HISTORIAS PARA NO OLVIDAR LO APRENDIDO
Por Carlos Arturo Correa Maya*
AGUA PARA EL ÁNGEL DE LA GUARDA
Mis padres me enviaban a la finca de mi abuela materna todas las vacaciones escolares argumentando que merecía descansar después de duros años de exigentes tareas. Debido a la especialidad con que me trataba y al cariño que le profesaba, ambos esperábamos esas temporadas para pasarlas juntos. Después del fallecimiento de mi abuelo, ocurrido muchos años antes de yo nacer, ella decidió vivir en solitario en una casona rodeada de montañas y extensos cultivos y justamente debido a la soledad en que vivía solía decir que agradecía al cielo mi estadía. También gozaba presentándome a los hijos y nietos de sus amigas que vivían en el pueblo cercano a su hacienda, cuando algunos domingos realizábamos largas visitas, que incluían no sólo los últimos chismes del lugar sino ricos algos y abundantes cenas.
Una noche, como ya teníamos por costumbre, estábamos recostados en su cama acompañándonos mutuamente. Ella, contando historias para llamarme el sueño y yo, alucinado, seguía el hilo a sus frenéticas narraciones. En esa ocasión, sutilmente y a manera de chantaje infantil, le hice saber mi temor a estar solo, para que en una cariñosa sesión de cuentos, no sólo me pusiera atención, si no que me prodigara bastante cariño. Me abrazó y comenzó un relato cuya trama giraba en torno a terribles fantasmas, monstruosos duendes y muertos de todos los pelambres, inventados por ella, nuevos en mi pobre repertorio y que me hacían estremecer por un miedo inolvidable que reaparecería en muchas noches futuras. Buscando protección, me aferraba a su mano y eventualmente me tapaba hasta la cabeza con la sábana para dejar de percibir esos horribles monstruos. Es curioso que ogros tan colosales desaparecieran como si nada, con solo abrigarme con la cobija, protegido por una delgada capa de tela. Al verme así, mi querida abuela se enternecía y trataba de disminuir el grado de suspenso en su narración, pero el daño ya estaba hecho. Desde entonces, las noches tienen cierto sentido lúgubre, cuyas sombras esconden despreciables seres dispuestos a abalanzarse sobre mí y devorarme.
Todo se confabulaba contra mi tranquilidad, porque a la par que avanzaban las historias, llovía torrencialmente en toda la región y con cada rayo que caía por las montañas, una ráfaga de luz entraba a la casa iluminando los objetos cuyas exageradas sombras desaparecían tan rápido como se formaban. Además la momentánea luminosidad ponía en evidencia una atmósfera cargada de nubes que no permitían ver las estrellas como era posible observarlas en noches de verano. Cuando mi abuela hacía una pausa en su monólogo, podíamos escuchar con nitidez las aguas de la quebrada embravecidas por la creciente, dándose con rudeza en las rocas de la montaña, en vigoroso paso por debajo de un puente cercano y algunos gritos de desesperación provenientes de fincas lejanas que el eco nos traía por las cañadas. Además sentíamos la ventisca revoletear por toda la casa y a la lluvia, en forma de granizo, pegar duro sobre el tejado, pero lo que más nos ponía nerviosos era el silbido que producía el viento al filtrarse por rendijas de puertas y ventanas. Entonces mi abuela hablaba duro y casi sin parar para no darnos tiempo de oír todos esos ruidos que sabía no nos dejarían dormir.
Al cabo de un rato amainó la lluvia y reinó un silencio inquietante. Recuerdo que después de esa tormenta, ambos quedamos despiertos, nerviosos, callados, atentos y abrazados. Para acabar de ajustar, cuando reiniciamos una inacabada historia, inesperadamente nuestra conversación se vio interrumpida porque tocaron bruscamente la puerta de la casa, con el consabido afán y fortaleza de alguien que está apremiado por una urgencia. Ante el escándalo, nos miramos aterrados, tratando de adivinar qué sucedía.
Por fin lo entendimos. Era una señora que a gritos llamaba para que le socorrieran. Al reconocer la voz de una vecina, mi abuela saltó de la cama y de inmediato acudió en su auxilio. Abrió la puerta, se saludaron, le dijo que entrara, la dejó esperando en la sala y volvió a la alcoba. Dado que ella tenía fama de ser caritativa y muy devota, dijo que la requerían para que ayudase al buen morir de un enfermo que estaba agonizando.
Se arregló rápidamente y antes de salir, sacó del escaparate un cofre donde guardaba objetos personales, lo abrió con una llave que escondía detrás de un cuadro colgado en la pared y extrajo una linterna, una camándula, un crucifijo de plata y un pequeño libro de oraciones. Me miró y preguntó que si quería quedarme solo en casa o deseaba ir con ella. Ante la demora en contestarle y conociendo mis miedos, prácticamente me obligó a que la acompañase, casi sin darme tiempo para vestirme.
Con prisa, salimos los tres hacia la casa del enfermo. Tomó la delantera la señora que fue a buscar ayuda, seguida muy de cerca por nosotros. Mi abuela, con una mano me guiaba y con la otra sostenía la lámpara que por tener pilas viejas emitía una tenue luz, iluminando pobremente el camino. Avanzábamos con dificultad porque el sendero, además de ser pedregoso, estaba aún mojado por la reciente lluvia y las piedras se habían tornado resbaladizas. Como complemento a esta situación, esa noche fue muy oscura, lo que nos obligó a tomar mayores precauciones y nuestro paso se hizo muy lento. Todo el viaje lo hicimos en silencio, sin modular palabra alguna, ni siquiera para quejarnos del estado calamitoso del camino. Era un cuadro conmovedor, dos ancianas y un niño, sin la ayuda de nadie, a altas horas de la noche caminando por un sendero largo, pedregoso y mojado, en medio de altas montañas y bajo una oscuridad total. No entendía las razones para hacer tan largo y penoso viaje, pero ellas sí lo sabían y nos encaminábamos con relativo afán hacia una casa distante de la nuestra.
Cuando llegamos, entramos a una alcoba donde, efectivamente, estaba un hombre acompañado de su anciana madre y una tía, recostado en su cama y por los ademanes que hacía, parecía gravemente enfermo, con una palidez fantasmal y de cuya boca salían palabras poco audibles. Su aspecto de hombre maduro dejaba entrever que su edad rayaba los cuarenta años y lo que resultaba más patético, era su terror a la muerte, pues lo único que se le entendía era que no lo dejasen morir.
Por las condiciones económicas tan precarias en que vivían, la incapacidad para transportarlo hasta el hospital y la distancia de su residencia al pueblo, las dos familiares optaron por atenderlo ellas mismas, aplicándole remedios caseros, que a la postre terminaron alargándole la agonía, dejándolo morir casi sin paliativos para el dolor. Para más horror, el hombre era consciente de lo que estaba por sucederle. Eso explicaba sus continuos lamentos de impotencia y miedo. En esa situación, mi abuela se le acercó cautelosa y, con la suavidad maternal que le caracterizaba, tocó la sudorosa frente del enfermo, la enjugó con una toalla y le dijo algo al oído que lo calmó de inmediato. Quedé maravillado por el efecto de sus palabras. No supe qué le dijo y aunque se lo pregunté en reiteradas ocasiones nunca me lo quiso decir.
De manera espontánea, las dos acompañantes, mi abuela y la señora que nos visitó, situadas alrededor de la cama, comenzaron a orar en voz alta. A medida en que pasaban los minutos, llegaron más personas del vecindario para unirse a las oraciones, recitadas en un coro rítmico, siguiendo la voz cantante de mi abuela, quien sostenía la camándula con su mano izquierda, llevando las cuentas con una habilidad pasmosa y con su derecha hacía cruces en la frente del enfermo. Esa era la acción que en dicha región denominan «ayudar al buen morir». Consiste en rodear la cama del enfermo y recitar en voz alta el santo rosario mientras el paciente pasa el tenebroso umbral de la muerte, con la finalidad de ahuyentar los malos espíritus que, según dicen por ahí, sigilosamente se acercan al agonizante y luchan por llevarse su alma por el sendero del mal, directamente hacia el infierno.
Algunas de las personas presentes allí afirmaron tiempo después que tuvieron éxito rotundo en su labor, pues certificaron haber visto demonios desnudos y terribles, situados en los extremos de la cama, halando las sábanas y los pies del enfermo, pero que por efecto de los rezos, esos extraños seres gemían y retrocedían metiéndose debajo del lecho, hasta desaparecer total y misteriosamente.
Dada mi corta edad, todo lo que estaba sucediendo me era incomprensible, pero sí recuerdo de aquella noche varias cosas con mucha nitidez, tal como si lo estuviese viviendo ahora. Me paré en un rincón de la alcoba, petrificado del miedo al ver la forma de retorcerse el enfermo, asustado por el cadencioso ritmo de los rezos de las señoras, casi ahogado por la falta de aire en la alcoba y sofocado por un extraño calor que lo invadía todo. La dificultad para respirar y la sequedad de la garganta me produjeron extrañas palpitaciones en el pecho y agitados movimientos estomacales, de tal forma que no sabía si lo que sentía eran ganas de vomitar, desmayarme o sentarme, pero lo cierto era que, por obligación, no podía perderme nada de ese grotesco espectáculo.
Efectivamente, como todos lo esperaban, al cabo de un rato, el enfermo exhaló un prolongado suspiro y murió. Todo fue llanto y condolencia en solidaridad con un ser humano que acababa de fallecer. En esas circunstancias, la muerte toca los sentimientos más profundos y hace que la gente manifieste miedo, pesar e impotencia. Unas personas gemían y otras se desplomaron en las sillas a llorar. Una señora allí presente, quizá la más calmada, se dirigió a la cocina, trajo un vaso lleno de agua y lo metió debajo de la cama del recién muerto. Dijo que lo hizo para calmar la sed del ángel de la guarda del difunto y como el señor había tenido una larga agonía, seguramente el viaje fue extenuante y debería estar muy sediento. Supe después que poner un recipiente con agua debajo de la cama de alguien que acaba de morir para que su ángel de la guarda la ingiera, es una antigua costumbre conocida desde la Edad Media, extendida en muchas regiones y de gran arraigo popular.
Parece que una mala noticia es más escandalosa que el estallido de la pólvora, sobre todo en un poblado pequeño, pues vino mucha gente a enterarse de lo ocurrido. Todos lo lamentaban, pensando quizá, que no les tocó esta vez. Entraban a la alcoba para asegurarse de si en realidad alguien había fallecido y como producto de la ignorancia y la desinformación afirmaban que el señor había muerto como de cuarenta causas distintas. En esas circunstancias, todos opinan.
Mi abuela, viendo ese caos y con temor de perderme, me prohibió salir de la casa y exigió estar cerca de ella todo el tiempo, de tal manera que me tocó, sin querer, apreciarlo todo. A eso de las cinco de la mañana, abriéndose paso entre la muchedumbre, el cura párroco llegó hasta la alcoba donde yacía el difunto y, en un acto ceremonioso, esparciendo agua bendita en todas direcciones, recitó frases y entonó unos cánticos especiales, cuyos términos rarísimos no entendí. Todos rezaron y el sacerdote ofició una improvisada misa por el alma del recién muerto. Las oraciones duraron hasta que llegó el médico de turno del hospital, quien, en otra rara especie de rito en solitario con el difunto, certificó como natural la muerte del señor, pero sin causa conocida. Esta constancia haría que los lugareños armaran una comidilla completa alrededor de este fallecimiento y durante más de un año postularon diversas hipótesis sobre la causa de aquella defunción.
Al fin, por ahí a las ocho de la mañana, se llevaron el cadáver para la morgue y posteriormente lo condujeron hasta la única funeraria del pueblo, donde lo arreglaron y lo devolvieron en un ataúd, negro como la noche que me tocó vivir. Las diligencias se hicieron tan rápido que a las diez de la mañana ya estaban de regreso con el difunto para rendirle el último adiós, velándolo en la sala de la casa donde falleció. Con el fin que la gente aguantara el sueño durante largas horas, se servía café y bebidas aromáticas y para aquellos que habían trasnochado en la calamidad, se les daba caldo caliente. Algunos dijeron estar a punto de desmayarse y cenaron a escondidas en la mesita de la cocina. No supe de dónde salió tanta comida para repartir. Mi abuela me advirtió que no recibiera nada porque me contagiaría de la enfermedad que mató al señor y le hice caso, a pesar de ofrecerme cosas que en otras ocasiones hubiera devorado. Lentamente y por familias enteras, venían a dar el sentido pésame a los pocos familiares que el hombre dejó y según se oía decir a los mayores, en vida fue un hidalgo caballero, respetado en la comarca y muy apreciado por los lugareños.
Justo a las doce del día, la misma señora que había puesto el vaso debajo de la cama donde murió el caballero, comentó que iba a ver cuánta agua había bebido el ángel de la guarda. Mi abuela me lo dijo al oído y tomándome de la mano fuimos tras ella hasta llegar a la alcoba. Una vez allí, nos tocó verla cuando se arrodilló en el suelo, estiró su mano derecha debajo del lecho, sacó el vaso cuidando de no derramar parte del contenido y después de una minuciosa observación, en voz alta anunció que efectivamente había desaparecido una considerable cantidad de agua. Su sorpresa fue grande y corrió a mostrarlo a aquellos que estaban en la sala, cerca del féretro. Todos querían verificarlo y se acercaban, en romería, para comprobar por sí mismos la disminución del agua. Quedaron impresionados ante la contundente evidencia que suscitó múltiples comentarios acerca de la veracidad de lo que había dicho la señora, en relación con el agua para calmar la sed del ángel de la guarda.
Hace poco acompañé a un hermano mío a visitar su suegra que padecía quebrantos de salud. Para el efecto, tuvimos que desplazarnos a otro pueblo, distante de aquel donde ocurrió la historia. Estábamos en la sala de la casa esperando que el médico auscultara a la enferma para entrar y darle un corto saludo. El galeno se tomó el tiempo suficiente para revisarla bien y hacer un dictamen acertado. Al cabo de un rato salió de la alcoba y poniendo cara de pesadumbre anunció que la señora acababa de fallecer. Entonces el terror y el llanto de los hijos de la difunta, nueras y vecinas, no tardaron en aparecer.
En esos instantes, un granjero que estaba de visita mencionó algo acerca del agua para el ángel de la guarda, lo que exactamente había dicho en su tiempo la señora del pueblo donde me tocó ver morir a aquel señor. Acucioso, llenó un vaso con agua y se encaminó directo a la alcoba. Supuse, porque no quise verlo, que lo pondría debajo de la cama donde yacía la difunta y de inmediato vinieron a mi memoria los recuerdos de aquella terrorífica e inolvidable noche.
TAREA SOBRE CROMATOGRAFÍA
Un profesor de química tenía por costumbre encerrarse en su biblioteca privada para trabajar con más tranquilidad y hacer lo que más le gustaba: meditar en completo silencio. Su aislamiento duraba hasta que se aproximaba la hora de irse para la universidad. En un fin de semana de mediados del primer semestre del año pasado, se retiró a su aposento favorito para revisar con calma algunos trabajos escritos por sus estudiantes. Al no recibir respuesta alguna a sus llamados y porque durante dos días no se escuchó nada desde el interior, su esposa acudió a la policía para que averiguaran lo que sucedía. Ante la falta de respuesta se hizo necesario tumbar la puerta. Al abrirla se llevaron una desagradable sorpresa, el docente estaba muerto. Los forenses constataron que sufrió de un infarto fulminante, probablemente como producto del cansancio, pues se sabía que a él no le importaba trabajar días enteros sin detenerse ni para comer ni beber. Le hallaron sentado, inclinado hacia adelante, la cabeza recostada en su escritorio y su mano derecha sujetaba un manuscrito de cuatro hojas, ajadas y amarillentas, a las que había añadido una nota personal, poco antes de fallecer.
Su deceso fue noticia en todos los medios de difusión, porque el profesor era muy conocido en la ciudad, destacado entre los científicos de su área, entregado por completo a la enseñanza y la investigación. Cuando me enteré de su fallecimiento, sentí inmensa nostalgia, por la soledad en que murió, por lo que él representó en mi vida y por lo mucho que aprendí en sus cursos. Fue un héroe académico, a quien admiré más que a ningún otro. Y a decir verdad, lo que más lamenté fue mi increíble desagradecimiento hacia él, pues después de ser uno de sus alumnos predilectos, jamás volví a visitarle, ni a llamarle desde que terminé mis estudios universitarios. Es menester que sucedan estas cosas para demostrar la falta de reconocimiento a los méritos de los demás, cuando están vivos. Justamente él nos decía que la envidia, el odio, el amor y la dependencia son sentimientos que ciegan y evitan ver lo bueno de los otros.
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» Agua para el ángel de la guarda! . Me recordó mi niñez, vivir en el campo y maravillarnos por los secretos y cuentos que mis tías, mis primos y los desconocidos a quiénes visitábamos cada día con ocasión de nuestras vacaciones contaban cada vez que mi madre compartía con ellos y cuando niña no podías participar, solo escuchar y dibujar en mí mente las historias y todas sus formas ; son de esas cosas lindas que nunca olvidas, gracias por compartir.
¡Qué privilegio conocerte, querido Carlos! Siempre me han cautivado tus relatos, sean escritos o narrados. Son una excelente combinación entre fantasía y realidad, creencias y sabiduría. Me transportaste a tus maravillosas clases de Química Instrumental con el cuento sobre cromatografía; no paré de sonreír mientras lo leía.
¡Excelente maestro, magnífico escritor!
Excelente sus escritos, de esas historias que no se quiere que terminen, gracias Profesor Carlos por compartirlas conmigo, muchas felicitaciones.
Una mezcla llena de muchos anolitos de subes y bajas, de caídas y resbalones, la anécdota de una vida llena de logros, y las gracias por todos los días enseñarnos, más que un sentimiento, un corazón lleno de química para el mundo
La ficción, la teoría y la realidad se complementan y se unen en una historia entretenida de principio a fin.
Es impresionante la habilidad del escritor para generar esa mágica atmósfera, en la cual, el lector es capaz de imaginar, de forma fantástica, la historia mientras la lee.
¡¡Felicitaciones por tan maravillosos cuentos!!
Es una mezcla de talento y esfuerzo, de humanidad y empatia lo que reflejan sus cuentos, Carlos. Me producen placer y nostalgia, al verme reflejada en ellos. Envidio su sabiduria y poder… Espero algun dia poder producirle lo mismo, querido profesor, con uno de mi autoria.
Gracias Carlos por contarnos estas dos cuentos de infancia y asombro!, el asombro es clave en el aprender! los disfruté mucho!! con aprecio, YM
Caliche, Felicitaciones
Es volver a los miedos de la infancia y a los miedos cotidianos. Recuerdo esos fantasmas que rondaban la almohada al dormir en noches oscuras silenciosas. Recuerdo los muertos y esos rituales macabros. Todos reunidos alrededor del ataúd, esos rezos incesantes de duelos y plañideras queriendo retener el difunto en este mundo sin querer liberarlo de las ataduras de este. Vuelvo a recordar esa agonía espantosa de viejos y niños, renuentes siempre a entrar por el túnel de la muerte, y nuestro convencimiento arrogante de nuestra propia inmortalidad. Sin embargo, nuestros fantasmas, y nuestros miedos no se van, y siguen creciendo en nuestros sueños y nuestros días.
Profe excelentes los cuentos. Lo transportan a uno a esa antioquia indomita.
Me gusto particularmente el de la cromatografía. Un maestro ejemplar como ud mi querido profe!!
Carlos,
He logrado disfrutar la cautivadora historia, quizas por el entorno que recrea y el momento de la niñez… me revivió recuerdos de la abuela, pero te confieso, no tuve esas cercanias con la muerte y el Angel, pero comprendí todo el fervor religioso de una época.
Espero continuar deleitandome con los «cuentos de un hombre comun» y seguirte la huella en tus narraciones. Felicitaciones
Es grato encontrar literatos que puedan entrelasar elementos de teorias establecidas con
mundos magicos .Demostrando que con ensayos como estos se pueden conocer
¡Genial como siempre! Me sorprende la manera como envuelves tu vida en un cuento. «La lógica química indica que los constituyentes de la tinta usada por él se distanciarán deformando las palabras escritas y simultáneamente liberarán aquellos escondidos y coloridos dioses».
¡Gracias por tus cuentos!
Buenísimos los cuentos. Se viven, atrapan y hacen recordar. Esta publicación todo un éxito. Felicitaciones Carlos Arturo
Carlos,
Una buena historia y además bien contada te atrapa. Gracias por atraparme. ¿Cuando tendremos otra?
Carlos, tan pronto recibí tu mensaje me di a la búsqueda de este par de cuentos, consciente de lo que podría ocurrir si empezaba a leerlos… ¡y ocurrió! Como siempre me sucede con tus historias, escritas o narradas, ya no pude parar hasta llegar al final. Me encantan tus cuentos y me encantan las reacciones que provocan entre quienes te conocemos en calidad de docente, colega y amigo. ¡Felicitaciones por el nuevo libro!
Siempre disfruto cuando los hombres recuerdan su pasado y buscan en la memoria, fragmentos de niñez, anécdotas que valen la pena compartirse. Me gusta su estilo, el lugar de donde recoge la inspiración, la manera en la que teje la historia. Me gustaría encontrar más de su personalidad ocurrente y pícara. Chevere que lo haya compartido con sus estudiantes.
Carlos, qué bueno haber encontrado estos cuentos. ¡Quedé antojado de leer más cuentos de un hombre común e historias para no olvidar!
Carlos, como siempre maravillosos cuentos que llegan al corazón, en especial el de la cromatografía porque me recordó sus clases. Empezando por poco espero llegar a deleitar tanto a mis estudiantes como este profesor lo logró con su estudiante, y como usted lo logró conmigo.
Isabel y Valentina
Profesor Carlos, fue un buen pasaje imaginativo el que nos produjo su texto, la naturalidad y el léxico critiano son de admiración, creando un ambiente acogedor y agradable al entender humano.
Nuestras más gratas felicitaciones.
Profe, me alegro que le hayan publicado su historia, y ojala nos siga compartiendo sus anécdotas!
Conocía la tradición, pero nunca me había parecido tan entretenida, muy buena manera de narrar la historia felicitaciones profe, muy buen escritor, impresionante.
Querido y admirado profesor; me enorgullece de sobremanera haber sido una de sus estudiantes, de quien aprendí no solo sobre la materia de química… sino de un ser humano integro y que deja huella.
Me encantan sus historias… tienen el encanto que hace no querer parar hasta saber el desenlace final. 😉
MUCHAS FELICITACIONES…
Carlos te felicito de corazón por escribir estos bellos cuentos y estoy segura que Mama desde el cielo te felicita también por ellos, pues sabes cuanto le gustaba leer cada una de las palabras que componian tus cuentos.
Apreciado Carlos: brillante este, como todos tus otros cuentos que conozco. Cuantos recuerdos me traen tus «historias». Un abrazo
Muchas felicitaciones. La forma de escribir y los relatos no solo reflejan el disfrute de este arte, sino de una vida llena de experiencia. «Lo bueno, si breve, dos veces bueno»
Simplemente maravilloso, como todo lo que haces… tus palabras simplemente transmiten !!
Que orgullo tenerte como profesor!!
Felicitaciones por tan linda Historia !!
Excelente historia, pensaba que no se acabaría tan pronto. felicitaciones a tan buen escritor!!
No pare un segundo de leer esta maravillosa historia, me gustaría seguir divirtiéndome con todos estos relatos!
A todos sus estudiantes nos llena de orgullo saber que contamos con un maestro con estas capacidades, que las historias que llenan nuestras horas de clase sean compartidas con el mundo es muy gratificante.
Espero poder seguir leyendo este tipo de historias.
Excelente relato. Muy entretenido y lleno de temas interesantes. Felicitaciones al autor del libro y espero más de estas historias tan bellas y relacionadas con una parte muy importante en mi vida: la química.
Que lindas historias Don Carlos, no olvido lo que con sus palabras he aprendido. Felicidades!