Literatura Cronopio

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Si hay para quienes CU es los alimentos que ofrece —una especie de sinécdoque culinaria— y la sazón de éstos es un mapa gustativo (hay quienes aseguran que los tacos que se consiguen en la Facultad de Filosofía y Letras son mejores que otros, y así se guían espacialmente) lo mismo se aplica para la ciudad de México. Pienso en un amigo de la preparatoria a quien, siempre que le cuestionábamos sobre algún lugar, se guiaba a través de puestos de comida.

—Ayer que no viniste nos mandaron al museo Dolores Olmedo, ésa es la tarea. ¿Sí sabes dónde está?

—Sí, por ahí como a dos calles venden unas quesadillas de este tamaño —y abría las manos como si fuera a estrangular a un león.

No importaba el lugar mencionado, él siempre encontraba una referencia culinaria. Lo imagino circulando por las avenidas cercanas al metro Constitución de 1917, la estación más cercana a su casa, a bordo de su Volkswagen blanco, con ojo vigilante —y quizás olfato y papilas gustativas en alerta— presto a desembarcar en el puesto más insospechado para, así, construir su ciudad a través de sentidos con los que, normalmente, no navegamos: una especie de baquiano citadino, un sibarita nómada e insaciable. Y como él he conocido a más personas, todos ellos hermanados por un vientre prominente y, además, trabajos que les requieren moverse constantemente por la ciudad, en una combinación de auto y caminata: técnicos de teléfonos, electricistas, repartidores de muebles. Otra ciudad dentro de la ciudad. Una ciudad comestible, surcada por ríos de grasa líquida.

IV

Hace años, casi 20, mi papá tenía, en la cajuela de su carro, un ejemplar destrozado de la Guía Roji. Me gustaba ver los mapas, aunque luego de un par de minutos la desesperación por ver tantas calles era inevitable y dejaba el ejemplar en el olvido, para luego limpiarme el aceite quemado que lo cubría. En las pocas ocasiones en que me llevó a visitar la oficinas de su trabajo —que también él visitaba poco, ya que al ser agente de la dirección general de servicios de transporte, las calles eran su oficina— recuerdo ver a los demás agentes subir a sus autos y desbarrancarse en donde terminaba mi vista, todos a cubrir una parte distinta de la ciudad; ellos, quizás, construían su ciudad de forma colectiva. En el camino de regreso a casa, en el Estado de México, las calles me parecían eternas, idénticas a veces, y me daba miedo pensar que me dejarían abandonado ahí, a mi suerte, y que no sabría volver a casa. La ciudad como un animal incomprendido, a quien se teme injustificadamente.

—¿Y te sabes todas las calles? —le pregunté una vez, con la Guía Roji en la mano, dispuesto a iniciar un examen sorpresa.
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—No todas, son muchas. No creo que alguien se las sepa todas todas.

Me intrigaba, aún me intriga, debo confesarlo, la existencia de este hombre —o mujer— que conozca todas las calles del Distrito Federal, hasta las más pequeñas, donde no vive casi nadie, a donde no se llega por error. Supongo que no existe, y que aplica aquí el principio de que no podemos saber todo sobre algo, pero podemos saber algo sobre todo.

La Guía Roji desapareció un día, no recuerdo si la tiraron a la basura. Mi hermano, a quien pregunté sobre la dirección aquélla, ahora es quien más parece saber, de los cuatro hermanos que somos, sobre el DF; es una especie de ritual de iniciación en la familia: mi abuelo, agente de policía y tránsito, pasó la antorcha de las calles a mi padre, quien la pasó, indirectamente, a mi hermano. Ahora la Guía Roji ya no se usa: hay aplicaciones de celular que localizan cualquier calle de la ciudad, y hasta dicen cuánto falta para llegar. Hace unos días, mientras un grupo de amigos y yo recorríamos las calles del centro en el auto de uno de ellos, en busca de un banco (las calles, al anochecer, mutan, ya no son la misma que por la tarde: pasa el Metrobús, sin gente casi, a mucha velocidad, y uno se pregunta si el olvido viaja en esos asientos vacíos) pensé en preguntar a alguien en la calle sobre lo que buscaba, pero no fue necesario: la esposa de uno de ellos localizó un banco con ayuda de su teléfono celular. O sea que ya no se usa el ¿disculpe, dónde hay un banco de tal o cual?, les dije en broma, pero fue cierto, y ahí se me murió un pedazo del mundo que conocí, de la ciudad en la que crecí. Estábamos cerca de la calle Regina, y a nuestro lado, una vez que encontramos estacionamiento a esas horas de la noche, y nos dirigíamos a un bar, pasó un grupo de jóvenes totalmente ebrios. La ciudad que se construirán, me dije, no se parecerá a la mía, a pesar de que estamos en la misma calle, entre los mismos edificios; como esa cuestión, casi filosófica diría yo, de entender si el rojo que yo veo es el rojo que tú ves.

Pensé en mis primeras visitas a esta zona de la ciudad, cuando mi mamá me llevaba, de la mano, a comprar ropa interior para toda la familia en las tiendas aledañas, casi todas propiedad de judíos mal encarados, que trataban a los empleados de las formas más hostiles; eso fue la semilla de mi ciudad, la que comencé a construir hace años ya. Antes, pensé por un segundo, mientras entrábamos a una vecindad que usan como bar, antes no existía el Metrobús; en mi mente, además, la ciudad era un manchón enorme, insospechado, terrible y seductor, al que ahora, al paso de los años, le he colocado edificios, casas, estaciones de metro y, sobre todo, experiencias y recuerdos. Como dice José Emilio Pacheco, en voz de Carlos, protagonista de Las batallas en el desierto: «Se acabó esa ciudad. Terminó aquel país. No hay memoria del México de aquellos años. Y a nadie le importa: de ese horror quién puede tener nostalgia». Creo que yo la tengo.

V

En el juego «Adivina quién», tan de moda cuando yo era niño —finales de la década de los 80, principio de los 90—, uno tiene que adivinar qué personajes tiene el contrario, y esto se logra con base en ciertas preguntas que nos llevan, directamente, a adivinar ante qué personaje nos encontramos; es decir, vamos construyendo una fisonomía, y por ende un personaje, a través de lo que éste no es. Se empezaba con la pregunta básica «¿tu personaje es hombre o mujer?, y teníamos la primera pista: el sexo. Fuera cual fuera la respuesta sabíamos, por acierto o discriminación, el sexo del personaje, y de ahí partíamos a más pistas (menos mal que el juego se inició antes de la época floreciente de la comunidad LGBTI, porque entonces las partidas hubieran sido más extenuantes). Las preguntas siguientes disipaban, gradualmente, las dudas, y develaban una fisonomía a la que iba pegada un nombre. Ganaba quien adivinara primero todos los personajes del rival. Lo mismo se puede hacer con la ciudad.

— ¿Tu ciudad huele a pasto mojado a las 9 de la mañana, cerca de metro Etiopía?

—No.

—¿Tu ciudad sabe a muerte, a olvido, a las cuatro de la mañana a las afueras de metro Chapultepec?

—Mmmmm… creo que no.

Otra vez, el elefante y los ciegos, cada quien viendo un punto distinto del mismo lugar, desde donde cambia. Empatar lo que nuestras ciudades no son, no tienen en común, para ver qué cosas sí tienen de común. La ciudad sólo es la misma ciudad para todos en cuanto a hechos, jamás en percepciones.

Viene a mi mente una canción de La ley, «En lugares». Nunca la he acabado de comprender bien (y quizás, por eso, es de mis favoritas) pero, además de sus arreglos y la voz que la acompaña, algo de lo que más me intriga es la letra:

Esto no es California ni noche en Madrid
Son cuerpos y hombres, próximo fin.
Cómo escapar a esos gritos,
Dónde encontrar el sentido.

En lugares.
En lugares.

Esto no es Barcelona ni calles de abril.
Son cuerpos en bares buscando un fin.
Cómo escapar a esos gritos,
Dónde encontrar el sentido.

En lugares.
En lugares.

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Y eso es todo. A mi parecer, esta canción, como las ciudades mismas, como en el juego, con pocos elementos (pocos edificios, pocos callejones, pocas palabras) se nos da la libertad de crear infinitas ciudades. Si la canción nos dice lo que no es, nos queda, solamente, con nuestras propias experiencias, crear lo que sí es. Y como en el juego que mencionaba, a veces, sin haberlo explicitado, con familiares o amigos he cotejado su ciudad y la mía, construida a partir del DF.

De una base común, una misma concatenación de construcciones y calles, una ciudad tabula rasa, digamos, se construyen infinidad de lugares, a veces más con el pensamiento que con la vista o los hechos. Una calle puede separarnos para siempre, afirmaba De Quincey; en todo caso, un vistazo de la misma calle (al mismo tiempo, incluso) puede separarnos para siempre; como hablar un idioma distinto porque, como dijo una maestra «una lengua es una forma de comprender el mundo, de adueñarnos de él». Seguro estoy, podría jurarlo, que estas calles, esta ciudad, es otra cuando la recorre, por ejemplo, un angloparlante. Pienso en la película Italiano para principiantes, de Lone Scherfig, donde un grupo de daneses viajan juntos, acompañados por su maestro de italiano, a Venecia, que no es la misma Venecia, estoy seguro, que se construye un ítalo parlante. El arco donde dos de los protagonistas se enamoran no es el mismo arco por el que sólo pasaron los demás, a pesar de ser las mismas piedras. La ciudad, en ocasiones, me parece un test psicométrico, donde se verá quién eres (o quién no eres) con base en lo que construyas con esos bloques de cemento y calles.

La ciudad, un acertijo, un laberinto a medio construir, semilla de ciudades. Dónde encontrar el sentido.

VI

La ciudad también tiene, en ocasiones, su doble casi exacto, sólo distinto en pequeñas cosas. Por ejemplo, recorrer la ciudad de noche, cuando no hay tanta gente —porque las ciudades sólo pueden estar vacías en las pesadillas— es como mirar los negativos de una fotografía; parece haber fantasmas, sombras que no pertenecen a ningún cuerpo.

Llueve a veces, y los edificios y las casas se tiñen de cristal. La ciudad no es la misma cuando llueve, algo cambia, es como verla detrás de un cristal esmerilado (si una ciudad puede asirse, digamos, este agarre cambia durante la lluvia, y con ello el tacto; nadie, ni siquiera la lluvia, tiene manos tan pequeñas, dice Cummings). Y luego, cuando la lluvia cesa, esa ciudad, la que queda, no es la ciudad seca ni la ciudad durante la lluvia: es otra. Incluso nace otra ciudad en los charcos, una que está de cabeza, y deja ver cosas que normalmente no veríamos. La mejor forma de recorrer la ciudad, según mi experiencia, mientras llueve, es a pie, y no sólo por cuestiones de apreciación, sino de seguridad: las calles mojadas son peligrosas si se recorren en bicicleta, y lo mismo, aunque en menor medida, aplica para los autos.

Del aire no hablo, es decir, de recorrer la ciudad por encima de los edificios: nunca he viajado en helicóptero, y la ciudad desde un avión, dada la altura y la velocidad, es un parpadeo, dos a lo mucho, una ciudad de hormigas, una brizna de edificios que se va rápidamente.

Pienso otra vez en la ciudad bajo la lluvia (imposible ignorar esa imagen) y en que ésta es, para mí, la mejor forma de recorrer la ciudad; la lluvia, además, brinda la soledad necesaria para recorrer las calles: la gente corre a refugiarse y entonces queda, para los demás, mucha ciudad, casi imposible de asir en su totalidad. Además, olvidé mencionar, la ciudad lluviosa, la ciudad lluvia, me es más fácil de recordar (será que somos agua, pienso, y nos buscamos con ella, y nos hacemos casi uno mismo) y me es más fácil recorrerla de la forma que considero más profunda: con la memoria, con el lenguaje. Recordar la ciudad, en un ejercicio similar a la regurgitación, para extraer de ella todos los nutrientes, todos los detalles, todas las vistas posibles que hayamos podido capturar sin darnos cuenta; recordar es re-correr por la ciudad, volver a transitarla. Salir a caminar por las calles de la ciudad es disparar con el obturador de la mirada para, una vez en casa, en el silencio, revelar las fotografías en el papel en blanco o en el papel del habla y apreciar, con lupa, los detalles que estaban ahí, a veces más importantes que lo que apreciamos en primer plano, como en El ciudadano Kane. Después de todo, como dije, la ciudad son sus detalles, sus pequeños recovecos que, como clavos, a veces rasgan el velo de la distracción y nos quitan la cotidianidad de los ojos. La ciudad que implota, digamos, y va adquiriendo certeza y rostro conforme atendemos más lo pequeño que lo evidente; como ir de lo macro a lo micro. Como dijo Brodsky:

Si hay un aspecto infinito del espacio, no es su expansión, sino su reducción, aunque sólo sea porque ésta, por raro que parezca, siempre es más coherente. Está mejor estructurada y tiene más nombres: célula, armario empotrado, tumba. Las ampliaciones sólo tienen un gesto ampuloso.

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VII

Pensemos en museos, casas de cultura, teatros, cines, galerías: la ciudad de México, cosmopolita, como muchos la adjetivan. En los museos, por ejemplo (y pienso en el Museo de antropología e historia, así como en el Museo del estanquillo) hay vestigios de otras ciudades, de otros tiempos; lo que el curador o los historiadores consideran valioso, representativo, es lo que se conserva, lo que se muestra: nosotros, los espectadores, los que estamos del otro lado de la vitrina, construimos una ciudad a partir de esas muestras que nos brindan. Otra vez el recorrer la ciudad a pie parece ser la mejor opción. Y en el museo del estanquillo, por ejemplo, se puede recorrer la ciudad no sólo en términos espaciales, sino temporales: un viaje a la ciudad que dio origen a esta ciudad que conocemos. Después de todo, creo, el recorrer la ciudad en cualquiera de los medios que mencioné (es decir, diseccionar la ciudad de distintas formas) es similar a recoger objetos para un museo; el recuerdo, el habla, la memoria, serán las herramientas de limpieza con las que demos mantenimiento a estos fragmentos de ciudad que recabamos con cada visita.

Porque las cosas no son simplemente lo que son, me parece, sino lo que dejan en nosotros; que la ciudad, ante todo, es un enorme espejo donde, una vez que nos vemos, cambiamos; la ciudad cambia a la par que nos hace cambiar. Y porque la ciudad, más que significado, es significante: un vocablo que despierta mil imágenes, acaso más, dependiendo de quién la escuche. Construiremos una ciudad, sólo una, en nuestra vida: nacerá en nuestro primer contacto con ella, con sus edificios y calles, su gente y sus espacios abiertos; a lo largo de los años añadiremos o quitaremos detalles, pero siempre será la misma ciudad.

Porque a quien diga ciudad, y en el pecho no le nazcan postes, edificios, una lluvia como mecanografía de cristal, calles eternas, rostros, voces y un pasado y un futuro, entonces algo ha hecho mal todos estos años. Porque a quien la palabra ciudad le evoque solamente un espacio para llenar los días, un algo que está ahí entre el escritorio de trabajo y la cama, tal vez debiera replantearse el no sólo correr por la ciudad, sino recorrerla.

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* Aldo Rosales Velázquez. Ciudad de México, 1986. Egresado de la licenciatura en enseñanza de inglés, de la UNAM. Autor de los libros de cuento «Luego, tal vez, seguir andando», «Entre cuatro esquinas», «La luz de las tres de la tarde» y «El filo del cuerpo». Fundador y director de la revista de gráfica y literatura A buen puerto (www.revistaabuenpuerto.com.mx). Ha publicado cuento, poesía, ensayo, crónica, entrevista y artículos de opinión en diversos medios impresos y electrónicos de latinoamérica. Actualmente coordina el taller de creación literaria del FARO Indios verdes, en la Ciudad de México, e imparte talleres de fomento a la lectura a profesores de nivel medio superior.

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