PENÉLOPE
Por Andrés Felipe Sanabria*
Había tantas estrellas como una pareja mirándose a los ojos. De repente cayeron dos estrellas fugaces, y recordé la última vez que la vi. Seguí navegando, por entre la noche, recordando las veces que nos vimos, como si ella estuviera allá arriba en el cielo.
La conocí una vez que estaba a mi lado por la carrera once y me miró a los ojos, y no pude resistir la tentación de decirle: «Sus ojos se parecen a los de la mujer que esperó veinte años a Ulises».
Ella los bajó, y le pregunté su nombre. Pero ella sacó de su cartera un papel y un esfero y anotó algo volviéndome a mirar a los ojos. Sus labios parecían toda Bogotá, porque Bogotá es una mujer que no se deja ver. Me hizo una sonrisa suspicaz y se subió en un bus, y pude ver sus piernas que parecían una ciudad griega.
Vi lo que estaba anotado en el papel, y era una dirección. Un bar en la 93. Me subí en una buseta, y me bajé en la 93 con 11. Creía que de pronto la había alcanzado, pero no estaba allí. Entré al bar. Se llamaba Océano. Todas las mesas tenían una vela encendida. Y después que vi las velas, la encontré. Estaba fumando, y cuando me vio, lo hizo de arriba abajo, y soltó una bocanada de humo hacia ninguna parte. Sus ojos se habían encendido. Me senté como si me hubiera hipnotizado y preguntó mirándome hacia abajo:
—¿Es grande?
—Un poco —Respondí.
—Vamos a hacer una cosa, si mañana yo estoy feliz, te diré mi nombre.
Fuimos a un motel cercano. Ella tenía una falda negra, con unas medias veladas del mismo color, y una camisa blanca, con un cuello grande. Puse mis dos manos sobre su cintura, y empecé a quitar la camisa, y a meter mis manos dentro de la falda, hasta que mis manos iban por su cintura como si estuviera haciendo una escultura. Llegué a su brasier, y se lo quité como si fuera un ninja experto. Ante mis ojos aparecieron dos frutas de aire que flotaban entre las ganas más pecadoras de mi cuerpo. Las toqué como se toca a la vida por primera vez, por miedo o por pasión. Ella miraba hacia la izquierda. Hasta que me quitó la camisa, y empezó a besarme el pecho, y me dijo hablándome a la oreja, aquí está lo que escondes tanto, las vaquitas y el pastor que las cuida. Y yo empecé a hablar por el pastor. Hablé primero de la calidad de la leche, después de la calidad de las tetas de las vacas, hasta llegar a todo el cuerpo, cuando yo sabía que ya me habían ordeñado.
Vi su boca como si se hubiera echado esmalte, y sus ojos entraron en mi cuerpo, y después se apretó contra mí, y caímos en la cama. Me quitó totalmente los zapatos, los calzoncillos, el pantalón, mi alma, mi cabeza, y mi cuerpo. Quedé listo para que ella me echara al entierro, pero al contrario, comenzó a besar otra vez el pecho, después los hombros, el cuello, como si yo fuera un dulce. Le quité la tanga, que era azul. Y vi un sexo que parecía la baticueva, con el batimóvil, Batman, murciélagos y Alfred dentro. Yo nunca había estado en un lugar tan oscuro, pero a la vez, con tantas cosas para divertirse. Entonces ella me miró a los ojos, y la penetré hasta el fondo, y sentí como si el batimovil ya empezara a andar con ese motor de jet que tiene. Era suave, y el pastor que ahora era un Goliat se metía hacia arriba, muy dentro, tratando de encontrar a aquella princesa perdida en ese castillo que ella tenía, y la buscaba moviéndome y ella se hacía más arriba, hasta que me di cuenta que no la iba encontrar si hacía un esfuerzo más grande, y mandé toda mi fuerza sobre ese punto, y ella gimió, y lo empezamos a hacer más fuerte, hasta que ella volvió a suspirar y encontré a la princesa, cayó sobre mí, y me dijo:
—Eres un pastor muy astuto.
—Me llamo Penélope.
—¿Porque adiviné tu nombre pasó todo esto?
—Fue algo más.
Penélope se recostó en mis piernas y así estuvimos toda la mañana.
Era sábado. Volví a mi casa y Ángela no había llamado. Era mi novia, la novia con que hacía el amor cada fin de semana, con que comía en cualquier buen restaurante de Bogotá. La que se comía las palomitas de maíz haciéndome ojitos, y dando más valor a la boleta que yo le gastaba, a la poca atención que yo le daba.
Pero lo que me había pasado el viernes, había sido como si alguien me hubiera empujado al mar. Penélope solo me había dado el número de su celular, me dijo que todo lo demás era prohibido, incluso preguntarle algo acerca de su vida. Me acosté en el piso y traté de recordar todo lo que había pasado, pero el cielo se puso gris, y me levanté, y recordé sus ojos cuando empezaron a caer truenos, y cuando empezó a caer un granizo que quería inundar las calles. Fue cuando terminó de llover y de granizar, que salí a la calle y pude recordar lo que había pasado el día anterior. Ella no se parecía al día. Parecía una tormenta hecha mujer. Volví a la casa, y llamó Ángela, quería que fuera a su casa. Sus papás no estaban y sentía su desnudez y su cama tratando de que fuera. Le dije que no, que tenía trabajo atrasado de la oficina.
—Tu verás —Fue lo único que dijo.
Penélope me dijo que la llamara hasta el lunes, y así fue. En la oficina, donde pasaban hombres de vestidos de paño, y mirando a través del cristal de la mía, la llamé:
—Hola Pastor —Me contestó. —Todavía no se tu nombre.
—Lo sabrás si me haces feliz esta noche.
—La felicidad, mi amor, no depende solo del sexo, sino también lo que seas capaz de hacerme sentir fuera de él. Esta será la verdadera prueba. Suerte. Hoy vamos a comer pizza. Te espero en la 116 con 19. A las siete.
Y colgó. Yo me quedé con las ganas de comer la otra pizza, y todo me sabía a esa pizza hasta que salí del trabajo a comer pizza.
El sol bajó directamente a mi corazón, y solo quedó la noche, con las mismas estrellas que nos gobiernan desde que el infinito y el universo están vivos. Cogí un taxi hasta la 116 con 19. Me hice al frente de una panadería. De pronto sentí que de otro taxi se bajaba una mujer con medias veladas azules, y con una mini falda aguamarina, con un saco de paño azul claro, camisa blanca en escote y con un collar de rueditas pequeñas color mármol. Su rostro no se veía. Solo sus piernas, que parecían el Océano Atlántico y el Mar Mediterráneo. En un instante giró la cabeza y vi sus grandes ojos oscuros y fue como si me hubiera mandado al mar veinte años solo para recuperarla. Dio el primer paso lleno de incertidumbre, puso el segundo en la acera y comenzó a caminar como la reina que era. ¿De dónde? No lo sé. Pero debía de ser de algún lugar que solo ella conocía.
—Hola Pastor.
Me dio un beso en la mejilla, y dijo:
—¿Pizza no? —Con unos ojos tan suspicaces que parecía como si otro planeta fuera a chocar con la tierra. Comenzamos a caminar, pero yo estaba más tieso que juguete de cuerda.
—¿Y como te fue hoy Pastor?
—Me llamo Santiago
—Bueno, ¿Cómo te fue hoy Santiago?
—Hoy fue un día como todos los demás, excepto que sentí que pasó un cometa.
—¿Un cometa?
—¿Y eso porqué?
—Recordé lo que pasó el viernes.
—De pronto vuelve a suceder, pero si no sólo piensas en eso.
—Ok.
—Aquí hay tres sitios para comer pizza decentemente. ¿A cuál quieres ir Santiago?
Por aquí solo había venido a comer en algunos restaurantes y hamburguesa, pero no pizza. Entonces le dije que era el lugar más apropiado para una charla.
—Está bien —dijo Penélope.
La pizzería se llamaba El Callejón de Barcelona. Nos sentamos. Y mirándola a los ojos, y viendo que estaba mayoritariamente vestida de azul, sentí como si estuviéramos en medio del mar, y estuviéramos almorzando.
—¿En que trabajas? —Me preguntó Penélope.
—Soy abogado, y trabajo para una firma. Todos los días hay alguien a quien mandar al Salto del Tequendama, o hay una rumba por haber ganado un proceso. A eso me dedico.
Santiago bajó los ojos. Y Penélope entendió el significado de aquel gesto.
—¿Y tienes novia?
—Sí, pero no la aguanto. La necesito para calmar las ganas, y para la imagen, pero para nada más.
—¿Y yo para que te voy a servir?
—Tú eres la mujer más palpitante con la que he estado. Y me preocupa, por mí. Porque no puedo saber nada de ti.
—Eso no te tiene por qué preocupar. Tú solo sabes mi nombre porque besaste mis labios. Y mi cuerpo es lo único que te pertenece.
—Sería como besar el dibujo de una mujer.
—Entonces acostúmbrate a besar mi dibujo en un cuadro.
Nos trajeron la pizza, que era mitad hawaiana y mitad de vegetales. La hawaiana era para mí, y la de vegetales para Penélope.
Comíamos la pizza y nos mirábamos a los ojos, jugando con la lengua debajo de la pizza.
—Yo quiero que tú seas mía.
—Yo le pertenezco a alguien más.
—Ahh eso no lo sabía. ¿Y es tu esposo, o novio?
—Es un lugar.
—¿Eres novia de un lugar? No sabía que las mujeres eran novias de lugares.
—Es algo que no tiene que ver contigo, y va más allá de tu comprensión.
En ese momento me quedé sin palabras, de pronto solo había encontrado a alguna mujer muy extraña, o lo que me decía tenía un significado importante.
—¿Y yo puedo ir a ese lugar?
—Sí, lo harás.
—¿Y es que ahora tu sabes a donde voy a parar?
—No, pero en este caso es predecible.
La miré muy bien a los ojos, y no pudo mantenerme la mirada. Cojió su bolso, y dijo:
—Vamos a otra parte.
Se paró, pagué la cuenta, y ya iba tres metros más adelante que yo. Desde ese día me di cuenta que caminaba así, sin esperar, siempre teniendo un punto preciso para llegar. Se recogió el pelo, y me hablaba, siempre mostrando una sonrisa, dejando ver su pecho a través del escote. Le gustaba mi compañía, hasta que llegamos a la séptima y entramos a Usaquén, un barrio de Bogotá que antes había sido pueblo, y que mantenía un aroma colonial.
—Bueno Santiago, para mí Usaquén es romántico. Vamos a tomar algo. Pero no te pases, si estoy algo prendidita. No me preguntes nada.
Entramos en un bar que quedaba en la ultima carrera, bien arriba. Al entrar sonaron unas campanas. Estaba lleno de cosas viejas como si fuera un anticuario, pero eran cosas muy bonitas, y estaban en el lugar preciso. Las mesas y las sillas eran algo curiosas. Parecía una casa de duendes. En la barra había toda clase de copas. Entonces Penélope se quitó el saco, y pude ver esos senos que había visto el viernes, y de la parte buena de mi conciencia salieron un montón de malos planes para llevármela a la cama.
Empezamos con una botella de whisky. El whisky se parecía a Penélope, sobre todo por lo desconocido de su color.
Le conté todo acerca de mi vida, el buen alumno que había sido en la universidad, las dos únicas novias en la adolescencia, y ese sentimiento de extrañeza que tenía de no haber vivido nada.
De pronto ella miró a otro lado y me dio un beso en la boca, y dijo:
—A mi me pasa lo mismo.
Intenté contarle mis cosas lo más tiernamente posible para que me dijera algo sobre ella, pero era hablar con una roca. Yo ya estaba lo suficientemente borracho para que ella hiciera conmigo lo que quisiera, pero en vez de eso al otro día solo recuerdo que hicimos el amor, como dos enamorados que lo hacen por primera vez. No fue así de atrabiliario como el viernes. Todo fue suave, conociendo y olvidando por un instante cada parte del cuerpo. Nos mirábamos fijamente y ahí, en los ojos, tocábamos o acariciábamos la parte que queríamos tener del corazón del otro. Hasta que ella ya sabía lo que debía hacer y lo hice, pero como si estuviéramos en el mar y nos estuviéramos separando, como si nuestro inconsciente lo supiera desde el primer momento en que nos vimos.
Desperté, y encontré una nota. Decía: «Ulises, ya tienes que llegar al mar». No entendí el mensaje, pero la llamé varias veces al celular y no contestaba. Al otro lado del papel decía: «Miércoles, bahía de Santa Marta. 8 pm». Era martes, llamé a varias aerolíneas a ver si había vuelos para Santa Marta. Encontré uno a las cinco de la tarde ese mismo día. Empaqué ropa para tres días, y reservé en un hotel del Rodadero. Llegué al Dorado muy nervioso. Estaba haciendo algo loco, pero una mujer así no iba a encontrarla otra vez tan rápido. Llegué a Santa Marta a las seis y media y había mar de leva. Estaba lloviendo. Las estrellas estaban más cerca del cuerpo haciendo quemar al corazón. El taxista sacó mi maleta del taxi, y le pagué. Subí las escaleras del hotel lo más rápido posible para no mojarme, llegué a la recepción, y subí a la habitación en media hora.
«¿Qué quieres Penélope?» Pensé. Me acosté en la cama, y no podía soportar los recuerdos. Así que veía el mar por la ventana. Todo lo que había pasado entre nosotros se parecía al mar. Había venido a la costa de vacaciones, pero nunca había tenido la sensación de estar solo ante él.
—Tú no eres el mar, tú eres Penélope —Dije.
Dormí bien y desayuné muy nervioso de lo que fuera a pasar por la noche. Salí a la playa, y las nubes estaban oscuras, como si ella estuviera cerca. Al medio día cayó un aguacero como si el mar estuviera preparado para caer sobre la tierra y tragársela. Llovió todo el día, y la gente decía que era imposible salir. Ya eran las seis, y contraté a un taxista muy arriesgado para que me llevara a la bahía. A las siete y media salimos para allá, pero llovía tanto y el mar caía con tanta fuerza sobre la playa, que creíamos que el viento nos iba a arrastrar. Pero llegamos, y al final de la Bahía estaba Penélope, vestida de azul. Salí rápido corriendo, pero solo pude ver su mano derecha que se despedía, al caer una ola, que destruyó parte de la bahía, y abrió un camino en el mar dejando botes a lado y lado, y la luz nueva del sol que nos saludaba desde la otra parte del infierno. El mar se calmó, y dejó de llover, y fui al sitio donde había estado Penélope. En el agua reposaba una carta. Me lancé al mar, y la recogí. Decía:
Santiago:
El día que nos conocimos estuvimos porque tú eras un Ulises, y tú tenías que encontrarme. Ahora me ha llevado el mar, el sitio al que pertenezco, desde que en el gran poema de Homero tú saliste en mi búsqueda. Ahora mira el cielo que está lleno de estrellas y nos pertenece. Algún día seré tuya de nuevo, hasta que me saques del mar, tú el más viejo compañero.
Llamé a los bomberos, a todas las personas que pudieran ayudarme, pero solo encontré consuelo ahí, en las olas que chapoteaban, y se devolvían. No encontraron nada, el mar se la había llevado, y ahora yo era Ulises, el que debía ir en su búsqueda.
Volví a Bogotá, vendí todo lo que tenía, y un lunes en el que el sol no miraba mi corazón, me hice a la mar con la única pista de que otra Odisea empezaba de nuevo.
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* Andrés Felipe Sanabria es cuentista y poeta bogotano.
Es sentirse dentro del cuento he imaginar todo lo que estas leyendo
Romantico
Excelente escrito muyy romantico 😘😘.
Que Romantico encontrar un santiago