Literatura Cronopio

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DEL VERDADERO ORIGEN DEL MAR Y DEL SOL (LEYENDA ERÓTICA)

Por Laura Juliana Muñoz*

Para una Marisol que no conozco.

MAR

Antes el mar no existía. Al menos no como ese que te hace serpentear el cabello cuando te cuenta un secreto. Cuántos celos de esa caricia como si fuesen mil dedos de aire. O el que vimos anoche, como voyeurs, haciéndole el amor a la luna esperando orgasmos de arrebatada marea. Y yo te siento temblar en mí como una luna en el agua, diría Cortázar. Mis besos lloverán sobre tu boca oceánica de oleaje caliente, diría Segovia.
Ese lago salvaje, ese que te gusta visitar cuando se cuela bajo la falda de la tarde, empezó a llamarse mar justo en el momento en el que supo a lágrima. Antes de eso, no recuerdo, era un nombre simple, como de falsas sonrisas, como de brisa floja que no juega con tu pelo, como de agua tibia que no le coquetea a la luna, que aún es casta.

Eso ocurrió en tiempos de guerra. Imagínate una batalla colosal, de excusas sacadas de la superficie, de náusea en la mañana, en la noche, en el no–tiempo. Una afrenta de dos, tres, seis, no sé cuántos bandos. Al fin y al cabo todos acababan sumándose a los unos o a los otros sin sentirse identificados con ninguno, pero con ese terrible espanto de no ser parte de nada.

Imagínate el polvo, el polvo como un todo. Todo lo que se podía ver, tomar, respirar o comer era maldito polvo. Ni una gota de besos, ni un talle ceñido, ni la carne famélica de los que ya fueron, ni una fulana aguardando la llegada del batallón. No, qué va. Con qué ganas.

La sangre ni se veía. El polvo se la engullía cuando no era que la muerte se negaba, o se borraban los nombres entre fosas omnipresentes. No, no es cualidad sólo de Dios.

Por aquel entonces no quedaba sino llorar. Y Girondo decía en desorden:

Llorar a chorros,
llorar la digestión,
llorar el sueño,
llorar como un cocodrilo,
llorarlo todo, pero llorarlo bien,
llorarlo por el ombligo, por la boca,
llorar todo el insomnio y el día,
llorar ante las puertas y los puertos.

Sobre todo por los puertos, allí donde se lograban escapar algunos, aunque fuera para otra guerra, y a donde llegaba otra camada de vetustos soldados que ya creían que ya se les había extinguido la lástima, el asco, el apetito o la sal. Mentira. Luego se aterraban de los jóvenes que aún eran sus miedos y de esa tristeza que se les aferraba a los huesos cada vez que tenían que sostenerle la mirada a los que no querían despedirse, a pesar de todo, a pesar del polvo.

Entonces las lágrimas empezaron a llamarse mar.

SOL

El sol es, en realidad, un seno.

Sor Lucía me lo dijo hace muchos años, cuando yo usaba uniforme y me tocaba empinarme para lavarme las manos.

En la mañana me enseñaba biología y más tarde me preparaba las noches más oscuras para que yo notara cómo se iban encendiendo hasta las sábanas cuando deslizaba su hábito hacia el piso y descubría el reflejo que escondía en su pecho.

Tenía el tamaño de una toronja cuando ya no está tan ácida. Y olía a panal, de ese que vendían en el mercado sin abejas. Aunque yo lo hubiera preferido con aguijones, en el bosque, donde su aroma fuera más empalagoso. El sol era empalagoso.

Se podía mirar directamente sin que yo me quedara ciega. Y él me veía a mí, me seguía a cualquier lugar de la habitación y a veces se asomaba en clase para vigilar que yo estuviera haciendo la tarea.

No era amarillo como todos pensaban, era más bien pálido, casi traslúcido, tanto así que yo estaba segura de que podía ver el alma de Sor Lucía a través de él y que no era nada limpia, sino magenta, como las venas de la muñeca de mi mano.

El sol tenía pezones de botón para abrochar el firmamento y que no lloviera. Por eso siempre hacía calor cuando el sol salía de noche. Era tibio como un cachorro recién parido. Pesaba sobre el hueco de mis manos.

Sor Lucía me atraía a su cuerpo y me daba de beber y yo le decía que no porque ella no era mi mamá y me respondía que no importaba que era para quitarme la sed, pero yo no tenía sed, entonces que para no tener pesadillas y yo no quería tener pesadillas.
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* Laura Juliana Muñoz es cuentista, periodista y poetisa. Trabajó en la Casa Editorial El Tiempo y El Espectador.

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