Hace poco, por ejemplo, estaba observando un capítulo de la serie El fugitivo que puse en pausa, por unos instantes, para consultar una escena de otra serie televisiva con la que tiene —bajo mi punto de vista— bastante en común —El prisionero—. Y, tras unos minutos viendo la serie protagonizada por Patrick McGoohan, decidí abrir otra ventana en Youtube buscando escenas de Acorralado —la primera película de la saga Rambo—, puesto que algunas partes de su argumento se me antojaba que tenían puntos en contacto con El prisionero y, sobre todo, con El fugitivo. Me parecía entonces que podía hilvanar un párrafo para mi libro De rerum naturae en que relacionara estas obras. Cuando me sentía ya preparado para hacerlo, me llegó un mail de un amigo mexicano en que me preguntaba si iría a alguno de los conciertos, que Metallica ofrecerían en el foro Sol del Distrito Federal (México). Vivo actualmente en Xalapa (Veracruz) y, aunque la distancia entre ambas ciudades no es mucha, mis prioridades ahora son otras, por lo que le contesté —sin dejar de agradecerle su propuesta— que no asistiría. Contestar el correo electrónico, me desconcentró de mi tarea de escribir y decidí irme a correr escuchando varios discos de Metallica.
Fue entonces, mientras trotaba alrededor de los bellos lagos de Xalapa, que un afluente de nuevas conexiones se agolparon en mi cerebro. Al escuchar los gritos y ritmos brutales, monumentales del grupo norteamericano, se comenzaron a aglutinar en mi mente varias imágenes de Acorrolado y de muchas otras películas cuya acción transcurre durante los años de la guerra de Vietnam o, como en el caso de la película protagonizada por Stallone, en los años inmediatamente posteriores. Esto provocó que las letras y gritos de rabia, violencia y desesperación contenidos en discos como Kill’em all o Ride the lightning comenzasen a tomar otra significación. Hasta entonces, cuando yo escuchaba esas canciones, me contentaba con darles la típica y manida interpretación consabida por todos. Es decir; que son una especie de exabruptos surgidos de la rabiosa alma de unos muchachos recién salidos de la adolescencia, que se rebelaban contra el sistema capitalista —que más tarde los absorbería— y procedían de los extrarradios de una sociedad industrial inhumana a la que retrataban y criticaban sin piedad. Sin embargo, al escuchar estas melodías, mientras acudían a mi cerebro imágenes de películas como Rambo, Desaparecido en combate o Apocalipsis now, mi interpretación de ellas, comenzaba a variar. De hecho, empezaba a disfrutarlas más porque, al mezclarlas con secuencias de El cazador, Platoon o La chaqueta metálica, me parecían la banda sonora ideal para describir el horror y la matanza sin fin que supuso Vietnam.
Así, mientras aceleraba el paso, y escuchaba aquello de Fighttt fireeee with fireeee, me complacía en elucubrar una teoría que hasta entonces no había tenido en cuenta. Esto es, la posibilidad de considerar el trash–metal y los primeros discos de Metallica en concreto, como una de las primeras manifestaciones musicales aparecidas, años después del final de la guerra, por influjo de lo que supuso Vietnam. De alguna forma misteriosa, en aquellos momentos, todos los versos de esas canciones remitían a la desesperación sentida por una generación de jóvenes que crecieron viendo la masacre cometida en Vietnam; una generación a los que les había tocado ser niños cuando miles de soldados liciados regresaron a su patria siendo tratados como escoria y con indiferencia. Sí. Aquel día para mi no existían dudas. La violencia musical que reflejaba el trash metal, la crudeza de los discos de Metallica eran una respuesta feroz, así como una metáfora muy precisa, para retratar una sociedad cruel, repleta de agujeros negros a la que este grupo hacía referencia indirectamente con canciones que forjaban la banda sonora ideal de los horrores cometidos en USA tras la muerte de Kennedy y, durante la época Nixon, cuyo mayor reflejo era Vietnam. Eran —en su monumental aspereza y dureza— la sintonía musical adecuada para referirse al desprecio que tantos norteamericanos sintieron hacia esos soldados heridos, esquizofrénicos, maniaco–depresivos a los que los miembros de Metallica se acostumbraron a ver en reportajes televisivos, películas o cerca de ellos, cuando ni tan siquiera pensaban dedicarse a la música.
Al volver a mi cuarto, decidí escribir un texto sobre los dos primeros discos de Metallica y el por qué y cómo eran muy difíciles de entender sin tener en cuenta las consecuencias de la guerra del Vietnam. Pero pensé que nadie lo comprendería porque —dirían— se apartaba de la versión oficial y no dejaba de ser una interpretación subjetiva mía sobre un hecho no demostrado, y finalmente, no lo hice.
En realidad, esto es únicamente un ejemplo más de los muchos a los que podría referirme. En cientos de ocasiones —de hecho, cada vez más— me han ocurrido este tipo de anécdotas que me han llevado a hilar muchas reflexiones las cuales, finalmente, no he escrito. E intuyo que esto le ha ocurrido a muchas otras personas. Lo que no me parece justo. Porque el temor al aparto policial represivo crítico, no tendría que hacernos pensar que nuestros pensamientos están equivocados o, al menos, evitar que los compartamos con los demás, haciéndolos también disfrutar de las novedosas conexiones que surgen cuando nos dejamos ir libremente entre los textos, películas y discos.
Obviamente, este tipo de interpretaciones se puede extender a los más variados campos de conocimiento y un gran número de eventos. Por ejemplo, a un festival como Sonar —al que he asistido en varias ocasiones—, del que no puedo recordar ahora un concierto en concreto que me fascinara porque, desde hace años, cuando asisto a un espectáculo de este tipo, no me siento interesado tanto por lo expuesto y desarrollado por tal o cual grupo en particular, sino por lo realizado por todos ellos en su conjunto. De hecho, para mi, los festivales musicales son algo así como conciertos interpretados continuadamente, durante horas, sin prácticamente interrupciones, por un conjunto de individuos que colaboran —lo sepan o no— a la construcción de una obra «total» de larga duración. Y, por consiguiente, los cambios en los nombres de los músicos que ejecutan la «pieza», así como las variaciones de estilo en el momento de interpretarla, no dejan de ser lógicas modificaciones necesarias para ofrecernos la mejor versión de la única canción escuchada durante el día que, además, —dado que es habitual que se celebren varios conciertos al mismo tiempo— suele desdoblarse y ramificarse continuamente por los diferentes espacios en que se desarrolla el concierto. Aspecto este último que provoca que, cuando en un escenario se haga el silencio, esto no signifique, para mi, más que una mera variación en la representación de la obra de arte que continúa en otro lugar, en ocasiones, de forma inesperada, rompiendo, aparentemente, el tono musical mantenido por los músicos que estoy contemplando.
Sé que esta idea no es original. De alguna forma, Johann Gottfried Herder y muchos de los integrantes del movimiento romántico, «Sturm und Drag», tenían esta misma concepción de las obras literarias en su conjunto. Y es muy habitual en las vanguardias de principios del siglo XX. Simplemente, la cito aquí para ofrecer un testimonio más de las posibilidades que podríamos manejar si pusiéramos en el mismo nivel que la razón, a la intuición, la pasión y la imaginación. Que es lo que tal vez pretendían Brian Eno y Peter Schmidt cuando, décadas antes de la irrupción de Internet, y en un momento en que la influencia surrealista se había diluido mucho, crearon las Estrategias oblicuas —un juego de cartas en las que se incluían frases, citas, consejos y paradojas que, a modo de oráculo, contribuían a resolver los problemas que se les planteaban a los artistas en el momento de la creación— contribuyendo a construir vías a través de las que podría transitar el pensamiento y la literatura del futuro. Como también lo había hecho antes Gilles Delleuze y sus libros filosóficos repletos de todo tipo de sugerencias, construidos para ser leídos de tanto en tanto y a saltos; y sí —aunque no guste y no quede bien actualmente hablar de estos textos—, libros como Rayuela de Julio Cortázar, Manhattan Transfer de John Dos Passos, Contrapunto de Aldous Huxley o el, para mi, injustamente denostado, El cuarteto de Alejandría de Lawrence Durrell: obras todas ellas que experimentaban con las distintas formas de contar una historia, alternaban distintos tiempos y personajes de forma simultánea y contribuían, de una forma u otra, a que la conversación múltiple, la experiencia plural se produjeran, los espacios y lugares se disgregaran y el pensamiento se acelerara y mutara constantemente en busca de centros «de libertad» en los cuales no ser controlado.
En fin, quienes se oponen a lo anteriormente propuesto, sostienen que esta forma de pensar puede caer en todo tipo de excesos y arbitrariedades. Y estoy totalmente de acuerdo. Pero esto no la invalida en sí misma, no tiene porqué condenarla a «no ser». Al contrario, pienso que, en el futuro, comenzarán a surgir todo tipo de interpretaciones heterogéneas de los textos culturales, producto de las nuevas formas de leer y vivir que comenzamos a experimentar en la era Internet. Porque su no–existencia sí que es un crimen. Un atentado contra la pluralidad. Una terrible negación del placer. Y, en cualquier caso, hemos de tener en cuenta que si estas interpretaciones no son válidas y pertinentes, ya se encargará el paso del tiempo de dictar sentencia.
Mientras tanto, yo sugeriría disfrutar, si es que esto es posible, con los textos literarios. Gozar, jugar y experimentar con ellos. Pues realizando esto último, nos igualaremos a los niños, recuperaremos nuestra inocencia y fortaleceremos nuestro corazón. Requisito imprescindible para que el mundo no se desmadeje, ahora que el Fascismo, el Nuevo Orden Mundial, aprieta y, prácticamente, solo podemos interpretar la actualidad de los países occidentales bajo un único prisma: el dibujado con clarividencia por George Orwell en 1984 y Aldous Huxley en Un mundo feliz. Libros cuyos presagios y postulados, progresivamente, se están haciendo realidad porque, posiblemente, la mayoría de personas no son capaces de interpretar de distintas formas un mensaje, jugar con él, analizarlo y transformarlo a su antojo. Algo que, en cierto modo, está haciendo Alan Moore, como demuestra su divertido e intenso trabajo La liga de los hombres extraordinarios y muchas de sus obras clásicas —Watchmen, From Hell, V for vendetta— consiguiendo ir, más allá de lo planteado por Jorge Luis Borges en una de sus más citadas y recurridas tesis, a la cual acudiré ahora pues me parece ideal para terminar de hilvanar este discurso.
En Pierre Menard, autor del Quijote, el escritor bonaerense invitaba a leer la Odisea o la Imitación de Cristo como si la hubiese escrito Louis Ferdinand Céline. Lo cual, efectivamente —estaremos de acuerdo— es muy estimulante. Pero el problema, a mi entender, es que casi más de cincuenta años tras la escritura de este cuento, esto ni siquiera se ha realizado o planteado. Conozco muy pocas personas que lean En busca del tiempo perdido como si hubiera sido escrito por Charles Baudelaire, La Migala por Albert Camus, Las minas del rey Salomón por Emilio Salgari o La locura de Almayer por Edgar Allan Poe. Y sucede que, bajo mi punto de vista, estamos comenzando a necesitar, no ya que se interpreten los textos literarios como si hubieran sido escritos por diferentes personas sino que, al tiempo que los escritores construyen sus propias obras originales, comiencen a reinterpretar textos ya escritos (como, con mayor o menor fortuna —ahí no entro— ha realizado Agustín Fernández Mallo con El hacedor), y retomen personajes literarios enterrados —alguna editorial ya se ocupa de esto—.
¿Por qué? Probablemente, para responder esta cuestión habría que construir un ensayo completo y rehacer este artículo pero, de momento, me atrevería a contestar lo siguiente: por la necesidad que existe en la psique colectiva de desacralizar el texto escrito, ala vez que dotarlo de vida —a lo que ha contribuido enormemente Internet— y comenzar a hacer girar a nuestro antojo a personajes que continúan fascinándonos, porque todavía no nos han dicho todo aquello que debían. Y, en esencia, nos pertenecen. Como yo experimenté aquellos días en que volví a escuchar los discos de un ya veterano grupo de metal, Metallica, y la sangre de los muertos de Vietnam parecía escupir mi rostro; y mezclarse con las historias de horror de Stephen King, cuyo pavor comprendí entonces que nacía o —digamos mejor— existía la posibilidad de que surgiera o se viera influenciado por los años en que USA mantuvo su invasión en el país asiático. O, ¿no es Carrie, al fin y al cabo, el retrato angustioso de una adolescente (la tierra norteamericana) violada en su honor por la estupidez de una sociedad hipócrita, idiotizada y carente de luz, capaz de conducir a muchos de sus hijos a la muerte mientras mira para otro lado? Habrá que preguntárselo a algún crítico, político o profesor universitario para saberlo.
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* Alejandro Hermosilla Sánchez es Doctor en literatura por la Universidad de Murcia (España). Actualmente trabaja como investigador en la Universidad Veracruzana. Ha publicado ensayos sobre Sergio Pitol, Ernesto Sábato y Abel Posse y en breve dará a conocer su obra literaria. Su novela Martillo se publicará también en breve. Tiene un blog llamado averiadepollos.blogspot.com