LA EXPERIENCIA MÚLTIPLE
Por Alejandro Hermosilla Sánchez*
El mundo de la cultura no se libra de ciertas supersticiones. Una de ellas sería la obligación que, aparentemente, tiene el lector al abrir un libro, de leerlo en su totalidad, de principio a fin, sin saltarse un capítulo o algún epígrafe. Otra, por ejemplo, sería la de que el libro que tenemos en nuestras manos, se adecue a un género en concreto y no se distancie de los límites «establecidos». Muchos de estos tabúes y creencias tienen, en mi opinión, varios posibles orígenes. Uno de ellos, sin dudas, lo encontraríamos en el dominio que la Iglesia sostuvo sobre múltiples ámbitos de la vida durante siglos y siglos. Para aprender los dogmas religiosos, era necesario ir línea a línea, letra a letra, coma a coma. Los discípulos, el clero debían leer según unas normas claras y rígidas que nunca se debían quebrantar. Y, de esta manera, se producían los adoctrinamientos de multitudes en tiempos en que todavía no existía la televisión, y la posibilidad de imaginarlo era remota. El que intentaba ofrecer una interpretación diferente de las escrituras o pretendía añadir una nota personal a las oraciones, era penalizado. Se encontraba en pecado. Y había de ser excluido. Quemado en la hoguera. Como los brujos, los maestros del tarot o los heterodoxos.
Otro posible origen al por qué del arraigo de este tipo de creencias lo encontraríamos, claro, en el positivismo. El impulso de todo tipo de disciplinas científicas que se produce durante los siglos XIX y XX, provocaría una dictadura de la «objetividad científica» que si bien, de algún modo, provocó el perfeccionamiento de disciplinas como la crítica literaria, también la hizo alcanzar, en algún caso, límites grotescos. Por ejemplo, muchos estudios universitarios cayeron en ese desliz y, pretendiendo presentar análisis totalmente objetivos, científicos y formales, de los textos literarios, construían, «fabricaban» libros en donde no existía ni se encontraba emoción ni «alma» alguna, hasta tal punto que nos alejaban del goce y disfrute de la lectura. Pareciera, en según qué casos, que la obra literaria se había adaptado a un molde crítico para ser comentada. Y que no había sido vista como lo que posiblemente es: un objeto vivo, cambiante y en movimiento. Probablemente porque el orden político que se encontraba detrás del positivismo como del dogmatismo religioso, no estaba interesado en permitir que el mundo —y sus cosas— «fluyeran» en libertad sino todo lo contrario.
Hago este comentario, no porque crea que el mismo pueda aportar nada nuevo a alguien. Toda persona que ha trabajado en contacto con las obras de arte y tiene un mínimo de sentido común, habrá reflexionado en términos semejantes. Y aunque no esté de acuerdo con los comentarios pasados, al menos los habrá tenido en cuenta para forjarse su propia opinión sobre este asunto. Lo hago porque, desgraciadamente, los tiempos que estamos viviendo, nos obligan a repetir este tipo de contenidos una y otra vez. Intuyo que, probablemente, en próximas décadas y, desde luego, siglos, los ciudadanos habrán superado del todo este tipo de prejuicios. Los verán como una rémora del pasado, una especie de superstición y un pensamiento que atenta contra su libertad individual e íntima, pero entiendo que todavía no ha sido así. Estamos en trance de pasar a un nuevo estadio de conocimiento en la forma de pensar y concebir la cultura, así como de interpretarla pero todavía no damos el paso definitivo. De todas maneras, el cambio es inevitable, siempre y cuando Internet siga siendo un espacio libre en el que la intervención de los estados sea mínima.
Pocos tendremos dudas de que, gracias a la existencia de la, así llamada, «red de redes», nuestro yo individual está deviniendo cada vez más múltiple. Lo que, progresivamente, está haciendo realidad los aforismos y predicciones de Fernando Pessoa e incluso amplificándolos puesto que ya no es que nuestro yo sea multitud, sino legiones de multitud. La entrada de Internet en la vida cotidiana ha provocado que, por ejemplo, tengamos la posibilidad de abrir varias ventanas en nuestra computadora y leer diferentes artículos a la vez en tiempos discontinuos que se relacionan entre sí alternativamente, sin un orden prefijado o, sin más ley que la que dicten los gustos del propio individuo. El uso del ordenador personal ha permitido, asimismo, que podamos leer distintos libros mientras consultamos diversos textos colgados en la red, o respondemos rápidamente un «mail» y escuchemos la música que se nos antoje aleatoriamente. Sin ir más lejos, yo, durante el pasado verano, leí como unos cuarenta libros que fui alternando con la contemplación de otras tantas películas y discos. Es cierto que apenas he terminado ocho de los que inicié —entre los que se encuentran desde obras clásicas como Las 1001 noches o El Decamerón, manuales de alimentación o de meditación hasta tratados sociológicos y políticos— pero esto no tiene por qué ser una rémora. La mayoría de ellos los terminaré en su momento. Cuando deba ser. No cuando me lo impongan. Y, en cualquier caso, la posibilidad de consultar y de ir leyendo frases de cada una de estas obras en combinación con las de otras, ha hecho que haya retomado con renovadas ganas el arte de la lectura y que muchos de los artículos y libros consultados se me revelen de formas desconocidas hasta entonces.
El contacto entre varias obras que, por algún oscuro azar voy descifrando alternativamente, modifica la visión que de estas tengo —aunque, en ocasiones, también fortalece su personalidad—, amplía mis expectativas y abre mi mente a novedosos y, en ocasiones, arriesgados modos de leer que, de algún modo, se corresponden con nuevas formas de entender la existencia. Una existencia que fluye constantemente y me obliga a variar incesantemente la opinión que tengo sobre mí y los libros. Lo que me conduce a experimentarme en total libertad de una manera que nunca, hasta entonces, había sentido y que no tengo otra opción que celebrar.
Por esto no comprendo a quienes se empeñan en ordenar métodos de lectura. No sólo porque yo esté sumergido ahora en esta forma de leer. Sino porque, en esencia, no es sano. Hay libros de los que tal vez sólo nos interesen unas líneas, otros algunas páginas. En ocasiones, nos sentiremos fascinados por un capítulo en concreto y, en otras, por la obra en su conjunto. Querer entonces que los ensayos, novelas o colecciones de cuentos se lean de principio a fin, o de forma horizontal, lógica o reglada, parece espurio. En algún caso, una forma de manipulación. Porque esto puede hacer que el lector piense o califique a su propia lectura como no correcta, que él mismo sea su mayor crítico y terminar con el placer que proporciona esta maravillosa actividad. Algo, por otra parte, que, con certeza, interesará a la policia política —gobernantes— e intelectual —Universidades— de nuestra época. Puesto que si abandonamos los libros, dejamos de leerlos o nos concentramos únicamente en uno, —generalmente elegido por los mass–media— nos ocurrirá, probablemente, lo que sucedió a aquellos dos jugadores de ajedrez que protagonizaban un excelso, maravilloso, poema de Fernando Pessoa: que, concentrados en el juego, no salieron a defender su patria cuando era invadida por unos soldados extranjeros y, cuando comprendieron que iban a morir, ya era tarde.
En realidad, el mundo en que vivimos actualmente es tan proteico y caleidoscópico que es muy difícil tener una actitud crítica y lúcida respecto a sus acontecimientos, si nos centramos únicamente en un libro y continuamos leyendo e interpretando a la manera tradicional. Es cierto que, como indica la máxima teosófica, «todo está en todas las cosas», y que, profundizando en un único texto, podemos encontrar muchas respuestas —siempre que hagamos las preguntas pertinentes y lo abordemos desde el punto de vista adecuado— a gran parte de las cuestiones de nuestro tiempo. Hace poco, leí, por ejemplo, el imprescindible El cerebro del mundo de Adrián Salbuchi y obtuve una visión muy precisa y acertada sobre los efectos y porqués de la globalización, así como sus futuras consecuencias. Además, conseguí al fin una explicación concisa y convincente del por qué Los Estados Unidos de América perdieron —supuestamente— la guerra de Vietnam, o un hecho tan descomunal —y todavía muy poco estudiado y analizado— como la caída del comunismo a fines de la década de los 80. Pero si somos sinceros, reconoceremos que no es fácil encontrar un libro que sea compendio, foco y resumen de la situación actual de nuestra civilización. Al menos desde el romanticismo y la época de Hegel, se reconoce que es imposible. Pero esto no significa que no haya métodos como el que planteo aquí, para ir trazando mapas, cartografías desde las que leer el mundo y mantenerse en un estado de, digamos, sabia y lúcida consciencia armónica, o como se quiera llamar. Porque lo que se trata es de que los poderosos no traten más como idiota al pueblo. De resistir. Y abrir al fin las posibilidades culturales a una gran parte de la población.
Es obvio que leyendo, tal y como yo lo hago —lo que, por otra parte, quiero dejar claro que no recomiendo a nadie, pues cada uno debe hacerlo de la forma más afín a su personalidad— se puede perder parte de la profundidad de determinados libros. Pero también lo es, que esto dependerá siempre del propio lector, su sensibilidad y gustos y que, al contrario de lo que se podría pensar, descifrar ciertos pasajes de un texto mutante de Mario Bellatin como, por ejemplo, El libro uruguayo de los muertos, tras haber leído tres o cuatro capítulos de Moby Dick, puede ser una experiencia sugestiva que cambie, de algún modo, ambas obras. Y no creo que mi forma de leer estos libros altere en algo su carácter o que pierda algo de su sabroso contenido. Al contrario, si lo hago así, es porque pienso que lo multiplico y extiendo, además de abrirlo, a posiblidades inéditas que ni siquiera el mismo texto manejaba en principio, por más que estaban inscritas en su ADN.
Leo un aforismo de Friedrich Nietzsche y, a continuación, uno de los poemas en prosa de Charles Baudelaire, y en mi cerebro comienzan a formarse nuevas correlaciones antes no entrevistas mientras mis neuronas se sienten estimuladas como nunca previamente. Tras Baudelaire, llegan varias páginas de Sófocles, un capítulo de una novela de Gore Vidal y algunos párrafos de otra de Pynchon que combino con distintos artículos rabiosos sobre la situación económica y política actual y un nuevo texto se ha formado en mi cerebro sin que esto signifique acabar con los sentidos y significados con los que fueron escritos originalmente los anteriores. Al contrario, estoy disfrutando y siendo estimulado de forma muy gozosa. Algo muy lógico. Y que debería ser habitual. Porque la literatura está hecha para los lectores. Y debería ser considerada, por tanto, la fiesta del lector y no la del escritor.
En buena medida, ensayistas como Jacques Derridá y su teoría de la deconstrucción, así como muchos de lo teóricos que se han ocupado de la estética de la recepción durante el siglo XX, pusieron el énfasis en esto: ofrecerle al lector y a la lectura un protagonismo que, interesadamente, el poder en la sombra había disminuido. El problema es que aquello que pretendían —conceder autonomía y singularidad a las interpretaciones que cada uno de los lectores particulares hacía de los libros y, por tanto, de la realidad— no obtuvo la resonancia y el alcance que pudo tener por varios motivos concretos. Sobre todo, porque como debían escribirlas en un lenguaje crítico complejo —necesario para hacerse respetados y poder ir imponiendo sus teorías en la Academia científica—, finalmente, sus visiones se hacían obtusas, incomprensibles para el gran público. Lo que, probablemente, agradaba al Poder y los representantes de la Academia quienes probablemente ya habían previsto este hecho y trazado un inteligente plan para tenerlo todo bajo su control: aceptar, permitir que esta teorías se integraran en su complejo sistema pues, de esta manera, podían aparentar poseer un talante democrático e igualitario y, además, se aseguraban el dominio sobre ellas, consiguiendo restarles parte del primer temperamento e impulso rebelde, democrático del que surgieron. Esto es; podían robarle el gozo al lector y tener sujeta su posibilidad de interpretar los distintos textos: literarios, sociales, deportivos, políticos.
Probablemente, todo este mar de confusión y equívocos, surge, como ya vislumbrara Friedrich Nietzsche, entre otros muchos motivos, por considerar los nombres como realidades y verdades y no como meras posibilidades; como si fueran fragmentos de una realidad inalcanzable; o metáforas que ocultan el desorden y el caos que preceden al lenguaje y que éste intenta desesperadamente esconder. Como, entre otros, Michel Foucault comprendiera, y he intentado explicar —de forma más o menos acertada— estas normas venían dictadas desde unos centros de poder que tenían la misión de controlar la utilización del lenguaje y sus interpretaciones. Lo que hace muy arriesgado o difícil realizar planteamientos como estos, que tienden a ser mal interpretados o criticados sin piedad. Por lo que intentaré ofrecer una ejemplificación de lo que pienso, sin apoyarme en un texto escrito. Ya que estoy convencido de que si lo hago con imágenes y música, se me entenderá más. O, tal vez, se me «intentará» comprender mejor.
Actualmente —lo cual, supongo, resulta razonable, dado mi forma de leer— estoy escribiendo tres libros. Siento que así debe ser. Que todos ellos se benefician mutuamente de este hecho. Además de que los yoes que habitan dentro de mi, se sienten mucho más realizados cuando trabajo en varios. Obviamente, llegará un momento en que deba centrarme en uno solo. Pero esto me lo dictará la propia vida o la escritura. Por lo que, mientras tanto, los voy hilando al compás de mis sentimientos. Uno de ellos se llama De rerum naturae. Me cuesta indicar cuál es su temática. Me gustaría que fuera una oda a la naturaleza. Pero lo cierto es que, aunque en su interior coloco todo tipo de citas, inventadas o no, de distintos poetas sobre árboles, bosques y campos, la mayoría del libro se ocupa de determinados iconos, símbolos, actores, películas y novelas norteamericanas. Digamos que, hasta el momento, el libro es una especie de exploración del alma de aquel país. Nada nuevo por otra parte. Sí. Es cierto. Pero esto no tiene por qué invalidar aquello que he escrito ni el placer que siento al escribirlo. Ya que al trabajar en esta novela —que estoy estructurando como si fuera una especie de carrousell [sic]— me veo obligado a revisitar ciertos episodios televisivos o films que tenía olvidados con la consiguiente satisfacción que este hecho arrastra consigo.
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