota ejemplar. El instrumento se ha transformado en única evidencia, ya no hay vehículo ni finalidad, no escribo para pervivirme, no me presento ante los demás para ser puesto en evidencia como verdad deseada. El instrumento cultural ha devenido espíritu del pueblo, referencia absoluta, verdad que debe ser conservada, a costa de devolver a cada uno a donde inicialmente pertenece, a la efímera existencia de lo que no puede ser trascendido, al espacio vivencial de lo irrepetible, de lo que habrá de desaparecer, sin que la huella que dejamos sirva de consuelo ni de vehículo para asegurar la continuidad vital. Yo ha desaparecido, como bien sabe el lector de estas páginas.

«…yo estoy destinado a perderme, definitivamente, y sólo algún instante de mí podrá sobrevivir en el otro.»

Este es un ejercicio admirable de aceptación, de consciencia. Todos lo experimentamos en diferentes momentos a lo largo de nuestras vidas, acompañado de una revelación no menos inaudita por ser una constante y una repetición: moriremos, pasaremos por completo, ya hemos pasado, aquí termina la gloria del mundo, fin de la obra. Toda nuestra literatura y nuestro arte están impregnados de la consciencia de lo evidente, quizá de lo único que nos parece rotundamente evidente: que todo ha de pasar. Las fuentes bíblicas del vanitas o las latinas del carpe diem, no desmerecen el tenebrismo de nuestro barroco, más oscuro y convencido que el modelo italiano del Caravaggio, donde la negritud es parte del escenario, mientras la oscuridad de Valdés Leal y del pintor Ribera es el anuncio de la inescapable tiniebla que todo lo cubrirá. Y aquí también el último asomo de esperanza, la última treta del autor: apenas algún instante de mí quedará gracias al otro, al autor de las líneas que yo dejé escritas, a quien lleva mi nombre, a la imagen de lo que yo fui y que apenas es nada. Así también Unamuno pelea contra su personaje en Niebla, igual que el príncipe de Andersen con su sombra, sin que se pueda asegurar al final quién es el personaje y quién el autor, si la vida es una muerte anticipada, o si la letra muerta es la única vida posible que nos queda.

«…Spinoza entendió que todas las cosas quieren perseverar en su ser; la piedra eternamente quiere ser piedra y el tigre un tigre. Yo he de quedar en Borges, no en mí (si es que alguien soy).»

Queda poco que añadir. Borges ha puesto al descubierto la imposibilidad del yo. El resto es un ejercicio de coherencia, una muestra de que no fue una conclusión errónea o precipitada, sino un argumento que puede sostenerse y resistir la prueba de enfrentarnos cara a cara con las consecuencias. Del ser, o del ente —no importa en este momento qué expresión resulte más acertada—, apenas podemos decir que es lo que no renuncia a sí mismo, lo que vive o insiste en la ilusión de la perseverancia. Mi futuro está comprometido en el otro, que no es nadie, sino un nosotros o un ellos con vocación de perderse, y yo he quedado reducido a la duda de mí mismo. Un segundo desvanecimiento, que es en realidad el primero, la duda de mí mismo convertido en el otro, siendo en el otro, antes de que ambos quedemos diluidos en la cultura que es un otros del que somos perfectamente prescindibles.

«…Así mi vida es una fuga y todo lo pierdo y todo es del olvido, o del otro.»
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Una carrera en círculo, sin que pueda distinguirse un inicio y un final, pues siempre el otro nos persigue, mientras no dejamos de perseguirle. El personaje y yo, ambos fantasmas en sí mismos y realidad en el otro, como un juego de espejos o un eco que retorna para convertirse en su propio eco, pues yo no soy sino pretensión de ser él, actor que asume convencido el personaje hasta el delirio de sí mismo (no duplicidad o esquizofrenia, sino monomanía quijotesca); una fuga continua donde ningún punto persiste como referencia, siendo en la huida, sin que el yo sea más que el reflejo de un reflejo, la voz de una voz que resuena en el tiempo de la biografía, cuyo principio siempre fue mera palabra. El otro como verdad momentánea, ilusión que crea la ilusión de mí mismo, que no soy más que un es y un somos, él y nosotros, y todos, un ellos son condenados al inevitable olvido.

«…No sé cuál de los dos escribe esta página.»

Borges nunca fue sino el autor, sucumbió ante el personaje en el mismo instante en que la pluma iba dibujando las palabras sobre el papel en blanco. Borges como lector de sí mismo encontró a un Borges más verdadero en el autor de su obra, el que quedó atrás ya convertido en huella y recuerdo de lo que fue, más verdad incluso que lo que fue, pues la huella es lo único que queda de aquel que fue. Borges murió, como todo el mundo sabe, pero también el otro Borges murió, y esta perífrasis en la que Baltasar me vivo y me proyecto más allá de mí mismo (Borges y yo seguimos vivos como título y como breve narración, mientras el mito de nosotros nos consume) lo ha convertido en yo, Baltasar que fui lector y autor vivo por un instante, ladrón necesitado de identidades, el sueño de Borges convertido en paradoja de Baltasar, que, como la mariposa de Chuang Tzu, ya no sabe si es Baltasar que escribe a Borges, o Borges que a Baltasar dejó escrito.

NOTAS

[1] Roland Barthes, Crítica y verdad, Buenos Aires, Siglo XXI, 1972.

[2] Erving Goffman, La presentación de la persona en la vida cotidiana, Barcelona, Amorrortu, 1993.

[3] Jean Baudrillard, El crimen perfecto, Barcelona, Anagrama, 1996.
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* Baltasar Fernández Ramírez es psicólogo social, profesor de la Universidad de Almería. Licenciado y doctorado en psicología en la Universidad Autónoma de Madrid. Ha escrito trabajos variados sobre psicología ambiental, evaluación de programas, apologías del relativismo, ensayos sobre teoría urbana y teoría social. Coedita la recién nacida revista de acceso libre URBS, Revista de Estudios Urbanos y Ciencias Sociales, y ha dedicado algunos esfuerzos a investigar, criticar y denunciar el estigma social contra las mujeres obesas. https://ual-es.academia.edu/BaltasarFernándezRamírez

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