FUGACIDADES TRANSBORICUAS
Por Francisco Cabanillas*
[x_blockquote cite=»Francisco José Ramos» type=»left»]Lo infinito es inseparable de la fugacidad… Se trata, simplemente, de estar o habitar la inmensidad del momento que abarca la integridad del universo entero [/x_blockquote]
[x_blockquote cite=»Elizam Escobar» type=»left»]El problema —el eterno conflicto— es que el arte no puede ser reducido a una imitación de la vida ya que es una fuerza extraordinaria para continuar la vida por otros medios…[/x_blockquote]
PRIMER ROUND
De un amasijo de papeles, notas escritas con tinta roja, entre las que se destaca, en letra más grande, esta cita, «Eugene O’Neill detestaba el materialismo-imperialismo-racismo-puritanismo estadounidense», surge nuevamente la figura estridente del Transboricua (1999), de Pepón Osorio. Un tipo raro, boxeador transmoderno, frente a un micrófono negro, encerrado en una valla en el sótano de una tienda, con hambre de ser más que una convergencia nuevayorquina [sic] de 6 banderas (Puerto Rico, México, República Dominicana, Venezuela y Cuba).
Frente al espejo de la realidad que lo circunda, el Transboricua practica sus movimientos pugilísticos como si fuera uno de los personajes narrativos de Los nuevos caníbales (2003), antología de cuentistas caribeños: «siempre que me juqueo sucede lo mismo. Miro hacia el espejo y éste me devuelve un rostro ajeno al mío» (Pastor de Moya).
El Transboricua pone los guantes de boxeo en alto, imitando la imagen de Yo quiero morir como un negro (1993) de Arnaldo Roche Rabell. Se mira en el espejo buscando la careta dentro de la cara que hay en la pintura de Roche. Como no la encuentra, se fija en la etiquetita argentina que ha pegado en la esquina superior derecha del espejo: «Libros ETERNA CADENCIA Honduras 5574 TEL./FAX: 4774-4100 WWW.ETERNACADENCIA.COM.»
Con el guante de la mano derecha, se rasca la nariz. Parece un boxeador cortazariano. El efecto literario, resultado de la «ficcionalización» del ensayo, se siente de inmediato. Como consecuencia, algunos de los libros que el Transboricua compró en el último viaje a Buenos Aires (2013), caen de la estantería al escritorio cubierto de papeles: Las cuestiones (2007), de Nicolás Casullo; Buenos Aires. Una mirada filosófica (2000), de Esther Díaz; y Orden de compra. Diarios de un consumidor compulsivo (2010), de Julián Gorodischer.
El efecto se intensifica. La literatura se mezcla con el cine. Del boxeador cuasi cortazariano que se limpia la nariz con el guante de boxeo —pintado de bandera dominicana—, el Transboricua da lugar a que una película de Leonardo Favio, Gatica (1993), irrumpa y se quede momentáneamente con la narración. La cámara de Favio se mueve magistral y lentamente alrededor del boxeador argentino.
Por un lado, la proximidad de «El Mono Gatica», boxeador peronista por antonomasia, con el Cortázar antiperonista de «Casa tomada» (1946), saca chispas; por el otro, la crítica —ser ideológicamente peronista— que el escritor/filósofo José Pablo Feinman le hace al cine de Leonardo Favio, pone al Transboricua patas arriba.
Frente al espejo, dando puños como El Mono, el Transboricua se sale de la autorreflexión. Se quita los guantes. Se acerca al escritorio. Agarra el libro de Julián Gordodischer, Orden de compra. Diarios de un consumidor compulsivo. Revisa los cinco primeros capítulos: «Starbucks», «McDonalds», «Abasto Shopping», «Walmart» y «Coca Cola». Como un personaje silenista, escupe (¿mezcla el barro con la saliva?).
ROMERO
En una conferencia sobre el Caribe —un tributo al centésimo segundo aniversario de la escritora cubana Gertrudis Gómez de Avellaneda— celebrada en Milwaukee (2014), el Transboricua se mueve como Pedro (¿Pietri?) por su casa: sombrero puertorriqueño, cara mexicana, guantes dominicanos, pecho venezolano y mochila cubana en la espalda. ¿Qué más se le pude pedir a un boxeador parado frente a un micrófono? ¿Que hable con acento de Cartagena de Indias? ¿Que le guste la sopa de plátano, de la que habla Edgardo Rodríguez Juliá como legado glorioso de la africanía boricua?
Entre los conferenciantes, se topa con un salvadoreño que le recita los últimos versos del «Poema de amor» (1974) de Roque Dalton: «los más tristes del mundo, / mis compatriotas, mis hermanos». El Transboricua le habla de otro salvadoreño, Horacio Castellanos Moya, cuya novela, El asco (1997), golpea la cultura salvadoreña. Pero también le habla de otra de sus novelas, Insensatez (2004), que celebra críticamente el delirio literario. La realidad parece fantasía. El salvadoreño le dice que un epígrafe de Moya Castellanos encabeza uno de sus libros [del salvadoreño], Semos malos (2013). El Transboricua pregunta: ¿semos o somos?
Semos, responde el autor, porque se trata de un título extraído de otro escritor salvadoreño, Salarrué, cuyo cuento, «Semos malos», pertenece a un libro canónico, Cuentos de barro (1933). El Transboricua le pide al salvadoreño que escriba la cita de Castellanos Moya en un papel:
Hay que estar loco, definitivamente, como vos, Moya, para creer que se puede cambiar algo en este país, para creer que vale la pena cambiar diálogo, para creer que a la gente le interesa cambiar algo, me dijo Vega, ni siquiera once años de guerra civil sirvieron para cambiar algo, once años de matanza y quedaron los mismos ricos, los mismos políticos, el mismo pueblo jodido y la misma imbecilidad permeando el ambiente.
Entre El Salvador y Puerto Rico, le dice el Transboricua, está siempre la estelar actuación de Raúl Juliá en Romero (1990). Sí, responde el salvadoreño, pero esa película desvirtúa la realidad de Romero. ¿Cómo? Ficcionalizando su encarcelamiento. El Transboricua recula. Pierde un poco el balance. No lo quiere creer. O sea, se dice a sí mismo, que aquella escena, casi bíblica, en que los militares salvadoreños arrestan a Romero (lo encarcelan y lo hacen escuchar los gritos de los torturados), nunca pasó.
El Transboricua se sale del ensayo. Busca en Internet y encuentra lo que persigue: Monseñor. El último viaje de Romero (2011), documental que cubre los tres últimos años de vida del monseñor (1977-80), que fueron los más intensos, cuando lo hacen arzobispo y él se transforma en defensor de su pueblo. Documental que, a diferencia de la película, no muestra a Romero bajo las rejas, encarcelado, gritando como un loco, «somos seres humanos, somos seres humanos…» Las sorpresas se multiplican. En el proceso de búsqueda, el Transboricua descubre una alegría vieja: la «Elegía a Romero» (1996) que le dedica el violinista francés, Jean Luc Ponty.
Consternado, el Transboricua le pide al salvadoreño que se defina en el contexto de su libro de relatos, Semos malos (2013), prologado por una boricua, Astrid Bird-Soto, e inspirado en la «sociobiografía» de otra boricua, Dinorah Cortés-Vélez (quien a su vez se inspira en una afroamericana, Audre Lorde):
Los pobres no hemos sido ningunos santos, y al tener la oportunidad descargamos todo nuestro conocimiento de Galeano y de Robin Hood para vengarnos y expropiar a esos cuyo dinero lo han de haber ganado de forma ilícita, lo hacemos. Simplemente hay que pasar por los monumentos a don Cristóbal Colón y a la Reina Isabel con la cara macheteada en pleno centro de San Salvador para darnos cuenta del resentimiento acumulado (Nelson López Rojas).
20 DE DICIEMBRE
El Transboricua se quita el sombrero —la pava— pintado de bandera de Puerto Rico y se pone la gorra de «Paz para Vieques» (1999-2001-03). Inevitablemente, piensa en Rubén Blades y por eso mismo en Panamá; sobre todo, en los 25 años de la invasión (1989-2014), llamada, para el acierto de George Orwell, «Operación Causa Justa», mediante la cual Bush padre inauguró el Nuevo Orden postsoviético de la unipolaridad sobre el cadáver de Omar Torrijos. ¿Mano de Piedra Durán? Otra vez el horror; la impunidad y el triunfo de la violencia.
En el ciberespacio, el Transboricua se cruza en la revista Rebelión con el artículo del líder estudiantil panameño, Juan Alberto Cajar, «25 años de la invasión a Panamá, memoria colectiva y las nuevas generaciones»; lectura crítica de la invasión y del neoliberalismo que le siguió en busca de «nuevas estructuras de participación». De ahí, el Transboricua salta a la propuesta oficialista y clasista —«Si los panameños habían recibido a los norteamericanos como liberadores…»— de Marc Bassets, en El País, «De Panamá a Panamá», que ve en la próxima Cumbre de las Américas de abril de 2015, a celebrarse en Panamá, una oportunidad para establecer, a raíz de la «reconciliación» entre Obama y Raúl Castro, una «nueva era» en las relaciones de Estados Unidos y América Latina. Bassets no contempla que esa «reconciliación» se da sobre las espaldas de Venezuela, ¿la nueva Cuba de Estados Unidos?
Entre ambos artículos, la propuesta del historiador estadounidense, Greg Granding, «La guerra que fue el comienzo de todas la guerras», se vale de una imagen más que certera: «la ruta [militar estadounidense] hacia Bagdad [en 2003] empieza en Panamá [en 1989]». Guerra esta que legitima la nueva casus belli usamericana: la defensa de «la democracia» supera las impertinencias de la soberanía nacional.
El oficialismo de Bassets es abierto; cita que solo unos cientos de panameños murieron en la invasión. Su clasismo es solapado: ignora la resistencia popular y por ello la tragedia de El Chorrillo, barrio que por ser base de Noriega, la invasión hizo cenizas. Evidentemente, Bassets nunca ha visto el documental emblemático de la invasión: The Panamá Deception (1991), cuya tesis explica el descomunal asalto militar como medio para erradicar las fuerzas militares panameñas y asegurar la presencia de Estados Unidos, una vez el Canal regrese a Panamá el 31 de diciembre de 1999. Juan Alberto Cajar remata: Panamá ganó el Canal, pero perdió la soberanía. La consigna, dice, consiste en reganarla desde el pueblo, necesariamente, contra el imperialismo.
HISPANIOLA
El Transboricua se mira —mejor dicho, se oye— en el cuento dominicano: «siempre que me juqueo sucede lo mismo. Miro hacia el espejo y éste me devuelve un rostro ajeno al mío» (Pastor de Moya). Por eso, la imagen del perro de José García Cordero, lo mira. Como no se reconoce en lo que ve, el Transboricua está listo para romper el espejo de un puño. La mirada del perro le recuerda la ferocidad del dictador Trujillo (¡el terror de los Volkswagen negros!).
Desde la dominicanidad que lo conforma, el Transboricua siente lo que le falta: una bandera haitiana. Piensa en los cuentos de Ana Lydia Vega; en la haitianidad boricua de Jean-Michel Basquiat, uno de cuyos personajes pictóricos René, de Calle 13, se tatuó en el brazo. Sabe que la «sociología tropical» de Ángel Quintero Rivera, en Salsa, sabor y control (1998), parte de la alegría caribeña descrita por el sociólogo haitiano, Gerard Pierre-Charles. Finalmente, el Transboricua encuentra lo que busca: una crónica reciente de solidaridad boricua con los haitianos de Leogane, epicentro del terremoto (2010), del arquitecto Edwin Quiles: El haitiano que hablaba inglés. La escuela primaria que construimos en Haití (2014).
ÚLTIMO ROUND
El Transboricua se sale del Caribe. Desde la metáfora pugilista, no puede sino pensar en la banderita que vio en el contexto aledaño a Casapueblo, Uruguay, en la primera parte del nuevo milenio, mediante la cual su autor, Carlos Páez Vilaró, hacía una referencia existencial tácita —estoy en lo último de la vida— que remitía también al libro homónimo de Cortázar de 1969.
La literatura ondeaba desde la banderita; flujo de escritores movidos por el viento del sur, frente al Río de la Plata, a cuyo sol Páez Vilaró le escribió un poema que se lee todos los atardeceres desde Casapueblo, para despedir el astro. Paganismo que libidiniza al Transboricua, haciéndolo pensar en el ensayo de José Enrique Rodó, Ariel (1900); y en la prosa de Eduardo Galeano. El mapa al revés de Joaquín Torres García, América invertida (1943), lo hace sentirse patas arriba. ¿No ha sido siempre el sur nuestro norte?
El Transboricua cruza de noche en el Buquebús de Montevideo a Buenos Aires. Sube a cubierta hasta que se hace peligroso. La fuerza del viento del Rio de Plata, una violencia romántica, lo remite a la poesía cubana del siglo XIX, de José María Heredia:
Huracán, huracán, venir te siento,
Y en tu soplo abrasado
Respiro entusiasmado
Del señor de los aires el aliento.
Cuando llega a Buenos Aires, el Transboricua se fuma la novela de Ricardo Piglia, Blanco nocturno (2010), y al rato se esfuma.
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* Francisco Cabanillas. En 1991, obtuvo un Ph.d en literatura hispanoamericana en la University of Connecticut, Storrs. Ha publicado tres libros: Escrito sobre Severo (1995), Pedreira nunca hizo esto (2007), K-lores del trópico: ensayos transboricuas (2012). Tras varios años de trabajar con la literatura de Yván Silén (Puerto Rico), su manuscrito sobre la misma, Ensayos silenistas, está en proceso de publicación. En 2007, Pedrira nunca hizo esto, obtuvo el premio en la categoría de ensayo del Instituto de Cultura Puertorriqueña. Desde 1991, enseña lengua, literatura y cultura hispanoamericanas en Bowling Green State University, Ohio.