Literatura Cronopio

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LOS ABUELITOS Y OTROS CUENTOS

Por Pablo Tesio*

Mi esposo siempre gozó de buena salud. Cincuenta años junto a este gran hombre y nunca lo vi faltar al trabajo, ni siquiera estando resfriado. Siendo cabeza de familia ¿viste?, sus responsabilidades siempre fueron más fuertes que sus pesares. Un hombre hecho y derecho. En el pueblo la gente hablaba pavadas como en cualquier pueblo ¿viste?, pero a nosotros nunca nos faltó ni alimento, ni techo donde pasar las noches. Yo sabía que en sus maneras bruscas el nos quería. Incluso a Josecito. Todavía hablo con el de vez en cuando. Cuando puedo le digo que llame a su padre, pero no hay caso. El tiene sus ideas ¿viste? Qué se le va a hacer. Y una acá, como esposa y como madre, piensa que lo mejor es no meterse… pero…

Esa noche volvió a casa, se sentó en la punta de la mesa —como siempre— y esperó que le sirviera. Dejé mi teléfono cargándose arriba del microondas y le llevé el té con galletas de limón. Esas de toda la vida ¿viste? Son las únicas que le gustan.

Le puso tres cucharadas de azúcar y lo bebió mojando las galletas, como hacía siempre.

Me senté a su lado en silencio y lo miré con ternura. Me devolvió la mirada con una sonrisa calma. Esa sonrisa que se va tallando en el rostro con el tiempo después de compartir mucha vida. Incluso me pareció ver un destello vidrioso en sus ojos. Ese que alumbra bien adentro. Como el que tenía antes, como e… De repente, empezó a toser estrepitosamente. Le faltaba el aire.

Salí corriendo a la cocina tan rápido como mis piernas me lo permitían.

Agarré el teléfono y dije haciendo un tono de preocupación —«¡Hola sí, tengo una emergencia! ¡Mi marido no puede respirar! ¡está teniendo un ataque al corazón! ¡Calle Pellegrini 551! ¡Mande una ambulancia ahora mismo!»

Mientras tanto, mi esposo se atragantaba con espasmos, rasguñando el aire entre arcadas y graznidos.

Mirando por la ventana, esperando la ambulancia que nunca llegaría, encendí mi teléfono para avisar que el trabajo estaba hecho.

Siempre cargo mi teléfono apagado. Es como que se carga más rápido ¿viste?

LA CORNISA

El viento soplaba fuerte. El reflejo del sol en los altos ventanales de cristal lo encandilaban y, luego de un arrebato causado por una impresora con opción de tinta a color o blanco y negro, allí se encontró, parado en la cornisa.

Lo de la impresora no había tenido especial importancia, pero inevitablemente fue la gota que rebalsó el vaso. Un vaso atestado de disyuntivas que día tras día lo iban obsesionando. Eso de tener que elegir no le gustaba mucho. Él prefería las cosas «funcionales». Si quería comprar una pasta de dientes, era para cepillarse y punto. Odiaba tener que estar decidiendo si contra caries o sarro o aliento fresco o dientes más blancos. No me malentiendan, no era un sociópata ni mucho menos, pero el final de una cena agradable, podía tornarse amarga a la hora de elegir el mejor sabor de helado —porque siempre hay que elegir el mejor sabor. No vaya a ser que por descuidado termines pidiendo sabayón—. Por eso estaba allí. Porque le pesaba pensar «lo que hubiera sido» de haber elegido otra cosa. A ver, a todos nos gusta fantasear sobre otras vidas posibles. Nos pasamos los ratos libres pensando «lo que hubiera sido» si hubiera dicho que sí, si hubiera cogido ese vuelo, si hubiera continuado con el entrenamiento, si hubiera dejado de lado la vergüenza… Eso que tanto nos gusta, soñar sobre conjeturas e infinitas posibilidades, a él lo angustiaba terriblemente.

Mientras buscaba un agarre, recordó que su tormento venía desde niño. De cuando le preguntaron si quería un caramelo de fresa o de frutilla. Tener que elegir entre dos cosas que son —en esencia— lo mismo, causó un cortocircuito en la mente del pequeño que lo marcaría para siempre.

Así que allí estaba. Parado en la cornisa a punto de tomar la decisión última.

Ciertamente la situación no respiraba calma, mas bien jadeaba nerviosismo. Pero como era un analista financiero hasta los huesos —al igual que su padre y su abuelo—, antes de tomar una decisión todavía más apresurada a la que lo había llevado hasta allí, contempló sin querer sus opciones con preciso detalle.

La primera era fácil: Podía dar un paso adelante y caer hasta impactar crudamente contra el pavimento. Al momento de pensar la segunda, su mente, negada a tener que volver a decidirse por algo, despegó burlescamente en busca de alternativas tan delirantes como divertidas. Visualizando lentamente una a una.

También podía saltar y hacer un paracaídas con su saco, pensó. Podía saltar, desplegar sus alas y salir volando como un pájaro. O mejor como Superman. También podía saltar, encestar un doble y colgarse del aro. Podía tirarse y chocar con un suelo elástico, haciéndolo rebotar hasta arriba nuevamente. Podía caer y la caída ser de 20 centímetros, ya que todavía no había visto el suelo. Podía caer y quedar congelado en el aire justo antes de colisionar con la calzada. Podía arrojarse y estar atado de una cuerda de bungee jumping. Podía saltar y caer sobre el auto volador como Marty McFly en «Volver al Futuro II». Podía saltar en alto y ganar una medalla olímpica de oro. Podía caer como un gato, parado sin rasguños y descontarse una de las 7 vidas. Podía caer como un perro, caliente adentro de dos panes en un puestito de hot dogs en una esquina de Nueva York. Podía caer en la desgracia y entregarse a la bebida y las drogas por culpa de ese amor clavado como una espina en su adolorido corazón. Podía saltar la cuerda. Podía tirarse de cabeza a una piscina. Podía flotar como un astronauta con gravedad lunar. Podía lanzarse y a mitad de camino atravesar un portal hacia otra dimensión donde todo es de color violeta y verde fluorescente. Podía dejarse caer en la trampa de un cazador intrépido de los bosques de la Araucanía. Podía caerle bien al nuevo vecino. Podía caer bajo y estafar a su hermano. Podía saltar lejos, muy lejos, por encima de la calle y llegar hasta la terraza de otro edificio como Neo. Podía caer la noche y acabar aullando a la luna. Podía caer en la tentación y enroscarse con la hermana de su esposa en el cumpleaños de su sobrino. Podía caer en la cuenta de que su mujer lo engaña desde hace medio año. Podía ser una caída imaginaria y despertar de un mal sueño empapado de sudor. Podía caer hacia arriba como en un cuadro de Escher. Podía caer simbólicamente para desarrollar una metáfora a cerca de la decadencia de las relaciones sociales influidas por la interconectividad mediática del capitalismo posmoderno y el irresponsable uso del big data por parte de los monopolios de la información. Podía caer de maduro el final de esta historia. O también podía pasar por cagón, dar un paso atrás y volver a su escritorio a terminar el papeleo de mañana.

Pero no. Nada de eso.

Tenía que escapar de la elección. Escapar de la presión constante de su vida. Si su mente no podía decidir, entonces iba a cambiar las reglas.

Iba a echarlo a la suerte.

Cara, saltaba; Cruz, volvía a su escritorio. Taca–taca. Así de fácil. Así se quitaría esa zozobra y acabaría con todo esto.

Honestamente, le daba cosa legar una decisión monumental a algo tan insignificante como una moneda de 50 céntimos, pero pensando que su nerviosismo era «normal» —considerando la situación— escondió su dedo pulgar bajo el índice, posicionó la moneda en la punta —con el mismo pulso que el último jugador en patear, pone la pelota en el punto penal en una final 4–4— aguantó el aire y tiró hacia arriba.

La moneda ascendió girando en un loop eterno y en cada rotación, lo que en teoría sería liberador, contraía su pecho inflando el nerviosismo.

La moneda ya estaba por encima de su cabeza y su corazón cabalgaba cada vez más fuerte impulsado por el motor del sistema de elección. Porque en busca de soltarse de las cadenas del juicio, había caído en dictaminar su destino. Sea cara o sea cruz, él había limitado sus opciones a esas dos. Él había decidido que esos eran sus posibles finales. Su escape era su prisión. El pesar que lo había llevado hasta la cornisa lo acompañaría hasta el final. Y quién sabe si aún más allá.

La moneda caía frente a sus ojos y él ya no podía tolerarlo. «¿A caso su tormento era intrínseco del ser humano? ¿O una maldición construida en el afán de ordenar nuestras vidas? ¿Y si aquella vez le hubieran ofrecido un caramelo de manzana en lugar de frutilla?» Pensó en regresar a su escritorio y buscar un algoritmo digital que encuentre la solución, pensó en lo que diría su carta astral china, pensó en llevarlo a la corte, pensó en el destino escrito en las líneas de su mano, pensó en hacer un «de tin marín de do pingüé», pensó en si se le había cruzado un gato negro en la última semana, miró a su alrededor en busca de una señal, cualquiera, la que sea. Su mente corría por ramas lejanas y rebuscadas a la velocidad de un rayo rastreando una revelación, un consenso… pero la moneda ya estaba en el suelo.

—«¡Basta!— gritó —Estoy re podrido con esto de decidir. ¡Todo es decidir! Si blanco o negro, si light o zero, si vida o muerte. ¡Me harté!».

Si la vio o no, no lo sé. Lo que sí se, es que seguidamente apretó los ojos y de una sacudida la pateó al vacío.

El viento soplaba con fuerza, el reflejo del sol en los cristales ya quemaba su piel y el nudo de su estómago seguía apretando. Exhaló por completo buscando un respiro, mirando hacia arriba, entregándose a algo superior.

De repente, una sonrisa comenzó a dibujarse en su rostro.

Tenía la respuesta.

La única manera de evadir el tener que elegir era no elegir.

En vez de saltar o no hacerlo, optó por no hacer nada. Es decir, quedarse allí, en el borde.

Quedarse parado en la cornisa para siempre y esperar que el lector elija por él.

Sí, que el lector tome la trascendental decisión en cuestión.

Su plan era perfecto. Si el lector tomaba la decisión en su lugar, sería él el único consecuente. Sería él quien deba cargar con el peso de la responsabilidad. Él se convertiría en héroe y villano.

—«Pero que tome una decisión propia, eh»— Me dijo —«Que ni se le ocurra buscar una reseña de la historia en Internet para conformarse con el final que algún crítico o bloguero mediocre haya confabulado».

Y desde ahí nomás, esperando, paradito en la cornisa, al no elegir nada, te enmarañó en esta jocosa pero seria dicotomía de decisiones. Y desde ahí, te convirtió en juez de su destino. Y desde ahí, fue libre.

UN DÍA EN EL SHOPPING

Estoy en el Alto Palermo, chusmeando polleras, tratando de encontrar una que combine con mi nuevo sombrero de ala ancha —el sol está fortísimo estos días y pasado mañana nos vamos a Salta— cuando de repente escucho un suave correteo atrás de mí. Es un niño pequeño, de 4 años más o menos, con el pelo lacio bien rubio y una remera de los Minions manchada de comida.

Entre risas, salta sobre una pila de pantalones cerca de donde estoy. Desordena algunos y sale corriendo hacia la sección de lencería. Yo sonrío y vuelvo a las polleras. Los niños de esa edad son tan tiernos.

Unos minutos más tarde escucho los correteos otra vez. Es el niño que pasa jugando atrás de mí y empieza a revolver los vestidos. Yo saco una pollera y la sostengo frente al espejo para ver cómo me queda. Probablemente sea muy grande para mí. Es una pena porque el color es perfecto.

—«¡Hey, Tomi!»

Ahora hay un hombre atrás de mí. Tiene pinta de haberse arrastrado de la cama hace dos días y no haberse cambiado ni bañado desde entonces. Tiene un pantalón corto suelto Adidas, una musculosa arrugada y una gorra Nike que le cubre a medias su cara desalineada.

Está apoyado contra uno de los percheros y mirando fijamente al niño.

—«Vamos, Tomi, dale que nos tenemos que ir».

La sonrisa del niño se desvanece mientras da un paso atrás.

—«¿Qué pasa, pichón?» —pregunta el hombre— «Dale que tu mamá me dijo que te venga a buscar. Nos vamos del shopping para ir a comer un helado».

—«No. No tengo. No te…» —El chico tartamudea antes de bajar la vista al suelo. Parece muy incómodo —«No tengo que hablar con…»

—«¿Con desconocidos?»

El hombre sonríe. Sus dientes están chuecos y amarillos, teñidos de cigarrillo.

—«Pero si yo no soy un desconocido, Tomi, ¡Soy amigo de tu mamá! Ella me dijo que te viniera a buscar cuando saliste corriendo».

El niño titubea. Parece dividido entre evitar a los desconocidos a toda costa —posiblemente la primera lección que asimiló, marcada en su mente desde que aprendió a hablar— y el hecho de que ese hombre parece conocerlo. O al menos conoce su nombre.

No hay nadie cerca de nosotros. La cara del niño delata confusión y miedo.

Tal vez, este hombre sí sea un amigo de su mamá. O tal vez, es alguien que escuchó a una madre llamando a su hijo, luego vió a un niño corriendo solo y sumó 2+2.

Hasta el momento ninguno de los dos me ha reconocido. Es hora de cambiar eso.

—«Hola». —Doy un paso adelante y me agacho mientras miro al niño a los ojos. Le sonrío cálidamente.

—«¿Te llamás Tomi?»

Asienta tímidamente con la cabeza.

—«Y decime una cosa, Tomi, ¿conocés a este señor?»

Sacude su cabeza de lado a lado.

Envuelvo su pequeña mano en la mía y me incorporo.

—«Entonces, ¿Qué te parece si vos y yo vamos a buscar a tu mamá?»

El se relaja. Manteniendo mi agarre apretado, lo llevo lejos de las polleras y la lencería, en dirección a la salida del estacionamiento. Al momento que cruzamos las puertas corredizas de cristal, giro la cabeza hacia atrás y le guiño el ojo a mi compañero. Nunca hables con desconocidos, Tomi.

LA VIDA DEL ESCRITOR

Cuando uno es escritor de verdad, vive soñando.

La realidad, tal como se la conoce, pasa a ser mera escenografía. Una plataforma de la cual se disparan fábulas y cuentos mucho más interesantes.

Cuando uno es escritor, se encuentra en una especie de alucinación constante, fantaseando con una historia que está gestándose, dando vueltas en la cabeza. Bueno, una si tenés suerte. Por lo general son como 20. Todas van y vienen al mismo tiempo, entrecruzándose y mutando con cada disparador que atraviesa tu camino —Puede ser cualquier cosa. Un sonido, un color, una situación, un recuerdo…—

Cuando en alguna reunión le comento esto a la gente, por lo general piensan que escribir novelas es un trabajo animado y entretenido. Pero la verdad es que esta habilidad de imaginar es un don y a la vez una condena.

Intentá por un momento imaginar que no podés dejar de imaginar. Que te es inevitable sumergirte a fondo en cada cosa que capta tu atención. Pongamos, por ejemplo, un simple viaje de metro. Viajar en metro es toda una odisea. Desde que bajás las escaleras y ves la cantidad de gente pasando por los molinetes como vacas al matadero, entrás en un mambo al mejor estilo Orwell de deshumanización y control de masas. Luego, cuando lográs entrar y sentarte, todo cambia repentinamente. Ahora el vagón se convierte en una nave espacial destartalada y vieja, que traslada a los últimos humanos sobrevivientes al planeta habitable más cercano.

La mente viaja.

Y ni hablar de cuando lo que capta tu atención es una persona específica. Una señora con zapatos rojos y una pequeña cicatriz en el talón derecho puede esconder un pasado estremecedor. Podría ser, de repente, Paula Szarek, una polaca de clase baja que en su juventud soñaba con bailar en los mejores teatros del mundo. Una chica llena de ilusión que hubiera hecho lo que fuera con tal de cumplir su sueño. Que un día, entre actos de una fiesta privada en la casa de la alcaldesa, conocería a Karl Schäfer, un pronunciado empresario alemán. Le diría que tenía contactos en el Bolshoi y que, moviendo un par de hilos, podía llevarla allí. Ella, caería perdidamente enamorada de él. Viajarían juntos a Leipzig, donde él terminaría de cerrar unos negocios y hablaría con sus contactos. Pero los meses irían pasando. El empresario, con la excusa de que necesitaba tiempo para gestionar su traslado a Moscú, dilataría la promesa. Paula, desde una pequeña ventana gris, esperaría pacientemente. Los meses seguirían pasando y él poco a poco se mostraría como el borracho que siempre había sido. Hasta que una noche de mala racha, en un arrebato de furia, le partiría un palo de madera en la pierna derecha, destrozando su sueño más preciado, su única razón de vivir.

Un escritor tiene que cargar con eso ¿sabes? Con los pesares de otras personas. Personas que no existen. Pesares de la imaginación propia.

Porque la verdad es que ahí es donde están las historias que la gente quiere leer. En el sufrimiento, en la brega y el conflicto. Pero lo que más me angustia de todo esto, es aquel punto en el que no se diferencia la fantasía de la realidad. Cuando dejas de confiar en tus puntos de referencia y todo se hace homogéneo. Cuando la mente comienza a dudar si el esposo de la polaca era un borracho golpeador ¿o a caso era mi padre? Se me eriza la piel de tan sólo pensarlo. Los recuerdos vuelven a mi con apabullante claridad. «Tan sólo 5 años tenía cuando él volvía por las tardes oliendo a meada de gato, con la camisa desprendida, los puños rojos y balbuceando entre dientes apretados. Llamando a mi madre a gritos para que le preparara la comida, para luego arrojar el plato contra la pared clamando que estaba asqueroso. La misma escena enferma se repetía día tras día. Y yo, cargado de odio, tenía que presenciar cómo la zamarreaba del cuello, rasgándole las vestiduras, pisando sus zapatos rojos y golpeándola hasta que sus moretones, sobre moretones, comenzaban a sangrar. Incontables y eternas noches tuve que esconderme en un hueco detrás de la chimenea para que no me agarrara a mi también. Hasta que un día, el muy hijo de puta, apareció a las cuatro de la mañana en el portal de casa. Desmayado y bañado en vómito. Ese fue el día que junté el coraje para buscar un cuchillo y cortarle la garganta como el cerdo que era».

Verdaderamente la vida de un escritor no es para todo el mundo. Yo siempre dije que están todos mal de la cabeza. Decime, a quién se le ocurre escribir una historia tan retorcida como esa que me llegó el otro día, la de la polaca y el alemán. Pero bueno, allá ellos. Por suerte, yo sólo soy el editor. Me paso el día leyendo cuentos para elegir los más entretenidos y gano dinero con los que tengan más tirón.

OPERACIÓN «RECREO»

Eran las 1629 horas. Un timbre feliz anunció que la partida había comenzado. Esperé a que todos corrieran como animales al recreo y no quedara nadie en el aula. Agarré mi mochila que estaba debajo de mi pupitre y saqué mi 9 mm semiautomática. Es una Beretta 92FS. Mira de alta precisión, 930 gr descargada, cartucho de 15 rondas. La misma que usan algunos agentes de las fuerzas especiales de la Policía Federal Argentina.

Mientras caminaba por el pasillo vacío repasé con cautela cada movimiento ensayado. Días y días de entrenamiento me habían preparado para desempeñarme con exactitud y, aunque la sangre me hervía y los músculos se me tensaban como un cable de metal, iba recto y seguro. Cada paso me acercaba a mi destino y me alejaba de mi vida como la conocía hasta ahora. Atrás lo que soy, adelante lo que puedo ser.

Agitado pero tranquilo, llegué a la puerta del patio central. Todos estaban allí.

Al primero que vi fue a Mirko, el gordo que me roba las galletas desde el año pasado. Él fue mi primera víctima. Le apunté directo a la panza, esa panza gorda asquerosa inflada de galletas, doritos y Coca–cola y le metí dos tiros.

Después, giré sobre mi eje con la puntualidad de un radar antiaéreo y vi a Cristina peinando a su muñeca. Estaba tan hermosa. Tan delicada. Una pena deformar ese rostro de porcelana con un tiro debajo del ojo derecho.

Sentí que el enemigo empezaba a alertarse, así que me atrincheré en unos arbustos y agarré la pistola con ambas manos. Tenía que sostenerla firmemente y apuntar bien porque Miguel y sus amigos estaban más lejos, detrás de las hamacas. tuve que disparar 12 veces, volver a cargar y disparar 3 veces más para bajarlos a todos.

El que peor se lo llevó fue Mati, el más piola de todos, pero como no dejaba de retorcerse después del impacto en su pantorrilla derecha, tuvo que esperar varios minutos a que acierte para liberarlo de su sufrimiento.

¡¡Pum, pum, pum!! Uno a uno fueron cayendo. Y a diferencia del Counter Strike, acá no hay reset, no volvemos a comenzar otra partida. Este era el final para ellos y yo había salido victorioso.

Tal vez no escuché la alarma chillar detrás de los estruendos de mi pistola. Pero en el patio ya no quedaba nadie. No se escuchaban murmullos, correteos, ni siquiera el rozar de las hojas de los árboles al viento.

Cuando volví al aula a recoger mi mochila vi a mi mamá hablando con la profesora. —Mi mamá me iba a buscar todos los días para llevarme a casa— Ellas no pudieron divisarme mientras me atrincheraba con sigilo detrás de un pupitre cercano a ellas.

—«Mirá, justo ahí viene Fede. Es tan creativo… siempre está entretenido jugando solo. Va de acá para allá con esa pistola naranja. No la suelta por nada».

—«Sí ¿viste?, En casa anda igual. Se la regaló su papá para el cumple aunque a mi no me gusta mucho. Yo sé que es de juguete, pero me da un poco de cosa que de tan chiquitos jueguen con eso… que pase algo… qué se yo.

—«Ay Marta, pero si tienen 5 años ¿Qué puede pasar?

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* Pablo Tesio (1991, Río Cuarto, Córdoba, Argentina). Es Licenciado en Publicidad con Diploma en Creatividad y máster en Planificación estratégica. Ha publicado varios cuentos en revistas locales y fanzines. Actualmente trabaja como Redactor Creativo en la agencia de publicidad Serviceplan Spain, en Madrid.

 

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